CONTENIDO LITERAL

("Jhereg. Intriga en el castillo negro", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)

Enfrentarte a un nuevo libro es siempre una aventura, un nuevo territorio por explorar; pero si conoces otras obras de su autor puedes hacerte una idea bastante próxima del paisaje y los peligros con los que tropezarás en cuanto abras sus páginas, para preparar el equipaje adecuado. No poseía esa ayuda con la presente novela, siendo la primera publicada por Brust en nuestro país y con escasas noticias previas sobre él. Si eso no bastaba para poner nervioso a alguien decidido a acometer la tarea de crítico -ya sabemos la tendencia natural de estos personajes a atrincherarse en posiciones preestablecidas-, la portada con una pequeña criatura parecida a un dragón saliendo de un huevo no contribuía exactamente a tranquilizar. La ley de Sturgeon, sobre que el noventa por ciento de todo es basura, últimamente parece cumplirse con especial terquedad en el campo de la fantasía.
Me asustaba en vano. Toda prevención desapareció en cuanto me sumergí en el texto. En primera persona, a semejanza de la novela negra tradicional, Brust elabora una narración que no concede reposo y pide ser devorada de un tirón, usando para ello de una escritura fluida, rica en diálogos y situaciones divertidas, que arrastran al lector página tras página; construyendo al tiempo un mundo original, donde no hallaremos ni rastro de esos elfos y enanos de tan ubicua y agotadora presencia.
La historia transcurre en un país imaginario, mayoritariamente habitado por los dragaeranos, una raza no humana de longevidad milenaria, cuya sociedad se basa en clanes especializados y autoexcluyentes. Los hombres son observados como inferiores y generalmente ocupan puestos serviles... No, no se asusten; no se trata de una nueva epopeya sobre la lucha de liberación de la humanidad esclavizada contra sus amos reptilescos. Los dragaeranos, aunque orgullosos e intolerantes, no les dispensan peor trato del que nosotros ofrecemos a nuestros inmigrantes; los hombres, por su parte, jamás pensarían en ningún tipo de rebelión: generalmente envidian, más que odian, a sus superiores. Todo su trabajo y dinero lo emplean gustosamente en comprar un título que les integre como ciudadanos de pleno derecho del Imperio Dragaerano.
Vlad Taltos, nuestro protagonista, es un humano miembro del clan jhereg, el único que admite elementos extraños en sus filas. Aunque resulte insólito en un héroe de fantasía, siempre tan ocupados en conquistar reinos, destripar nigromantes y rescatar princesas, Vlad está felizmente casado, tiene un animal doméstico y disfruta de la amistad de los más variados personajes. Todo un padre de familia, a no ser por su profesión: asesino a sueldo. Vlad realiza su trabajo con el orgullo del artesano que sabe realizar una hermosa obra y nosotros mismos, deslumbrados por el humor con el que nos cuenta sus hazañas, apenas levantamos la mirada del libro para preguntarnos cómo puede resultarnos simpático un personaje con tan desagradable oficio. Tal vez la respuesta esté en que lo ejerce sin ensañamiento; sin sentir repulsión, pero sin deleitarse innecesariamente. También cabría tener en cuenta que en el mundo de los dragaeranos la magia es una fuerza de eficacia demostrada y la muerte no representa algo tan definitivo como en el nuestro, pues devolver los cadáveres a la vida es una de las ocupaciones habituales de los hechiceros. Y bastante bien remunerada, por cierto.
En la fantasía tradicional la magia es un elemento siempre presente; no obstante, se observa como un prodigio, una violación del orden natural a la que hay que combatir o a la que se recurre sólo para buscar un favor o eludir alguna amenaza. No es así en el universo que Brust empieza a desarrollar en esta novela -y que en el día de hoy ya cuenta con ocho prolongaciones-. Para sus habitantes la magia es algo completamente usual y recurren a ella para teletransportarse de un lugar a otro o para comunicarse telepáticamente con total normalidad y sin asombro, tal y como nosotros cogeríamos el metro o efectuaríamos una llamada telefónica.
De todos modos no son los encantamientos, ni los combates, ni las intrigas -que de todo hay, y mucho-, las principales armas empleadas por Steven Brust para cautivar al lector, sino el humorismo. Sus personajes tienen más de pícaros que de héroes, y pocas veces se toman a sí mismos demasiado en serio, demostrando estar mucho más emparentados con la obra de Leiber, Vance o Sprague de Camp, que con la caterva de malos refritos de Tolkien.
No sé si me ha parecido buena sólo por la comparación con tanto bodrio en tapa dura, pero resulta un soplo de aire fresco en un género que empezaba a oler a muerto.