CONTENIDO LITERAL

("Arañas", cuento de Ramon Muñoz)



1

Lo primero que le sorprendió a su regreso fue la luminosidad; la espesura que cubría la antigua estación y sus alrededores habían terminado por hacerle considerar a Arachne un mundo sombrío. Interminables capas de vegetación filtraban los rayos solares dejando al suelo sumido en una verde e inalterable penumbra que sólo se oscurecía un poco más al caer la noche.
Después notó la nauseabunda pestilencia del aire. Allí confluían tres de los cinco ríos más caudalosos del planeta, trayendo los desechos de todo un continente. Arrugó la nariz asqueado, esperando con impaciencia la llegada a la nueva estación y su, era de suponer, ambiente perfumado. La estación era una imponente isla artificial construida gracias a los recursos cedidos por los Indra, de momento estaba anclada en medio del inmenso "lago" creado por los ríos convergentes. Corrían juntos a lo largo de treinta kilómetros como un único curso, tan ancho que desde el centro de la corriente eran indistinguibles a simple vista las orillas. Luego volvían a separarse, pero no antes de dejar en el ya bien colmado fondo un tributo de sedimentos y materia en descomposición. Aquí y allá la lámina de agua era perturbada por grandes burbujas de metano que estallaban apenas entraban en contacto con la ácida atmósfera.
La nave se acercó con cuidado al pequeño y frágil muelle de la base flotante. Una vez en sus inmediaciones disparó una amarra magnética que la unió a uno de los postes de fijación. El piloto comprobó que la unión era firme y extrajo la pasarela. Montagra miró la escuálida cinta de metal y luego a la verdosa superficie del lago. Tuvo la inquietante sensación de que por debajo había docenas de criaturas hambrientas pendientes de lo que ocurría encima suya.
-Oiga. -preguntó- ¿Seguro que esto aguanta el peso de una persona?
-De una sí. -contestó el piloto mirándole de arriba a abajo, como si calculase a ojo su peso- De todas formas no se preocupe. Debemos haber asustado a todo bicho viviente en varios kilómetros a la redonda, así que si cae es probable que consiga encaramarse a la pasarela antes de que le muerdan.
No muy convencido Montagra cruzó el paso dando un par de largas zancadas. Al otro lado esperaba un hombre bien entrado en la cuarentena, de rostro vulgar, vestido con un mono amplio y una incongruente gorra multicolor. En cuanto puso el pie en la estación, oscilante a causa del oleaje levantado por la hidronave, le dio la mano gruñendo una suerte de saludo y a renglón seguido se apresuró a subir a bordo indicándole al piloto con un gesto que ya podían marchar.
Montagra observó desconcertado la partida del vehículo que le trajera y comprobó con una rápida mirada que no había ningún otro comité de bienvenida. Tambaleándose avanzó por la cubierta que rodeaba el cuerpo central de la estructura buscando un acceso al interior. Lo encontró enseguida, una puerta semielíptica protegida por un campo repulsor de insectos que crepitó sobre su piel al atravesarlo.
- Hola, ¿hay alguien? -gritó.
No obteniendo respuesta entró sin más. El vestíbulo era una habitación de techo bajo y redondeado pintada de rojo y azul. Varios ambientadores esparcían un suave aroma a violetas. La temperatura era agradable, la atmósfera ligeramente húmeda. No había comparación posible con la torre de hormigón armado en que pasara cinco años, helándose durante las lluvias, asfixiado en verano, martirizado por los insectos siempre.
-¿Hay alguien aquí? -repitió dejando su equipaje en el suelo enmoquetado.
-Sí, un momento- rogó una voz que se acercaba a toda prisa.
Pertenecía a una mujer razonablemente bien parecida, delgada, que entró extendiendo la mano. Apretó la suya con fuerza. Llevaba el cabello muy corto y pintado con varios tonos, al estilo de Jambrer. Vestía con sencillez. Ningún adorno.
-Encantada. Soy Yan Breguet. -dijo- Xenobióloga, y hasta que se instale la única habitante de la estación.
-¿Perdón? -repuso extrañado- ¿Y el guarda al que vengo a relevar?
-¿Ese?, acaba de irse, ¿no se han cruzado?, es imposible, tiene que...
No terminó de escucharla. Salió corriendo al exterior, a tiempo de ver elevarse a la hidronave a varios kilómetros de distancia, recoger los patines y comenzar el ascenso que había de concluir en el vientre de la nodriza en órbita.
-Mierda -gruñó para sus adentros. Golpeó la barandilla de protección con el puño.
-¿Algún problema? -preguntó la mujer, situándose detrás suya.
-Desde luego que sí -masculló-. Se suponía que tenía que explicarme el funcionamiento de los sistemas antes de irse. El muy cabrón.
-Bah, no se preocupe -dijo ella-. La mayor parte de las operaciones son automáticas. Los Indra aprecian demasiado su tecnología como para dejarla en manos humanos. Técnicamente la base es suya, ¿sabe? Nosotros sólo somos unos inquilinos provisionales.
-De todas formas.-insistió. Le hubiera gustado tener a aquel tipo delante para explicarle un par de cosas, preferiblemente por señas-. Preferiría haber tenido un poco de orientación.
-Yo le daré toda la que necesite -aseguró la mujer con un ademán travieso- Y si no le basta hay un tutor instalado en Control.
-Espero que no sea igual que el del antiguo refugio -rezongó.
Dentro había dormitorios para veinte personas. Todos vacíos puesto que Yan dormía en una hamaca suspensora instalada en su laboratorio, una de las cuatro burbujas de menor tamaño adosadas a la principal. Salvo mínimas diferencias eran iguales entre sí de modo que atendió a su vieja desconfianza hacia cualquier cosa que flotara y escogió el más cercano a una salida de emergencia.
-¿Xenobióloga, no?- preguntó a Yan mientras colocaba sus pertenencias en el armario-. ¿Investiga a alguna especie en particular?
-¿Es nuevo en Arachne? -inquirió ella a su vez.
-No. Estuve aquí hace diez años, atendiendo el primer albergue. A estas alturas supongo que será una pura ruina.
-Es posible que haya que recuperarlo, si los Indra encuentran un uso mejor para esto. En cualquier caso la pregunta es un poco tonta viniendo de alguien que ya conoce el planeta, ¿no cree?
-Bueno -se defendió Montagra enrojeciendo levemente-. Hay muchas clases de arañas.
-Excelente corrección -reconoció ella-. Estudio a las Cleune, por supuesto, y a otros tipos igualmente formidables. Las arañas oso, por ejemplo. ¿Ha visto algún ejemplar?
-No estaría vivo de haber tenido esa suerte.
-Puede ver a los míos si quiere. Están bastante domesticados.
-Más tarde, quizás -dijo intentando zanjar la conversación. Estaba cansado. Los transportes de la Reserva nunca se habían caracterizado por su comodidad-. ¿Necesita algo?
-No, gracias. Duerma, ande. Me arreglo bien sola.
Despidió a la mujer y apagó las luces del cuarto. Al principio el movimiento de la estación amenazó con marearle. Después encontró el regulador de la suspensión de la cama y al fin pudo descansar a gusto.


2

Tal y como Yan le contara tardó muy poco en descubrir que el número de tareas a su cargo era bastante reducido. La isla había sido diseñada para funcionar a plena satisfacción sin recibir ningún tipo de mantenimiento ni requerir colaboración alguna de sus habitantes. Eran únicamente las tareas menores, limpieza general, decoración, etcétera, las que quedaban libres para que él las realizase y dado que no sentía un entusiasmo especial por su práctica se encontró, al descartarlas, con que no tenía prácticamente nada que hacer. Apenas le importó, sin embargo. De haber temido el aburrimiento o la soledad habría escogido otro tipo de trabajo.
Dadas las circunstancias su principal ocupación era desincrustar moluscos aferrados al casco y desalojar a los animales que hacían sus nidos en los huecos de la estructura. Parecía sencillo pero esto era sólo en apariencia. En cuanto salía del campo repulsor sufría el ataque de un ejército de libélulas de Miller, colibríes vampiro, y otra docena de especies de pájaros e insectos que todavía no habían recibido un nombre. Todos peleando por el privilegio de chuparle la sangre o depositar sus huevos en su carne. Llevaba tanta ropa y protecciones como resultaban soportables con ese calor pero de alguna manera los bichejos se las arreglaban para encontrar resquicios por los que colarse en la armadura.
Al final terminó por salir exclusivamente al anochecer. A esa hora las ballenas voladoras abandonaban sus escondites diurnos en las copas de los árboles para cazar y su sigilosa aparición desataba el pánico en los enjambres, permitiéndole trabajar con tranquilidad, inadvertido en medio de la frenética lucha por la supervivencia que sobrevenía en el cielo.
Bien era cierto que se precisaba una notable presencia de animo para aguantar impávido cuando una de esas bestias pasaba planeando a pocos metros por encima de su cabeza pero las ballenas, básicamente grandes vejigas infladas de hidrógeno montadas sobre dos alas en delta que se agitaban continuamente, eran inofensivas para cualquier ser vivo mayor que un gorrión y a fuerza de repetirlo Montagra había conseguido sobrellevar un poco mejor esas ocasiones, por más que al cerrar los ojos se imaginase a veces ensartado por el largo espolón de apareamiento situado en el extremo contrario a la enorme boca. En cambio los insectos, menos temibles en apariencia, eran un peligro real que debía evitar en lo posible. Y sólo de noche podía hacerlo.
La estación contaba con dos lanchas rápidas y un avión monoplaza VTOL que resultaba bastante inútil, por cuanto las áreas despejadas de Arachne aptas para aterrizar con él se reducían a los cráteres de unos cuantos volcanes inactivos. Probó ambas embarcaciones y llegó a realizar una excursión nocturna, pero una vez en la ribera el muro de vegetación que tenía ante sí y la maraña de amenazantes sonidos procedentes de depredadores que se acercaban, atraídos por el ruido del motor le quitaron las ganas de desembarcar. Yan, por su parte, partía con frecuencia, realizando viajes que duraban días o incluso semanas y de los que regresaba con la lancha llena de notas y jaulas. Sorprendentemente, a ella no parecía afectarla la fauna local, ni la grande ni la pequeña.
Era una mujer agradable, sobria, con repentinos cambios de humor que no la impedían ser amistosa la mayor parte del tiempo. Montagra comenzó a flirtear con ella, casi sintiéndose obligado por lo favorable de la situación, y Yan reaccionó alentadoramente, dejando que los oxidados recursos del guarda derribaran una a una sus débiles reticencias. Ella había dejado en Jambrer a las otras dos partes de un tríade. Él únicamente un montón de programas porno arrumbados en un cajón de su anterior destino. Nada que supusiera un freno importante para ninguno de los dos. Su primer escarceo fue soso pero les impulsó a continuar. Poco a poco, fueron mejorando.
Yan le mostró su laboratorio, su trabajo. El no tenía nada que enseñar así que aceptó ser guiado por aquel reducido pero denso espacio hasta conocerlo tan bien como la xenobióloga. Los aparatos de investigación se alternaban con jaulas, enseres, el vestuario de Yan. En medio de todo, el Secretario era el único terreno despejado. Y al fondo una serie de cubículos de metal morado, lo suficientemente grandes como para acomodar a una persona, tan juntos que al primer vistazo los confundió con una pared continua.
-¿Qué guardas ahí? -preguntó.
-De todo -contestó ella. Activó el Secretario y fue desvelando en orden la identidad de los ocupantes- Arañas oso, un pendregjar, un mullín, un...
Montagra asintió sonriente mientras ella leía la relación. Después volvió a su cuarto farfullando una excusa y buscó en la bolsa la pistola de cabeza de búfalo que años ha robara a un comerciante nem demasiado despistado para su propio bien. Desde entonces las noches que durmió solo lo hizo con la pistola en la mano. Por si acaso.
Igual que naciera su relación comenzó a apagarse lentamente. En realidad escasos días después de haberse iniciado. Eran personalidades muy distintas, faltas de cosas en común. Empezaron con pequeñas discusiones, la más importante de ellas la debida a la insistencia de Yan en hacer el amor en su hamaca. A él no le agradaba en exceso flotar en el aire sin ninguna sujeción visible y se lo dijo. Su cama también estaba suspendida, arguyó ella. El repuso que sí, pero a cinco centímetros del suelo y con un blando colchón entre medias en caso de que algo falle. Ese sencillo argumento bastó para que sus encuentros sexuales se espaciaran hasta volverse erráticos, inexistentes al cabo. Y sin sexo pronto descubrieron que lo único que les unía era una amable camaradería. Volvieron al punto de partida, como si nada hubiera sucedido. De nuevo extraños.
Con el tiempo acabarían siendo buenos amigos. Pero hasta entonces preferirían evitarse mutuamente, esquivando los reproches que cada uno hacía al otro en su cabeza, disgustado por la insultante facilidad con que acabara su breve romance, sin lucha.
En el momento en que Control anunció la recepción de un mensaje ella estaba fuera, visitando una cercana isla fluvial rebosante de vida salvaje. Montagra recogió la comunicación y la leyó atentamente mientras paseaba por la desierta estación. Después dudó entre informar a Yan o encargarse de todo por su cuenta. La segunda alternativa era tentadora pero decidió llamar. Un gesto equivocado como aquel podía precipitar la pelea que ambos llevaban semanas rehuyendo cuidadosamente.
-Hola -comenzó. Al verla sintió una pasajera punzada de dolor, enseguida la olvidó. Estaba cubierta de barro hasta las cejas, hermosa a pesar de ello. Por encima de su hombro era visible una gran cantidad de equipo apilado al borde de la selva. Y bastantes armas pesadas, observó-. He recibido un parte de Vesta diciendo que vienen a la base una embajadora Cleune y compañía...
-¿Cuándo? -le interrumpió ella, acabando con sus esperanzas de que la noticia la dejara indiferente.
-Pasado mañana, no indica hora.
-De acuerdo -convino Yan-. Mañana por la noche estaré de vuelta. De momento vendría bien que fueras... -y aquí dio una lista de tareas que Montagra tendría que realizar y que el agradeció. Sabía muy poco de las Cleune, nada de lo necesario para acomodar apropiadamente a uno de sus miembros.
Cortó el enlace y empezó de inmediato los preparativos, contento de que la novedad le diera al fin algo que hacer.


3

La sorpresa le quitó el aliento cuando vio al portador, únicamente la mirada severa de Yan impidió que expresara su indignación con palabras. Después subió a bordo el custodio, una figura burlona vestida de negro brillante de los pies a la cabeza, el rostro enmascarado por una telaraña tatuada.
Montagra había visto a unos cuantos ejemplares parecidos, todos cortados por el mismo patrón, asesinos de probada maestría con sus habilidades incrementadas por la tecnología que las Cleune, e irónicamente no los humanos, podían comprar. El hombre tenía un aspecto impresionante pero fue el chico quien continuó concentrando su atención. En la Reserva las Cleune utilizaban portadores humanos. Esta era una práctica comúnmente aceptada, incluso celebrada, dado que al hacerse cargo de personas en estado vegetativo, las únicas que la ley permitía adoptar para esos usos, libraban a las familias de los gastos de mantenimiento. No obstante contemplar en ese papel a un muchacho de apenas dieciséis años era más de lo que los nervios de Montagra podían soportar sin alterarse.
-Buenos días -dijo el portador con voz átona. En realidad era la embajadora la que hablaba, el chico era una mera marioneta, manejada con tanta habilidad que de frente parecía un ente autónomo-. ¿Quién de ustedes es el guarda de la estación? -Montagra se adelantó y apretó con cierta renuencia la mano que el portador extendió. Subconscientemente esperaba un contacto frío pero era tan cálida como la suya-. Es un placer. Le supongo enterado de mis planes, ¿es correcto?
-Bueno -titubeó-. Lo cierto es que aparte de la notificación de la llegada no sé nada.
-¿De veras? Imaginé que habría sido informado -Una vez pasados los primeros instantes las diferencias empezaban a ser evidentes. Excesiva lasitud de los músculos faciales, un constante balanceo sobre los pies, como corrigiendo incipientes desequilibrios-. No importa. Lo único que tiene que hacer es encargarse del alojamiento de mis dos acompañantes y conducirme a mí a la orilla. Allí seré recogida por delegados de mi pueblo y concluirá toda responsabilidad por su parte. Hasta mi regreso, calculo que dentro de dos o tres semanas.
-Ningún problema. Disponemos de cuartos de sobra y de transporte. Pero... él. -Señaló disimuladamente al muchacho- ¿No precisa cuidados médicos específicos?
-Araña se ocupa de ello -El custodio inclinó la cabeza, sus ojos una mancha ilegible encima del centro de la telaraña-. Está perfectamente cualificado y dispone de todo el material necesario.
-En ese caso... si quieren acompañarme. Esta es la señorita Yan Breguet, xenobióloga. También trabaja aquí -otro apretón de manos, del que Araña se mantuvo al margen-. De momento somos el total de los residentes.
Les mostró las habitaciones y salió para que pudieran instalarse a su conveniencia. Notó que por vez primera el custodio no le cedía el paso a su patrona y entraba antes que ella. Creyó ver un pequeño aparato en la planta de su mano, que dirigía hacia las paredes y el suelo.
-Has estado a punto de decir alguna tontería. -dijo Yan cuando se reunió con ella.
-Ver a ese crío me ha puesto nervioso -reconoció-. Con o sin el cerebro dañado no deberían permitir que alguien de esa edad sirviera de esclavo para uno de esos bichos.
-Ese es un debate para otro momento y para otro lugar. De momento tómatelo con calma y aprende. Las Cleune son una raza muy interesante.
-Por lo visto va a marcharse enseguida así que no creo que aprenda mucho.
-Quién sabe.
La comida colectiva transcurrió en un silencio casi completo. El portador no comía, el custodio tampoco, pero contemplaban a Yan y Montagra haciéndolo. De repente el custodio extrajo de su mochila un plato metálico que llenó de insectos bulbosos, translúcidos, recogidos por Montagra esa misma mañana.
-Si me disculpan... -dijo la embajadora.
La cabeza del muchacho cayó hacia adelante, apoyándose en el pecho, el cuerpo entero perdió tensión.
La araña se descolgó por la espalda y saltó a la mesa. Poco o nada era visible de su anatomía. Llevaba los ojos cubiertos por una gema transparente, el resto del cuerpo embutido en una funda de piel de exquisita calidad. Montagra recordó los comentarios que hacían los ocasionales investigadores que regresaban a la torre después de una estancia en la primitiva sociedad Cleune, antes del inicio del aislamiento. Un arácnido del tamaño de una mano humana, piloso, de un color que los mejor intencionados habían comparado al del estiércol. Ciertamente una visión poco agradable.
Tampoco lo era verla comer así que Montagra se retiró. Picada su curiosidad por la presencia de la araña pidió a Control el mapa actualizado de Arachne y estudió el continente dominado por la emergente civilización a la que pertenecía su visitante. Muchas áreas blancas pendientes de ser cartografiadas. En un costado la atareada terminal de carga Indra que constituía la base del comercio entre las arañas, la Reserva y las razas preferentes. Gemas, maderas preciosas, productos medicinales, drogas. Un negocio fructífero.
-¿Qué miras? -preguntó Yan. Había contemplado hasta el final el festín de la embajadora, con enorme interés.
-Todo esto -indicó con las manos la representación del continente-. Me pregunto por qué, siendo la única raza inteligente del planeta, no lo dominan.
-No tiene nada de particular. En la vieja Tierra había cientos de tribus que no sobrepasaron la Edad de Piedra hasta los siglos diecinueve y veinte. Eran inteligentes. Pero nunca consiguieron imponerse a su entorno ni expandirse. Sobrevivían, eso era todo. A ellas les pasaba algo similar. Les sigue pasando, en cierto modo. Casi todo lo que tienen son préstamos de los Indra o nuestros. La suya es una posición precaria, incluso más que la de la Reserva. Pueden ver el Paraíso, hasta enviar representantes a él si quieren, pero para el conjunto de la raza las puertas están cerradas.
-Por ahora.
-Y por mucho tiempo, te lo aseguro. Ninguna de las razas preferentes quiere arriesgarse a un nuevo Imperio del Hombre.
El portador escogió ese momento para hacer acto de presencia. Reparó en el mapa desplegado e hizo un gesto inindentificable.
-El hogar -dijo con un aceptable tono nostálgico-. Estoy deseando regresar, aunque sea brevemente. ¿Sería mucha molestia que partiéramos de inmediato?
Montagra contestó que no. Las lanchas estaban preparadas para ser utilizadas en cualquier instante.
-Entonces no hagamos esperar más a mi escolta. ¡Vámonos!
La travesía fue corta. El lugar donde la embajadora quería desembarcar estaba bastante próximo a la base, una pequeña zona de orilla recientemente desbrozada, tranquila. Había dejado al portador, considerando que en el viaje de vuelta sería tan sólo un estorbo, y también las galas diplomáticas. Desnuda, su apariencia era menos inquietante de lo que decían las habladurías. Durante su anterior residencia en Arachne Montagra había conocido criaturas mucho peores. Su cercanía, empero, le hacía sentirse intranquilo. La afirmación de que las Cleune eran capaces de saltar a la nuca de una persona y tomar en el acto el control de sus acciones era una mera superstición pero aún sabiéndolo procuraba mantener bajo constante vigilancia a su pasajera.
Una vez en tierra la Cleune dejó el bote de un brinco y comenzó a correr excitadamente de un lado a otro agitando con frenesí los palpos. El custodio le indicó que tocara la sirena. Al llamado aparecieron una quincena de animales. La mitad cargaban arañas sobre su grupa, pequeños cuadrúpedos de pelaje corto con las patas largas y fibrosas de un corredor de fondo y la mirada algo falta de brillo que ya notara en el muchacho. El resto eran fieras nervudas y sanguinarias de un tipo que Montagra había tenido que rechazar a tiros en más de una ocasión. Custodios y portadores, pensó. Unos compensando su falta de movilidad, los otros su falta de defensas. Las Cleune que vivían en la Reserva tan sólo habían cambiado en la forma un sistema que llevaba miles de años funcionando a plena satisfacción, al menos para ellas.
Una de las bestias de carga se aproximó mansamente a la embajadora. Esta trepó por su costado y buscó los centros nerviosos bajo la piel. El animal dio un respingo. Después retrocedió hacia la selva seguido por el conjunto de la comitiva.


4

A la vuelta trató de entablar conversación con el guardaespaldas, por toda respuesta obtuvo una sonrisa irritante, artificial, como si la boca del hombre hubiera sido deformada mediante cirugía. A esas horas la densidad de chupadores de sangre era mayor que nunca pero no le afectaban en absoluto. Cuando uno se acercaba demasiado desaparecía al instante en un fugaz chisporroteo azulado. Montagra estuvo tentado de preguntar dónde se podía encargar un sistema semejante pero desistió, seguro de que no recibiría ninguna contestación. En su lugar aceleró. A máxima velocidad la lancha abría profundos aunque perecederos surcos en las aguas verde oscuro del lago, acercándole al ambiente estéril de la estación. Deprisa, pero no tan deprisa como le hacían desear los continuos picotazos.
Para el muchacho día y noche eran iguales. Rígido en medio del campo suspensor parecía una marioneta desechada esperando el comienzo de una nueva función, un príncipe hechizado aguardando a un héroe. Delgados tubos de plástico penetraban en su carne llevando alimento y oxígeno. Otros retiraban una papilla acuosa de desechos que el hombre llamado Araña arrojaba al agua cada amanecer. Nunca abría los ojos. Nunca se movía.
A veces Montagra entraba en el cuarto y observaba el cuerpo indefenso del portador hasta que Araña volvía para comprobar su estado o se sentía enfermo de impotencia y compasión y huía. La Reserva era pródiga en jóvenes destrozados. Peleas entre bandas, intentos fallidos de entrar al servicio de las razas preferentes o la simple reacción al suspenso en los exámenes de ingreso a una u otra institución. Muchos no soportaban el fracaso. Ingresaban en los grupúsculos armados que los Nem aplastaban de tanto en tanto, realizaban torpes intentos de suicidio. El resultado eran pabellones enteros repletos de tullidos y enfermos irrecuperables.
Las Cleune tenían dónde elegir. Sus solicitudes de un portador recibían contestación casi inmediata. Sobornos, influencias, amenazas, decidían quién era seleccionado para ocupar el puesto. Había oído hablar de peleas a muerte en los hospitales entre familias que disputaban por conseguir librarse de su carga. Podía creerlo. Había crecido en una ciudad en la que cazar uno o dos lagartos entre los cubos de basura representaba la diferencia entre una buena cena y el escaso avío de siempre.
Intentaba convencerse de que servir a la embajadora era un buen destino para el chico. Que la atención que recibía era superior a la que podían ofrecerle los médicos humanos. Fallaba. Esa noche volvía a romperse la cabeza tratando de imaginar un medio de liberarlo. Despertaba sin respuestas, vacío.
Mientras tanto el custodio pasó de ser un residente provisional en la base a convertirse en el dueño. No actuaba como un inquilino temporal, sino como el amo que ha regresado al castillo. Dondequiera que iba le encontraba cerca, mirando de reojo. En ocasiones vigilando con descaro. Acabó por explicar lo qué estaba haciendo y por qué cada vez que cruzaban sus caminos. A cambio recibía un leve gesto de aprobación, tal vez de indiferencia, que servía para tranquilizarle.
Era absurdo, por supuesto. La estación era suya. O al menos la responsabilidad. Pero eso carecía de importancia. El custodio protegía a una Cleune del más alto rango, una especie alienígena respetada en toda la Reserva, respaldada por ingentes cantidades de dinero. Eso bastaba para hacer de él un príncipe entre los hombres, en el supuesto de que sus habilidades como asesino no fueran suficientes. En Montagra, por el contrario, los impulsos serviles eran una reacción automática. Nadie con sus orígenes lograba escapar de su ciudad natal si no sabía inclinar la cabeza a tiempo, delante de cualquiera que ostentara o aparentase autoridad, poder o riqueza.
La reacción de Yan fue diferente. Durante unos días se mostró cordial con Araña. Después comenzó a protestar. El custodio la hacía sentirse espiada a todas horas, su silencio era insufrible. Salía menos a menudo del laboratorio. Al fin sólo lo abandonaba para remontar los ríos en busca de territorio virgen y al marchar dejaba la puerta cerrada. La cerradura formaba parte del equipamiento Indra de modo que violarla resultaba prácticamente imposible. Eso disminuía el riesgo de que las bestias en estudio por la xenobióloga pudieran escapar pero al tiempo le hacía sentirse aislado, en medio de dos mundos diferenciados donde no tenía sitio, quizá hostiles.
Se puso a estudiar a las Cleune por puro aburrimiento, pero los archivos de Control eran limitados al respecto. Arachne era un planeta tan denso que parecía asustar a los investigadores. Ni siquiera las atrevidas teorías que situaban en él el origen de los arácnidos terrestres, dadas las asombrosas coincidencias existentes, habían aumentado los fondos o el número de personas dedicadas a su estudio. Desde el descubrimiento escasamente cinco humanos habían pasado cierto tiempo entre ellas, lo justo para que los Indra concedieran la tutela a la Reserva. Estos habían identificado siete razas diferentes de las que únicamente dos podían considerarse inteligentes. Los portadores y custodios variaban en cada caso, dependiendo de los animales predominantes en la región que ocupasen, pero el sistema era común a las siete razas, sus inicios olvidados en la noche de los tiempos. Vivían en grandes grupos, bajo la preeminencia de los ancianos, practicando la recolección y la caza en amplias áreas de jungla que cada tribu adoptaba como territorio privado, inviolable para las demás. Estas eran los "imperios" Cleune a los que pomposamente se refería la prensa terrestre. No practicaban la edificación, la agricultura, no enterraban a los muertos. Eran buenas planificadoras pero únicamente aplicaban esa cualidad en caso de catástrofe natural o de guerra con sus vecinas.
Una vez improvisado un gobierno se las había autorizado a enviar representantes fuera de Arachne pero no a importar tecnología. Sus recursos eran gestionados por comerciantes alienígenas que resultaban todo lo honrados que cabría esperar, los beneficios así obtenidos servían para... espacio en blanco.
Cuatro años después de la concesión de la tutela las Cleune invocaron el derecho de aislamiento. Los Indra aceptaron la propuesta.
Los humanos también, lógicamente.
Araña desnudó al portador y comenzó a lavarle utilizando una ducha de mano. Volvió la cabeza esperando sorprender de nuevo al guarda semioculto tras la puerta, atraído por el olor a jabón. En cambio vio a la mujer volviendo de la cocina con una paquete de raciones de comida bajo el brazo. Se detuvo un instante mirando al muchacho, entonces sus ojos tropezaron con el rostro disfrazado del custodio y continuó el camino con un bufido de exasperación. Araña mantuvo un remedo de sonrisa durante unos minutos más y luego dio por concluido el aseo matinal. Sería una buena idea organizar un trío, pensó divertido mientras guardaba las cosas.
Afuera Montagra contemplaba las aguas verdosas sentado en el muelle. Hacía calor. Las ocasionales salpicaduras que recibía eran tibias, como la sangre de los animales acuáticos que ante él perseguían o eran perseguidos. Cazadores, presas. Una perturbación en la superficie, un último salto desesperado. Enseguida los carroñeros acudían en masa, impacientes por recoger los restos del banquete.
-No lo soporto -dijo Yan a su lado. Montagra levantó la cabeza y ella reparó en su atuendo-. ¿Qué llevas puesto?
Encogió los hombros. Había encontrado en un trastero un viejo traje de submarinista y lo había arreglado a su gusto. Muchos parches, un par de sellos de silicona. Con la careta puesta parecía un híbrido de hombre y mosca. Un gran monstruo oliváceo, antes patético que aterrador.
-Es la única manera de que pueda aguantar tanto insecto -aclaró quitándose el filtro de aire de la boca. Como irónica confirmación enseguida tuvo que escupir una bola negruzca con los helitros aplastados.
-Prueba con el barro. Con eso debes estar asfixiándote.
-Gracias pero prefiero seguir así. ¿Qué decías que no soportas?
-A ese bastardo, por supuesto. Juega con nosotros. Da la impresión de que cree que la estación es suya y de la embajadora y tú y yo sólo estamos de prestado.
-Es su carácter. He conocido a unos cuantos por el estilo, siempre están perdonándote la vida. Hay que dejarles hacer y esperar a que se vayan a otra parte, eso es todo.
-Bonita filosofía -dijo ella con sarcasmo. Arrojó la mochila en una de las embarcaciones-. Imagino que ese es el motivo de que estés aquí de día. ¿Dejarle hacer, eh? Sí, claro. Buena idea.
Arrancó y partió sin despedirse. Montagra ahogó una maldición. Sus razones para pasar las horas muertas fuera eran evidentes pero no le gustaba que se lo echaran en cara de esa manera.
Era el único medio que se le había ocurrido para conservar su maltrecho orgullo de hombre libre. Una condición que se había ganado a pulso, aislado en planetas que la humanidad no podía atender pero que tampoco sabía si podía permitirse perder. El método más sencillo de mantener la tutela era instalar allí a un hombre o a una mujer y llamarle "población permanente". Para el interesado suponía cinco años de tedio, interesantes beneficios, la satisfacción por haber superado una difícil prueba.
Y bastaba un encuentro con Araña para que agachase la cabeza y volviera a comportarse como un chiquillo tratando de evitar la inevitable reprimenda.
Entró dentro, en parte porque el calor le estaba matando. El traje salió enseguida, lubricado por el sudor. Bebió media botella de sucedáneo de leche y fue a preparar los bidones de agua que consumirían al día siguiente. Por el camino pasó junto al cuarto donde reposaba el portador. Otra preocupación, pensó.
Seguía con la idea fija de liberar al muchacho aunque aún desconocía la manera. Tendría que idear algo. Cualquier cosa. No sólo por el chico. También por el desafío implícito al guardaespaldas que la acción traería consigo. Necesitaba rebelarse. De alguna manera. Necesitaba hacerlo.


5

Un mediodía Control anunció que la embajadora estaría de vuelta en menos de una semana. Avisó a Araña. De cerca el custodio semejaba una máquina humanoide, un bloque modelado de metal negro orlado de oscuros tatuajes que ocultaban la fragilidad de la escasa carne al descubierto. Silencioso, Montagra acechaba el sonido de los mecanismos que rellenaban el traje. Yan, menos acostumbrada a tratar con la muerte, atribuía la continua reserva del hombre a alguna causa risible. Verás, decía, un día abrirá la boca y descubriremos que tiene voz de pito.
En lo sucesivo el guardaespaldas pasaba la mayor parte del tiempo en la cubierta, puede que acechando una señal desde la orilla. Dormía poco. Tres horas a lo sumo, de modo que Montagra no perdió un minuto una vez que le vio acostarse. Recuperó el traje parcheado y entró en el laboratorio. Disponía de una llave maestra proporcionada por Control que le permitía acceder a cualquier parte de la base. Aquel era un hecho que la xenobióloga desconocía y él prefería que continuara siendo así. Registró las notas hasta encontrar dónde estaba esa noche. Luego subió a la lancha que quedaba, esperó a alejarse lo suficiente como para que el ruido no llegase a la estación y apretó el acelerador a tope. Confiaba en ser capaz de interpretar correctamente los mapas.
Tardó una hora en encontrar el bote de Yan. Embarrancado en un margen de la corriente y coronado por una intermitente baliza giratoria. A un lado estaban las ropas de la mujer, sujetas bajo una roca de apreciable tamaño, y un agujero de poca profundidad excavado en el barro reluciente junto al río. En derredor el olor a podredumbre era mareante, a pesar del filtro. En comparación la decadente región donde viviera en la vieja torre parecía un jardín perfumado.
Cogió el rifle de descarga y una linterna de muñeca. El arma era bastante pesada pero sus disparos abrasaban un área de varios metros cuadrados y Montagra sabía por experiencia que en la selva raramente se disponía del tiempo necesario para apuntar al agresor. La señal del transmisor de Yan era clara en el localizador; encaminó sus pasos en esa dirección.
De noche las junglas de Arachne tenían un aspecto fantasmagórico. Los árboles ocultaban el firmamento por completo, ni las estrellas ni las lunas estaban a la vista. A cambio la bóveda vegetal brillaba con una pálida luminiscencia, especialmente evidente ahora que llevaba puestas unas gafas de visión nocturna. En el suelo, las escasas plantas que conseguían arraigar a la sombra de los gigantes le recordaban a diminutas versiones del espectral árbol del ahorcado. Aquí y allá criaturas fosforescentes se descolgaban de sus ramitas espinosas buscando refugio entre las hojas muertas, como una suave y dispersa llovizna de hadas asustadizas.
Las más espectaculares, por supuesto, eran las diversas clases de arácnidos. Menos tímidos que otros animales muchos aparecían de repente para observarle, blancos o amarillos, figuras incandescentes en posición de ataque, las patas rígidas engarfiadas en la corteza de un grueso tronco. Guardianes del ultramundo, hubiera dicho. Su presencia le hacía andar con precaución, temeroso de encontrar a alguno de ellos escondido en el esponjoso humus. Calzaba botas de media caña, muy gruesas, sin embargo prefería no probar su resistencia con los afilados quelíceros de una araña venenosa.
De improviso comenzó a llover. Una tormenta típica. Violenta, ruidosa, impredecible.
Centelleantes despojos de los relámpagos llegaban abajo después de ser quebrados por la barrera verde. Igualmente retenida en las alturas el agua resbalaba de las copas en pequeñas cascadas. A su alrededor se extinguieron las señales luminosas de los que esperaban encontrar pareja esa noche, todo el mundo corría en busca de techo. También él incrementó el ritmo. Arriba, los rayos encendían fuegos tan voraces como efímeros.
Halló a Yan cerca de una hoguera que también creyó fruto de la tormenta, luego reparó en la madera dispuesta en la base de las llamas. Estaba en un claro natural, puede que la huella de un pasado incendio. Iba desnuda, cubierta de barro negruzco desde las raíces del cabello hasta la punta de los dedos de los pies, con dos canalillos practicados en la viscosa envoltura que descubrían ojos y boca, brillantes como los de un carnívoro al acecho. Tenía un cinturón amarrado sobre las caderas y no eran armas precisamente lo que echó a faltar en el mismo, reforzando la impresión de fiereza incontenible que producía. Le dieron ganas de salir corriendo, pero se contuvo. Probablemente su propia apariencia distaba de ser mucho más tranquilizadora.
Ella murmuró algo al verle. Montagra levantó las manos indicando que sus intenciones eran pacíficas, para reforzar su postura dejó el rifle en el suelo aunque no antes de comprobar que el claro parecía seguro.
-Tengo que hablar contigo. -dijo.
-¿Y en la estación no valía? -repuso ella, indignada. La mayor parte de sus cosas habían sido puestos a resguardo bajo un saliente rocoso. Mientras Montagra reunía sus argumentos trasladó allí el resto.
-El nos hubiera oído -hizo una pausa-. Ya sabes que la embajadora está punto de volver.
-Tú mismo me lo dijiste.
-Bien. Necesito tu ayuda. Te parecerá una estupidez pero se me ha metido en la cabeza liberar al portador. Es un crío. No está bien que sea el esclavo de un bicho repugnante.
-Desde luego que es una estupidez -confirmó Yan. Él la estaba apuntando con la linterna. Le pidió que la apagase, afirmando que la luz de la fogata era suficiente-. Pero si quieres ponerla en práctica sería bastante fácil: mátale.
-Por favor -dijo él, quejoso-. Yo pensaba en otra opción. Podríamos sacarle de la estación cuando el custodio duerma y esconderle en algún sitio que tú conozcas bien.
-Claro, y luego le decimos a él que ha salido un momento a tomar el aire, ¿no? Nos arrancaría la piel a tiras. Además, después, ¿qué harías? Está en coma irreversible. Mantenerle vivo requiere mucho dinero y un equipo médico del que no dispones. Se te moriría en los brazos en unas horas y una semana más tarde la embajadora tomaría a otro portador, posiblemente de la misma edad. Hermosa ganancia, ¿mm?
-Oye, ya he oído demasiadas respuestas de ese estilo. No se puede hacer nada así que al final nadie hace nada. Lo que quiero es discutir contigo los detalles del plan, si quieres ayudarme. Creía que tú eras enemiga de los credos pasivos.
-Y lo soy, demonios. Pero no quiero morir por una tontería como esa. Si estás dispuesto a intentar engañar al custodio se me ocurren mejores formas.
Dudó antes de seguir hablando. Una sombra se acercaba a la hoguera desde la espesura. Vio a Montagra y huyó de un salto.
-¿Qué era eso? -preguntó extrañado. El animal se había asustado de él, no de Yan, ni del fuego.
-Una Cleune -dijo la mujer con expresión contrariada-. Sobre un lemúrido local.
-¿Igual que la embajadora?
-Ni mucho menos -negó sonriendo. Con todo el barro adherido a su cara el resultado fue una feroz mueca-. Ellas dicen que tienen un gobierno unificado, lo habrás oído. Un consejo formado por ancianos de las diversas tribus, el mismo al que la embajadora va supuestamente a reportarse. Y una mierda. Hay varias tribus dominantes y el resto sigue igual que antes. Peor en realidad, porque las otras están tratando de exterminarlas. Al menos en éste continente.
-¿Y a qué venía? -inquirió.
-Espera, ¿vas a ayudarme?, ¿tú a mí? -dijo ella excitadamente- Quítate la careta, maldita sea, el humo basta para alejar a los insectos. Quiero verte los ojos. -Montagra asintió, un tanto desconcertado-. De acuerdo. Venía a hablar conmigo. Llevo meses recabando información de ella y de otras compañeras suyas. Ninguna forma parte del "estado" Cleune, por supuesto.
-¿Pueden hablar?, ¿sin ir encima de una persona?
-Hablar... no exactamente. Les he enseñado el lenguaje de los sordomudos. Es suficiente para comunicarse, por ahora.
En ese momento cesó la tormenta, terminó el lejano rumor de vegetación azotada por el viento. Yan avivó el moribundo fuego con una brazada de su provisión de leña, provocando un loco baile de chispas en torno a ellos.
-Las Cleune, al menos las que conocemos -explicó- no son tan amables ni tan conformistas como casi todo el mundo opina. Desde el primer contacto con nosotros han emprendido varias guerras contra sus congéneres a fin de quedarse solas en el papel de interlocutores de los extraños, así nos llaman. Esto ya lo han logrado o están a punto de conseguirlo. El siguiente paso es expandirse fuera de Arachne. Aquí tienen pocas posibilidades, el entorno es demasiado hostil, tampoco las interesa en exceso. Saben que el gran tesoro está en el exterior y van a por él.
-Un instante -la interrumpió Montagra. Había ido a ella para plantear una historia completamente diferente. Ahora estaba confundido, desorientado.- ¿Qué estás diciendo?, ¿qué esos bichos piensan invadirnos o algo así?, ¿cómo?, ¿con qué? No tienen recursos para eso.
-Claro que los tienen. ¿Has pensado a dónde va a parar todo el dinero que ganan comerciando con las razas preferentes? Lo que no gastan en alquilar guardaespaldas e influencias está en bancos de la Reserva esperando a ser utilizado, te diré en qué. Nuestra amiga la embajadora ha vuelto al hogar, en teoría para recibir instrucciones. Yo sospecho que en realidad ha venido a recoger una gran cantidad de huevos. Los sacará de aquí y una vez introducidos en algún mundo humano el dinero servirá para criarlos y colocarlos adecuadamente.
-Hay leyes de inmigración...
-Leyes que no valen nada. La embajadora pasará las aduanas sin que nadie trate de revisar su equipaje. Por eso ha utilizado éste camino en lugar de la terminal Indra. Allí detectarían su carga antes de que el portador pudiera poner un pie en la nave. Los humanos somos mucho menos cuidadosos. Mucho más fáciles de sobornar también.
-¿Y?
-Es evidente, ¿no? Las Cleune tendrán una colonia de cría establecida en uno de nuestros planetas. Y en cuanto sean un número suficiente harán realidad los cuentos de terror que las matronas cuentan a los niños. He visto a docenas de arañas tomar el control de un huésped desprevenido. Es un proceso muy rápido -apretó los dientes, parecía estar recordando una escena en particular-. Nunca falla.
-Funciona aquí -repuso Montagra-. Para poder utilizar un portador humano las Cleune necesitan de un nexo Nem. Las señales neuroquímicas no son compatibles. Incluso en Arachne, tengo entendido, cada tipo de Cleune sólo puede asociarse a una o dos especies de animales.
-Dinero, Monti, dinero. Pueden contratar ingenieros biológicos, técnicos de todo tipo. Desde la guerra los Varicosos nos odian, ¿recuerdas? Estarán encantados de ofrecer sus servicios. Y cuando hayan sido modificadas adecuadamente las hijas de la embajadora podrán tomar a un huésped humano sin ninguna complicación, ya lo verás.
-Las aplastaríamos. -aseguró convencido.
-¿Seguro? ¿Con qué? No tenemos ejércitos, nuestro nivel tecnológico está a la altura de la Cuarta Revolución Industrial. Fíjate en la estación. Es un poco mejor que lo que los humanos podrían hacer pero no mucho. No se arriesgan a que les copiemos. Estamos desnudos, Monti. Las razas preferentes han dejado a la Reserva en una situación en la que no puede defenderse. Tal vez nos lo hayamos buscado pero eso no cambia el hecho básico.
-Pero... -titubeó- Los Indra, los Nem, ellos nos ayudarán.
-¿Tú crees? Si sólo afecta a la Reserva, ¿tú crees que nos ayudarán? Recuerda, la propia Reserva fue una solución de compromiso. Los Varicosos querían exterminarnos.
-No -reconoció-. Seguro que no. Entonces, ¿qué podríamos hacer? ¿Impedir a la embajadora que salga del planeta?
-Sería una forma. El problema es que ni siquiera estoy segura de que esas sean sus intenciones. Mis amigas son unas buenas espías pero no perfectas y están llenas de odio. Ellas vinieron a mí, casi todo lo que te he contado son sus propias suposiciones. Tal vez estén confundiéndome para que los humanos ataquen a sus enemigas.
-¿Realmente piensas eso?
-No -suspiró. Tenía la mirada borrosa, enturbiada por el cansancio, la luz inconstante de las llamas-. Siempre me interesaron las Cleune. Sabía bastante sobre ellas al venir aquí, sé más ahora. Ha hecho, están haciendo muchos movimientos que consideraba ilógicos hasta que supe todo esto. Es una hipótesis en la que encajan todas las piezas. E incluso si me equivoco valdría la pena no correr el riesgo. ¿Me ayudarás entonces?, alguien tiene que distraer al custodio mientras yo compruebo su equipaje.
-Si, claro -afirmó pesadamente.
Le embargaba una sensación de irrealidad. Imaginaba la escena desde fuera. Los dos, disfrazados de seres prehumanos en un falso Edén, conspirando para salvar a la Reserva. Demasiado extravagante para ser verdad.
-Vete, anda. Antes de que ese bastardo despierte y no te encuentre en la base.
-¿Tú... ?
-Me quedo. Pero mañana a primera hora estaré allí.
Se despidió y empezó a desandar pensativo el camino hacia la barca amarrada, acompañado por el sugerente susurro de las ballenas voladoras planeando en las alturas. Durante el trayecto tropezó con un enorme arácnido fosforescente, disparó contra él y le observó desvanecerse en una miríada de fragmentos candentes. Recogió uno. Estaba caliente, se enfrío poco a poco entre sus dedos.


6

Despertó con la esperanza de que lo sucedido la noche anterior fuera un sueño extraño, una alucinación de la selva. La ilusión duró hasta que Yan compartió con él un guiño cómplice cuando entró a ordenar el desayuno. Sonrió desganadamente, temiendo estar involucrado en una trama que en condiciones normales hubiera evitado como a la peste. Recién levantado, se sentía muy poco valiente.
-Ven - Le conminó ella al acabar de comer-. Tengo algo que enseñarte.
Pasaron junto a la habitación del portador. Araña estaba acuclillado junto al campo suspensor recogiendo las deyecciones que después arrojaría al lago. Alzó la vista un momento, provocando un escalofrío en Montagra. Las telarañas parecían palpitar, alertas.
-Idiota -murmuró Yan despreciativamente-. Ni siquiera sabe que los arácnidos de Arachne no construyen telarañas.
De la mano de la xenobióloga traspasó la puerta del laboratorio. Anoche había sido tan cuidadoso como era capaz pero con todo observó expectante a la mujer temiendo que descubriera en el desorden alguna huella de la intrusión. No lo hizo. En su lugar cerró y señaló uno de los cubículos del fondo.
-Acércate -dijo adelantándose. Apretó un botón difícil de distinguir en la uniformidad del metal morado-. Enseguida estará listo -consultó su reloj-. Ya.
Giró una pequeña manivela. La pared se dividió en dos secciones que salieron hacia afuera y a los lados con un seco soplido hidráulico. Con ellas una bocanada de gas de olor amargo.
Montagra dio un respingo al ver el interior. La jaula estaba impecable. Dos móviles unidos magnéticamente a las paredes realizaban todo el trabajo de mantenimiento. Su eficiencia, sin embargo, no había restado un ápice de la alarma que provocaba la única ocupante.
-¿Una araña oso? -tartamudeó.
-Sí, pero tranquilo. La he sedado. Está inconsciente.
El mayor depredador de Arachne no era una auténtica araña. Tenía ocho patas y el cuerpo dividido en abdomen y cefalotórax pero en realidad se trataba de un pseudomamífero tan grande como un toro, dotado de pulmones, mamas rudimentarias para ambos sexos, una formidable batería de órganos masticadores y dos ojos, eso sí, grandes y móviles, montados al final de pulposos troncos de músculo. Un tributo viviente a la conformación que había conquistado el planeta.
-Vale, ¿y qué? -dijo él sujetando nerviosamente la pistola en el bolsillo del pantalón.
-Mírala - repuso Yan-. Es mi proyecto. Incluso si conseguimos abortar los planes de la embajadora las Cleune no se rendirán, están decididas. Volverán a intentarlo y acabarán teniendo éxito. Necesitamos algo que nos permita enfrentarnos a ellas, algo que las razas preferentes pasen por alto. - Acarició una pata velluda. Para alivio de Montagra el animal no reaccionó- La idea se me ocurrió apenas me instalé en Arachne aunque entonces imaginaba otros usos para ella. Hay un pequeño continente al Sur donde las Cleune viven exclusivamente en lo alto de los árboles, aferradas a lemúridos como el que montaba mi visita de ayer. ¿Sabes qué las mantiene allí arriba? Adivina.
-¿Esto?
-Exacto. Allí son muy abundantes. Y devoran arañas con auténtica pasión. Pensé, ¿por qué no utilizarlas como soldados? Son listas, quizás incluso inteligentes. Este ejemplar, por ejemplo, ha resuelto todos los problemas que le he planteado. No hace falta mucho para blindar sus puntos débiles y estoy segura de que criadas en cautividad podrían ser fácilmente condicionadas. Ya he hecho pruebas al respecto.
-No me parece que vayan a ser muy efectivas contra naves de combate -rezongó.
-¡No pelearán contra naves de combate! -exclamó ella con enfado-. Si las Cleune intentan tomar la Reserva lo harán casa por casa. Las razas preferentes cortarían cualquier otro tipo de conflicto. Sólo permitirán una guerra de ratas. Las Cleune dispondrán de custodios en abundancia, atraídos por el dinero fácil, por las drogas que les hacen superiores a la gente normal. ¿Y nosotros?, ¿eh?, ¿y nosotros?, ¿qué tendremos? ¿Una banda de policías con armas de juguete? ¿Milicias que no saben qué hacer si no hay un Nem cerca dando órdenes?
Montagra encogió los hombros indicando su ignorancia. Yan asintió satisfecha y clausuró la jaula.
-Además -añadió-. Son de los nuestros. Mamíferos.


7

Montagra se levantó temprano. Tomó una larga ducha, desayunó sin prisas. Sólo. La estación estaba curiosamente silenciosa esa mañana. La resaca de una tormenta, o quizás el preludio. El retorno de la embajadora estaba previsto para esa tarde, después del almuerzo. Yan y él habían discutido y concretado cada punto del plan: lo que contaría a Araña, cómo le alejaría de la Cleune, cómo inutilizarían al portador. Todo preparado. Todos los elementos necesarios bien escondidos y a punto. Si conseguía dominar el temblor de sus manos, el tic en la mejilla, el miedo en suma, tendrían una oportunidad. Tal vez consiguieran aprovecharla.
Llamó a la puerta del laboratorio. Habían quedado en que no se verían hasta que la diplomática hubiera regresado pero necesitaba que ella le diera una última ración de ánimo. Esperó una respuesta durante varios minutos, al no producirse repitió la llamada. Pulsó el avisador cinco veces más. Luego probó con los nudillos por si se hubiera averiado.
Sin resultado. Sintiendo una creciente ansiedad decidió emplear la llave maestra, asegurándose previamente de que Araña no estuviera vigilando.
La buscó por todos los rincones de la burbuja. Incluso monitorizó el interior de las jaulas pensando que estuviera en el interior de alguna. Miró su agenda. Ninguna anotación reciente. El equipo que llevaba consigo en sus exploraciones estaba pulcramente desplegado bajo una mesa de disección. La ropa que vestía normalmente caída aquí y allá, como era su costumbre. El generador de la hamaca caliente todavía.
Salió a la cubierta. Tanto las lanchas como el avión estaban en su sitio. Dando por zanjada la posibilidad de que hubiera abandonado la estación pidió a Control la situación de todos sus ocupantes presentes. La máquina le mostró un plano tridimensional donde titilaban únicamente tres puntos blancos, a pesar de ello dedicó el resto de la mañana a registrar palmo por palmo las habitaciones, hasta los laboratorios que nunca habían sido utilizados y los estrechos conductos de ventilación. Tanto le hubiera dado creer a Control desde el principio.
Agotado y aturdido se dejó caer en uno de los sillones del salón principal. La cabeza le daba vueltas. A duras penas había conseguido sobrellevar la tensión los últimos días y ahora ocurría esto, en el momento justo para hacerle derrumbarse. Gimió de frustración. Intentaba imaginar una explicación de la ausencia de la xenobióloga y no lo conseguía, pero continuó insistiendo. Finalmente volvió a levantarse. La inmovilidad le hacía sentir aún más nervioso.
Resolvió hacer una última intentona con el Secretario. Entraba dentro de lo posible que hubiese tenido que cambiar de planes sin tiempo de avisarle y hubiera dejado una nota en un lugar menos obvio que la agenda. Encendió el aparato y ordenó un listado de archivos. Esperaba encontrar alguno que tuviera un nombre que pudiera reconocer, una contraseña que sólo ellos dos conocieran.
Nada había por el estilo pero sí se había producido un cambio desde que ella le enseñara dónde guardaba la información recopilada sobre las Cleune. Antes esos ficheros iban precedidos del icono que indicaba un acceso restringido. Ahora había desaparecido. Pudo entrar en ellos sin que el Secretario le pidiera ninguna contraseña. Eso sí, para descubrir que, títulos de capítulo aparte, los contenidos habían sido completamente borrados.
La sorpresa inicial dejó paso a una violenta conmoción cuando comprendió quién había destruido los archivos y lo que eso indicaba sobre el destino de Yan. Su primer impulso fue coger la pistola de cabeza de búfalo y correr a matar al custodio. Sin embargo permaneció quieto. Cobardía, instinto de supervivencia...
Intentó convencerse de que atacar a Araña sería un error fatal, una forma de conseguir una muerte heroica, rápida, seguramente inútil. Una parte de él gritaba reclamando que afrontase ese riesgo. El resto aguantaba el embate, esperando a que la adrenalina se enfriase en sus venas. Mientras ambas peleaban deambuló por el laboratorio con el rostro escondido entre las manos. Diez, quince minutos. Después, recuperado un poco de sosiego, comenzó a ordenar sus pensamientos, a reinventar nuevos planes.
Apartándose las lágrimas de los ojos estudió el listado de ficheros hasta encontrar el que ella utilizaba para guardar sus descubrimientos sobre las arañas oso. El craqueador no se había limitado a desproteger los archivos sobre las Cleune. Había actuado a ciegas, abriéndolos todos. Aprovechando esta circunstancia entró. Estaba intacto. El custodio sólo había borrado el que afectaba directamente a sus jefes.
Grabó el contenido en un carrete de hilo lector y salió de allí. Ahora le preocupaba lo que Araña tuviera dispuesto para él. Un asesinato podía pasar desapercibido. Arachne era un mundo hostil, sucedían accidentes. Dos en cambio, y tan próximos, llamarían la atención de los propietarios de la estación, si no de los humanos. El dinero de las Cleune podía comprar un montón de indiferencia en la Reserva pero los Indra eran menos propensos ese tipo de bien pagada condescendencia. Una circunstancia a la que probablemente debía la vida.
-Deberíamos ir ya hacia el punto de recogida -dijo el custodio cuando le vio aproximarse por el pasillo. Era la primera vez que le oía hablar. Tenía la voz de un hombre muy joven, quizás unos pocos años mayor que el portador.
Montagra asintió, haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar sus emociones.
-Por cierto -aprovechó para preguntar-. ¿Ha visto ésta mañana a la doctora Breguet? No aparece por ningún lado.
-No. Habrá emprendido una de sus expediciones, supongo.
-Claro.
En el muelle había únicamente una lancha. Araña se había dado prisa en reparar su olvido. Montagra caminaba detrás de él, tenso. Parecía tan fácil sacar el arma y desintegrarle. Había visto a bastante gente hacer la prueba, ni siquiera con custodios, con simples matones profesionales. Con tantas ventajas aparentes a su favor resultaba chocante comprobar que el resultado fuera siempre el mismo.
Puso en marcha el motor, consciente de que su vida dependía de las razones que el guardaespaldas tuviese para respetarla. Le miró con asco. Traidor, pensaba, maldito traidor. A última hora se le había ocurrido una forma de acabar con él. Liberar a las fieras de Yan y dejarlas aguardando a la embajadora y su protector mientras él se retrasaba con cualquier excusa y huía con la barca. Al día siguiente recurriría a los tripulantes de la nave para reducir a las supervivientes o simplemente salir del planeta. La idea, sin embargo, tenía algunos cabos sueltos. Las bestias podían atacarse entre sí en lugar de a los visitantes, Araña ser capaz de acabar con ellas. Incluso teniendo éxito la nave de la Reserva le entregaría inmediatamente al celo de los Indra para someterle a una investigación.
Y el carrete de su bolsillo nunca llegaría a las manos adecuadas.
Aguardaría a que se marcharan. Después utilizaría su primer permiso para ponerse en contacto con alguna de las personas que Yan le había mencionado. Más tarde, algún día, se encargaría de que el custodio muriese. El mismo lo haría, si conseguía las drogas y prótesis apropiadas y aprendía a utilizarlas. Indudablemente, esa era una deuda que pensaba pagar.
Se aproximaron al lugar de desembarco. El animal que montaba la embajadora adelantó su posición, al lado un segundo ejemplar sujetaba con los dientes una bolsa de tela áspera. Si la xenobióloga estaba en lo cierto debía contener miles de huevos envueltos en seda. Resultaba difícil creer que pudiera ser de otra forma cuando el sostenimiento de esa hipótesis la había conducido a la muerte.
Arañas utilizando a humanos como carne de cañón, humanos empleando arañas con el mismo fin. La guerra que allí comenzaba iba a ser extraña, muy extraña.
Montagra maniobró para aproximarse a la orilla. Araña bajó al agua e hizo un cuenco con las manos para acoger a la Cleune. Miró a los títeres, ojos vacíos con la sombra de la expectación que sentían sus jinetes mientras el custodio traía a bordo la bolsa y su dueña.
De acuerdo con la vieja maldición china, pensó, se acercaban tiempos interesantes.