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("Capitán Alatriste [el]", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1997, Armando Boix)

"No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente". De esta forma empieza su última novela Arturo Pérez-Reverte, con una frase que nos recuerda a aquella otra de Sabatini -"Nació con el supremo don de la risa y con la sensación de que el mundo está loco, y éste fue todo su patrimonio"- que el propio Pérez-Reverte considera el más afortunado arranque en las novelas de aventuras. Y si, ya desde el comienzo, El capitán Alatriste evoca a los grandes clásicos de capa y espada, no se detienen ahí las similitudes. El popular autor de El maestro de esgrima, La tabla de Flandes y El club Dumas se deja llevar una vez más por sus gustos, a pesar de los prejuicios críticos, y escribe una novela como las que él disfruta leyendo: repleta de lances dramáticos, aventuras, misterio, encuentros y desencuentros.
La acción se sitúa en el Madrid de los Austrias, un rico escenario donde se combina el oro con el lodo. Aristócratas y altos eclesiásticos comparten calles con putas, matasietes y pícaros; viejos mercenarios de carnes marcadas beben de las mismas jarras que los grandes poetas de su tiempo. Su protagonista, Diego Alatriste, no es el perfecto paladín de causas justas de los que abusa tanto la novela popular; es sólo un superviviente, dividido entre los ideales caballerescos y las más prosaicas realidades de la vida. Veterano de las guerras de Flandes, es un soldado de fortuna al que ésta le ha abandonado y malvive en la corte vendiendo su espada al mejor postor, sin demasiadas preguntas ni prejuicios. Se gana el sustento, pues, con algo tan vil como el asesinato; pero si mata lo hace sólo para llenar su estómago y el de su joven escudero, sin ningún placer y de frente, mientras sea posible.
A este viajero la rudeza del camino le ha enseñado que de nada valen los escrúpulos; aunque un resabio moral no dejará de complicarle la existencia. Tras encargarle unos enmascarados de noble cuna despachar hacia el otro barrio a dos ingleses que han de llegar a Madrid, el valor demostrado por sus víctimas impulsa al capitán Alatriste a perdonarles la vida, creándose a partir de entonces poderosos amigos y no menos poderosos enemigos, entre ellos el asesino italiano Gualterio Malatesta, villano carismático y de sombrío atractivo, perla imprescindible en toda narración de aventuras.
Pérez-Reverte se complace en la descripción de tipos imaginarios, mientras los imbrica con otros reales, como Quevedo o Lope, con importantes papeles en el desarrollo de la trama. Pero no sólo son reales muchos de los personajes, sino que incluso la anécdota central de la novela -cuyo misterio no revelaré aquí, para no molestar a futuros lectores- es rigurosamente verídica, por extravagante que parezca, y el curioso puede documentarse al respecto en el interesante ensayo de José Deleito y Piñuela, El Rey se divierte (1935).
A la manera de Eco y El nombre de la rosa, la historia está narrada a través del recuerdo de un anciano que evoca a su amo, amigo y maestro en los avatares de la vida. Esto permite al autor recrear el ambiente de la época no sólo mediante la descripción, sino también con el verbo mismo, un castellano exquisito no muy frecuente de leer hoy en día. No obstante, el autor no hace un simple ejercicio de estilo o persigue el lucimiento con un texto plagado de arcaísmos. Muy al contrario, se empeña en el difícil equilibrio de mantener una expresión y un vocabulario rico, sin oscurecer en ningún momento la claridad del relato, saliendo triunfante por completo. Desde luego, tal riqueza dice a las claras quién es el verdadero responsable, entre los dos firmantes de la novela. Aunque figure como coautora, Carlota Pérez-Reverte, joven hija del periodista y escritor, sólo ha desempeñado tareas de documentación, sin redactar una sola de las líneas del texto.
El capitán Alatriste es una afortunada invención que promete tener continuidad, a razón de una entrega al año, ofreciéndosenos, incluso, los títulos de las cinco siguientes: Limpieza de sangre, El sol de Breda, Misión en París, El oro del Rey y La venganza de Alquézar. Toda una saga aventurera que venía haciendo falta en nuestra literatura, de común excesivamente grave y poco dada a los excesos imaginativos, como si la cualidad de "entretenida" fuera un desmerecimiento para una novela.