CONTENIDO LITERAL

("Playa de acero", comentario de Juanma Barranquero. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

Y si Gibson es un autor serio, quizá en exceso, no se puede decir lo mismo de John Varley. En Playa de acero, como en sus obras anteriores, lo cómico y lo burlesco están apenas dos milímetros por debajo de la pintura, y a menudo los desconchados dejan entrever el tono irónico que el escritor ha ocultado. Bien, quizá "ocultado" no sea el término exacto cuando hablamos de un libro que comienza con un epatante "Dentro de cinco años el pene será obsoleto -declaró el vendedor". Con estas palabras abre un frenético baile de cuerpos, sexos, mentalidades y situaciones tan entretenidos como poco hilvanados.
El protagonista, que se hace fabricar el cuerpo a la medida, y cuya madre (una vieja gloria exilada de la Tierra) posee una granja de brontosaurios, se ve aquejado de una enfermedad que se está expandiendo por la sociedad lunar como una plaga: la tendencia suicida. El ordenador central, cuya Directiva Principal es algo así como "salvaguarda a los habitantes de tu planeta, aún en contra de su voluntad", interviene, salvándolo en repetidas ocasiones, para poder estudiar el fenómeno.
Pero este principio se convierte, a medida que transcurren las páginas, en un panfleto político libertario, mientras el benévolo y paternalista ordenador adquiere tintes siniestros, y hacen su aparición unos misteriosos reclusos que responden al muy apropiado nombre de "heinlenianos" y que representan al Hombre, el arquetipo de la especie como mono creador de herramientas, recién bajado del árbol y listo para llegar a las estrellas.
Y es llegado ese momento cuando las neuronas del lector hacen ¡clack! y todo encaja: Varley está dando, con su peculiar y no poco sarcástica visión, un repaso a Heinlein. Repaso en ambos sentidos de la palabra: como recorrido, y como reinterpretación irónica. Playa de acero es, como si dijésemos, un volver a contar La luna es una cruel amante, aunque el argumento sea bien distinto, y los temas heinlenianos más insistentes (el capitalismo salvaje, el hombre que se hace a sí mismo, el control de las armas, el sexo estilo años 60, el feminismo) subyacen en la novela de principio a fin; confusos, mezclados, retorcidos hasta la autoparodia, pero firmemente reconocibles. La satisfacción del/la protagonista al tener un hijo no deja de recordar a aquella Podkayne de Marte que quería ser capitán de nave espacial pero que, se decía a sí misma tras ocho horas de cambiar pañales de cachorros humanos, "ser azafata y cuidar de los niños tampoco está tan mal".
Por desgracia, la novela ofrece una curiosa sensación de absoluta falta de convicción: al terminar el libro de Varley, uno no sabe cuál es el punto de vista del autor, si es que tiene uno, o si simplemente ha pretendido rendir un homenaje a Heinlein, o, como parece más probable, ha buscado una forma de contar en 550 páginas lo que, de decirse con mayor claridad, apenas habría ocupado 300.