CONTENIDO LITERAL

("Naves del tiempos [las]", comentario de Julián Díez. Derechos de autor 1997, Gigamesh)

Las naves del tiempo es un regalo precioso: una de esas novelas, cada día más raras, que justifican la a veces exasperante actividad de leer ciencia ficción. Con las mismas armas de sus congéneres en el hard, Stephen Baxter ha confeccionado una novela apasionante, que tenía todos las papeletas para ser un fiasco (es una continuación y nada menos que de la clásica La máquina del tiempo, tiene ciencia de última moda chorreando por todas partes y apareció en una colección que hasta ahora no había aportado nada relevante) y es, salvo sorpresa, el gran título de la temporada.
¿Qué es lo que convierte a esta obra en importante? Baxter ha trabajado con libertad los materiales disponibles, edificando una continuación que no es tal en rigor, pero que resulta mucho más satisfactoria que si lo fuera. No se siguen las aventuras del innominado viajero al mundo de los morlocks y los elois, sino que se extrapola acerca de un futuro alternativo, moldeado a partir de las consecuencias del viaje inicial, en el que Baxter utiliza los materiales de la especulación científica de vanguardia del mismo modo que hubiera hecho el propio Wells de vivir hoy.
El primer acierto, pues, está en un enfoque más espiritual que literal de lo que es la continuación (si bien en el debe de Baxter debe hacerse constar que parece que su posición ideológica es bastante más conservadora que la de su predecesor). A partir de ahí, el siguiente logro significativo está en el ritmo alto en el que se mueve el relato: el viajero deambula por una esfera de Dyson, un 1938 alternativo y la prehistoria sin que en momento alguno se hagan sentir fisuras de interés o lógica narrativa.
El capítulo penúltimo (el último sí sería esa continuación pura de La máquina del tiempo hasta entonces pospuesta) merece, por su brillantez, mención aparte. Baxter se lanza sin miedo a una disección de las más modernas teorías cosmológicas en la mejor tradición de la cf dura, enseñando sin dejar de divertir, y convierte una descripción del origen del universo en un tour de force narrativo en lo que hace referencia a la vivencia propia del protagonista, recordando a las catarsis de las mejores novelas de Robert Silverberg. Son unas sesenta páginas que recomiendo leer de un tirón; extenuantes, apasionantes, extensas y hermosas, que justifican por completo la lectura de la obra.
En suma, una novela importante por muchas razones, pero sobre todo por una: la elección deliberada por parte del autor del camino más complejo, pero también del más satisfactorio. Algo muy de agradecer en una época tendente a lo trillado, a la convención fácil entre escritor y lector. En este número de la revista, aparece una nota en la que el propio autor explica el proceso de la creación de esta novela, que seguramente marcará un jalón en la historia del género.