CONTENIDO LITERAL

("Rostro en la pared [el]", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)

Si, dentro de la literatura general, la específicamente fantástica ocupa un puesto marginal, dentro del mismo fandom se sigue a veces una actitud parecida, favoreciendo temáticas o géneros, como la ciencia ficción, mientras otros -la fantasía heroica o el terror- son contemplados con una cierta conmiseración, cuando no abiertamente despreciados, pese a contar con un importante número de lectores y fanzines de calidad.
Tal papel secundario de la fantasía no científica hace que incluso nos sentamos obligados a justificar nuestro interés. Prueba de ello es que el propio autor de El rostro en la pared parezca disculparse por su atrevimiento: "Para mí, posiblemente porque entienda la ciencia ficción en su sentido más amplio, entra perfectamente dentro del género. Diría que queda en un terreno fronterizo entre el terror y la CF. Hay viajes por el espacio, planetas raros, extraterrestres; lo de menos es que la cosa empiece en un convento y se utilice un tablero de ouija, con brujos de por medio y todo lo demás".
Huelgan las excusas. Un relato fantástico es bueno por las cualidades intrínsecas de su estilo narrativo y por la brillantez de sus ideas; importa bien poco si sus personajes son demonios o extraterrestres. O al menos no me importa a mí.
El protagonista de El rostro en la pared es un detective de lo oculto con todas las de la ley y se ha enfrentado con anterioridad a toda suerte de invasiones sobrenaturales y entidades inhumanas, de predominante tufo lovecraftiado. El padre Flanagan es un sacerdote al que el más allá parece perseguir muy a su pesar y, como el padre Karras de la célebre El exorcista, hará de tripas corazón y usará todas las armas posibles para combatir el Horror; aunque en este caso no serán demasiado ortodoxas: ocultistas, médiums y tableros de ouija no ganarían un concurso de simpatía entre sus superiores eclesiásticos.
Ángel Olivera escribe una historia simpática y ágil, en un tono que no pretende el verismo. Más que a una recreación realista de personajes y escenarios, lo exagerado de su caracteres la aproximan más a un cómic contado con palabras. El médium retrasado mental que sólo parece despertar para lanzar patadas de karate o el catedrático J. Ralph Smith, que odia la luz y lleva siempre gafas de sol, tendrían en las viñetas el escenario ideal para correr sus esperpénticas aventuras.
Aun consciente de la intención humorística, quizá consideraría innecesaria la exagerada adjetivación del tipo "ominoso" y "blasfemo", tomada del maestro de Providence -siendo uno de sus peores defectos, resulta curioso que continúe como el rasgo más imitado por sus seguidores-. Otro error estilístico es el modo de hablar del hechicero Nathaniel Brown: Olivera inventa una forma pretendidamente arcaica, pero no basta dislocar la sintaxis para hacerla convincente. Más que a un hombre del XVIII, se parece al maestro Yoda. También desentonan algunas bromas particulares traídas de los pelos -la mención a un libro maldito escrito por el infame Alexander Thorkent- y que, por su propia evidencia, irrumpen como una disonancia en la trama.
Pero no quisiera parecer duro en exceso. La lectura de la novela me divirtió, pese a sus pequeños pecados, y el interés que consiguió despertar en mí su protagonista me hizo saltar, cuando cayó en mis manos, sobre una aventura anterior que ahora publica el fanzine "El Fantasma". Si desean conocer cómo se enfrenta el padre Flanagan a los adoradores de Cthulhu en plena Semana Santa gaditana, ya saben...