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"Stephen King (1947), artículo de Armando Boix. Derechos de autor 1997, Armando Boix)

No hay autor, dentro de la ficción fantástica, tan famoso y que al mismo tiempo despierte tantas controversias. Sus novelas se venden por millones en todo el mundo y su nombre es un reclamo publicitario demostradamente rentable; sin embargo, muchos críticos y aficionados al género, que se lamentan normalmente de la poca atención que le presta el público, contemplan con reticencia su popularidad. Lo innegable es la enorme influencia ejercida sobre la moderna novela de terror americana y la legión de escritores que han intentado copiar su fórmula -citemos sólo, por no extendernos, a Peter Straub, Charles L. Grand y Dean R. Koontz-, influencia sin precedentes, no superada salvo por Poe y Lovecraft -y que, recordemos, gozaron "a posteriori", pues en vida jamás fueron reconocidos-.
Tal vez, en algunos casos, sean acertadas las acusaciones de sus detractores -superficialidad, maniqueismo, abuso de cierto falso psicologismo-; la verdad es que King ha demostrado ser un dotado narrador, un monstruo literario creador de alguna de las páginas más estremecedoramente memorables, perfecto conocedor de su oficio, y que sabe, como nadie, atrapar la atención del lector, arrastrándole a lo largo de sus extensas obras sin causar fatiga.
El secreto de King reside en que es producto de su tiempo y sabe reflejarlo. Espejo de la sociedad en que se mueve, desconoce la parafernalia de la vieja novela gótica, destierra los castillos sombríos y las ruinosas abadías. Lovecraft y Machen ya lo habían hecho antes; pero sólo para reemplazarlos con libros malditos, cultos ancestrales y eruditos miopes ante el horror que les acecha, igual de ajenos para un público moderno. King, en cambio, bebe de la cultura "pop", de la música "rock" y las viejas películas de serie B; en sus novelas los fantasmas y vampiros tradicionales son sustituidos por elementos familiares, y por tanto más susceptibles de despertar inquietud: cortadoras de césped, máquinas de planchar industriales, coches encantados... Son novelas que se absorben con naturalidad, haciendo olvidar a sus lectores el artificio literario que se encuentra debajo.
Sin dudar de sus méritos intrínsecos, King tuvo la virtud de aparecer en el momento adecuado y en el lugar adecuado. A principios de los setenta los americanos estaban hambrientos de historias de terror modernas, azuzado su apetito con obras como La semilla del diablo (1967), de Ira Levin, o El exorcista (1973), de William Peter Blatty, que gozarían de un enorme éxito, especialmente a raíz de su trasvase cinematográfico. King, con Carrie, El misterio de Salem's Lot y El resplandor les ofreció lo que pedían y respondieron adecuadamente.
No obstante, no podemos acusar a King de oportunismo, ni de prefabricar sus obras par obtener "best-sellers". Una mirada a sus inicios literarios nos confirmará esta opinión:
Stephen King nace en Portland, Maine, estado que se complacerá en retratar en el futuro. Cuando sólo tenía dos años su padre les abandona y durante largo tiempo se ve obligado a cambiar una y otra vez de hogar, recalando en diversas ciudades del Este y el Medio Oeste, junto a su madre y su hermano mayor Dave -esta amarga experiencia infantil puede haber influido en su obsesivo amor a su Maine natal y a la familia, que parece acaparar las dedicatorias de sus libros-. Al fin, en 1958, se instalan de forma estable en Durham. Estudia en el Lisbon Falls High School y al terminar ingresa en la Universidad de Maine, en Orono.
Por aquel entonces llevaba tiempo escribiendo -había empezado a los doce años- y podemos hacernos una idea del carácter de su obra primeriza leyendo los fragmentos incluidos en la semibiográfica El cuerpo. Aún en la universidad publica en "Comics Review", sin obtener remuneración alguna, su primer relato, I was a teenage grave robber (1967), cuyo título nos informa tanto del amor de King a las viejas películas de los cincuenta, como de su temprana vocación macabra. Envía insistentemente sus relatos a las revistas profesionales y no consigue, hasta 1969, que uno de ellos sea aceptado: será El suelo de cristal, publicado en "Startling Mystery Stories", que dirigía el veterano Robert A. W. Lowndes.
Los cuentos de este período -La noche del tigre, Apareció Caín, La imagen de la muerte- son ejemplos de un escritor que todavía no ha encontrado su tono, que ensaya variadas fórmulas y es brillante en algunos momentos, pero aún está inmaduro.
Terminada la universidad, se casa con Tabitha Spruce, a la que había conocido allí, y tiene dos hijos en poco tiempo. Trabaja como portero en una fábrica y, aunque consigue, en 1971, un puesto de profesor en lengua inglesa en una escuela secundaria, la pobreza de su sueldo le obliga a emplearse en una lavandería durante los veranos -King utilizará sus vivencias de estos duros años en relatos como El último turno, La trituradora y A veces vuelven-. Continúa escribiendo para las revistas, ahora por la necesidad añadida de pagar las facturas.
Es acabado su primer año como profesor cuando empieza a escribir Carrie. En un principio debía ser un cuento breve; pero la historia fue creciendo por sí misma y, entre las dudas en su propia capacidad de realizar una obra más ambiciosa y su temor a estar perdiendo el tiempo en algo que quizá no le reportara ningún ingreso, acabó convirtiéndose en una novela.
Sufrió varios rechazos, aunque finalmente encontró editor y se publicó en 1974, conociendo una buena acogida que se multiplicaría, dos años después, con la versión para el cine que realizara Brian de Palma.
Ante la aceptación de esta primera obra extensa King abandona su puesto como profesor y presenta a los editores dos novelas: Blaze, que todavía permanece inédita, y Second Coming, genial modernización del tema vampírico que aparecerá definitivamente con el título de Salem's Lot (1975) -El misterio de Salem's Lot, en España-.
En años siguientes, en rápida progresión, dará a la imprenta El resplandor (1977); Rabia (1977), primera de las cinco novelas que escribirá bajo el seudónimo de Richard Bachman; la recopilación de relatos El umbral de la noche (1978), con historias escritas desde el 76, y La danza de la muerte (1978), que más tarde reescribirá en una versión más larga con el título Apocalipsis. Mientras tanto King se ha convertido en una celebridad de la que los fans esperan ansiosamente cada una de las historias que concibe; pero su momento más brillante ya ha pasado, tras ese primer grupo de extraordinarias novelas. A partir de entonces se inicia un largo período marcado por la irregularidad. Revisita el tema parapsicológico con La zona muerta (1979) y Ojos de fuego (1980); ensaya la novela de terror sin elementos fantásticos en Cujo (1981); y nos ofrece alguna obra maestra como la novela corta El cuerpo, dentro del volumen Different Seasons (1982).
En 1983 parece que Stephen King recupera un poco de su frescura inicial con Christine y, sobre todo, Cementerio de animales, una de las más brillantes novelas necrófilas jamás escrita. Lamentablemente es un espejismo que ese mismo año se desvanece con El ciclo del hombre lobo.
Colabora con Peter Straub en El talismán (1984) y tras un período de silencio de dos años, algo inusual en él, siempre tan prolífico -aunque no deja de publicar una colección de viejos relatos, Skeleton Crew (1985)-, presentará la que es su obra preferida, la monumental It (1986), perfecto paradigma de todos sus defectos y virtudes, con momentos en los que se nos revela la pluma de un maestro, pero entorpecida, al fin, por sus excesivas dimensiones, que diluyen el efecto global.
Cierran, de momento, su largo corpus novelístico la innovadora serie de fantasía La torre oscura, que empezó a escribir en la universidad y va publicando lentamente en volúmenes (1982-87); Los ojos del dragón (1987), flojo divertimiento sin ninguna trascendencia; Misery (1987), personal y contenida; Tommyknockers (1987), obra de escaso interés, simple retorno al tema paranoico de la invasión extraterrestre, muy en el estilo de las películas de los 50; La mitad oscura (1989); Las cuatro después de la medianoche (1990); La tienda (1991), completamente previsible y uno de los puntos más bajos de su carrera, y, por último, El juego de Gerald (1991).