CONTENIDO LITERAL

("Un infierno en la mente", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1996, Gigamesh)

Henry Arjuna O'Halloran es, y eso queda claro incluso a los ojos menos perspicaces desde las primeras páginas de su peripecia, un hombre feliz: tiene un trabajo que le gusta y le satisface (dirige una colección de literatura fantástica que, afortunado mortal él, no parece tener ningún problema comercial y sí una larga vida garantizada), es afortunado en los amores, posee una salud envidiablemente férrea -que le permite, por ejemplo, recuperarse tan rápida y completamente de una borrachera de whisky terminada en sopor bañado de vómitos que Henry puede embaularse un copioso desayuno y salir a hacer footing nada más haber despertado de ella-, y en último pero no por ello menos importante lugar, habita un Madrid que por fin ha visto reconocidas sus justas aspiraciones de ser la urbe infernal por excelencia y, gracias al paso de los años y la materialización de los tópicos megalopolilescos de la ciencia-ficción más cutre, ha alcanzado los cuarenta millones de habitantes.
Ese punto de partida tan rosáceo quizá pueda despertar alguna suspicacia en quien tenga por costumbre contemplar los textos con mirada aviesa, pero lo que vendrá a continuación no tarda en confirmar tales malos augurios iniciales: un misterioso manuscrito llegado a su despacho sumirá a nuestro buen Henry A. O'Halloran en una espiral de acontecimientos sorprendentes e inexplicables que terminarán con su metempsícosis a la época de los Templarios, el hallazgo del amor en la etérea pero fogosa carne de una criatura del Reino de Faeria y una confrontación final nada menos que con el Maligno, quien resulta ser una especie de víctima hipertiroidea del transformismo indumentario más bien irrespetuosamente descrita, entre otras apariencias, como "un petimetre o una loca".
El trayecto de felicidades narrativas ha ido estando jalonado por una serie de claros mojones que no podían ser pasados por alto: 1) el humor entre chusco y erudito-cuartelero ("El espectáculo que se ofrecía a nuestra vista, si no dantesco, sí que era para cortar de repente cualquier acceso grave de movimiento convulsivo del diafragma"); 2) sabiduría popular mal entendida, como la pintoresca aseveración de que es posible beber durante eones todo el whisky sin necrosarse el hígado o la pared estomacal siempre que el licor sea de buena calidad; 3) una enternecedora voluntad de poner los puntos sobre las íes y no dejar la más mínima sombra de duda acerca de la inefable verosimilitud de todo el atrezzo fantástico-numinoso (de la que son bellos y temiblemente diáfanos ejemplos la parafernalia de puertas mágicas que se despliega en un par de pasajes, donde incluso el más negado para la mecánica metafísica acabará entendiendo y sabiendo operar tales umbrales sin ninguna dificultad); o 4) la deliciosa convicción de que las manías, tics y pequeñas aficiones de la voz que nos pasea por esta montaña rusa de idas y venidas temporales son, faltaría más, también las nuestras porque son las únicas dignas de ser desplegadas en la página impresa (expresada, entre otras muchas joyas, por la irresistible certeza con que el texto está convencido de que en los lejanos años donde transcurre su acción las referencias a Ripley y el Nostromo no habrán pasado a ser abstrusos tiquismiquis tan reservados a connaisseurs cascarrabias como pongamos por caso lo es, hoy en día, el saber de qué color llevaba la ropa interior la primera víctima de los zombis paletos en Redneck zombies).
La acumulación de pecas y signos particulares que va erizando la en principio ya no muy lisa piel de Un infierno en la mente es, evidentemente, la marca identificadora que delata a la "aventi", esa cumbre de la tradición oral en la que un grupo de oídos y lenguas se turna alternativamente en el exordio y la glorificación de sí mismos a través de hazañas protagonizadas por quienes las cuentan y las escuchan. Nada que reprochar en principio a tal opción, que puede dar resultados tan loables como los que le arrancó Juan Marsé en Si te dicen que caí, entre otras novelas, pero quien la emplee debe ser consciente de que encierra el grave peligro de la banalización, la autocomplacencia y la exclusión de toda mirada lectora que no coincida, y tiránicamente, con la de quien ha armado el texto.
Un infierno en la mente no sólo vive en la más bendita ignorancia de esa trampa, sino que se revuelca alegremente en ella y, al final, termina revelándonos con toda claridad que hemos estado engañados desde el principio: no nos hemos paseado por la Tierra de la Fantasía, sino que hemos estado dando tumbos por el Callejón del Fantaseo y, encima y eso es lo peor de todo, no sólo no nos habíamos enterado de ello sino que además hemos consentido que su pesado revoloteo nos asestara codazos en las costillas y jadeara sobre nuestra nuca pidiéndonos una complicidad que, el pobre, nunca ha tenido el más mínimo derecho a arrogarse.