CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Hadon el de la antigua Opar", novela de Philip J. Farmer. Derechos de autor 1974, Philip J. Farmer)

CAPÍTULO 1


Opar, la ciudad de granito macizo y piedras preciosas, se estremecía y se desdibujaba. Con la solidez que le daban sus grandes murallas de piedra, sus encumbradas y esbeltas torres, sus cúpulas doradas y sus ochocientos sesenta y siete años de existencia, osciló, se combó y se disolvió en la distancia. Y después desapareció como si nunca hubiera existido.
Hadon tragó saliva y se enjugó las lágrimas.
Su última visión de la gloriosa Opar había sido como un sueño que muriera en la mente de un dios. Tenía la esperanza de que no fuera un presagio funesto. Y esperaba que sus compañeros de contienda se sintieran igualmente afectados. Si él hubiera sido el único en llorar, podrían burlarse de él.
La chalupa había recorrido ya la curva del río y los árboles de la jungla habían pasado entre él su ciudad natal. Todavía la veía en su mente, con sus torres como manos alzadas contra el cielo para evitar su caída. Las pequeñas figuras recortadas sobre el embarcadero de piedra -entre ellas las de su padre, su madre, su hermana y su hermano- habían ido menguando ante su vista, pero no en su cabeza. Eran ellos los que habían traído las lágrimas, no la ciudad.
¿Los volvería a ver alguna vez más?
Si perdía, entonces no. Si ganaba, podrían pasar años enteros antes de que los tuviera de nuevo entre sus brazos. Y podía suceder que su amada Opar nunca volviera a acogerle otra vez.
La había abandonado en dos ocasiones a lo largo de sus diecinueve años. Sus padres habían estado con él la primera vez. La segunda, había vivido con su tío, pero Opar no había estado lejos. Dirigió su mirada hacia los jóvenes que se hallaban junto a él. Ellos no le miraban y se sintió contento, porque las lágrimas también corrían por sus mejillas. Taro, su amigo, hacía muecas disimulando su embarazo. Hewako, semejante a un oscuro pedazo de piedra, le miraba ceñudamente. Él no lloraba: las piedras no lloran. Era demasiado fuerte para llorar y quería que todo el mundo lo supiera. Pero, entonces, no tenía nada o a nadie por qué o por quién apenarse, pensó Hadon. Sintió lástima por él, aunque sabía que ese sentimiento no iba a durar mucho. ¡Menudo bruto, hosco y arrogante era Hewako!
Hadon miró a su alrededor. El río en ese punto alcanzaba una anchura aproximada de media milla y, marrón por el fango, corría como una balsa desde las montañas hasta el mar. El cauce, amurallado por la verde vegetación, se hundía por todos los lados menos por donde los bancos de fango se extendían bruscamente como dedos ensayando un nuevo avance de los árboles. Sobre esa orilla yacían indolentes, mostrando su amplia sonrisa, los cocodrilos sagrados, que se incorporaban sobre sus cortas patas al percatarse de la presencia de la nave guía y se deslizaban como el aceite en el agua marrón. Las cotorras y los monos gritaban a los botes desde la espesura. Un martín pescador azul, amarillo y rojo centelleó desde una rama, cayendo como una estrella alada. Se detuvo, barrió la superficie y se elevó con un pequeño pez plateado entre sus garras.
Los doce remeros gruñían al unísono con el chapoteo de las palas de madera y el golpe de bronce del gong del patrón. De poca estatura, rechonchos, gruesos de cuello, primos hermanos de los hombres, primos segundos de los grandes simios, halaban y gruñían mientras el sudor enmarañaba sus velludos cuerpos. Entre los remeros, sobre la estrecha cubierta, se amontonaban cofres de lingotes de oro y de diamantes, cajas de pieles, estatuillas talladas de diosas, dioses, monstruos y animales, de hierbas medicinales de la selva lluviosa y montones de colmillos de marfil. Cinco soldados protegidos con armaduras de cuero lo guardaban con sus lanzas.
Por delante de la embarcación de Hadon iban seis naves que sólo llevaban remeros y soldados. Detrás de su nave venían veintitrés más, todas pesadamente cargadas de los preciosos productos de Opar. Tras ellas se movían seis embarcaciones que formaban la retaguardia. Hadon las observó unos instantes y luego empezó a caminar de delante a atrás, cinco pasos cada vez, a lo largo de la abigarrada cubierta de popa. Mantenerse en forma era vital. Su vida dependería de ello durante los Grandes Juegos. Hewako y Taro y los tres suplentes pronto le imitaron. Tres de ellos, en fila india, caminaban de delante a atrás y los demás hacían ejercicios de ataque. Hadon observaba con envidia los músculos, como serpientes pitón, de Hewako. Se decía que era el hombre más fuerte de todo Khokarsa, a excepción de Kwasin, por supuesto. Pero Kwasin estaba exiliado, vagando por alguna parte de las Tierras Occidentales con su enorme maza de roble reforzada de bronce sobre sus hombros. Si él hubiera sido uno de los contendientes, difícilmente ningún otro hubiera participado.
Hadon se preguntaba si él mismo se hubiera atrevido. Quizás sí. Quizás no. Pero aunque no tenía el cuerpo de un gorila, sí que tenía largas piernas y velocidad y resistencia y una destreza con la espada que incluso su padre alababa. Y era la última prueba, la de la espada, la que decidía.
Pero, así y todo, su padre le había avisado:
- Eres muy bueno con el tenu, hijo mío -le había dicho-. Pero no eres un profesional, aún no, y un hombre con experiencia podría hacerte pedazos a pesar de tus largos brazos y de tu juventud. Por fortuna, serás superior contra jóvenes tan verdes como tú. Es irónico que haya muchos hombres que podrían superarte fácilmente con la espada, pero que son demasiado mayores para ganar en los otros juegos. Sin embargo, si algún viejo de veintiocho años decidiera intentar ir a luchar por el premio, podría conseguirlo por los pelos, y entonces ¡que Kho te ayude!
Su padre se había palpado el muñón de su brazo izquierdo, su rostro se había tornado severo y había añadido:
- Tú nunca has matado a un hombre, Hadon, y por eso tu verdadero temperamento aun no ha aflorado. A veces, la peor espada puede derrotar al mejor, si tiene el corazón de un verdadero asesino. ¿Qué sucederá si tú y Taro sois los finalistas? Taro es tu mejor amigo. ¿Podrás matarle?
- No lo sé -había contestado Hadon.
- Entonces no deberías estar en los Juegos -había dicho su padre-. Y ahí está Hewako. Guárdate de él. Sabe que tú eres mejor que él con el tenu. Tratará de romperte el espinazo antes de la prueba final.
- Pero los combates de lucha no son a muerte -había dicho Hadon.
- Ocurren accidentes -había contestado su padre-. Hewako te habría roto el cuello durante las eliminatorias si la juez no hubiera estado atenta. Yo le advertí a ella pues, aunque ahora sólo soy un humilde barrendero del templo, antes fui numatenu, y ella me escuchó.
Hadon se había estremecido. Le dolía oír a su padre hablar de los viejos tiempos, de cuando tenía dos brazos que podían empuñar una espada de hoja ancha de manera más diestra que nadie en Opar. Una espada facinerosa, blandida a traición, había segado el brazo de su padre por encima del codo durante aquella lucha en los oscuros túneles de la parte baja de Opar. El rey había muerto en aquella tenebrosa lucha y un nuevo rey había ascendido al trono. Y el nuevo rey tenía odio a Kumin y, en lugar de jubilarle honorablemente con una pensión, le había destituido. Muchos numatenu se habrían suicidado en su lugar. Pero Kumin había decidido que él debía más a su familia que al, en cierto modo, nebuloso código de los numatenu. No los abandonaría a la pobreza y a la dudosa caridad de los parientes de su esposa. Así que se había convertido en barrendero, y esto, aunque fuese un puesto muy bajo, le puso bajo la especial protección de la propia Kho. Al nuevo rey, Gamori, le habría gustado expulsar a Kumin y a su familia a la jungla, pero su esposa, la Sacerdotisa Mayor, no lo consintió.
Kumin había enviado a Hadon a vivir con su hermano, Phimeth, durante varios años. Esto era para dar a Hadon una oportunidad de aprender el arte de la espada bajo la tutela del esgrimista de tenu más grande que había en Opar, su tío. Fue en las oscuras cuevas en las que su tío vivía en el exilio donde Hadon había conocido a su primo, Kwasin, hijo de Wimake, la hermana de Phimeth y de Kumin. Wimake había muerto de una picadura de serpiente unos años atrás, y así Hadon había vivido durante cuatro años sin una madre o una tía o cualquier mujer de la forma que fuera. Había sido un tiempo de soledad en muchos sentidos, aunque delicioso en otros. A no ser por Kwasin, que con frecuencia había llenado de tristeza a Hadon.
Justo antes de que el Dios Flamígero, Resu, desapareciera detrás de los árboles, las lanchas se amarraron a los muelles, que habían sido construidos varios cientos de años atrás, para la obligada detención nocturna. La mitad de los soldados ocuparon sus puestos detrás de las murallas de piedra que lo encerraban todo, menos la orilla del río a los muelles. Los otros soldados encendieron fuegos para prepararse la cena, para ellos, los oficiales y los miembros del equipo de competición. Los remeros hicieron sus fuegos en ciertos rincones de las murallas. Sacrificaron un magnífico verraco y un gran pato y arrojaron al fuego las mejores porciones, en ofrenda a Kho, a Resu y a Tesemines, diosa de la noche. Las patas del cerdo y los restos del pato fueron arrojados a las aguas para aplacar al dios menor del río.
La rápida corriente arrastró los despojos en medio de las sombras del crepúsculo. Flotaron hasta la curva, donde las sombras caían de las ramas de los árboles. De repente las aguas se movieron y desaparecieron bajo la superficie.
Uno de los remeros murmuró:
- Kasukwa se los ha llevado.
Hadon sintió una fría comezón en la piel, aunque se dio cuenta de que habían sido los cocodrilos, y no el dios los que habían capturado el sacrificio. Él, como la mayoría de los demás, se tocó rápidamente la frente con las yemas de sus tres dedos más largos y luego describió con ellas un círculo que fue recorriéndole los riñones y terminó en la frente. Unos cuantos hombres canosos de entre los oficiales y los remeros hicieron la vieja señal de Kho, tocándose

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