CONTENIDO LITERAL

("Danza de espejos", comentario de Julián Díez. Derechos de autor 1996, Gigamesh)

Porque lo que se estila es Vor. Vor a todas horas, Vores ganando tres Hugos en lo que va de década, Vores escritos como churros por Lois McMaster Bujold y consumidos con satisfacción por un público cada vez más ciego, que parte de la base de que la cf media son las infectas novelas de Star Trek y que, por tanto, encuentran en la mínima originalidad de las historias de Miles Vorkosigan un refugio para su estulticia.
Acabo de leer Danza de espejos, la última aventura de Miles Vorkosigan, y es más de lo mismo. Páginas y páginas de naderías sólo un palmo por encima de la clasificación de "basura". En su momento, tuve que tragarme todas las novelas precedentes de la serie (¿saben que "vor", en ruso, se pronuncia igual que "ladrón"?) porque en el periódico en el que trabajo alguien le comió el tarro al responsable de la sección de libros de que eso era, puff, lo más y tenía un montón de premios. Tras tragarme casi todos (terminar Barrayar fue imposible), pedí que me permitieran pasar de poner a parir el género al que amo.
¿Por qué me he dispuesto, entonces, a leer quinientas páginas de un nuevo Vor? Por dos razones: no es costoso (puede hacerse con el cerebro desconectado) y quería responder a la apreciación de Miquel Barceló en la introducción. No sé si hay algún crítico que en privado disfrute con McMaster Bujold, pero sí puedo asegurar que no soy yo.
En cuanto a las razones por las que este tipo de novelas obtienen tanto éxito popular, se ven bien plasmadas en esta nueva Danza de espejos. Para empezar, y como explicaba más arriba, no es necesario el empleo de la inteligencia para su completo disfrute: bastan los ojos para leer y los dedos para pasar las páginas.
Pero, sobre todo, la fuerza de la serie Vor, que no tiene una ambientación interesante, ni argumentos especialmente originales, está en el personaje de Miles Vorkosigan; nacido de alto linaje, pero que se ha visto castigada por un cuerpo disminuido. Eso sí, con características como la pequeñez o la cojera que son, por lo general, recibidas con simpatía por nuestra sociedad.
El mecanismo que pone en marcha Bujold es muy evidente para cualquiera que se moleste en analizarlo: la identificación. El lector medio de ciencia ficción comparte el dualismo entre complejo de inferioridad (física) y complejo de superioridad (intelectual) que es la marca de fábrica de Miles. En las raras ocasiones en las que el personaje vive problemas reales, como cuando en "Laberinto" se pone de manifiesto que está hecho polvo porque tiene ya sus añitos y no la ha puesto nunca en caliente, Bujold sabe que está apelando a conflictos que realmente afectan a buena parte de sus lectores. Sólo que su actitud es cobarde: en lugar de enfrentar a su receptor con el problema para que encuentre sus propias soluciones, sublima el conflicto al convertirlo en anécdota y darle una solución presuntamente chistosa con la que olvidarlo.
La fuerza de Miles es tanta, que incluso cuando no es protagonista, como en Barrayar, su sola sombra sirve para justificar una novela incondicionalmente mala. Y, como reto final, en esta Danza de espejos Bujold no ha encontrado enemigo peor con el que enfrentarle que una copia de sí mismo, que en ocasiones aporta los únicos puntos de interés de la novela al burlarse, tibiamente, del propio Miles. Sin embargo, la novela vuelve a ser tópica (el universo de Bujold es tan poco complejo que asusta) y su desenvoltura, manipuladora. Pero no me dan ninguna pena los que son capaces de sentirse satisfechos y dejarse arrastrar por este Miles; quede para ellos por siempre el ghetto, la felicidad de saber que son superiores porque leen algo divertidísimo que nadie conoce... y más vale que siga así, porque si alguien de fuera lo conociera, podría poner esos libros en manos de un psicoanalista con resultados que serían funestos.