CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "¡Arde, bruja, arde!", novela de Abraham Merritt. Derechos de autor 1932, Abraham Merritt)

PREFACIO

Soy médico, especialista en neurología y en trastornos cerebrales. Mi campo preferido es la psicopatología, ["Abnormal psychology" en el texto] en la que soy considerado un experto. Me hallo estrechamente relacionado con dos de los principales hospitales de Nueva York y he recibido muchos honores, tanto en este país como en el extranjero. Si pongo todo esto por escrito, arriesgándome a ser identificado, no es por pedantería sino porque deseo mostrar que fui competente para observar y realizar el juicio científico concerniente a los singulares eventos que voy a relatar.
Digo que me arriesgo a ser identificado, porque Lowell no es mi apellido. Es un seudónimo, lo mismo que los apellidos de los demás personajes de la narración. Las razones para tal subterfugio se irán haciendo cada vez más evidentes.
Sin embargo, tengo la profunda convicción de que los hechos y observaciones que en mis archivos se hallan agrupados bajo la entrada: Las muñecas de Mme. Mandilip deberían ser clarificados, ordenados en la secuencia debida y dados a conocer. Obviamente, yo podría hacerlo bajo la forma de un informe dirigido a una cualquiera de las sociedades médicas a las que pertenezco, pero también conozco, y demasiado bien, el modo en que mis colegas recibirían un comunicado semejante, y con qué sospecha, lástima o aborrecimiento me mirarían en adelante, pues tanto contrarían a las aceptadas nociones de causa y efecto tales hechos y observaciones.
Pero ahora, como ortodoxo médico
[Posible juego de palabras: "Man of medicine" en el texto, que significa "médico", pero que recuerda al "brujo": "Medicine-man" en inglés, en un contexto de sociedad primitiva.] que soy, me pregunto si no habrá otras causas diferentes a las comúnmente admitidas. Fuerzas y energías que negamos con terquedad, porque no podemos encontrar explicación para ellas dentro de los estrechos confines de nuestros actuales conocimientos. Energías cuya realidad se halla reconocida en el folklore y en las tradiciones antiguas de todos los pueblos y que, para justificar nuestra ignorancia, hoy etiquetamos como mito y superstición.
Un saber, una ciencia, inconmensurablemente antiguo. Nacido antes de la historia, pero que jamás murió ni se perdió del todo. Un saber secreto, pero siempre con sus sacerdotes y sacerdotisas que guardaban su llama oscura, transmitiéndola de siglo en siglo. La llama oscura del conocimiento prohibido que ardía en Egipto incluso antes de que fueran levantadas las pirámides; y en los templos ahora derruidos bajo las arenas del Gobi; conocida por los hijos de Ad a quienes Alá, así dicen los árabes, convirtió en piedra por sus brujerías diez mil años antes de que Abraham recorriera las calles de la Ur de los caldeos; conocida en China y conocida por los lamas tibetanos, los chamanes buriatos de las estepas y también por el brujo de los Mares del Sur.
La llama oscura del saber maléfico que oscureció las sombras de los melancólicos menhires de Stonehenge; alimentada más tarde por las manos de los legionarios romanos; guardada celosamente, nadie sabe por qué, en la Europa medieval y aún ardiente, aún viva, aún poderosa.
Pero basta de preámbulos. Comenzaré por el momento en que el saber oscuro, si es que lo era, arrojó su primera sombra sobre mí.


CAPÍTULO 1

La muerte desconocida

Oí al reloj dar la una mientras subía los peldaños del hospital. De ordinario, me hubiera encontrado en la cama, durmiendo, pero aquél era un caso en el que estaba muy interesado, y Braile, mi ayudante, me había informado por teléfono de ciertos acontecimientos que deseaba observar. Era una noche de primeros de noviembre. Me detuve un instante en lo alto de los peldaños para contemplar el brillo de las estrellas. Y, mientras lo hacía, un automóvil llegó a la entrada del hospital.
Mientras seguía inmóvil, preguntándome qué significado tenía que alguien llegase a aquella hora, un hombre se deslizó del vehículo. Miró con perspicacia a uno y otro lado de la calle desierta y, entonces, abrió completamente la puerta. Salió otro hombre. Ambos se inclinaron, como si buscaran algo, a tientas, en su interior. Se enderezaron y, entonces, vi que habían pasado sus brazos alrededor de los hombros de un tercero. Dieron unos pasos hacia delante, no sosteniendo a este tercer hombre sino llevándolo. La cabeza le colgaba sobre el pecho y su cuerpo se balanceaba, desmadejado.
Un cuarto hombre salió del automóvil.
Le reconocí. Era Julian Ricori, un notorio cabecilla de los bajos fondos, uno de los productos mejor acabados de la época de la Ley Seca. [He preferido esta expresión a la que aparece en el texto: "Prohibition Law" ("Ley de la prohibición"), por ilustrar mejor el momento a que se refiere: el comienzo de los años treinta.] Ya me lo habían señalado con el dedo varias veces. Pero aunque no lo hubieran hecho, me hubiese bastado con los periódicos para que sus rasgos y su figura me fueran familiares. Alto y delgado, con su cabello blanco veteado de plata, siempre inmaculadamente vestido, antes parecía un hombre de clase acomodada que el promotor del tipo de actividades de que le acusaban.
Yo me había quedado en la sombra, sin hacerme notar. Di unos pasos y salí de ella. Instantáneamente, los dos que llevaban al hombre se detuvieron, tan rápidos como perros de caza. Las manos que tenían libres se hundieron en los bolsillos de sus abrigos. Había amenaza en aquel movimiento.
- Soy el doctor Lowell -dije, apresuradamente-. Trabajo para el hospital. Vengan conmigo.
No me contestaron. Ni su mirada se apartó de mí; ni tampoco se movieron. Ricori se adelantó unos pasos. También llevaba las manos metidas en los bolsillos. Me miró de arriba abajo y asintió, mirando a los otros; sentí que la tensión disminuía.
- Le conozco, doctor -dijo amablemente, en un inglés extrañamente preciso-. Pero no sabe la suerte que ha tenido. Si me permite que le dé un consejo, no es bueno moverse tan deprisa cuando se le acerca a uno gente que no conoce, y de noche, al menos en esta ciudad.
- Pero -dije- yo sí le conozco a usted, señor Ricori.
- Entonces -sonrió ligeramente-, su juicio fue doblemente errado. Y mi consejo doblemente pertinente.
Hubo un espantoso momento de silencio. Él lo rompió.
- Y siendo quien soy, me sentiré mucho mejor dentro que fuera.
Abrí las puertas. Los dos hombres pasaron a través de ellas con su carga, y después de ellos Ricori y yo. Una vez dentro, di rienda suelta a mis instintos profesionales y me acerqué al hombre que llevaban aquellos dos. Ellos echaron una rápida mirada a Ricori. Asintió. Yo levanté la cabeza del hombre.
Me recorrió un ligero estremecimiento. El hombre tenía los ojos muy abiertos. No estaba ni muerto ni inconsciente. Pero sobre su rostro se encontraba la más extraordinaria expresión de terror que jamás había visto en toda mi larga experiencia con casos de cordura, de locura y de los que no son ni lo uno ni lo otro. No era miedo sin más. También había un horror igual de estremecedor. Los ojos, azules y con la pupila dilatada, eran como puntos de exclamación sobre las emociones impresas en aquel rostro. Miraban fijamente hacia mí, a través de mí y más allá de mí. Y todo ello sin dejar de mirar hacia dentro de ellos como si la visión de pesadilla que estaban contemplando -cualquiera que fuese- se encontrase, al mismo tiempo, dentro y enfrente de ellos.
- ¡Exactamente! -Ricori me había estado observando estrechamente-. Exactamente, doctor Lowell, ¿qué ha podido ver mi amigo, o qué le han podido mostrar, que le ha puesto en tal estado? Estoy muy ansioso por saberlo. No me importaría gastar lo que fuera para saberlo. Deseo que se cure, sí, pero seré franco con usted, doctor Lowell. Daría hasta el último centavo para tener la certeza de que quienes le hicieron esto a él no me lo harán a mí, que no me dejarán como a él, que no me harán ver lo que él está viendo, que no me harán sentir lo que él está sintiendo.
Al poco rato de llamarlos, los enfermeros llegaron. Cogieron al paciente y lo depositaron en una camilla. Para entonces, el médico residente había aparecido. Ricori rozó uno de mis codos.
- Sé mucho de usted, doctor Lovell -dijo-. Me gustaría que se ocupase enteramente de este caso.
Mostré incertidumbre.
- ¿No podría dejar todo lo demás? -prosiguió, con insistencia-. ¿Dedicarle todo su tiempo? Consultar con quien quisiera sin reparar en gastos.
- Un momento, señor Ricori -le interrumpí-. Tengo pacientes que no puedo dejar a un lado. Le dedicaré todo el tiempo de que pueda disponer, lo mismo que mi ayudante, el doctor Braile. Su amigo estará aquí bajo la completa observación de personas que tienen toda mi

[…]