CONTENIDO LITERAL

("París en el siglo XX", comentario de Héctor Ramos. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

Al principio de estos comentarios dividí en dos las formas de disfrutar la primera de las obras reseñadas; ahora conviene recurrir a la doble valoración para la última obra conocida de Julio Verne, París en el siglo XX. Como descubrimiento es necesario ponderar su ingente valor, tanto para los admiradores de Verne, que han sido legión en el siglo de su reciente novela, como para la literatura en general, y la de ciencia ficción en especial. Su peso como narración en sí es otra historia, pues da un fruto bastante irregular.
El París de 1960 enaltece la ciencia y la tecnología como la forma más perfecta de realización de la persona, con la consecuencia del descrédito de las artes. Michel, un joven que aún cree en las enseñanzas de las letras y disfruta con ellas, se enfrenta en su trayectoria personal con ese mundo que se resiste a aceptar sus singulares inclinaciones. Como si de los últimos reductos de una religión antigua se tratara, Michel contará con otros feligreses de las humanidades -su tío, su profesor, unos compañeros- para desahogar las penas y mantener viva su fe. La candidez del argumento no se redime con el planteamiento general del siglo, o lo que llamamos anticipación, terreno en el que Verne pudo sentirse fuerte en algunas novelas porque venían acompañadas por un componente de aventuras que situaba a las especulaciones científicas en su justo lugar secundario. Pero en este caso no se puede esperar que la descripción de una sociedad sostenga toda una novela, máxime cuando esa descripción ha quedado tan reducida a arquetipos.
Por ser de los primeros en avanzar la técnica a través de la literatura, a Verne siempre lo mantendremos en alta consideración. Pero el partir necesariamente de la técnica del propio tiempo para extrapolar la del futuro puede inducir a limitaciones exageradas, como creer que en cien años la contabilidad de las empresas sólo evolucionaría en el tamaño de los libros o de las máquinas de calcular, o que la tecnología naval no encontraría nada mejor que las ruedas para mover los grandes barcos. Sin embargo, la irregularidad general del libro también nos ofrece ejemplos en este aspecto, pues Verne realiza unas observaciones muy acertadas en cuanto al transporte terrestre y al alumbrado urbano.
Parece bastante dubitativo Verne al comenzar la narración, con un estilo más propio de un libro de texto que de una novela. Incluso llega a convertir su obra en una manera de halagar a su valedor, que en este caso no sería otro que el editor Hetzel, con el capítulo del repaso a los grandes autores franceses. Pero también acabamos por encontrar al Verne irónico que habla de "autores funcionarios" (p.140), del portero "importante empleado del gobierno, quien le nombraba directamente para aquel puesto de confianza" (p.92); al Verne recién fracasado en sus aspiraciones teatrales, desenvuelto en unos diálogos fresquísimos, como todos los de Quinsonnas, y al escritor seguro de sus recursos, que en una historia anómala para su tiempo es capaz de no introducir a la chica hasta la mitad del libro.
Con todo, no es bagaje suficiente para defender una novela que parece demasiado sujeta a las circunstancias momentáneas de la vida de su autor, verdaderos condicionantes de su gestación. Un signo claro de esto es el desapego con que Verne crea a sus personajes, que le lleva a no interesarse en gran medida por la suerte que corran; este desdén no volvería a darse en ninguna novela de Verne, como apenas se da en los cultivadores de la ficción de aventuras. Ahí es donde nos gusta encontrar a este gran autor, que no se hizo grande por novelas como ésta.