CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Huida a Opar", novela de Philip J. Farmer. Derechos de autor 1976, Philip J. Farmer)

CAPÍTULO 1

Hadon se apoyó en la espada y esperó la llegada de la muerte.
Desde la entrada del paso interior donde se encontraba dirigió su mirada hacia abajo, hacia la empinada cuesta de la montaña. Una vez más movió la cabeza pensativo. Si al menos Lalila no se hubiera dislocado el tobillo, no se encontrarían probablemente en una situación tan desesperada.
La cuesta que llevaba al paso era escarpada. Atravesar sus últimas cincuenta yardas suponía tener que utilizar las manos y las rodillas. En un espacio de cien yardas a partir del paso interior, unos riscos de casi cien pies de altura y sesenta yardas de anchura amurallaban el acceso, formando una especie de entrada exterior. Y ese muro natural caía abruptamente hacia el interior, como si fueran los bordes de la punta de una flecha gigante. La cuesta y los riscos se unían en el extremo de la flecha. Hadon se encontraba ahora en la estrecha abertura. Ahí comenzaba el sendero a partir de un saliente rocoso de unas diez pulgadas de ancho. Corría durante cien pies en un ángulo que formaba algo menos de cuarenta y cinco grados con la horizontal, a la vez que los riscos que lo encajonaban menguaban rápidamente en lo referente a su altura.
Se abría al exterior en la cumbre, donde el terreno era ya bastante liso. Al otro lado se hallaba el vasto bosque de robles.
La distancia entre las paredes del paso interior era la justa para que un hombre pudiera empuñar una espada. Hadon tenía la ventaja de que cualquiera que tratase de luchar contra él tendría que permanecer de pie antes de que pudiera ganar el declive menos pronunciado. Ese guerrero no tendría estabilidad en sus pies. Hadon, sin embargo, permaneciendo en el saliente, tendría una posición relativamente firme.
Sin embargo, los riscos extendían su alta verticalidad a una distancia de cinco millas a cada lado. Por eso los perseguidores no intentarían un ataque frontal. Podrían recorrer la base de los riscos hasta encontrar un lugar desde donde poder iniciar la escalada. Luego subirían y retrocederían por la cima de los riscos. Pero hacer todo eso les llevaría entre ocho y nueve horas. No podrían avanzar más de media milla cada hora en aquel terreno áspero y pronunciado.
Los soldados también tendrían su orgullo y no podrían permitir que un solo hombre intimidara a cuarenta. En cualquier circunstancia, es decir, si emprendían un ataque directo o si optaban por dar un rodeo, darían tiempo suficiente a Awineth, Abeth, Hinokly, Kebiwabes y Paga para adentrarse muchas millas en el bosque. No tendrían conocimiento del tobillo herido de Lalila, por lo que supondrían que Hadon se habría detenido con el único propósito de dar tiempo suficiente a los refugiados para perderse en el bosque. Sin embargo, no les llevaría mucho tiempo enterarse de que se enfrentaban al hombre que había ganado los Grandes Juegos y cuyos maestros habían sido los mejores espadachines del Imperio de Khokarsa.
Abajo, al fondo de la pendiente, a unos veinte minutos de donde se encontraba Hadon, los soldados ascendían con paso firme. Iban precedidos por cinco perros, que tiraban fuertemente de las correas mientras hundían sus patas en la rala y escasa hierba del suelo, resbalándose de vez en cuando. Tres de ellos eran perros de presa de fino olfato y gruñían al captar el olor de los perseguidos. Los otros dos eran perros de guerra. Descendían del perro salvaje de las llanuras y habían sido criados para alcanzar el tamaño los leopardos machos. Carecían de la resistencia de sus antepasados pero no temían al hombre. Parte de su entrenamiento consistía en atacar a esclavos armados. Si el esclavo mataba a los tres perros que se soltaban contra él, quedaba libre. Pero esto rara vez ocurría.
A cierta distancia por debajo de los perros y detrás de los perreros se encontraba el único oficial. Era un hombre corpulento y llevaba un casco cónico de bronce adornado en su parte superior con una larga pluma de cuervo. Su espada, aún en la vaina de cuero, era el arma larga, ligeramente curvada y de punta roma propia de los numatenu. La misma clase de espada que llevaba Hadon, lo que significaba que el oficial iba a ser su primer antagonista. El código de los numatenu así lo dictaba. El oficial quedaría deshonrado si enviaba a hombres de rango inferior a luchar contra otro numatenu.
Pero, con todo, las cosas no eran siempre como lo habían sido en los viejos tiempos. Ahora había hombres que llevaban el tenu sin ningún derecho a hacerlo, hombres que con frecuencia habían carecido de rivales con los que batirse. Los códigos morales se estaban rompiendo junto con otras muchas cosas en aquellos tiempos de tribulación.
Por detrás del oficial, en disperso desorden, caminaban treinta soldados. Llevaban cascos redondos de bronce con protectores de cuero para las orejas y la nariz, corazas también de cuero, y de cuero eran también los faldones que los cubrían. Portaban a la espalda pequeños escudos redondos fabricados en bronce, material que también conformaba las puntas de sus largas lanzas. Al avanzar, clavaban éstas en la tierra para ayudarse en su caminar por la pendiente. Llevaban así mismo unas espadas cortas enfundadas en sus vainas. Y a sus espaldas, bajo los escudos, se encontraban colocadas las bolsas de provisiones.
Detrás de los soldados caminaban cuatro campesinos vestidos con faldones de fibra de papiro. Se protegían con unos escudos redondos de madera que llevaban a la espalda e iban armados con espadas cortas enfundadas en unas vainas que pendían de anchos cinturones de cuero. En las manos llevaban sus lanzas de caza y completaban su armamento con hondas y bolsas de piedras destinadas a las hondas, bolsas que pendían también de sus cinturones.
Estaban ya lo suficientemente cerca como para que Hadon pudiera reconocerlos. Eran los hijos del granjero en cuya casa se había detenido el grupo de Hadon para pedir comida. Tras un ligero conato de resistencia, los campesinos habían huido. Pero Awineth, en un ataque de furia por habérsele negado la hospitalidad, les había revelado indiscretamente su propia identidad. Por eso debían de haber acudido presurosos al puesto del ejército más cercano a notificárselo al comandante. Después, el comandante habría enviado aquella pequeña fuerza en persecución de la hija de Minruth, el Emperador de Khokarsa. Y en pos de Hadon y de los otros también. Awineth, naturalmente, sería llevada viva ante su padre, pero ¿cuáles eran las órdenes respecto al resto del grupo? ¿La captura, para ser devueltos a Minruth y que éste los juzgase? Los hombres, con toda probabilidad, serían torturados públicamente antes de ser ejecutados. Minruth, que parecía sentir una verdadera pasión por Lalila, se quedaría con ella para que le sirviese como amante. Tal vez. Pero también era posible que pudiese torturarla y matarla. Y estaba lo suficientemente loco como para descargar todo su odio contra Abeth, la hija de Lalila. Los guardianes de los perros no llevaban otras armas que dagas y hondas. Eso suponía que había nueve honderos en total. Y ésas serían las armas más mortíferas a las que Hadon se tendría que enfrentar. No tenía espacio suficiente para esquivar un proyectil de plomo que le llegaría a la enorme velocidad de sesenta millas por hora, pero ellos se encontrarían con verdaderos problemas para conseguir una buena posición desde la que emprender la acción si a él le salían bien las cosas.
Hadon se volvió para mirar a Lalila, que se hallaba al final de aquel abrupto y escarpado paso. Estaba al fondo, sentada, a unos doscientos pies de distancia de él. El sol brillaba sobre su blanca piel y sus largos cabellos dorados. Sus grandes ojos violeta parecían negros con la distancia. Estaba inclinada hacia adelante, frotándose el tobillo izquierdo. Intentó sonreír, pero no pudo.
Hadon se dirigió hacia ella y, mientras se iba acercando, le invadió un profundo y doloroso sentimiento de añoranza y de pesadumbre. Ella era tan encantadora, él estaba tan enamorado de ella y los dos tendrían que morir tan pronto...
- Quisiera que lo hicieras, Hadon -dijo ella, mientras le señalaba el largo y trecho puñal que reposaba en el suelo muy cerca de ella-. Preferiría que me matases ahora y que te asegurases bien de que moría. No estoy segura de que vaya a tener la fuerza suficiente para dirigir el puñal hacia mi corazón cuando llegue el momento decisivo. No quiero caer en las manos de Minruth. Y sin embargo... sigo pensando que quizás pudiera escapar más tarde. ¡No quiero morir!
-Ten por seguro que nunca conseguirías volver a librarte de él -le contestó Hadon.
- ¡Entonces mátame ya! -replicó ella-. ¿Por qué esperar hasta el último momento?
Lalila inclinó la cabeza como para invitarle a descargar la espada sobre ella.
En vez de eso, él cayó sobre una rodilla y le besó en la cabeza. Ella se estremeció al sentir sus labios.
- ¡Teníamos tanto por lo que vivir! -murmuró Lalila.
- Y aún lo tenemos -dijo él levantándose-. He sido un tonto, Lalila. Pensaba en hacerles frente según los dictados de la tradición. Un solo hombre en un paso, luchando valientemente, matando hasta que los guerreros se apiñasen ante mí y luego muriendo cuando una lanza atravesase mi brazo, demasiado cansado para seguir sujetando la espada en alto.
"Pero eso es estúpido. Porque puedo hacer otras cosas y las voy a hacer. Pero primero tenemos que alejarte de aquí; no demasiado lejos, porque no tenemos tiempo. Ven.
Y le ayudó a ponerse en pie. Ella cojeó levemente, retrocediendo un paso por el dolor que le causaba el tobillo; pero no gritó.
- Te llevaría demasiado tiempo llegar renqueando hasta allá, incluso apoyándote en mí -dijo Hadon mientras devolvía la espada a la vaina y cogía a la mujer en brazos. Ella trató de preguntarle qué era lo que intentaba hacer. Pero Hadon la interrumpió.
- ¡Calla! Necesito todo mi aliento.
Y prosiguió su camino a toda prisa hacia el bosque. Al llegar al linde, se detuvo unos segundos para mirar a su alrededor. Después se sumergió en la semioscuridad de los

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