CONTENIDO LITERAL

("Pueblo del polo [el]", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)

Últimamente las editoriales parecen empeñadas en recordarnos que la ciencia ficción no es patrimonio exclusivo de anglosajones, ni producto de nuestros días. Así, en un corto margen de tiempo, Juventud resucita El gran cataclismo (1922), de Henri Allorge, y las novelas del Capitán Sirius; Planeta desempolva del interior de un baúl París en el siglo XX, obra inédita de Verne, y Anaya, en su colección Última Thule, nos ofrece El pueblo del Polo, de Charles Derennes.
Una novela publicada a principios de siglo y por un autor francés nos hace suponer hallarnos ante un epígono de Jules Verne. Nada más lejos. El pueblo del Polo se asemeja más a los scientific romances de Wells, Conan Doyle o M. P. Shiel que a la obra del gran escritor galo. Verne admiraba la técnica y los logros obtenidos por ésta, como símbolos del poder de la razón y del arrollador avance de la humanidad; Wells, en cambio, saltaba sobre la técnica sin detenerse e iba más allá, a observar qué consecuencias morales y sociales podían derivarse de su desarrollo. En De la Tierra a la Luna, Verne se centra en los trabajos de sus protagonistas para desarrollar el vehículo espacial y dirigirlo a su destino; en Los primeros hombres en la Luna, Wells saca de la manga la cavorita, una sustancia imaginaria que repele la gravedad, y planta a sus héroes rápidamente en nuestro satélite. Puede, así, describir a sus subterráneos moradores, que es realmente lo que le interesaba.
Derennes, de un modo semejante, no se emplea más de lo necesario para dar verosimilitud a su historia en descripciones científicas y detalles técnicos sobre la construcción del dirigible que conducirá a Ceintras y De Vénasque al Polo Norte; como se evidencia desde las primeras páginas con el descubrimiento de un extraño esqueleto, su atención recae en el encuentro con la especie de reptiles bípedos e inteligentes que habitan el pináculo de nuestro planeta y en la observación de su sociedad, completamente ajena a nuestros usos. Por desgracia, Derennes adolece en algunos momentos de una prosa excesivamente morosa y se extiende en detalles secundarios -el carácter desequilibrado de Ceindras y las malas relaciones entre ambos exploradores-, mientras demora la aparición de los elementos de mayor interés, obligando al lector a esperar más de media novela para tropezar, por fin, con los anhelados antroposaurios.
El narrador de la historia, De Vénasque, es un noble ocioso agobiado por la melancolía y el aburrimiento, marcado por la enfermiza obsesión de ver lo que ningún otro ojo a contemplado, pisar lo que nadie más ha visitado. Un encuentro casual con Ceindras, un antiguo compañero de escuela, le ofrecerá la llave para remediar su mal: su amigo ha diseñado un dirigible con el que alcanzar el Polo Norte por los aires, pero no dispone de dinero para su construcción. Entusiasmado, De Vénasque empeñará su fortuna en el proyecto.
De un modo semejante al capítulo final de Las aventuras de Arthur Gordon Pym, la llegada de los expedicionarios a un fantasmal Polo de iluminación lívida que no proyecta sombras, está descrita con una mirada alucinada, más que objetiva; una mirada filtrada por una mente quizá no del todo en sus cabales.
Sobre la novela gravita la duda constante, un relativismo que se complace en justificar las extrañas costumbres de los monstruos -autoinmolarse cuando dejan de ser útiles, aprovechar la piel y la grasa de los cadáveres, asesinar y devorar a sus propias crías como método de regular el crecimiento de la población...-; pero este relativismo antropológico se tralada después al propio discurso de De Vénasque y acaba por hacernos dudar incluso de la veracidad de la historia que nos cuenta.
¿Es real el maravilloso mundo boreal o se trata sólo del delirio de un loco? ¿De cuanto el narrador describe, hasta dónde hemos de someter nuestra credulidad? Como Henry James nos enseñó magistralmente, ni aun en la ficción podemos prescindir del escepticismo.