CONTENIDO LITERAL

("Ed Wood", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)

Ante un mundo en el que, cada vez más, todo está sometido a la regla de medir, en el que el arte se sujeta a subvenciones y minutajes, al frío cálculo de intelectuales y contables, en el que todo intento de espontaneidad creadora es abortado de principio, el desagrado acaba por adoptar formas paradójicas, como la atracción por lo raro, lo marginal, cuando no lo francamente deleznable. A la manera de los aquelarres medievales, el mal gusto se convierte en manifestación de rebeldía contra el orden establecido. No se puede explicar de otro modo el culto que algunos grupos de cinéfilos rinden a autores de filmografía tan infame -dicen- como Ed Wood.
Este director ha resurgido en pocos años del olvido gracias a libros del tipo The 50 Worst Movies of All Time, de los hermanos Medved, que adjudicaron a su Plan 9 from Outer Space (1956) el baldón de ser la peor película de la historia -me pregunto si estos críticos habrán tenido oportunidad de ver engendros del fantástico hispano como Las alegres vampiras de Vogel-. Ya sabemos del atractivo de todo lo prohibido y maldito; bastó que alguien expresara una advertencia contra esa película para que una legión de gourmets de lo excéntrico se lanzaran en su persecución. Hoy el proceso de encumbramiento de Wood como estrella del naif cinematográfico ha dado un paso más con esta película sobre su vida, acercándole a infinidad de espectadores que de otro modo nunca habrían oído hablar de él.
Cualquier duda sobre la oportunidad del proyecto se desvanece al contemplar la obra. Hermosa visualmente y sobria a un tiempo, recrea con una minuciosidad entre cariñosa y ácida una época y un modo de hacer películas, al tiempo que se sumerge en el lado de sombras que las candilejas proyectan. Que sea precisamente Tim Burton, mimado por la industria cinematográfica, el cronista de un perdedor nato como Wood, puede resultar extraño, pero no lo es en cuanto damos un repaso a su filmografía. De niño Burton dibujaba cómics, admiraba a Vincent Price y decía que de mayor quería ser Godzilla. Sus primeros cortos demuestran su afición por lo monstruoso y la imaginería gótica -Vincent (1982), película de animación sobre un niño que sueña con el famoso actor del cine de terror, y Frankenweenie (1984), revisitación del mito de Frankenstein desde una perspectiva infantil y con un perro como criatura protagonista-. Este gusto acabará transformándose en parte integrante de su estilo como autor, a través de películas mediatizadas por los estudios, como La gran aventura de Pee-Wee (1985), Bitelchus (1988) y los dos Batman (1989 y 1992), donde consigue imponer pese a todo su visión tenebrista y esquizoide del personaje, o en su filmografía más personal: Eduardo Manostijeras (1990), obra de extrema sensibilidad, Pesadilla antes de Navidad (1993) y la presente Ed Wood (1994).
Todas estas películas tratan, en mayor o menor medida, de seres anormales, desplazados e incomprendidos por la sociedad; de un mundo paralelo, grotesco y esperpéntico, que se filtra a través de la frágil máscara de lo cotidiano. Así son los empalagosos residentes del suburbio, en Eduardo Manostijeras, aún más que el propio muchacho artificial; o la secretaria Selina Kyle, que libera como Catwoman su reprimida vena sádica, y el Pingüino, rey de un mundo subterráneo ignorado por todos, en Batman vuelve. Esa curiosa corte de los milagros que integran el grupo de amigos, actores y técnicos que se mueven alrededor de Ed Wood son una manifestación más de ese muestrario de freaks huidos de un espectáculo circense. Pero la mirada de Tim Burton nunca es cruel, sino tierna. Sus personajes son humanos y aún sus más curiosos comportamientos, como el placer que Wood siente por vestirse de mujer, están presentados sin voluntad de burla; muy al contrario, consigue transmitir simpatía y hacernos aceptar con naturalidad su comportamiento, tras un primer sobresalto, como en la secuencia en que Wood explica su travestismo a su futura novia, sintomáticamente en una atracción de feria.
Pero en Ed Wood, auxiliado por la maravillosa fotografía de Stefan Czapsky y una excelente reunión de intérpretes -entre los que brillan Johnny Deep, demostrando una vez más no ser sólo un rostro fotogénico sino un actor de amplio registro, y Martin Landau, magistral en su caracterización como Bela Lugosi-, Tim Burton no se limita a recrearse en obsesiones personales ni a retratar una vida y una época de especial atractivo para mitómanos del cine fantástico. La película es una reflexión sobre el trabajo del creador y el terrible abismo entre nuestros objetivos y la consecución de los mismos. El Salieri de Amadeus (1984) vivía amargado por no alcanzar las cotas geniales de Mozart, y lo verdaderamente trágico era su capacidad, gracias a sus conocimientos musicales, de darse cuenta mejor que nadie de su impotencia y del valor de su rival. El Wood de Burton, contrariamente, encarna una visión más optimista del problema. Aunque jamás consigue un éxito y los grandes productores se ríen de él, se siente embriagado por un ansia compulsiva de hacer cine y usa de todos los medios -algunos incluso ilegales- para salir adelante. Aunque en contadas ocasiones surge la duda, ésta es barrida por un entusiasmo vital irrefrenable. Tal vez no logre ser un gran artista, pero consigue dotar de un sentido a su existencia y proporcionar un poco de felicidad a los que le rodean, aun ilusoria y caduca, como el hada del cuento que transforma los ratones en caballos y la calabaza en carruaje sólo hasta medianoche. ¿Qué es más importante: ese pequeño brillo fugaz o una obra perdurable? Tal vez es mejor viajar que llegar, como decía Stevenson.
Burton, para que su aserto no naufrague, detiene la película en el momento álgido de la carrera de Wood. De su alcoholismo y penurias económicas, de su trabajo como realizador de cine erótico de baja estofa, sólo nos informa en unos rótulos finales. Sale así el espectador con un regusto amargo, pero una sonrisa aún en la boca. La vida, aunque dura, no deja de contener sus momentos divertidos y -¡qué demonios!- hay que saber aprovecharlos.