CONTENIDO LITERAL

("Northwest Smith", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1996, Armando Boix)

Quienes sostienen que la space opera no es sino un western disfrazado, en el que los caballos se sustituyen por cohetes, los vaqueros por astronautas y los indios por extraterrestres, mientras el espacio ocupa el lugar de las amplias praderas, encontrarán argumentos para defender su teoría en cuanto empiecen a leer este libro y tropiecen por primera vez con su protagonista en una calle de un pueblo marciano, la mano apoyada en la culata de la pistola que le cuelga del cinto y defendiendo a una muchacha extraña ante la muchedumbre.
Como muchos héroes del Oeste, Northwest Smith no es precisamente un modelo de virtudes, y es de agradecer que C. L. Moore no cayera en la tentación de crear otro héroe impoluto e inhumano, de los muchos que animaban la literatura pulp. Es bebedor y mujeriego, las cicatrices que surcan su rostro testimonian una vida violenta y en todo el Sistema Solar la justicia acumula suficientes cargos en su contra como para hacerle pasar el resto de sus días a la sombra. Puede vender su pistola al mejor postor, robar por encargo o asaltar los mercantes espaciales en su ruta entre los planetas; sin embargo, aún le anima un cierto impulso caballeroso que, sin escarmentarse, le conduce una y otra vez a embrollos de origen sobrenatural.
En la serie de Northwest Smith la ciencia ficción es sólo un telón de fondo apenas esbozado. Sus relatos pertenecen más a los géneros de la fantasía heroica o el horror cósmico -no en vano fueron publicados originalmente en Weird Tales-, y en ellos descubrimos ecos de las monstruosidades lovecraftianas, de los mundos fantásticos y decadentes de Clark Ashton Smith o de Abraham Merritt y sus fascinantes hechiceras... El lector al que le gusten este tipo de narraciones encontrará en los cuentos de C. L. Moore motivo suficiente de disfrute; los demás mejor harán absteniéndose. Se necesita un paladar entrenado y cierta predisposición de ánimo para saborear tantos horrores innombrables -pero profusamente descritos-, geometrías no euclidianas y destinos peores que al muerte.
Al leer de un tirón textos que en su momento se publicaron espaciados en diferentes entregas de una revista, es más fácil captar su unidad temática; pero, por contra, acaba cansando su monotonía. La mujer fatal, la vampiresa -en todas las acepciones de la palabra-, es su figura principal, mucho más que el propio Northwest Smith, casi siempre víctima a la que sólo la intervención de terceros rescata de un final terrible. La vampiresa es la imagen del pecado que atrae y repele a la vez, del deseo reprimido por la moral decimonónica. Es la dadora de placer y la transmisora de enfermedad, la suprema meretriz. El mal encarnado.
No deja de resultar curioso que sea precisamente una escritora quien dé a sus personajes femeninos tan negativo papel; pero los primeros relatos de C. L. Moore, cargados de un erotismo mórbido, son quizá, junto a los de Ashton Smith, los más perfectos modelos de la influencia que para la literatura fantástica de los años treinta supuso el arte simbolista, de donde proviene el estereotipo de la mujer destructora de hombres -para comprobarlo sólo hay que ver, por ejemplo, los cuadros de Munch u obras como Salomé, de Oscar Wilde-. Moore asume el estereotipo, tal vez por simple mímesis de sus modelos literarios, y lo desarrolla hasta el hartazgo. Es una lástima. El personaje de Northwest Smith es suficientemente atractivo como para echar a faltar mayor variedad temática y un protagonismo que le es robado. Con otros argumentos su vida podría haber sido más larga y no limitarse sólo a los trece relatos de su andadura; de hecho, aún hoy, personajes que parecen cortados por su mismo patrón, como el Han Solo de La guerra de las galaxias, consiguen captar las simpatías del público más que otros irreprochables y por eso mismo falsos y acartonados.
Las medias tintas se acomodan mejor al retrato de la realidad que el elemental blanco y negro.