CONTENIDO LITERAL

("Lléveme de vuelta", cuento de Félix J. Palma. Derechos de autor 1996, Félix J. Palma)

Cuando Diego comprendió lo que había hecho ya era demasiado tarde. Dio algunos pasos hacia atrás, tambaleándose, hasta que su espalda topó con la pared. Se quedó allí unos minutos, recostado contra ella, sintiendo el frío de los azulejos mitigando pobremente el fuego que parecía envolverle; luego las piernas le fallaron y comenzó a resbalar lentamente hasta encontrarse sentado en el suelo, con su confundido rostro colocado en el punto exacto donde había quedado fijada la mirada de Raquel.
Pero sus ojos rehusaron encontrarse con los de ella y derivaron morosamente por el cuarto de baño, examinando sin prisas cada detalle -el dibujo exacto de los azulejos, las intrincadas geometrías de las toallas, el contraste entre la armoniosa disposición de los objetos de Raquel y el revoltijo desapacible de sus escasas pertenencias, trivialidades de aseo que ahora se le revelaban como indicadores ridículos de sus progresos en el corazón de ella, las distancias inservibles que existían entre las rotundas curvas del inodoro y del lavabo, la erosión de los largos dedos de ella en el jabón, las hebras de su cabello robadas por el cepillo-, y sintió lo absurdo e inoportuno de que su mente hubiese escogido ese preciso momento para "ver" por primera vez aquel entorno tan familiar. Luego, con la misma parsimonia, sus ojos rastrearon otro tipo de detalles cuya presencia en el baño era fugaz: se detuvieron en el sedoso montoncito de la ropa interior de Raquel, cuidadosamente doblada sobre la tapa del inodoro, perfumada por la cambiante y artificiosa fragancia del detergente, y en la muda sucia, arbitrariamente dispersa por el suelo como nenúfares exquisitos que guardaban el aroma correcto: el olor inalterable de su cuerpo. Y finalmente se detuvieron en un objeto cuya presencia allí, muy cerca de la bañera, era circunstancial e idiota, y en un principio a su ofuscada mente le resultó del todo incongruente, hasta que el importante papel que había desempeñado en los acontecimientos anteriores -esos acontecimientos inesperados hacia los que se estaba encaminando sin ninguna prisa- justificó plenamente su intrusión allí. Y sin embargo, a pesar de su condición transgresora, era el único objeto que no guardaba sorpresas para él, el único que había contemplado exhaustivamente en el desvelo de una larga noche, el único que parecía real y capacitado para brindarle el agradable consuelo de lo conocido.
Diego tardó varios minutos en comprender que lo que tenia ante si era el enorme reloj dorado que le había traído a Raquel de París, hacia ya casi tres meses. Raquel era una apasionada de los relojes decorativos, su afición no llegaba a los extremos del coleccionismo, pero la obligaba a pararse ante los escaparates con frecuencia y deleitarse en ellos, especialmente en los relojes cuya esfera formaba parte de algún motivo determinado, armoniosamente perdida en el conjunto de una escultura o similar. Por eso, aquel gusto por los relojes caros de Raquel, el legendario romanticismo de París, la soledad agria y lacerante de notarse estrepitosamente fuera de lugar en una ciudad extraña y los agradables recuerdos de los últimos meses juntos se mezclaron en su cabeza de la forma correcta al detenerse ante aquella pintoresca tiendecita a orillas del Sena, en uno de sus cortos paseos nocturnos por las proximidades del hotel donde se alojaba. Había consentido a regañadientes desplazarse a París por exigencias de la editorial para ultimar los detalles de la publicación de un poeta parisino, enemigo acérrimo de los aviones. "Ultimar los detalles" le llevó cinco días, con sus cinco malditas noches. La última de ellas, encontrándose más enamorado de lo permisible, buscó la tienda y compró un enorme reloj de bronce que representaba a una ninfa emergiendo del pistilo de una extraña flor, todo ello protegido por un palio minuciosamente labrado, en cuya parte superior, donde los arabescos se desmadejaban en amplios bucles que simulaban hojas, se encontraba la esfera, y que hoy, no quería todavía indagar en el por qué, tenía ante él, escorado sobre la alfombrilla, con el cristal agrietado y las manillas colgando quebradas, reposando como un galeón varado en una mancha rojo oscuro que resaltaba vigorosamente contra el blanco luminoso del suelo.
El charquito de sangre le obligó a dirigir la vista hacia la bañera, hacia el desconcertante resultado de sus atroces actos. Las interferencias habían abandonado su mente tan solo para mostrarle una realidad desquiciada, incorrecta y espantosa, pero indudablemente cierta. Los nubarrones rojizos de la furia habían desaparecido por completo y la marejada del alcohol había remitido un poco, transformándose en un palpitar sordo que aún seguía molestándole pero que ya no le embargaba la razón. Se encontraba ahora imbuido en una calma absoluta, y el tener que llevar a cabo aquella inspección le producía un cierto hastío. Hubiera deseado aprovechar la deleitosa paz que le embargaba, aquel estado de relajación interior que había alcanzado de forma tan inesperada, para cerrar los ojos y adentrarse en el sueño blanco y reparador de los niños, pero algo le decía que debía afrontar aquella horrible situación.
Estudió a Raquel con el mismo ensimismamiento con que había repasado el baño, fragmentándola, observando sólo unas manos delgadas y finas, un cabello oscuro, brillante y amansado por el agua, el despuntar elástico y delicado de unos senos, sus inquietos remates rosados, la tersura de un vientre, la franca invitación de unos muslos sedosos y perfectos, tal vez porque así, si rehusaba sumarla, no era Raquel, sólo retales de carne, sólo formas aisladas sin significado alguno. Pero, lentamente, sin percatarse de ello, fue uniendo las piezas y la mujer que amaba se solidificó ante sus ojos. Raquel se encontraba atravesada en la bañera, con la cabeza apoyada sobre los azulejos, soñadora y nostálgica, y las rodillas aprisionadas contra el borde. Tenia el cráneo destrozado por varios sitios y el chorro caliente de la ducha, todavía abierta, aclaraba la sangre y la arrastraba a través de su cuerpo en hilillos rojizos. Sus ojos estaban fijos en él y muy abiertos, como si le sorprendiera encontrarle allí.
Diego trató de digerir que Raquel estaba muerta, que allí se había producido una muerte, pero aquello no resultó fácil. A excepción de la sangre y la presencia absurda del reloj nada en el baño parecía anormal. Le molestó sobre todo la indiferencia de la ducha, que continuaba empapándola con su chorro, ajena a las nuevas circunstancias. Allí había tenido lugar una muerte, ¿cómo era posible que todo siguiese inmutable...? Y no sólo eso: fuera del reducido ámbito del baño todo parecía transcurrir también sin novedad. Tras la puerta reinaba un silencio tranquilo y espeso, y por la estrecha ventana del baño se filtraban desde la calle los habituales sonidos de aquellas horas de la noche. La vida seguía, y a Diego eso le pareció irreverente y triste. Resultaba incongruente que uno pudiera cometer un asesinato -porque de eso se trataba, ¿no?- y sentarse a contemplar su obra sin que nadie le molestara, sin que sus actos parecieran tener mas consecuencias que aquel cuerpo desmadejado de la bañera. Pero sabía que aquello no era más que un efecto ilusorio, una situación preliminar, un punto muerto que unía lo conocido y lo desconocido. Todo acababa de torcerse y era imposible olvidarse de ello. A partir de ahora nada transcurriría igual.
Diego descubrió que ya no podía imaginar su futuro, que a causa del asesinato habían entrado en juego demasiados factores, mas de los que podía intuir o manejar, y que, curiosamente, su vida ya no le pertenecía: acababa de descubrir que el asesinato arrebataba la vida en ambas direcciones.
Aquellas divagaciones comenzaron a minar la serenidad que le anestesiaba y sintió en su pecho el tímido esbozo de una reacción. Al principio notó un aguijonazo de temor, pero se encontraba demasiado cansado y aturdido como para que su adverso destino le preocupase realmente -por ahora aquello todavía le estaba sucediendo a otro-, y la vacilante sensación no tardó en evolucionar hacia una enorme y densa tristeza por el estado en que se encontraba Raquel. De repente se le antojó extremadamente vulnerable, como cuando en el pasado se despertaba a medianoche y la descubría a su lado, envuelta en la crisálida de un sueño profundo que la reblandecía y aniñaba y le movía a rodearla con sus brazos, tratando de protegerla de algo indefinido, quizá de la oscuridad, quizá de los reveses de la vida, ahora que ella no podía protestar.
Todavía con el distanciamiento del entomólogo examinó largamente sus heridas, intentando reconstruir la brutal paliza que le había propinado. Los golpes de la cabeza quedaban reflejados en un sanguinolento mosaico difícil de precisar, ya que algunos cortes se habían superpuesto sobre otros y el cabello dificultaba su visión. Era allí donde el pesado reloj había hecho blanco repetidas veces, Dios sabia cuantas, con una naturalidad escalofriante. También lucia un enorme hematoma en la mejilla derecha, y la nariz parecía rota. Recordó que en algún momento, tal vez porque ella opuso resistencia, la había atrapado por el cuello y aplastado el rostro contra la pared. Pudo constatarlo por la mancha de sangre que todavía se apreciaba en los azulejos, muy por encima de su cabeza. El resto consistía en pequeños moratones diseminados por su cuerpo, muestras de un forcejeo inútil que bajo el mórbido resplandor de los apliques del baño semejaban polillas y mariposas. Entonces, alguna parte de su mente se restableció, y el desapacible espectáculo de la sangre y el sello purpúreo de los golpes cobraron su dramática consistencia, y Diego comprendió de golpe que todo aquello era real e irreversible, y que el cuerpo roto y acusador de la bañera pertenecía a la mujer con la que había pasado los últimos meses y cuya vida había arrebatado con suma facilidad, sin comprenderlo siquiera. Y comenzó a sentir arcadas.
Antes de darse cuenta notó como los pantalones se le humedecían a causa de un vómito caliente y viscoso. Se arrodilló como pudo y dejó que su estómago, bruscamente irritado, lanzase su hedionda carga garganta arriba. Permaneció así varios minutos, sintiendo como se vaciaba y contemplando sin interés el crecimiento de la mancha verduzca sobre el blanco aséptico del enlozado. El acto de expulsar todo el alcohol que había ingerido durante la tarde le produjo un repentino alivio, e incluso restableció su confianza, incitándole a incorporarse y afrontar todo aquello desde una postura mas digna. Se limpió los labios con el dorso de la mano y trató que sus piernas respondieran a su demanda de levantarse. Lo consiguió a duras penas. Una vez erguido la cabeza comenzó a darle vueltas y le hizo reconsiderar la idea de volver al suelo. Se apoyó contra el lavabo, cerró los ojos y aguardó a que el baño dejara de girar.
Se encontraba desagradablemente liviano, capaz de echar a volar a la menor ráfaga de aire de no ser por el peso muerto de su cabeza, que aunque ya no se hallaba enturbiada por el alcohol aún no había recuperado su vieja habilidad para hilvanar pensamientos. Miró de nuevo el cadáver del baño -que seguía pareciéndole horrible a pesar de la nueva perspectiva- y su estómago volvió a plegarse sobre si mismo. Comprendió que debía salir de allí. Manoteó la puerta y se encontró cruzando el pasillo con zancadas cada vez más precarias, hasta que logró anclarse al marco de la puerta vecina, la del dormitorio de Raquel. Desde allí pudo contemplar de nuevo la descorazonadora vista de su cama, y, como había sucedido al principio de todo aquello, su mente reconoció de inmediato en el revoltijo de las sábanas los inconfundibles pliegues que produce la ansiosa entrega de dos cuerpos, y sus ojos volvieron a clavarse como hechizados en la almohada, arrojada en el suelo, inevitablemente expulsada del lecho por la vorágine del deseo. Era el mismo cuadro que Diego encontraba después de hacer el amor con Raquel, cuando salía húmedo del baño en busca de cigarrillos, dejándola a ella secándose el cabello o remoloneando bajo la ducha; la misma especial disposición de elementos que tanto le gustaba estudiar desde la puerta fumando despacio, incluyéndola en una especie de mitología privada que consideraba demasiado tonta para compartir con ella. Por eso, al llegar esa misma tarde a casa de Raquel, espoleado por la voz fatigada pero siempre servicial de Santiago al responder al teléfono, e identificar, a través de la espesa maleza de varios whisquis dobles la huella del deseo en cada doblez de las sábanas, no sólo se había sentido abatido al comprobar que la había perdido definitivamente, sino también, de alguna manera, traicionado por la forma del lecho removido, que al parecer era siempre la misma aunque fuese otro el cuerpo con que ella se ayudase para desordenarlo.
Apoyándose en la pared logró llegar hasta el saloncito, el pequeño y acogedor núcleo en el que confluían las contadas habitaciones del piso, y le llamó la atención el espacio vacío del centro del aparador, entre los dos elefantitos de plata, aquel hueco que siempre había llenado el reloj parisino. Allí de pie, en precario equilibrio ante el chocante vacío que era la ausencia del reloj, se dejó atrapar por los recuerdos. Rememoró vagamente su decisión de encaminarse hacia el piso de Raquel, una decisión surgida espontáneamente entre la quinta y sexta copa. Resolvió plantarse allí porque se negaba a aceptar que aquello estuviese sucediendo realmente, pero sabiendo en el fondo que solo le serviría para confirmar lo que ya sospechaba, que, mientras hacia frente al silencio acusador del otro lado de la línea, había reconocido en la voz de Santiago ese matiz tan familiar del rescoldo que se apaga; que por mucho que se mintiese a si mismo su relación con Raquel había alcanzado los limites permisibles para que cierto tipo de cosas sucedieran sin estropear ya nada... Recordó la salida atropellada del bar, el taxi deteniéndose ante él apenas alzada la mano, el edificio de Raquel envuelto en las cenizas de la tarde, su llave en la cerradura, sus dedos enredados por el whisky, el silencio absurdo e inesperado, el lento deshacerse de la conciencia al aproximarse al reloj del aparador, el frío agradable de su contacto, el peso dulce al sopesarlo, el perfecto asidero de sus barrocas columnitas, la hermosa sonrisa de Raquel al desempaquetarlo, luego todo fue inexplicablemente fácil, como si ya estuviese ensayado, la cama revuelta, la intolerable ausencia de Santiago, aquel aire de confabulación que flotaba a su alrededor, un furor rojo y pedregoso tomándole el pecho, el sordo rumor del agua, Raquel con los ojos cerrados bajo la ducha, la cálida sonrisa de sus labios, imaginándose todavía envuelta en las caricias de Santiago, el pesado reloj en sus manos, el insoportable veneno del odio rebosando de su boca en un grito inhumano, el dolor, la rabia, la mirada de sorpresa de Raquel, el pavor velándole los ojos, la blanda resistencia del cráneo, la música de sus gritos, el agradable temblor que recorría el brazo ejecutor con cada golpe, los envolventes algodones de la ira que decían que todo estaba bien, que era lo correcto, que ella sabia de una moralidad mucho más lógica y satisfactoria, la apabullante sensación de libertad que le enardecía a medida que se consumía en la pira de la cólera... Y luego el silencio, pegajoso, húmedo, y el golpe atronador del reloj contra las baldosas.
Se dejó caer contra el aparador, mareado. Una vez asimilada la situación se imponía actuar en consecuencia, pero eso requería un esfuerzo enorme. La cabeza le pesaba como el plomo y sus pensamientos formaban una madeja compacta e inútil. Comprendió vagamente que debía salir de allí y se dirigió hacia la puerta, destrozándose las rodillas contra los muebles, que no cesaban de interponerse en su camino. A medida que bajaba las escaleras fue acelerando el paso, no sólo porque intuía que debía alejarse lo más posible del cadáver, sino también porque albergaba la esperanza de que el aire nocturno le despease la cabeza y pudiera extraer de ella alguna solución coherente. Cruzó el desierto zaguán con un trote apresurado y sospechoso, arrastrando por los espejos su desastrada imagen, e irrumpió en la acera dando tumbos. El aire de la noche le refrescó el rostro y le cacheó por debajo de la ropa, confortándole. Un taxi se detuvo en ese momento ante él. Su mano se dirigió instintivamente hacia la puerta y se encontró dejándose caer en su interior. El taxi se puso en movimiento al instante y Diego contempló por encima de su hombro como se iba alejando progresivamente del lugar del crimen.
Vaya. El mundo es un pañuelo oyó decir al taxista.
Diego Volvió la cabeza lentamente y se encontró con un decorado familiar. El salpicadero y el taxímetro, pero sobre todo una enorme y barroca cruz de Plata que oscilaba nerviosa justo debajo del contacto dotaron de sentido a las palabras del taxista. Diego había tomado el mismo taxi que tres o cuatro horas antes le llevara al piso de Raquel. El mundo era un pañuelo. Sonrió levemente, sin saber como tomarse aquella travesura del destino. Bueno, en realidad no tenia demasiada importancia. La mayoría de las cosas dejaban de tener importancia si se las comparaba con un cadáver.
- ¿A donde le llevo?
La pregunta le cogió por sorpresa y le irritó. Le pareció realmente absurda: ¿a donde van los borrachos que acaban de romperle el cráneo a su pareja con aparatosos relojes comprados en París? Trató de imaginar algún posible destino pero no encontró ninguno adecuado. Además, no deseaba bajarse en ningún sitio. Todavía no. Solo quería tiempo para pensar, para que su cabeza volviera a ser la de antes.
- Limítese a conducir -murmuró tremendamente fatigado.
El taxista se encogió ostentosamente de hombros. Fue un gesto tan natural y compasivo que Diego sintió un repentino afecto por aquel tipo, y se descubrió pensando que ni esta vez ni en su viaje anterior había logrado ver más de él de lo que avistaba ahora: sus hombros osunos y su nuca, cubierta por un pelo blanco y espeso que asomaba por debajo de una gorra verde. llevado por una repentina curiosidad echó un vistazo al espejo retrovisor y sumó a esos escasos detalles unos ojos verdosos cercados de arrugas.
Luego se olvidó de él y fisgoneó con desgana por la ventanilla. Conducía con ese desparpajo propio de los taxistas, haciendo que el vehículo se deslizara elegantemente por entre las amazacotadas enredaderas que componían los demás coches. Respiró profundamente, notándose ceder por dentro, y se recostó en el asiento, dejándose acunar por el dulce movimiento del taxi que parecía levitar sobre el asfalto, por el alivio de huir de toda aquella sangre, de declinar por unos minutos toda responsabilidad. Se mesó los revueltos cabellos con parsimonia. El espantoso embotamiento de su cabeza comenzaba a remitir. Pensar ya no le parecía algo tan descabellado. Entonces sintió algo caliente y espeso resbalando por su mejilla y se miró dedos: estaban empapados de sangre. Instintivamente, lanzó una mirada recelosa al retrovisor y vio como los ojos del taxista se apartaban velozmente de él y se concentraban en la calle, anegándose de un exagerado desinterés por lo que estaba sucediendo en el asiento trasero. Diego se restregó la mejilla tiznada con la manga de su camisa, pero acabó por bajar el brazo al comprender que no merecía la pena ocultar la sangre. Era evidente que el taxista la había visto.
- Yo me ocupo de mis asuntos, amigo -apuntó desde el asiento delantero, como si la despreocupación de su mirada no fuese lo suficientemente explícita . Lo aprendí del viejo, ¿sabe? El oficio de taxista es un trabajo decente, me decía, pero puede llegar a ser muy jodido. Tendrás que ver cosas muy raras, hijo. Muy raras. El taxista parecía sincero y Diego se relajó. Siguió su cháchara sin excesivo interés, asintiendo cansinamente cuando este le buscaba con sus ojos musgosos . A veces algún pasajero te mostrará más de su vida de lo que deberías ver. Quizá no te guste mucho, quizá no estés de acuerdo, quizá quieras involucrarte de alguna manera, pero tendrás que aprender a mantener el pico cerrado. Tendrás que insensibilizarte. Entender que nosotros no contamos, que sólo somos observadores momentáneos de sus vidas.
Cuando concluyó se hizo un repentino y molesto silencio y, aunque no le había prestado demasiada atención, Diego deseó con todas sus fuerzas que el taxista continuase hablando, farfullando aquella curiosa doctrina heredada de su viejo, trenzando el silencio con el sonsonete lanoso y agradable de su voz. Pero el taxista se limitaba ahora a conducir, tratando de pasar desapercibido, de no "contar", tan sólo el verde oceánico de sus ojos subía al retrovisor de tanto en tanto para comprobar que su peculiar pasajero seguía aún allí. Diego volvió a examinarse las manos y casi se sorprendió de que hubiese sangre en ellas, de que en aquella escena tan profundamente trivial pudiera infiltrarse algo tan inusitado y lúgubre como la sangre. El recuerdo de lo sucedido le aplastó como a un insecto, y sin saber por qué, buscó los ojos del taxista y oyó como su propia voz se enfrentaba al silencio.
- La he matado, ¿sabe?
- Vaya mierda -dijo el taxista, como arrugando cada palabra.
Ya estaba hecho. El bolo amargo de la confesión había atravesado sus labios con desconcertante facilidad. Ya no era ningún secreto, ninguna carga privada. Sintió un alivio absurdo. Había tendido al mundo la parte trasera de su cruz. Ya no estaba solo en aquello. Guardó un silencio casi respetuoso mientras se dejaba escrutar por el taxista con una sonrisa tonta cosida en los labios.
- En la bañera. Como en la película murmuró al rato, sintiendo que debía añadir algo más.
El taxista le observó con una ligera curiosidad, alternando su examen con el tedio del trafico. Finalmente, cansado de esperar su juicio, Diego enfrentó sin pudor su mirada en el campo de batalla del retrovisor, pero no detectó en ella ningún signo de reproche o repulsión, sólo una neutralidad verde y reconfortante que parecía invitarle al desahogo. Y sintió como el deseo de explicarse a aquellos ojos casi transparentes, de compartir con ellos su dolor, de liberarse de la desazón y del tormento de las última. semanas le trepaba súbitamente a la garganta y le llenaba la boca de verdades calientes y apremiantes.
- Se llamaba Raquel comenzó a decir, sin saber ni importarle donde le conduciría aquella primera frase. -Nos conocimos hace cuatro meses, en una biblioteca. Yo buscaba datos para el prólogo de la última bazofia de la editorial y ella tropezó conmigo, desparramando varios libros por el suelo en el más puro estilo Hollywood. Nos acostamos esa misma noche, pero nos vimos al diera siguiente. Habíamos creído ver algo, ya me entiende. Tal vez fuera un principio. Así que decidimos intentarlo, y la cosa parecía funcionar, créame, Por aquel entonces tuve que desplazarme a París, un maldito encargo de la editorial. Siempre me ha sido difícil definir mi sentimientos, ¿sabe?, pero en aquellos días en París me sentí un tonto enamorado, o al menos un enamorado en potencia. Incluso le compré un enorme... bueno, no importa. Lo único que importa es que yo la amaba, que podía convertirse en alguien muy especial para mi. Hizo una pausa y echó un rápido vistazo por la ventanilla. Luego volvió a mirarse las manos, que continuaban manchadas de sangre y sintió la mordedura de una nostalgia agridulce y pegajosa-. Cuatro o cinco semanas después apareció Santiago... Se lo presenté yo mismo, ¿sabe?, en un estúpido cóctel de la editorial; íbamos a publicarle una novela, una historia de espías que transcurría entre Barcelona y no se cuantas ciudades italianas. Tiros, intriga, sexo tórrido, ya sabe. Era un tipo agradable y solicito, aunque para mi gusto abusaba demasiado de esa pose reservada que esgrimen por naturaleza todos los escritores. Teníamos que vernos a menudo, por lo del maldito libro, y Raquel se nos unía con frecuencia. No hace falta ser muy listo para comprender cuando dos personas congenian. Al principio todo sucedía delante de mis narices, como si fuera algo inofensivo y casi institucionalizado. Santiago la tanteaba con sutileza y ella se dejaba halagar abiertamente, prodigándose en sonrisas de todo tipo, como queriendo que no me pasara por alto las atenciones del escritor. Empezaron a verse cada vez con más frecuencia y mi trabajo no siempre me permitía acompañarles. Sé que Raquel esperaba de mi alguna reacción y eso me enfurecía. ¿Por qué darle aquel placer? ¿Por qué aquella estúpida prueba? Ver como Santiago me pisaba el terreno cada vez con mayor seguridad me quemaba por dentro, pero aparenté un total desinterés. Me negué a luchar por ella. Además, me deje seducir por la romántica idea de ganar aquella ridícula disputa sin mover un dedo, sin alterarme lo más mínimo, haciéndole ver que yo tenia suficiente confianza en lo que habíamos vivido hasta el momento como para plantar batalla. Y no funcionó en absoluto. Ella no supo comprenderlo, creo mas bien que interpretó mi indiferencia como si no me importase perderla, como si mi mutismo fuese una especie de carta blanca para la infidelidad... A medida que desgranaba su historia en el silencio del taxi su voz fue perdiendo en pasión, y se dejó embargar por el tedio de aquellas reflexiones inútiles, por aquella taxidermia de sentimientos que tan insignificantes resultaba más allá del cristal de la ventanilla, donde seria irremediablemente absorbida por la análoga secreción de un millar de almas tan desorientadas y vapuleadas como la suya. ¿De qué servían aquellas tardías cavilaciones ante la llana verdad de un cadáver, algo que no necesita explicaciones de ningún tipo, algo que podía palparse, que podía entenderse por si mismo? ¿Y cuántas historias idénticas a la suya debía esconder la noche? ¿Cuántos cadáveres debía haber desperdigados por la ciudad, reposando en las bañeras como si no tuvieran importancia? Suspiró y reanudó su historia, sintiéndose como un cruzado solitario reclamando un poco de afecto a un mundo que sabia impávido y huraño . Y Santiago no era un sinvergüenza, era atractivo y dulce y era obvio que la quería. Si a eso añadimos que por aquel entonces mi imagen de príncipe azul había iniciado un progresivo deterioro a causa de la bebida; era la única forma de sobrellevar toda aquella basura, y me volvió todavía más desagradable y distante. No es extraño por tanto que Raquel contemplase al escritor como una alternativa nada desdeñable. Empezó entonces a darme largas. Dejó de contestar al teléfono. Y supe que ya estaba ocurriendo, que ya abían dejado de preocuparse por mi... Fui sólo para hablar con ellos, créame, quizá para que el verles juntos encendiera algo en mi, no sé... había bebido demasiado y estaba hecho un lío. Tal vez no fue lo que se dice una idea brillante.
Cuando acabó de hablar, Diego entrecerró los ojos y agachó la cabeza. Un sudor frío le empapaba la piel, pero se sentía mucho mejor. La recargada cruz de plata le lanzaba guiños metálicos. Volvió a incorporarse y se dejó caer en el asiento, aguardando a que el taxista digiriera su prosaica confesión. Sus ojos continuaban verdeando el espejo retrovisor. Cuanto más contemplaba Diego aquellas pupilas más extrañas y conmovedoras las encontraba. Sintió como una absurda oleada de fraternidad se derramaba por su interior y persiguió con la mirada la foto del taxista, que colgaba justo debajo del espejo, ansioso por desvelar el rostro donde reinaba aquella mirada de lechuza, pero la tarjeta de identificación se mostraba esquiva a causa del movimiento del vehículo, transitando entre las duras sombras y la escasa luz del salpicadero, de manera que tras varios intentos inútiles Diego desistió y se conformó con el par de ojos amables y diáfanos que cortésmente le brindaba el espejito.
- Si me lo hubiese dicho hubiera tratado de disuadirle -comentó por fin el taxista.
Fue como una traición.
- ¡Se lo digo ahora! -vociferó Diego, incorporándose y enfatizando sus palabras con un golpe de su puño crispado sobre el asiento delantero.
- Debió hacerlo "antes". Ahora ya es "después" -respondió el taxista sin alterarse . Tal vez no funcione así, ¿no cree?
- Antes. Después. Que más da Dijo Diego, recostándose de nuevo sobre los asientos como un globo que se desinfla . ¿Ha estado pegado a la botella alguna vez? Supongo que no, si no sabría que el tiempo carece totalmente de importancia. El alcohol lo anula, amigo. Lo hace pedazos- afirmó con un molesto deje de nostalgia en la voz, mientras rememoraba el caos de sus últimas semanas, aquellas llamadas sin éxito a casa de Raquel, aquella ronda desesperada de bares, intentando escapar de si mismo, bloqueándose la mente para no torturarse, entregándose feliz a la anestesia del alcohol; y barriendo el tiempo a la vez que la conciencia, volviendo en si sin saber que diera era, sin poder distinguir entre los recuerdos, lo que había hecho, lo que era pasado, y lo que estaba aún por hacer, lo que sólo eran deseos nunca llevados a cabo; hundiéndose cada vez más en un mar gélido donde todo parecía suceder al mismo tiempo y a la vez parecía no haber sucedido nunca, un estrecho tablón de anuncios donde sus actos, como recortes o notas, se clavaban unos sobre otros en una confusión tan terrible como inevitable. Y así, Raquel le amaba y le odiaba según el despertar, y Santiago fluctuaba entre el desconocido servicial y el piadoso verdugo al compás del alcohol... Y ahora venia aquel taxista hablándole de medidas, de ingenuas argucias para no extraviarse en la selva del tiempo; únicamente era necesario prestar un poco de atención para descubrir la farsa de su linealidad, para reírse de esa absurda manía de estirarlo que parecía embargar a todas las civilizaciones desde que los cristianos despotricaran contra el tiempo cíclico ; cómo negar su indudable estaticismo, sus continuos pliegues y repliegues, cómo dejarse engañar por la ilusoria labor de los relojes y calendarios y no aceptar su naturaleza compacta e indivisible.
Y sin embargo, aunque el taxista rehusó refutar su punto de vista, sabía que estaba en lo cierto, que el tiempo fluía a pesar de todo y que él sólo había quedado atrapado en un bucle, en un círculo obsesivo que la muerte de Raquel había acabado rompiendo. Ahora Diego estaba de vuelta, y avanzaba hacia delante con la lenta pero certera cadencia de una alfombra desenrollada de un puntapié. Aunque tuvo que reconocer que en el estado en que se encontraba, extenuado hasta el delirio y con las secuelas de la borrachera cubriendo todavía su mente como los restos de confeti y serpentinas que quedan en las calles tras un carnaval, hubiera dado por válida cualquier otra teoría, aunque fuese radicalmente opuesta a la que había acabado aceptando.
Tras la ventanilla las calles se sucedían unas a otras, desafiando a sus fatigados ojos a reconocerlas, pero Diego no tenía el menor interés en descubrir donde se encontraba. Aquella sensación de "pasar de largo", de carecer de destino, era tan agradable que no deseaba estropearla.
- Yo no he pedido un taxi dijo de pronto.
- ¿Qué?
- Nada.
El cansancio de sus ojos, sumado a la velocidad del taxi, hacía que el neón de los carteles y farolas se estirase y la ciudad toda parecía engalanada de serpentinas luminosas que lagrimeaban sobre las fachadas, como sí se preparase algún acontecimiento de corte irreal o cabalístico.
- ¿Ha decidido ya donde quiere ir? preguntó el taxista, en un tono amable y cómplice que no delataba en absoluto impaciencia.
- Si. Lléveme a la comisaria más cercana.
Diego percibió cierta sorpresa en los ojos del taxista.
- ¿Está seguro?
Diego reflexionó. Había cometido un asesinato ¿o era un homicidio? Bueno el nombre importaba bien poco, el resultado seguía siendo el mismo , debía pagar. Así debía ser. Había leyes. Entonces, quizá debido a esa mezcla de cansancio y aturdimiento que le embargaba, se encontró cuestionando la raíz misma de esas leyes y todo se le volvió completamente absurdo. Se imaginó entre muros, entre barrotes, arrastrándose por las horas de días interminables como si aquello tuviese algo que ver con todo lo sucedido. De repente decidió que se fabricaría su propia justicia. No necesitaba una apestosa celda para asimilar su crimen, se marcharía lejos, se escondería en algún lugar, y se limitaría a pagar por lo que había hecho a su manera, sin torpes intermediarios, desgarrándose personalmente el alma cada segundo del día con el recuerdo de Raquel, con la candente e insoportable tristeza de saberse responsable de la brusca interrupción de su vida, muriendo en las honduras de un dolor y una soledad que la sociedad nunca sabría brindarle.
Pero debía volver. Debía regresar al piso de Raquel, aunque no sabia muy bien para que, quizá para esconder el cuerpo, quizá para gravarse en la memoria aquella imagen que le torturaría de por vida, quizá para tomar su mano entre las suyas y decir lo siento, amor, lo siento, toda esta sangre, yo no pretendía...
- No... -musitó-. Lléveme de vuelta.
El taxista le escrutó largamente con su mirada jade, como si esperara que cambiase de opinión una vez más, y luego Diego sintió como cl vehículo viraba imperceptiblemente y enfilaba con decisión una amplia avenida, cuyo nombre revoloteó en su mente como una mosca molesta. Antes de que pudiese volver a sus reflexiones un brusco frenazo le arrancó del asiento y le arrojó hacia delante. Al otro lado de la ventanilla le esperaba el edificio de Raquel.
- ¿Cuanto? preguntó Diego tratando de descifrar el galimatías numérico del taxímetro.
- Olvídelo, amigo. Usted no pidió ningún taxi.
- Gracias -murmuró algo sorprendido.
Y observó por última vez los ojos del taxista. Lo hizo largamente y sin ningún disimulo, y le pareció intuir tras aquellas pupilas de suave verde otra manera de ver la vida. Mirar fijamente aquellos ojos era como estudiar un cuadro abstracto mientras el autor te revela al oído lo que ha querido plasmar. Lentamente, sintiendo un vértigo repentino, Diego fue captando su significado, y por unos desconcertantes segundos creyó vislumbrar los brumosos postulados de una actitud insólita e incomprensible que se desvanecieron cuando, sobrecogido por su descubrimiento, apartó la mirada. Inmediatamente los ojos del taxista se transformaron en las pupilas verdosas y sugerentes que le habían acompañado durante todo el viaje, y Diego dudó de que segundos antes hubiese traspasado aquella barrera y atisbado vagamente los bordes de algo tan ajeno e ininteligible que ni siquiera podía recordarlo.
- No hay de que respondió el taxista . Hasta la próxima.
Diego bajó del taxi y cerró la puerta a sus espaldas. Le contempló perderse entre el tráfico con cierta tristeza. Allí iba su secreto, su confesión. Pero los taxistas no cuentan, pensó con afecto, sólo son observadores momentáneos. Alzó la vista. Estaba amaneciendo. El cielo se encontraba garabateado de rojo. Varias personas pasaron a su lado y le miraron con vaga curiosidad. Diego agacho la cabeza, enterró sus manos en los bolsillos y caminó hacia el portal tratando de no llamar demasiado la atención. Había demasiada gente para ser tan temprano. Cruzó el zaguán y se internó por las escaleras. Tras las puertas reverberaban los pastosos sonidos del despertar. El nuevo día comenzaba sin Raquel y a nadie parecía importarle. Cuando alcanzó la puerta se detuvo en la penumbra del pasillo y aguardó, notando como una excitación indefinida se afianzaba en su interior. Abrió la puerta lentamente y la cerró con suavidad. Todo parecía encontrarse tal y como lo había dejado. Avanzó por el saloncito casi de puntillas, tratando de no incomodar al espeso silencio asentado en el piso. Y entonces reparó en él. Se quedó paralizado, sintiendo como el estómago se le llenaba de hielo. El enorme reloj parisino se encontraba en el aparador, donde Raquel lo había colocado nada más desempaquetarlo, entre los dos elefantes de plata. Cuando logró vencer su rigidez, se acercó a él con la cautela de quién se aproxima a una fiera peligrosa, y acarició inseguro sus fríos contornos, como si eso le ayudase a aceptar su presencia allí.
Lo primero que pensó fue que era cosa de Santiago, que había vuelto poco después de su huida, tal vez con alguna pizza o comida china, o puede que con una sonrisa boba en la cara, ¿porqué no?, dispuesto a decirle que la quería, que no lo hacia hecho por esa satisfacción masculina y tópica de vencer a otro hombre, que aquello que hacia sucedido entre ellos no era más que el principio de...y entonces se hacia dado de bruces con el inesperado y atroz espectáculo del baño, y le estaba aguardando en el dormitorio, con su servil sonrisa trocada en una salvaje mueca de odio, pero se hacia tomado la molestia de colocar el arma del crimen de nuevo en su lugar, como una elegante y retorcida forma de decirle Dios sabía que... Entonces observó la esfera del reloj: estaba intacta. Apartó las manos de él, como si de pronto quemase. Y avanzó por el pasillo, confuso, aterrado. El dormitorio de Raquel se encontraba en el mismo estado en que lo abandonó, la cama revuelta y acusadora, la almohada exiliada todavía en el suelo. Entonces, el rumor de la ducha le llegó desde el baño y Diego cerró los ojos con fuerza, sintiendo como el deja vú le hacia suyo. Tambaleándose, se acercó a la puerta entornada y contempló a Raquel enjabonándose bajo el chorro tibio de la ducha, en la misma postura en que la había encontrado la primera vez, la cabeza ligeramente inclinada, los ojos cerrados, los labios combados en una sonrisa feliz y deliciosa, como si nadie se hubiese tomado La molestia de anunciarle que había muerto, que debía de permanecer recostada en la bañera, muy quieta, cubierta de sangre y moratones... Retrocedió a trompicones por el pasillo e irrumpió en el saloncito, mareado, a punto de desplomarse. Se apoyó en la pared mas cercana y cerró los ojos.
Raquel estaba viva. Aún no la habla matado, aún no. ¿Cómo era posible...? Fulminó al barroco reloj con la mirada, como si el enorme objeto pudiera aclararle aquella errónea situación. Y luego posó su aturdida mirada en la ventana. Se acercó a ella y descorrió la cortina. Escrutó el cielo. No estaba amaneciendo, lo había confundido todo, aquellas estrías rojizas anunciaban el final del día, no su principio, por eso las aceras estaban atestadas de gente.
El taxista no sólo le hacia traído de vuelta al lugar del que partió. Le había traído de vuelta a través del tiempo, superponiéndole a su llegada anterior, porque el tiempo no fluía, no avanzaba, no... La idea le resultó tan disparatada que estuvo a punto de estallar en carcajadas. No, eso era imposible. Una explicación más lógica insinuaba que hacia tomado el taxi tan ebrio que ni siquiera debía haber sido consciente de fantasear en voz alta, de imaginarse golpeándola una vez confirmada su traición, utilizando el reloj parisino, ¿qué podía ser más simbólico? Y el taxista, alarmado, había tratado de disuadirle, le había hecho razonar. El asesinato aún no se había producido. No hacia tenido lugar más que en su mente.
Pero de alguna manera sabia que eso era lo que había ocurrido. Aunque desafiara toda lógica, eso era lo que había sucedido. Abajo, en la calle, los bultos marfileños de los taxis pululaban entre la rigidez del tráfico como peces más experimentados y majestuosos. Los estuvo contemplando con cariño varios minutos, luego corrió la cortina y se apartó de la ventana.
Ahora tenia una segunda oportunidad. Se sintió infinitamente agradecido de que Raquel siguiese con vida y decidió correr al baño y envolverla en sus brazos. Entonces recordó a Santiago y la cama revuelta y sintió de nuevo el mismo odio que hacia sentido en aquel mismo momento. Y mientras la furia contraía su rostro pensó en Raquel, en su forma de sonreír bajo la ducha, en el justo y liberador placer que inundó su interior con cada golpe del enorme reloj sobre su cráneo, y pensó en el taxi, merodeando elegantemente en torno al edificio, esperando para traerle de vuelta.
Cogió el reloj y entró en el baño.