CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Beso del dios negro [el]", cuento de Catherine L. Moore. Derechos de autor 1934, Catherine L. Moore)

I

Al espigado defensor de Joiry lo llevaron entre forcejeos dos hombres de armas, que no dejaban de tirar con firmeza de las cuerdas con que habían atado los brazos cubiertos de malla de su cautivo. Labraban su camino entre montículos de muertos, mientras cruzaban la gran sala hacia el estrado donde se sentaba el vencedor, y, en dos ocasiones estuvieron a punto de resbalar en la sangre que manchaba las baldosas del suelo. Cuando hicieron un alto ante la enmallada figura del estrado, el defensor de Joiry respiraba pesadamente. La voz que resonó cavernosa, constreñida por el yelmo, expresaba furia y desesperación.
El victorioso Guillaume se apoyó en su poderosa espada, con las manos cruzadas sobre su guarda, y, desde toda su altura, dominó con una mueca al enfurecido cautivo que estaba a sus pies. Hombre de gran estatura, Guillaume parecía aun más alto con su armadura ensangrentada. Había sangre en su duro rostro surcado de cicatrices, y una sonrisa lobuna partía en dos su bien cuidada y corta barba.
Parecía a un tiempo espléndido y peligroso, apoyado sobre su espadón, mientras sonreía al derrotado señor de Joiry, quien no cesaba de debatirse entre los impasibles hombres de armas.
- Despojadme a ese cangrejo de su caparazón -dijo Guillaume con su voz profunda e indolente-. Veamos qué cara tiene el individuo que nos ha presentado semejante batalla. ¡Fuera ese yelmo!
Para aquella última orden fue necesario un tercer hombre que cortase las enlazaduras del yelmo de hierro, ya que el debatirse del señor de Joiry era demasiado fiero, incluso teniendo ambos brazos atados, para que uno cualquiera de los dos guardias se atreviese a soltarle. Hubo un momento de dura pelea; después, las enlazaduras se partieron y el yelmo rodó pesadamente sobre el enlosado de piedra.
La blanca dentadura de Guillaume rechinó en un juramento inducido por la sorpresa, y él se quedó con la mirada perdida. La castellana de Joiry le devolvió la mirada, con la roja cabellera en desorden y sus salvajes y dorados ojos como de león ardiendo de cólera.
- ¡Que Dios te maldiga! -rezongó la castellana de Joiry, sin apenas despegar los labios-. ¡Que Dios marchite tu negro corazón!
Guillaume apenas la escuchó. Seguía mirándola fijamente, como era usual entre todos los hombres que veían por primera vez a Jirel de Joiry. Ella era tan alta como la mayoría de los hombres y tan salvaje como los más salvajes de todos ellos. La conquista de Joiry le daba la suficiente amargura para romperle el corazón mientras seguía mascullando maldiciones contra su alto conquistador. El rostro que sobresalía de su cota de malla quizá no hubiese cuadrado con un tocado femenino, pero bajo el marco acerado de su armadura poseía una belleza tan nítida como el filo de una hoja de acero, tan vívida como el chocar de las espadas. Su cabellera roja ardía sobre su cabeza alta y desafiante, y la dorada llama de sus ojos mostraba tanta furia como fuego el crisol.
La mirada fija de Guillaume fue fundiéndose lentamente en una sonrisa. Una tenue luz se insinuó en el fondo de sus ojos cuando recorrió con su bien ejercitada vista las largas y fuertes formas de la joven. La sonrisa se hizo más amplia y, de repente, explotó en una enorme carcajada, casi un bestial mugido de diversión y placer.
- ¡Por los clavos de Cristo! -exclamó, con un rugido- ¡Buena bienvenida para un guerrero! ¿Qué es lo que ofreces, preciosa, a cambio de tu vida?
Ella le lanzó otra maldición.
- ¿Ésas tenemos? ¡Cuán feas palabras para tan hermosa boca, mi señora! No negaremos que mantuvisteis una brava batalla. Ningún hombre lo hubiera hecho mejor, aunque muchos sí peor. Pero contra Guillaume... -hinchó su espléndido pecho y le dirigió una mueca desde la espesura de su apuntada barba-. Ven a mí, preciosa -ordenó-. Creo que tu boca será mas dulce que tus palabras.
Jirel lanzó uno de sus talones calzados con espuelas sobre la tibia de uno de los guardias y se liberó de su presa mientras él aullaba, alcanzando con una rodilla de hierro el abdomen del otro. Ya se había escapado de ellos y dado tres largos pasos hacia la puerta antes de que Guillaume la capturase. Sintió sus brazos rodearla desde atrás y lanzó en un fútil asalto sus dos talones armados contra la pierna acorazada de él, retorciéndose como una loca, defendiéndose con rodillas y espuelas, luchando desesperadamente con las cuerdas que aprisionaban sus brazos.
Guillaume rió y le obligó a darse la vuelta, para hundir su mirada burlona en el resplandor llameante de los dorados ojos de ella. Luego, deliberadamente, puso un puño bajo la mandíbula de la joven y levantó su boca hasta la altura de la suya. Las roncas maldiciones cesaron.
- ¡Por el Cielo! ¡Es como besar la hoja de una espada! -dijo Guillaume, despegando finalmente sus labios.
Jirel musitó algo que fue felizmente sofocado mientras lanzaba la cabeza a uno y otro lado, como una serpiente dispuesta a atacar, hasta que hundió los dientes en su cuello. Y sólo por una fracción de pulgada no acertó en la yugular.
Guillaume no dijo nada. Agarró la cabeza de ella con mano firme, a pesar de sus salvajes contorsiones, y hundió profundamente sus dedos de acero en las articulaciones de sus mandíbulas, obligándole implacablemente a que mantuviera apartados de él sus dientes. Cuando la liberó, mantuvo durante un instante su mirada en el dorado infierno de sus ojos. Su ardor habría bastado para caldear su rostro cruzado de cicatrices. Esbozó una mueca y alzó su mano exenta de guantelete, para, con un fuerte puñetazo, enviarla sin sentido hasta el centro de la habitación. Y allí quedó ella, inmóvil sobre las losas.


II

Jirel abrió los ojos en medio de la tiniebla. Permaneció quieta durante un instante, haciendo acopio de sus dispersos pensamientos. Paulatinamente fue recobrando la memoria Entonces apagó sobre su brazo un sonido que era mitad maldición y mitad sollozo. Joiry había caído. Durante un tiempo yació rígida en la oscuridad, obligándose a reconocer lo sucedido.
El sonido de unos pies desplazándose sobre la piedra, cerca, la saco de aquella aflicción momentánea. Se incorporó precavidamente, palpando a su alrededor para determinar en qué parte de Joiry había sido encerrada. Supo que el sonido que acababa de escuchar debía proceder de algún centinela, y, gracias al lóbrego relente de tanta oscuridad, supo que se encontraba bajo tierra. En una de las más pequeñas de las mazmorras, por supuesto. Se levantó en el más cuidadoso de los silencios, mascullando una maldición en el instante en que sintió que se le iba la cabeza, aunque sólo fue el aviso de una fuerte jaqueca. En la completa oscuridad comenzó a recorrer la celda. No tardó en llegar hasta el pequeño escabel de madera que descansaba en un rincón. Entonces se dio por satisfecha. Agarró una de sus patas con mano firme y prosiguió su silencioso avance pegada a la pared hasta que consiguió localizar la puerta.
El centinela recordó haber oído la más desgarradora llamada de socorro de toda su vida, y haber descorrido el cerrojo de la puerta. Pero después, hasta el momento en que le encontraron con el cráneo fracturado, echado dentro del calabozo, que estaba cerrado por fuera, no pudo recordar nada más.
Jirel subió sigilosamente por las sombrías escaleras de la torre norte con el crimen en su corazón. Durante su vida había conocido muchos odios insignificantes, pero ninguno de ellos había suscitado en ella tamaño ardor. En medio de la noche, ante sus ojos, podía ver la risa burlona del curtido rostro de Guillaume, su corta barba puntiaguda hendida por la blancura de su sarcasmo. Aún sentía sobre sus labios la presión de los suyos, y en todo su cuerpo el vigor de sus brazos. Entonces la inundó una explosión tan grande de furia ardiente, que titubeó ligeramente y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse. Prosiguió su camino en medio de una neblina de roja ira, con algo parecido a la locura quemándole el cerebro, mientras una especie de decisión iba cobrando forma lentamente, a partir del caos de su odio. Cuando aquello se concretó en un pensamiento, volvió a detenerse en medio de la escalera y fue consciente del leve soplo helado que caía sobre ella. Al terminarse éste, se estremeció ligeramente, se encogió de hombros y prosiguió su ascenso, con una sonrisa lupina.
A través de las saeteras de las paredes pudo ver las estrellas y deducir que debía de ser cerca de medianoche. Prosiguió su cuidadoso avance escaleras arriba y no encontró a nadie. Su pequeña habitación en lo más alto de la torre se hallaba vacía. Incluso el jergón de paja donde solía dormir su sirvienta no había sido usado aquella noche. Jirel se desembarazó sola de su armadura como mejor pudo, tras muchos esfuerzos y contorsiones. Su camisa de ante estaba tiesa de sudor y manchada de sangre. La arrojó con desdén a un rincón. La furia de sus ojos ya se había enfriado, convirtiéndose en una llama contenida y secreta. Se sonrió mientras deslizaba sobre su desmelenada cabeza pelirroja una camisa limpia de ante, que luego cubrió con una corta loriga. Ajustó sobre sus piernas las grebas de algún olvidado legionario, reliquia de los no muy lejanos días del pasado, cuando Roma aún dominaba el mundo. Atravesó un puñal entre su cinturón y aferró con ambas manos su larga y pesada espada. Luego bajó por la escalera que antes había subido.
Sabía que aquella noche la gran sala había debido de acoger orgías y festines, pero en aquellos momentos el silencio caía tan a plomo sobre ella que podía asegurar que la mayoría de sus enemigos aún yacían en los ensueños de la embriaguez. Entonces sintió un fugaz sentimiento de pesar por tantos galones malgastados de buen vino francés. A través de su mente llameó el pensamiento de que una mujer decidida con una espada afilada podría hacer bastante daño entre los embriagados durmientes, antes de ser reducida. Pero dejó a un lado aquella idea, pues Guillaume

[…]