CONTENIDO LITERAL

("No hay mayor ciego...", cuento corto de Joe Haldeman. Derechos de autor 1995, Joe Haldeman)

Todo empezó cuando Cletus Jefferson se preguntó: "¿Por qué no todos los ciegos son genios?". Cletus sólo tenía 13 años en aquel momento, pero era una buena pregunta, y se ocuparía de ella durante 14 años más, para, finalmente, cambiar el mundo para siempre.
El joven Jefferson era un ecléctico, un autodidacta y un empollón sin amigos. Tenía un juego de química, un microscopio, un telescopio y varios ordenadores. Algunas de esas cosas las compró con el dinero que ganaba vendiendo periódicos. Sin embargo, la mayor parte de sus ingresos provenían de la educación: enseñaba a sus compañeros a no perder demasiado al póker.
Ni siquiera los empollones, ni siquiera los empollones que son imbatibles jugadores de póker, ni siquiera los jugadores de póker que pueden resolver ecuaciones diferenciales de cabeza, son inmunes a los dardos de Cupido ni a la súbita tormenta de testosterona que acompaña a esos misiles a la edad de 13 años. Cletus sabía que era feo y que su madre le compraba ropa rara. Era también bajo, rechoncho e incapaz de lanzar una pelota en una dirección determinada. Nada de eso le había preocupado hasta que sus glándulas endocrinas empezaron a fabricar algunos compuestos que no estaban en su juego de química.
Así que Cletus empezó a peinarse el pelo y a vestir ropas, que de acuerdo con la moda, no pegaban, pero seguía siendo bajo, rechoncho y de rostro irregular. Además, era la persona más joven de sus instituto, a pesar de estar en el último año, y el único negro, algo importante en la Virginia de 1994.
Si el amor pudiese ser razonable, si el impulso sexual pudiese alguna vez ser controlado por la lógica, uno esperaría que Cletus, siendo Cletus, evaluase la situación y fuese en busca de alguien normal. Pero, por supuesto, no lo hizo. Simplemente bailó y cayó a través de la máquina de Pachinko de la adolescencia, rechazado, al primer vistazo, por toda Mary, Judy, Jenny y Verónica del Espacio Reconocido, pasando de la maravillosa a la hermosa, de la bonita a la mona, de la normal a la "de gran personalidad", hasta que el irresistible poder de la estadística le puso finalmente en contacto con Amy Linderbaum, que no podía rechazarle nada más verle porque era ciega.
Los demás chicos pensaron que era algo más que gracioso. Aparte de ser ciega, Amy era el doble de alta que Cletus y, siendo amables, de rostro igualmente irregular. La acompañaba un perro lazarillo sorprendentemente parecido a Cletus; bajo, negro y rechoncho. Todos eran amables con ella porque era ciega y rica, pero era una estudiante nueva y no tenía verdaderos amigos.
Así que aquí llegó Cletus, al que Cupido sólo había dado dardos y flechas, y lo que de otra forma hubiese sido un romance del tipo "opuestos que se atraen" se convirtió en una unión intelectual y emocional que, en el nuevo siglo, provocaría un maremoto social que transformaría para siempre la condición humana. Pero primero vino el violín.
Sus compañeros de clase ya habían descubierto que Amy era también un bicho raro, pero no sabían de que tipo. Era muy rápida con el ordenador, pero podías tachar esa opción diciendo que era ciega y que realmente necesitaba la maldita máquina. No parecía ser una fanática del ordenador, ni de la ciencia o la matemática, o historia, o Star Trek o el gobierno de estudiantes, así que ¿qué tipo de bicho raro era? Resultó que le encantaba la música, pero en aquella época era demasiado tímida para demostrarlo.
Todo lo que preocupaba a Cletus, inicialmente, era que carecía de los malditos cromosomas Y y que no huía de él: en el diagrama de Venn de la especie humana, ella era el único miembro de ese conjunto particular. Cuando descubrió que también era inteligente, había leído más libro que la mayor parte de sus compañeros juntos, el romance comenzó a encenderse en un lugar profundo y permanente. Y eso fue incluso antes que el violín.
A Amy le gustaba que Cletus no jugase con su perro y fuese directo en sus preguntas sobre como era ser ciego. Podía juzgar bastante bien a la gente a través de las voces: después de una frase, supo que él era joven, negro, tímido, empollón y de fuera de Virginia. Sabía por sus inflexiones que era feo o que creía serlo. Ella era seis años mayor que él, blanca y tenía el doble de su tamaño, pero aparte de eso, encajaban bastante bien, y empezaron una relación a lo grande.
Entre las pocas cosas sobre las que Cletus no sabía nada estaba la música. Que los otros chicos malgastasen su tiempo memorizando las estúpidas letras de los 40 principales era para él prueba de un problema intelectual e incluso de locura. Más aun, sus padres habían sido siempre fanáticos devotos de la ópera. Un universo limitado a un lado por murmullos pueriles sobre amores no correspondidos y por el otro por extranjeros gritando en agonía no era un universo que Cletus desease explorar. Hasta que Amy cogió su violín.
Hablaban constantemente. Se sentaban juntos en el almuerzo y se encontraban después de clase para hablar. Amy le pidió a su chófer que se retrasase diez o quince minutos al recogerla.
Así que después de tres semanas intensas, Amy invitó a Cletus a su casa para cenar. El vaciló un poco, sabiendo que sus padres eran ricos, pero también sentía curiosidad por su estilo de vida y, admitámoslo, estaban tan colado por ella que se hubiese tirado por un precipicio si se lo hubiera pedido con dulzura. Incluso usó algo del dinero del ordenador para comprarse un buen traje, un síntoma que hizo que su madre fuese directa a por Valium.
Al principio la cena fue incómoda. Cletus estaba maravillado ante el arsenal de plata y todos los distintos tipos de alimentos que no tenían ni el sabor ni el aspecto de comida. Pero sabía que iba a ser un examen, y él era muy bueno en los exámenes, incluso si tenía que ir descubriendo las reglas sobre la marcha.
Amy le había contado que su padre era un millonario que se había hecho a sí mismo; su fortuna provenía de un conjunto de patentes en el campo de la electrónica de estado sólido. Cletus, por tanto, había pasado un sábado en la biblioteca de la universidad, primero investigando las patentes y luego leyendo algunos textos seleccionados, así que al menos estaba preparado para el padre. Funcionó muy bien. En la sopa, los cuatro hablaron de ordenadores. En el cóctel de calamares, Cletus y el Sr. Linderbaum se habían centrado en sistemas operativos y esquemas de partición específicos. En el bistec Wellington, Cletus y "Llámame-Lindy" discutían sobre electrodinámica cuántica; en la ensalada estaban en algún lugar de la nube de electrones, y para cuando se sirvieron las nueces los dos locos al otro lado de la mesa hablaban en álgebra de Boole mientras Amy y su madre intercambiaban suspiros de complicidad y tarareaban fragmentos de Gilbert y Sullivan.
Para cuando se retiraron a la habitación de música para tomar café, Cletus le caía muy bien a Lindy, y el sentimiento era mutuo, pero Cletus no supo lo mucho que le gustaba Amy, gustarle realmente, hasta que ella cogió su violín.
No era un Stradivarius -le habían prometido uno si y cuando se graduase en Julliard- pero había costado más que el Lamborghini del garaje, y no sólo lo merecía desde el punto de vista de su padre sino también por su habilidad musical. Lo cogió y lo afinó tranquilamente mientras su madre se sentaba frente a un teclado electrónico cerca del gran piano, lo colocaba en "arpa", y comenzaba con un arpegio simple que una persona sofisticada musicalmente reconocería como la introducción a la pieza de violín "Meditation" de Thaïs de Massenet.
Cletus había sido sordo a la opera durante su corta vida, así que no conocía la historia de transformación y amor trascendente del interludio, pero sí sabía que su novia había perdido la vista a los cinco años, y que al año siguiente -¡el año en que él había nacido!- le dieron su primer violín. Durante trece años lo había empleado para decir con él lo que no diría con su voz, quizás para ver lo que no podía ver con sus ojos, y sobre la engañosamente simple matriz romántica que Massenet construía para presentar a la hermosa cortesana Thaïs gloriosamente renacida como la novia de Cristo, Amy perdonaba a su universo ateo por quitarle la vista, y le agradecía lo que le había dado a cambio, y lo decía en una idioma que incluso Cletus podía entender. Él no lloraba mucho, nunca lo había hecho, pero en la última nota sollozaba entre las manos, y supo que si ella lo quería podría tenerle para siempre, y curiosamente, considerando su edad y lo que sucedió después, tenía razón.
Cletus aprendería a tocar el violín antes de tener su primer doctorado, y durante toda una vida de notable amistad tocarían juntos durante diez mil horas, pero todo eso vendría después de la gran idea. La gran idea -"¿Por qué no todos los ciegos son genios?"- se sembró esa misma noche, pero no empezó a brotar hasta la semana siguiente.
Como la mayor parte de los chicos de trece años, a Cletus le fascinaba el cuerpo humano, el suyo y el de los demás, pero su estudio era más sistemático que el de los otros y, atípicamente, el órgano que más le interesaba era el cerebro.
El cerebro no se parece demasiado a un ordenador, aunque no funciona mal teniendo en cuenta que fue construido por obreros no cualificados y programado más por el puro azar que otra cosa. Algo que los ordenadores hacen mejor que los cerebros es aquello que Cletus y Lindy discutían mientras comían los pequeños calamares en salsa de tomate: partición.
Piensa en un ordenador como una gran prado de pasto verde, en lugar de como en una pequeña caja oscura llena de cosas repletas de números que son difíciles de reemplazar, y suponga que esa pradera está controlada por un pastor viejo y sabio que es mago y que no se llama macroprograma. El pastor se alza en una colina y mira al prado que está lleno de cabras, ovejas y vacas. No forman un sólo grupo, por supuesto, porque las vacas pisarían los corderos y los cabritillos y las cabras podrían nervioso a todo el mundo, saltando y golpeando, así que hay particiones de alambre de espino que mantienen a todas las especies separadas y felices.
Pero este es un prado muy frenético, con vacas, cabras y ovejas entrando y saliendo continuamente a una velocidad de 3 x 108 metros por segundo, y si las particiones fuesen todas del mismo tamaño sería un desastre, porque a veces no hay ovejas pero si muchas vacas, que estarían apretujadas quijada contra quijada y tristes. Pero el pastor, que es sabio, sabe de antemano qué espacio reservar para las distintas criaturas, y como es un mago, puede mover con rapidez el alambre de espino sin herir a los animales o a sí mismo. Así que cada partición acaba teniendo el tamaño adecuado para cada uso. Tu ordenador también lo hace pero en lugar de alambre de espino ves rectángulos, ventanas o archivadores, según la religión de tu máquina.
El cerebro tiene, en cierta forma, sus propias particiones. Cletus sabía que ciertas zonas del cerebro estaban asociadas con ciertas habilidades mentales, pero no era una cuestión tan simple como "la habilidad para apreciar la música va allí, las divisiones en esa esquina". El cerebro es más blando. Por ejemplo, hay particiones muy bien definidas asociadas a las funciones lingüísticas, áreas que tienen nombres de franceses y alemanes. Si se destruye una de esas áreas, por un ataque, una bala o una sartén voladora, la persona afectada puede perder la habilidad -leer, hablar o escribir coherentemente- asociada a esa área perdida.
Es interesante, pero es mucho más interesante saber que la habilidad perdida a veces se recupera con el tiempo. Vale, dices, así que el cerebro se regenera -pero no-. Naces con todas tus células cerebrales (pregúntale a cualquier niño). Lo que sucede evidentemente es que otra parte del cerebro ha estado esperado como si fuese un repuesto y después de un rato el cableado cambia y se conecta al repuesto. La persona afectada puede decir su nombre, el de su mujer y luego "sartén", y antes de que te des cuenta estará quejándose de la comida del hospital y pidiendo un abogado experto en divorcios.
Con esa prueba, parecería que el cerebro tiene también un pastor, como el prado-ordenador, que mueve las particiones de un lado a otro, pero, por desgracia, no es así. Generalmente, cuando una parte del cerebro deja de funcionar ese es el final. Pueden haber acres y acres de tierra fértil desocupada justo al lado, pero nadie encargado de utilizarla -al menos, no consistentemente-. El hecho de que a veces funcionase es lo que le hizo preguntarse a Cletus "¿por qué no todos los ciegos son genios?".
Por supuesto, siempre ha habido grandes pensadores, escritores y compositores que eran ciegos (y en el siglo veinte, algunos pintores para los que la vista era irrelevante), y muchos de ellos, como Amy con su violín, creían que su talento era una compensación. Cletus se preguntaba si en algún punto escondido de la microanatomía del cerebro eso podría ser cierto. No sucedía siempre o todos los ciegos serían genios. Quizás sucedía ocasionalmente, a través de un mecanismo similar al que ayudaba a la gente a recuperase de los infartos. Quizás se podría hacer que sucediese.
A Cletus le habían ofrecido becas tanto en Harvard como en el MIT, pero eligió Columbia para poder estar con Amy mientras ella estudiaba en Julliard. Columbia le permitió a regañadientes licenciarse simultáneamente en fisiología, ingeniería eléctrica y psicología cognitiva, y sorprendió a todos los que le conocían con resultados modestos. La razón, se descubrió finalmente, fue que para él sus estudios de licenciatura eran en el mejor de los casos una diversión y en el peor un mal necesario. Estaba preparándose para sus estudios en las áreas que le parecían importantes.
Si hubiese prestado atención a clases triviales como historia o filosofía, quizás la cosas hubiesen sido distintas. Si hubiese prestado atención en la de literatura podía haber leído la historia de Pandora.
Nuestra propia historia desciende ahora a las oscuras regiones del cerebro. Durante los diez años siguientes, la parte principal de esta historia, que intentaremos ignorar después de este párrafo, tendrá como protagonista a Cletus realizando molestas tareas intelectuales como cortar cerebros muertos, aprender a decir colecistoquinina, o abrir agujeros en los cráneos de la gente y jugar dentro con electrodos.
En la otra parte de la historia, Amy también aprendió a decir colecistoquinina, por la misma razón por la que Cletus aprendió a tocar el violín. Su amor creció y maduró, y a los 19, entre su primer doctorado y su doctorado en medicina, Cletus se detuvo lo suficiente como para casarse y pasar una huracanada luna de miel en París, donde dividió su tiempo entre los encantos de su amada y los estériles cubículos del Instituto Marey, aprendiendo como aprenden los calamares, que era a través de serotonina impulsando adenilato de ciclasa para catalizar la síntesis de adenosín monofosfato en el sitio justo, pero esa es la parte principal de la historia que intentamos ignorar porque se vuelve bastante desagradable.
Volvieron a Nueva York, donde Cletus paso ocho años convirtiéndose en una neurocirujano muy bueno. En su tiempo libre sacó un doctorado en ingeniería eléctrica. Las cosas empezaban a converger.
A los trece años, Cletus había notado que el cerebro utiliza más células recogiendo, manipulando y guardando imágenes visuales que para todos los demás sentidos juntos. "¿Por qué no todos los ciegos son genios?" era un caso particular de una idea más amplia: "El cerebro no sabe utilizar lo que tiene". Sus investigaciones en los catorce años posteriores fueron más sutiles y complejas que la pregunta y la afirmación iniciales, pero acabaron girando alrededor de ellas.
La clave de todo está en el córtex visual.
Cuando un saxofonista barítono tienen que transportar una partitura de violoncelo para saxo barítono (pocas mujeres se sienten atraídas por ese instrumento) lo que él debe saber, simplemente, es suponer que las notas están escritas en clave de sol en lugar de clave de fa, es decir la sube una octava y toca. Es tan simple que incluso un niño podría hacerlo, si un niño quisiese tocar un instrumento tan enorme y desgarbado. A medida que sus ojos bailan a lo largo de la valla de notas, sus dedos ejecutan automáticamente una transformación uno a uno que es el equivalente teórico de añadir o sustraer octavas, quintas y terceras, pero todo el trabajo mental se realiza cuando mira a la esquina superior derecha de la primera página y se dice: "Maldita sea. Otra vez violoncelo". La música de violoncelo no le resulta muy interesante a los saxofonistas.
Pero el ojo es la llave, y el córtex visual es la cerradura. Cuando Amy "lee" para el violín, debe dejar de tocar y palpar las notas Braille con su mano izquierda (años de mantener el instrumento en su sitio mientras lo hace le han endurecido de tal forma los músculos del cuello que puede partir una nuez con la barbilla y el hombro). El córtex visual no se utiliza, por supuesto, ella "oye" la mudas notas de una frase con la punta de los dedos, memorizándolas temporalmente, y luego las toca una y otra vez hasta que puede añadir esa frase al resto de la pieza.
Como la mayor parte de los músicos ciegos, Amy tiene muy buen "oído"; de hecho, le lleva menos tiempo memorizar música escuchándola repetidamente, en lugar de leerla, incluso con piezas muy complejas (sin embargo, utiliza el Braille para trabajos serios, para poder aislar la intención del compositor de las decisiones del intérprete o del director).
No echaba de menos el ser incapaz de leer de forma convencional. Ni siquiera estaba segura de como sería, ya que nunca había visto una hoja de música antes de perder la vista, y de hecho, sólo tenía una idea muy vaga del aspecto de una página impresa.
Así que cuando su padre le ofreció en su trigésimo tercer año la oportunidad de una capacidad visual limitada, no la acepto inmediatamente. Era caro, arriesgado y monstruosamente deformante: implantar cámaras de vídeo miniaturizadas en las cuencas oculares y conectarlas de forma que estimulasen el latente nervio óptico. ¿Qué pasaría si sólo la volvía medio ciega y además hacía desaparecer su habilidad musical? Sabía como otras personas leían música, al menos en teoría, pero después de un cuarto de siglo haciéndolo sin la vista no estaba segura de que funcionase con ella. Podría incluso retrasarla.
Además, la mayor parte de sus conciertos se hacían como caridad para beneficiar a organizaciones para ciegos o educación especial. Su padre argumentaba que sería más efectiva como una persona ciega recuperada. Aún así, ella se resistía.
Cletus decía que estaba a favor moderadamente. Decía haber repasado la literatura y hablado con el equipo suizo que había realizado con éxito los implantes en perro y primates. Dijo que no creía que hubiese peligro incluso si el experimento era un fracaso. Lo que no dijo ni a Amy, ni a Lindy, ni a nadie fue la horrorosa verdad frankensteiniana: el estaba detrás del experimento, que no tenía nada que ver con restaurar la vista; que las pequeñas cámaras de vídeo jamás serían conectadas. Eran sólo una excusa para extraer quirúrgicamente sus globos oculares.
Eso sí, una persona normal tendría reparos en sacarles los ojos a alguien por la ciencia, y mayores reparos aun si fuese un marido el que quisiese hacérselo a su mujer. Por supuesto, Cletus estaba lejos de ser normal en ningún sentido. Según su lógica, esos globos oculares eran viejos apéndices inútiles que bloqueaban el acceso quirúrgico a los nervios ópticos, que serían los conductos a través del cerebro hasta el córtex visual. Conductos físicos, a los que conectarían instrumentos quirúrgicos extremadamente pequeños. Pero hemos prometido no mirar a esa parte de la historia en detalle.
El resultado final no fue horroroso. Amy finalmente aceptó ir a Ginebra, y Cletus y su equipo (todos tan capacitados como faltos de ética) le hicieron pasar por tres días de veinte horas de precisa aunque indolora microcirugía, pero cuando retiraron las venda y le ajustaron una peluca de mil dólares (ya que también habían tenido que entrar por detrás además de por las cuencas), era más atractiva que cuando empezaron. En parte se debía a que su pelo real siempre había sido un desastre. Y ahora tenía cristalinos ojos azules de niño en lugar de la amenazadora opalescencia de sus ojos naturales. No había cámaras de televisión al estilo Buck Rogers mirando al mundo.
Le dijo a su padre que esa parte del experimento no había funcionado, y los seis científicos suizos que habían sido contratados para ese propósito estuvieron de acuerdo.
-Mienten -dijo Amy-. No tenían la intención de devolverme la vista. El propósito de las operaciones era alterar el funcionamiento del córtex visual para darme acceso a las partes no utilizadas de mi cerebro -se volvió hacia la respiración de su marido, sus ojos azules mirando más allá de él-. Has tenido un éxito mayor del que esperabas.
Amy lo había descubierto apenas se había disipado la neblina de drogas de la última operación. Su mente empezó a atar cabos y esos cabos ataron otros cabos. Cuando le habían colocado la peluca, ya había reconstruido por completo el proceso de microcirugía a partir de sus limitadas lecturas y de las charlas con Cletus. Tenía propuestas para mejorarlo y estaba deseosa de someterse a posteriores refinamientos.
Y en lo que se refiere a sus sentimientos hacia Cletus, en menos tiempo del que lleva leerlo, había pasado del horror al odio a la comprensión y al amor renovado, y finalmente a una condición emocional más allá de la habilidad expresiva de un mero lenguaje natural. Por fortuna, los amantes tenían a sus disposición el álgebra de Boole y el calculo proposicional.
Cletus era una de las pocas personas en el mundo a la que ella podía amar, e incluso hablar como a un igual, sin condescendencia. El cociente intelectual de él era tan alto que la cifra no tendría sentido. Pero comparado con ella, era lento y iletrado. No era esa una situación que él pudiese tolerar por mucho tiempo.
El resto es historia, como dicen, y antropología, como debemos admitir cada minuto de cada día aquellos que leemos con nuestros ojos. Cletus fue la segunda persona en ser operada, y tuvo que hacerlo mientras huía de los comités de ética médica y sus policías. Fueron cuatro al año siguiente, sin embargo, y veinte al otro año, y luego 2000 y 20.000. En una década, gente con ocupaciones puramente intelectuales no tenía otra elección: perder tus ojos o perder tu trabajo. Para entonces la operación de "segundavision" era completamente automática, completamente segura.
Todavía es ilegal en la mayor parte del mundo, incluyendo los Estados Unidos, pero ¿a quién pretenden engañar? Si tu jefe de departamento es un segundavista y tú no, ¿crees que estarás fijo? Ni siquiera puedes mantener una conversación con una criatura cuyas sinapsis se disparan seis veces más rápido que las tuyas, con la posibilidad de acceder instantáneamente a enciclopedias completas. Eres, como yo, un atavismo intelectual.
Puede que tengas una buena razón, si eres pintor, arquitecto, naturalista o entrenador de perros lazarillos. Puede que no tengas el dinero para la operación, pero esa es una excusa tonta: es trivialmente fácil obtener un préstamo a costa de ganancias futuras. Puede que tengas una buena razón física para no tenderte en la mesa y abrir tus ojos por última vez.
Conozco a Cletus y a Amy por la música. Yo fui su profesor de piano una vez, en Julliard, aunque ahora, por supuesto, no soy lo suficientemente inteligente como para enseñarle nada. Vienen a verme tocar en ocasiones, en este bar de mala muerte con su banda de avejentados músicos primeravista. Nuestra música debe parecerles aburrida, es evidente, pero nos hacen el favor de no tocar con nosotros.
Amy fue una víctima inocente en esta súbita explosión evolutiva. Y Cletus estaba, podemos suponer, cegado por el amor.
El resto de nosotros debemos elegir que tipo de ceguera soportar.