CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Tribus de Gor", novela de John Norman. Derechos de autor 1976, John Norman)

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LA RESIDENCIA DE SAMOS

Alrededor del tobillo izquierdo de la muchacha se apretaban tres hileras de campanillas doradas.
El suelo de aquella amplia sala era brillante, y reflejaba la luz de la antorcha. En el rico mosaico que lo formaba se dibujaba un mapa.
Miré a la chica. Sus rodillas estaban ligeramente curvadas. Apoyaba el peso en los talones, liberando las caderas. Su caja torácica se mantenía erguida, pero los hombros caían, relajados. Lo mismo ocurría con sus músculos abdominales, que estaban sueltos. La barbilla se levantaba, orgullosa. No se dignaba a mirarnos. Una cabellera oscura se deslizaba por su espalda.
- Hay varias cosas que no entiendo -me dijo Samos en el momento en que tomaba un gajo de fruta de larma y me lo llevaba a la boca-, pero debemos averiguar qué hay en el fondo de todo esto. Es importante que lo hagamos.
Observé el amplio mapa del suelo de la estancia. Podía ver, en su parte superior, el Glaciar Ax, Torvaldsland, Hunjer, Skjern, y Puerto Helmuts y, más abajo, Kassau y los grandes bosques verdes, el río Laurius, Laura y Lydius y, más abajo todavía, las islas, entre las que sobresalían Cos y Tyros. Veía también el delta del Vosk, y Puerto Kar y, tierra adentro, Ko-ro-ba, y Thentis, en las montañas del mismo nombre, famosa por sus bandadas de tarns. Al sur, entre otras muchas ciudades, distinguía Tharna, la de las grandes minas de plata, la Cordillera Voltai, la Gloriosa Ar, y el Cartius y, mucho más al sur, Turia, y las islas de Anango y Ianda, cercanas a la costa de Thassa, en la que se encontraban los puertos libres de Schendi y Bazi. Sí, en ese mapa podían distinguirse centenares de ciudades, promontorios y penínsulas, ríos, lagos y mares.
Bajo las campanillas de metal dorado y la correa marrón, el tobillo de la muchacha era moreno.
- Quizás te equivoques -le advertí-. Quizás tus sospechas no tengan fundamento.
- Quizás -me respondió sonriendo.
En las esquinas de la estancia velaban los hombres de armas, con sus cascos y espadas.
La muchacha vestía seda de danza goreana, que se deslizaba desde sus caderas desnudas hasta los tobillos. Era una seda escarlata, vaporosa. Una esquina frontal de la prenda estaba sujeta por detrás de su cadera, en la seda enrollada que le rodeaba la cintura. Una esquina dorsal estaba sujeta de la misma manera, pero por delante, en la cadera derecha. Un cinturón de poca clase en el que se superponían monedas de oro ensartadas, rodeaba la parte baja de sus caderas. Un velo, que bajaba atado al dogal de monedas desde su hombro derecho hasta el cinturón de sus caderas, nos encubría su cuerpo. En los brazos lucía numerosas pulseras y brazaletes. En los dedos índice y pulgar de cada mano llevaba ensartados unos platillos dorados. Un collar rodeaba su cuello.
- Por lo que me parece -dije llevándome otro gajo de fruta de larma a la boca-, tienes información. ¿No es así?
- Sí -respondió Samos.
Dio una palmada, que provocó una reacción instantánea de la muchacha: levantó los brazos con las muñecas vueltas hacia nosotros, espléndidamente tensa, alerta. A un lado, los músicos se agitaron, preparándose para empezar a tocar. Tenían como líder a un músico que tocaba el czehar.
- Y dime, ¿cuál es la naturaleza de tu información? -pregunté.
- Ven conmigo -dijo Samos.
Eché un último trago a la copa de Paga.
Samos pasó por entre las mesas bajas, inclinando la cabeza a sus caballeros de confianza. Dos esclavas apenas cubiertas retrocedieron ante él de rodillas, con la cabeza gacha, con las vasijas entre las manos.
A un lado, de rodillas, atada de pies y manos con correas de cuero negro que se apretaban en círculos alrededor de sus pechos y de sus muslos, fijadas en éstos sus muñecas con gruesas correas entrelazadas se hallaba una muchacha de piel blanca, rubia, con expresión horrorizada.
Miré a la chica. Se la veía llena de terror.
- Dile que observe atentamente a una mujer de verdad, una mujer como aquélla -me pidió Samos señalando a la bailarina goreana-, y que procure aprender a ser hembra.
No hacía mucho que aquella muchacha había llegado a Gor. Samos la había comprado por cuatro tarskos de plata en Teletus, junto con varias más, por las que había pagado diversas cantidades. Era la primera vez que salía de su encierro en jaula de Samos. Llevaba la marca en el muslo izquierdo. Uno de los trabajadores del metal empleados en la Casa de mi anfitrión le había soldado un sencillo collar de hierro. Era material de baja clase, y no merecía un collar con cierre. Me pareció que la hubiese podido vender para que ayudase en las ollas. Pero cuando la miré con más atención, mientras ella apartaba la mirada tristemente, pensé que quizás se le podría sacar algún partido. Sí, quizás podría aprender.
La muchacha rubia agachó la cabeza. Le hice un gesto al guardián que estaba tras ella. Éste la agarró inmediatamente por los cabellos y, sin que parecieran importarle los gritos de la chica, hizo que levantara la cabeza y la echase hacia atrás, para mirarme.
Señalé a la bailarina.
La muchacha la miró, horrorizada, ofendida, escandalizada. Se agitó, estremeciéndose entre las correas que la aprisionaban. Sus puños estaban unidos a los muslos por las sujeciones de la parte posterior del arnés.
- Mírala bien, esclava -le dije en inglés-. Ésa es una mujer de verdad.
El nombre de esa muchacha había sido Priscilla Blake-Allen. Su nacionalidad había sido la americana. Más tarde la habían marcado, y ahora no era más que una propiedad desprovista de nombre en la Casa de un esclavista, sin que nada la diferenciase de centenares de otras muchachas encerradas en las jaulas de abajo.
En ese momento, la bailarina empezó a moverse lentamente al son de la música.
- Ya no estás en la Tierra. Te adiestrarán. Las lecciones serán dolorosas o placenteras, pero acabarás aprendiendo.
- ¡Es tan degradante! -se lamentó.
- Aprenderás.
- ¡Es tan sensual! -dijo la chica, con rabia-. Cuando la ven, los hombres sólo pueden pensar en una mujer, nada más que eso.
- Aprenderás.
- ¡No quiero ser una mujer! ¡Quiero ser un hombre! ¡Siempre he querido ser un hombre!
Se agitaba en sus ataduras e intentaba liberarse, pero era en vano: las correas y las anillas la sujetaban perfectamente.
- En Gor -le dije-, son los hombres quienes serán hombres. Y aquí, en este mundo, son las mujeres quienes serán mujeres.
- No quiero moverme de esa manera -susurró.
- Aprenderás -insistí mirándola fijamente-. Aprenderás a moverte como una mujer. Y también aprenderás a ser sensual.
Le di la espalda y, tras los pasos de Samos, abandoné la estancia.
- Tendrá que aprender goreano -observó Samos-, y deprisa.
- No te preocupes -le contesté-. Deja que se encarguen de ello las demás esclavas y los latigazos.
- ¿Ya sabes algo más sobre ella? -me preguntó Samos.
Me había encargado de interrogar a la chica cuando había llegado a la Casa de Samos.
- Nada de particular -comenté-. Su historia es muy similar a muchas otras: abducción, transporte a Gor, esclavismo. No alcanza a comprender qué le ha sucedido. Y por el momento no parece conocer el significado del collar.
- Pero una de las cosas que has obtenido de ella parece de interés -dijo Samos, caminando por delante de mí a lo largo de un profundo pasillo.
Nos cruzamos con una esclava, que antes de que pasáramos cayó sobre sus rodillas y bajó la cabeza, dejando que sus cabellos tocaran las baldosas del suelo.
- Parece algo hecho al azar -comenté-, sin ningún sentido.
- Ciertamente, de por sí no tiene ningún sentido -dijo él, pero junto con otras cosas me produce cierta aprensión.
- ¿A qué te refieres? ¿Al comentario que oyó en inglés sobre el retorno de las naves de esclavos?
- Exacto -dijo Samos.
En las jaulas había sometido a la muchacha a un duro interrogatorio. Le había obligado a recordar todos los detalles, incluso los más nimios, aquellos que parecen desprovistos de significado. Cualquier información podía resultar de gran utilidad. Una cosa nos había parecido extraña e inquietante. Yo no había comprendido gran cosa, pero la preocupación se hacía evidente en el rostro de Samos. Él estaba mejor informado que yo sobre los asuntos concernientes a los Otros, los kurii y los Reyes Sacerdotes. La chica había escuchado ese comentario medio dormida, atontada, poco después de su llegada a Gor. Atada, medio drogada, con la ajorca kurii de identificación en su tobillo izquierdo, se encontraba tendida sobre su estómago con otras chicas, sobre la hierba fresca de Gor. Las habían sacado de las cápsulas en las que las habían transportado. Ella se había incorporado sobre los codos, con la cabeza caída. Y recordaba vagamente que entonces le habían dado la vuelta y la habían trasladado a otra posición en la línea, una posición determinada por la altura. Cuando todas las muchachas estuvieron ensartadas, un hombre con un libro firmó un papel y se lo entregó al capitán de la nave de esclavos. Ella había sospechado que se trataba de un documento que registraba la mercancía que el capitán recibía. Parecía que el capitán no ponía ninguna objeción al documento en el que se detallaba la mercancía. Ella había intentado liberar su muñeca, débilmente, pero la anilla era más fuerte. En ese momento, el hombre del libro le había preguntado al capitán si volvería pronto, con un acento que a ella le había parecido goreano. Pero el capitán no hablaba goreano, o eso le había parecido, y había dicho que no sabía cuándo volvería, pues sabía que no habría más viajes hasta que no se recibieran órdenes expresas en ese sentido. Ella sabía que posteriormente la nave había partido, y también era consciente de la hierba que había bajo su cuerpo, y de la cadena que le cruzaba las piernas, y del acero que le sujetaba la

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