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("Jardín de los autómatas [el]", comentario de Juan Manuel Santiago. Derechos de autor 1997, Juan Manuel Santiago)

Resulta muy sintomático que los autores más valiosos de la ciencia ficción española hayan desembarcado a lo grande en campos ajenos al género. La literatura juvenil, por ejemplo. Si César Mallorquí ganó el Edebé Juvenil (4 millones) con El último trabajo del señor Luna, Armando Boix ha ganado el menos dotado (2 millones) pero más prestigioso Gran Angular con esta El Jardín de los Autómatas.
Comentaba Armando Boix que a los miembros del jurado del Gran Angular les gustó mucho la primera parte de la novela, una reconstrucción histórica de la Barcelona del novecientos, mientras que los jóvenes a quienes se dio a leer el original preferían la segunda parte, de marcado tono fantástico. Sin entrar en juicios de valor, sí es perceptible esta separación, la progresiva introducción de elementos de tono fantástico dentro de un relato que se nos presenta en un primer momento como una obra realista-costumbrista o realista-cotidiana.
El relato que hace Boix de la vida de Mateo Giner promete a priori una novela picaresca ambientada en los bajos fondos barceloneses de primeros de siglo, con influencias de Dickens en cuanto al tratamiento de la infancia y la temática social. Sin embargo, la "adopción" del joven Mateo por el señor Bellver abre la novela a otro plano, el de la burguesía acomodada de la época modernista. La conferencia de Torres Quevedo nos presenta la industrialización, el final de la luz de gas y el comienzo de la electricidad; el progreso. Así, en muy pocas páginas y sin aparente esfuerzo, Boix ha caracterizado toda una época. Ya sólo falta el elemento fantástico, con la figura de Jakob Schrade y su Jardín de los Autómatas, y el misterio, por partida doble: en primera instancia los misteriosos robos perpetrados en los domicilios de los compradores de los ingenios de Schrade y, más tarde, Anna, la enigmática hija del inventor suizo. En poco más de cien páginas tenemos, sucesivamente, el relato de una infancia desgarrada, la descripción de una Barcelona bulliciosa, la presentación de un genio apenas reconocido en la actualidad, una novela detectivesca y, finalmente, un stempunk crepuscular. No está nada mal.
El Jardín de los Autómatas funciona bien en tres niveles: como novela histórica, como recreación de una época y como relato fantástico. Aunque a veces agobia con una saturación de datos a los que un niño de doce años difícilmente podría tener acceso (y que Boix salva narrando la historia de modo retrospectivo) y omite detalles tan trascendentales como la Semana Trágica. Lo cierto es que se trata de una reconstrucción creíble. El aspecto fantástico es de tipo cotidiano, como casi todo en este autor, introduciendo hechos insólitos en un marco realista. No resulta muy vigorosa, en cambio, la vertiente policíaca, tal vez demasiado esquemática y -¡paradoja!- maquinal.
Así pues, nos hallamos ante una interesante primera novela, tan cuidada y precisa como un autómata de Carl Kauba y que, dentro de su estilo, debe más al Eduardo Mendoza de La ciudad de los prodigios que a H. G. Wells y el resto de los escritores de ciencia ficción, sin por ello renegar del género.