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("Conan el rebelde", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1997, Armando Boix)

Me había prometido no volver a escribir crítica alguna sobre las novelas de Conan, pues tras haber realizado varias para estas mismas pantallas, llegué al convencimiento de que los pastiches sobre el personaje más célebre de Robert E. Howard ya no daban más de sí y que las posibles permutaciones estaban completamente agotadas. No obstante, la aparición de un nuevo título firmado por un autor de renombre como Poul Anderson me ha hecho reconsiderar mi actitud y sentarme de nuevo ante el procesador de textos.
Aunque a menudo no se recuerde, Anderson ha escrito tanto ciencia ficción dura como fantasía de espada y brujería, género al que a dedicado novelas de gran talla como La espada rota, Tres corazones y tres leones o La saga de Hrolf Kraki. Su gusto personal le decanta hacia historias inspiradas en el mundo artúrico o las sagas nórdicas y siempre se mostró irónico hacia esas otras dedicadas a bárbaros violentos, escribiendo incluso una parodia sobre el famoso guerrero de Howard titulada El bárbaro (1956), donde hacía un divertido repaso a todos sus tópicos. Paradójicamente --el dólar manda, imagino-- años después acabaría acometiendo en Conan el rebelde una de esas aventuras de las que antes se reía.
Anderson demuestra su buen hacer como experimentado narrador y además tiene el buen tino de escoger para su novela uno de los más carismáticos personajes creados por Robert E. Howard para su serie de Conan: Belit, la mujer pirata protagonista del relato "La reina de la costa negra". Contaba, por supuesto, con el impedimento de que Belit moría al final del cuento original, pero Anderson sitúa su novela en un lapso entre el encuentro de Conan y Belit y la posterior desaparición de ésta, donde Howard se limita a decirnos que ambos aventureros se dedicaron a amarse y a practicar la piratería.
Conan el rebelde nos narrará las causas por las cuales Belit acabó comandando un barco de feroces guerreros negros y sus posteriores aventuras al lado del cimerio en busca de su hermano raptado y esclavizado en Estigia. Aquí es donde Anderson comete el mayor traspiés. Estigia, en la obra original de Robert E. Howard, es un reino de oscuros nigromantes y sacrificios humanos del que sólo se nos dan vagas referencias, envolviéndolo en un atractivo y macabro misterio. Anderson, en cambio, nos sitúa en las mismas calles de su capital Khemi y todo el hechizo se desvanece al desgarrarse los velos, apenas recuperado por breves momentos, como cuando Conan se esconde en una tumba y descubre los restos de un cadáver a medio devorar. ¿Qué cosa se habrá dado allí el festín?
Por lo demás, la novela transcurre por los caminos rutinarios de las ya sobreabundantes aventuras del bárbaro cimerio: continuos combates, apetecibles doncellas semidesnudas, perversos hechiceros y demonios dispuestos a poner fin a su carrera. Se lee con interés al principio, pero muy pronto aburre ante la falta de novedades. Anderson no fuerza el ingenio y se limita a ofrecer al seguidor incondicional una nueva ración del plato acostumbrado, con artesana pericia eso sí, pero sin genio.
Entiendo las razones comerciales que llevan a los editores a convertir una colección como Fantasy, que nos dio interesantísimos títulos, en la opera omnia de Conan el bárbaro. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme por qué no aprovechan el tirón de Robert E. Howard y nos ofrecen también otras obras del autor tejano aún inéditas salvo en el marginal terreno de los fanzines, como es el caso de los relatos sobre Turlogh O'Brian, muy superiores sin ninguna duda a estos refritos... Sé que es clamar en el desierto, pero dicho queda.