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("Jirel de Joiry", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1996, Armando Boix)

En los años sesenta, tras el éxito de la reedición de las historias de Conan, muchos escritores populares se lanzaron a explotar el filón, creyendo tener entre manos una fórmula fácil y unas ventas seguras. Lin Carter, L. Sprague de Camp, Gardner Fox y John Jakes, por ejemplo, son unos pocos de aquella tropa, a la que habría que añadir también a Michael Moorcock, cuyo Elric estaba destinado a ser una imitación más del cimmerio y acabó convirtiéndose en héroe existencialista.
De todas formas hay que retrotraerse a los años treinta para encontrarnos con la primera oleada importante de fantasía heroica. En las páginas de la revista Weird Tales, antes y simultáneamente a los relatos de Robert E. Howard, publicó Clark Ashton Smith sus ciclos sobre Averoigne, Zothique e Hyperborea; Henry Kuttner contó las aventuras del príncipe Elak de Atlantis o Clifford Ball las de Duar el Maldito... También Catherine L. Moore, primera escritora de importancia de la ciencia ficción norteamericana, creó, como no, a la que sería primera heroína de espada y brujería: Jirel de Joiry.
La castellana Jirel, hermosa y juncal, no es una damisela con su defensa entregada lánguidamente a sus sirvientes o a un noble caballero; muy al contrario, es una soberbia espadachina, fuerte como pocos hombres y su mal genio constante la hace volcarse en la venganza con una fogosidad irreflexiva que la colocará en más de un aprieto. Sus aventuras transcurren en una Francia medieval más fabulosa que real -eco tal vez del Averoigne de C. A. Smith-, llena de señores feudales en guerra perpetua, hechiceros poderosísimos y dioses oscuros procedentes de otras dimensiones. Ella misma no dudará en poner su alma en peligro pactando con estas entidades si eso sirve a sus fines, para pavor del padre Gervasio que intenta hacerla desistir. Jirel es una mujer acostumbrada al imperio sobre sus semejantes y no admite consejeros, amos ni maridos... Sexualmente liberada, se entrega a los placeres de la carne sin ningún tipo de pudor; pero sólo si es ella la que toma la iniciativa, lo que no deja de ser insólito en una heroína de ficción creada en los años 30. ¿Cuánto debe de haber en Jirel de los deseos reprimidos por esa muchachita provinciana que fue C. L. Moore?.
Los relatos que componen el ciclo de Jirel de Joiry padecen de una escritura tachonada de adjetivos, según los cánones de Weird Tales. Esta prosa recargada y colorista puede exasperar al lector moderno, y a menudo enmascara la sutileza de C. L. Moore como narradora, que cuando no se embriaga en describir paisajes ultradimensionales sabe crear imágenes y escenas de fuerza poética, como en ese gran colofón al relato El beso del Dios Negro, con Jirel llorando sobre el cadáver del que fuera su enemigo y, sin saberlo, su amado.
Aunque reconozco haberme aburrido en muchos momentos con la lectura del libro por su estilo y lo reiterativo del esquema de sus relatos, he de admitir el atractivo de la protagonista y su interés histórico como prólogo a una interesante carrera literaria, que alcanzará su cenit años después durante su colaboración con Henry Kuttner.