CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Volveré ayer", Novela de Domingo Santos. Derechos de autor 1960, Domingo Santos)



TIEMPO PRIMERO


1

--¡Ben! ¡El jefe reclama tu presencia!
Ben Fawcett, veintiocho años, un metro ochenta de estatura y noventa kilos de peso, levantó la vista de su escritora, a la que acababa de dictar un párrafo de su último artículo. Miró al que le había dado la noticia y murmuró algo por lo bajo.
--¿Sabes para qué?
El otro, un chico bajito, con más pecas en la cara que arena tiene desierto, se encogió de hombros.
--¡Qué sé yo! Ya sabes que el tipo es poco comunicativo. Algún trabajito de última hora, supongo.
Refunfuñando, Fawcett asintió. Apartó con un pie la escritora, cerró el contacto de registro electrónico, depositó el micrófono en su horquilla, y se levantó.
--Está bien, ahora voy.
Atravesó la hilera de mesas donde el personal del periódico se afanaba dando los últimos toques a sus respectivas secciones, y se encaminó hacia una puerta en cuyo cristal esmerilado podía leerse:
SAMUEL S. WHITE
Director
Golpeó con los nudillos, y esperó.
--¡Adelante! --gritó una voz desde el otro lado.
Ben Fawcett abrió la puerta, y se encontró en un despacho repleto de papeles por todas partes: papeles por el suelo, papeles por las mesas, papeles por las sillas, y papeles en la mano del hombre que estaba sentado tras la mesa principal del despacho.
Samuel S. White podía cargar tranquilamente con el título de ogro que, para no perder la costumbre, le habían impuesto sus empleados. Su metro veinte de perímetro torácico, su metro cuarenta de perímetro abdominal, sus dos metros de estatura, y sus ojos orientalmente oblicuos, representativos de una próxima o remota (más próxima que remota) ascendencia china o japonesa, hacían pensar en él como en un genio escapado de alguno de los cuentos de Aladino. Pero él no tenía en la mano ninguna lámpara, sino un legajo de papeles, y de su boca no emergía ninguna palabra mágica, sino un deshilachado puro semiroído por la punta, que apestaba horriblemente a diez leguas a la redonda.
--¡Ah, hola, Ben! --exclamó, al ver a Fawcett entrar en el despacho--. Tengo trabajo para ti.
Ben Fawcett desocupó de papeles una silla, e hizo lo indicado por el otro. Tras una corta pausa, White mordisqueó un poco más su puro y dijo:
--Se trata de algo especial para ti, Ben. Un trabajo de los que te gustan.
--Bien, ¿y qué es?
White rió levemente, y mordisqueó de nuevo su puro un poco más.
--¿Estás impaciente, eh? --exclamó--. Se trata de algo muy interesante, un viejo chiflado o un genio, no lo sé. Un tal profesor Agnus Bingelow, que afirma haber inventado una máquina "traslato-temporal" dice él. Una máquina del tiempo, en resumidas cuentas. Ayer reunió una rueda de prensa, a la que hizo varias afirmaciones en el sentido de que ya la tenía lista, que era una realidad, y que sólo le faltaba hacer la prueba definitiva: la prueba con un hombre.
--Ya.
Fawcett se frotó la mandíbula.
--Y yo he de ir a entrevistarlo, y averiguar que hay de cierto en lo que afirma, ¿verdad?
--Exacto. Tanto si es cierto lo que afirma como si no lo es, será un buen reportaje para la edición de mañana, ¿no te parece?
--Mmm...
Fawcett dudó, pensativo. En él acababa de despertarse el sabueso periodista que llevaba dentro.
--Creo que hay tres probabilidades --murmuró como para sí mismo--: que este tipo trate de lanzar un bulo, que esté loco de remate, o que en realidad sea cierto lo que afirma.
--De acuerdo. ¿Y tú qué dices?
--Pues que si es lo primero, el tipo puede intentar embaucar a algún tonto que tenga dinero, mediante la hipotética financiación del invento. No sería el primer caso de esta índole que se nos presenta. En esta situación, podemos esperar a que pique el primo y ¡zas! noticia al bolsillo. Si es lo segundo. la noticia no será más que algo vulgar y corriente; tendremos que encogernos de hombros y limitarnos a publicar una simple gacetilla desengañando a los ilusos. Ahora bien, si es lo tercero... el "Meteor" puede hacer fama y fortuna repentinamente.
--¿Más de la que tiene ahora? --gruñó White.
Y le miró, burlón.
Fawcett dejó escapar una risita.
--No presumas, Sammy.
Samuel S. White soltó un bufido en voz de bajo profundo, y se arrellanó en su asiento.
--Ehhh... está bien, dejemos esto, Ben. Sabía que la noticia te interesaría. ¿Estás dispuesto a ir a la lucha?
--OK. ¿Cuándo deseas que me lance?
--Esta misma tarde, naturalmente. Así podremos publicar lo que resulte en la edición de mañana, y adelantarnos a cualquier posible competencia. Con un poco de suerte, naturalmente.
Fawcett se rascó pensativo la cabeza, y acabó moviéndola de un lado para otro.
--Sólo veo dos inconvenientes --replicó-- El primero: ¿quién terminará en este caso el artículo sobre la hipertraslación que estoy escribiendo? Y el segundo: esta tarde llega Hellen desde Nueva York. Hace seis meses que no nos vemos, y no quiero estropearle la fiesta de bienvenida. He de ir a esperarla al aeropuerto, y después pensamos ir a celebrarlo en grande. De modo que...
--De modo que puedes hacerlo todo tranquilamente --le interrumpió White--. El trabajo sobre la hipertraslación no ha de publicarse hasta el... hoy estamos a veintiséis... hasta el treinta y uno. Este extremo está solucionado. Y en cuanto al otro... ¿a que hora llega Hellen?
--A las nueve, lo sabes bien.
--Entonces tienes tiempo sobrado para todo. Son ahora las --consultó su reloj--, las doce y media. Te largas inmediatamente a comer, y a primera hora de la tarde vas a ver a Bingelow. Lo entrevistas, le sacas el jugo, y como eres un tipo listo puedes haber acabado a las ocho lo más tarde. Todavía te queda una hora libre. ¿De acuerdo?
Fawcett protestó un poco.
--Veo que a ti no puede oponérsete nada --murmuró, suspirando--. Te lo tenías todo calculado ya de antemano.
--Naturalmente. El trabajo es lo primero. Además, por algo soy el director.
--¡Je! --la exclamación no podía ser más irónica--. ¿Y dónde vive este loco o genio que me has dicho?
--Sabía que dirías esto.
Samuel S. White dio una palmada contra la mesa con aire de triunfo.
--En esta tarjeta te he anotado su dirección. Espero que tengas suerte.
Fawcett tomó la cartulina que el otro le tendía, y le echó una ligera ojeada. Se la metió en el bolsillo, y se levantó.
--Yo también lo espero --dijo--. No me gusta ir a por un reportaje y tener que volver de vacío. Hasta mañana, ogro.
Y se fue, levantando una nube de papeles a su alrededor.



2

Ben Fawcett, el más destacado reportero del "Meteor" y uno de los mejores de Inglaterra en su especialidad, había ganado merecidamente la fama que le auroleaba. Su especialidad en el interior del periódico era la de "sabueso científico", como se le llamaba entre sus compañeros. Sus extensos conocimientos sobre la materia le permitían siempre meter la nariz en los acontecimientos de índole científica que fueran dudosos o de factura poco clara, intentando desentrañar la verdad de entre su a veces bien montada maraña. Y casi siempre lo conseguía.
Habían sido tres los casos que le habían dado repentina fama, cuando era aún poco menos que un desconocido, a la vez que habían encumbrado al "Meteor" como uno de los mejores periódicos editados en Londres. El primero había sido sobre el colector de pensamientos, patraña hábilmente urdida por un par de ingeniosos sinvergüenzas con el fin de sacarles los cuartos a un grupo de personas crédulas, utilizando como señuelo una al parecer portentosa máquina que permitía recoger los pensamientos de la persona que se deseara, poniéndolos al descubierto, analizándolos y seleccionándolos a voluntad. El caso había sido un escándalo en toda Inglaterra y aun en otros países, y aún se hablaba de él, a pesar del tiempo transcurrido.
El segundo, el invento de los heliobólidos, había permitido a Fawcett demostrar la efectividad de estos aparatos como medio normal de transporte, cuando nadie creía ni confiaba en ellos. Su campaña en pro de estos utilísimos aparatos había sido un éxito rotundo, y ahora los heliobólidos se usaban en todas partes, habiendo substituido casi completamente a los antiguos automóviles.
El tercero, finalmente, habíale redondeado la fama que le aureolaba ya, permitiéndole demostrar la falsedad del origen de los restos paleontológicos del último hombre-mono, hallado hacía apenas un año en la cuenca del Jura francés, el cual no era más que los restos de un mono prehistórico, hábilmente preparados y montados por un par de fanáticos de las teorías darwinianas para causar el efecto que con ellos se deseaba.
También había escrito Fawcett infinidad de artículos sobre temas de divulgación científica, que le habían granjeado la simpatía general del público lector del periódico. Pero su fuerte eran las investigaciones, cuando él podía actuar de "sabueso científico" y meter la nariz en casos oscuros, dudosos y enmarañados, donde nunca se sabía lo que iba a encontrarse al final.
Ahora, Fawcett veía ante sí un nuevo e interesante caso, de los que a él le gustaban. La máquina traslato-temporal del profesor Bingelow podía ser un bulo o no serio, pero en ambos casos habría noticia. En cuanto a lo de hallar cuál de los dos casos era el correcto... él se pintaba solo para estos menesteres. Estaba seguro de que no sería necesario mucho más de una simple conversación para ponerlo todo en claro.

El profesor Agnus Bingelow vivía en una apartada villa de las afueras de la capital, en medio de un inmenso campo de verde césped. Su casa era de forma octogonal, y tenía al lado un inmenso pabellón de una altura equivalente a la de dos pisos y una anchura aproximada de una manzana. Fawcett llegó hasta allí con su heliobólido, aterrizó con una hábil maniobra en el área especial de peaje frente a la casa, y descendió.
Tuvo que llamar un par de veces antes de que un robot criado acudiera a abrirle. Se enteró del motivo de su visita, le hizo sentar amable pero fríamente en un sillón, y pidió que aguardara unos momentos. Después, tan frío como había venido, dio media vuelta y desapareció.
El profesor tardó unos minutos en presentarse.
Era un hombrecillo bajo, delgado, completamente calvo. Su cara estaba adornada por unas gafas de espejuelo, y su mentón lucía una barbita de chivo que le daba un aspecto ligeramente cómico al hablar. Con todo, su rostro no perdía dignidad en ningún momento, lo que impresionaba muy favorablemente hacia él.
Fawcett le expuso rápidamente el motivo de su visita.
--Pertenezco al "Meteor" --informó--; cronista de su sección científica. No sé si habrá oído usted hablar alguna vez de mí.
El profesor se ventiló la barbita con una mano.
--Fawcett, Fawcett... --murmuró--, Benjamin Fawcett... espere un minuto. ¿No fue usted quien escribió aquellos artículos sobre la teoría de los túneles parciales de viaje? ¿Y quien descubrió la superchería del hombre-mono del Jura?
--Exacto, profesor.
Bingelow, en un arranque, le tendió una mano.
--Entonces sea bien venido, mister Fawcett. Sus artículos son muy interesantes, y considero que sabe usted lo que se trae entre manos. No como otros papanatas que creen ser cronistas científicos. ¿En qué puedo serle útil?
Fawcett se restregó las manos.
--Pues se trata de su máquina del tiempo... bueno, traslato-temporal creo que la llama usted. He tenido noticias de su construcción, y he creído que podría hacer un reportaje interesante sobre ello. ¿Podría obtener alguna información de usted?
--¡Naturalmente, mi buen amigo, naturalmente! A un escritor científico como usted no puede una persona decirle no a nada. Tendré sumo gusto en informarle todo lo que desee saber. ¿Quiere acompañarme, por favor?
--Con mucho gusto.
Fawcett siguió al profesor a través de la casa, por un pasillo largo y estrecho al que comunicaban varias puertas. Llegaron al final, y pasaron a un corredor acristalado que comunicaba con el pabellón que el periodista había apreciado desde el exterior. Era grande, inmenso, y su alta bóveda lo hacía aún mayor. Estaba completamente lleno de extraños y diversos aparatos, cuyo uso era completamente desconocido para Ben.
--Este es mi laboratorio, mister Fawcett --dijo el profesor Bingelow--. Y todo esto que ve aquí es mi máquina traslato-temporal. ¿Qué le parece?
Fawcett lo miró atentamente unos momentos. A decir verdad, había asociado la máquina de Bingelow con una simple cabina metálica que servía para las traslaciones, sin ninguna otra clase de aditamento. No esperaba encontrarse con aquel cúmulo de aparatos cuyo uso era para él un misterio.
--Pues con franqueza... --murmuró-- confieso que no sé para que sirve todo esto.
Bingelow rió alegremente, dándole una amistosa palmada en la espalda.
--¡Oh, sí, claro, me olvidaba! Usted ha venido aquí a buscar información. Sí, de acuerdo. Se la dará con mucho gusto. Venga conmigo, por favor.
Anduvieron hacia el final de la nave, donde había una garita acristalada algo elevada con respecto al nivel del resto del suelo.
--Bien, mister Fawcett --dijo Bingelow cuando llegaron allí--. Aquí tiene mi sanctasanctórum. Éste es el lugar desde donde dirijo todo mi proyecto.
Ben contempló de nuevo el interior de la cabina. Se encontraba por completo lleno de mandos, esferas, clavijas, conmutadores... algo como para marear a la persona más serena.
--¿Y cuál es el fin de todo esto? --preguntó.
Agnus Bingelow le dirigió una mirada sorprendida.
--¡Pues efectuar traslaciones por el tiempo, naturalmente! Esto es mi máquina traslato-temporal.
Fawcett asintió con la cabeza.
--Sí, sí, de acuerdo. Lo que yo desearía saber es su funcionamiento, sus bases, las teorías en que se apoya... ¡En fin, todo esto!
--¡Oh, sí, claro! Entiendo lo que quiere decir. Es algo un poco complicado, difícil de explicar y de entender si usted quiere, pero... venga conmigo. Usted es una persona a la que se le pueden explicar estas cosas en la seguridad de que las comprenderá.
Volvieron a salir del hangar, y lo atravesaron de nuevo completamente. Fawcett dirigió una mirada alrededor. Había allí una gran multitud de aparatos, muchos de ellos de tipo electromecánico, cuya finalidad no alcanzaba ni con mucho a comprender. Lo que más llamaba la atención era una gran esfera de acero, de unos tres metros de altura, con una puerta en uno de los lados y multitud de cables y sustentadores a su alrededor, que ocupaba el centro del hangar, elevándose por entre todos los demás aparatos. Verdaderamente, si Bingelow lo único que pretendía con todo aquello era pescar algún "primo" que le proporcionara unos cuantos millones por nada, había montado una buena fachada. Y en cuanto a si era un loco maníaco... ningún loco construye ninguno de sus hipotéticos inventos con tantos aparatos, con tal lujo de detalles ni con tantos montajes de precisión.
Llegaron de nuevo a la casa, y penetraron en una nueva habitación: el despacho de Bingelow.
Lo primero que le recordó a Fawcett aquel despacho fue el de Samuel S. White, en el "Meteor". Por todas partes se veían papeles: papeles por las mesas, por las sillas, por el suelo... Bingelow se metió en aquel verdadero museo de papel, y Fawcett tuvo que hacer verdaderos equilibrios para seguirle. Llegaron al lugar que ocupaba la mesa de despacho, y el profesor le ofreció una silla, tomando la precaución de barrer antes los papeles que había en ella con una mano. Fawcett tomó uno de ellos y lo observó: fórmulas matemáticas, ecuaciones y operaciones algebraicas de séptimo y octavo grado por todas partes, curvas trigonométricas, límites...
--No se preocupe por ellos --le informó Bingelow--. No sirven. Sólo son tanteos y operaciones. Los conservo por si alguna vez tengo que repasar algún cálculo.
Fawcett observó en aquella frase a un Bingelow muy optimista. Si tenía que buscar entre todo aquel maremágnum de papeles el correspondiente a un determinado cálculo matemático... estaba listo.
El profesor se dirigió hacia la pared y descorrió una cortina, presentando un diagrama planificado de las instalaciones que Fawcett acababa de ver. Allí había, mezcladas, mecánica, electrónica, matemáticas, álgebra y trigonometría.
Bingelow lo abarcó todo con una mano.
--He aquí mi proyecto hecho realidad, mister Fawcett. La primera máquina traslato-temporal del mundo. A la vista tiene mi secreto. Puede ahora preguntar lo que quiera.
Fawcett movió la cabeza dubitativamente. Estaba visto que al profesor se le tenían que sacar las palabras de la boca. No le quedaría más remedio que iniciar un interrogatorio masivo.
--Muy bien --exclamó, dispuesto para la batalla--. Dígame entonces en que bases se funda su proyecto.



3

Fawcett salió de la casa del profesor Bingelow con la cabeza como un bombo. En ella, durante las dos últimas horas, se habían introducido intensivamente fórmulas, ecuaciones matemáticas, diagramas, proyecciones plásticas...
Ahora, Fawcett ya había llegado a una sólida y única conclusión: el proyecto de la máquina traslato-temporal era algo más que un simple bulo o una locura. No quería decir con ello que la máquina fuera en verdad única, perfecta e irrebatible, sino que el profesor creía verdaderamente en ella, tenía fe ciega en su efectividad. Y Fawcett veía ahora también que, una vez comprobado todo, la máquina era, al menos en teoría, una realidad tangible y susceptible a ser trasladada a la práctica. Ahora bien, si en ésta también era efectiva no podía decirlo. Podía fallar o constituir un éxito completo, como habían fallado o constituido éxitos tantos y tantos inventos de la humanidad. Hay tantos imponderables en el campo de la ciencia...
Las bases de la máquina traslato-temporal de Bingelow no podían ser a la vez más simples, más efectivas y más reales. El tiempo es una dimensión, todo el mundo lo sabe, pero una dimensión incorpórea, invisible, impalpable. ¿Dónde se encuentra? ¿Qué lugar ocupa? ¿En qué espacio está situada?
La respuesta a estas preguntas puede encontrarse por simple razonamiento. La Tierra gira sobre sí misma, dando una vuelta completa cada veinticuatro horas. El transcurso de cada una de estas vueltas representa un día. Luego, el Tiempo se produce a medida que la Tierra da vueltas sobre sí misma constantemente. Lo que es lo mismo que decir que el Tiempo es una dimensión circular, que tiene por espacio y mundo la superficie de la misma Tierra en su constante girar.
Pero ¿cómo encontrar esta dimensión? ¿Cómo salir a su encuentro? El Tiempo no es una dimensión material, tangible. Por más que se aumente la velocidad de un objeto, por más que se den vueltas a la Tierra en un sentido o en otro con el afán de alcanzar esta dimensión, no se adelanta ni se atrasa nada más allá de lo normal. Se puede llegar a tender hacia cero aumentando considerablemente la velocidad, pero siempre quedará una pequeña partícula, una milésima de fracción de segundo de diferencia entre el tiempo de partida y el de llegada. Y esta milésima de fracción de segundo siempre será una milésima de fracción de segundo. No se habrá adelantado ni retrocedido nada. No se habrá alcanzado el Tiempo.
Pero sabemos que la velocidad máxima que puede alcanzar un cuerpo, la velocidad cumbre de la materia es de 300.000 kilómetros por segundo: la velocidad de la luz. Cuanto más nos acerquemos a esta velocidad en nuestros giros alrededor de la Tierra, más tenderemos hacia cero. Y cuando sobrepasemos esta velocidad...
Sabemos que la velocidad de la luz es la velocidad cumbre de la materia. Una vez transpuesto este límite, la materia deja de ser materia, desaparece, se transforma. Pasa de la dimensión materia, a otra dimensión distinta, desconocida; esta es la dimensión de la energía, del cero y del infinito absolutos, del Tiempo.
Sí, allí se encuentra la dimensión Tiempo. Si una persona lograra dar vueltas a la Tierra a velocidad superlumínica, encontraría la dimensión Tiempo, podría recorrería en toda su longitud y, girando en uno u otro sentido (siguiendo la rotación de la Tierra o en dirección contraria a ésta) lograría llegar hasta el pasado o hasta el futuro, según eligiera.
Pero éste es el grave, importante y al parecer insoluble problema: la materia no puede sobrepasar la velocidad de la luz. Una vez llegada al límite de los 300.000 kilómetros por segundo, la materia deja de ser materia para convertirse en energía, para desaparecer. ¿Entonces?
Este había sido el triunfo de Bingelow. El profesor había al parecer resuelto este problema con lo que él había llamado la "energetización molecular de la materia". Basándose en el principio de que la materia no es más que energía condensada, había llegado a la conclusión de que podía convertirse la materia en energía sin que por ello perdiera su condición de tal materia; es decir, sin que se destruyera. El razonamiento de Bingelow era muy aceptable.
Lo que da vida individual al hombre --decía--, no es el corazón, ni los pulmones, ni ningún otro órgano de su cuerpo. Estos solamente son la fachada, los órganos exteriores del cuerpo humano. Lo que le da realmente individualidad es este ente inmaterial, este atributo invisible al que nosotros llamamos alma y que puede calificarse corno el ente vital, indispensable, de la vida. Si a un hombre le cortamos un brazo, o una pierna, o suplimos su corazón natural con otro mecánico, él no desaparece como tal hombre, sino que continúa siendo lo mismo, con todos sus atributos y sus prerrogativas. Entonces, ¿por qué, si podemos hacer esto, no podemos hacer desaparecer materialmente todo su cuerpo, transformándolo de materia en energía, pero sin destruirlo, sin que por ello desaparezca como tal?
Todo aquello estaba muy bien, pero el problema seguía pareciendo insoluble para Fawcett. Concretándonos a las piedras, a las cosas inanimadas de la naturaleza.
--¿Que ocurre con ellos? --preguntó.
--Es mucho más fácil de realizar el proceso, ya que en ellos no hay que preocuparse de conservar la vida interior, el alma. Simplemente, con conservar la materia basta.
--Muy bien --había dicho Fawcett--. Pero, ¿cómo lograr esto? ¿Cómo transformar la materia en energía sin que por ello quedara destruida?
--De un modo muy fácil --había respondido Bingelow -. Mediante el "energetizador molecular indivisible".
La frase sonaba muy a lo técnico, pero en sí misma no aclaraba nada. Y el profesor tuvo que dar más explicaciones.
--Como indica su nombre, mi energetizador molecular indivisible convierte en energía las moléculas de la materia que se someta al experimento, pero sin liberarlas, sin escindirlas entre sí. El objeto en cuestión queda como un "bloque" de energía, un uno compacto e indivisible, susceptible de ser transformado de nuevo en materia invirtiendo el proceso. El teorema matemático en que se basa...
Y aquí Bingelow se había enfrascado en una disertación de altas matemáticas, en su mayor parte ininteligible para Fawcett. Sin embargo, el fondo de la cuestión estaba lo suficientemente claro como para comprenderlo en su totalidad.
Bingelow había probado ya su invento, energetizando una enorme pieza de acero y volviéndola a materializar después. El acero había reaparecido intacto.
--Las moléculas del cuerpo sometido al experimento, al ser energetizadas individualmente, una a una, y no en conjunto, hacen que éste no se destruya, sino que siga existiendo con todas sus características, con su propia personalidad de materia. Por esto, tratándose de una materia viva, ésta no muere, sino que sigue viviendo en estado latente hasta que es reintegrada a su condición normal de vida.
Y el profesor prosiguió diciendo:
--Una materia viva, un hombre, por ejemplo, al recibir una descarga desintegradora sobre sí, se convierte en energía todo él, de golpe. Por eso muere. En cambio, si lo que se convierte en energía son sus moléculas, aisladamente una de otra, el cuerpo no se destruye, sino que sigue existiendo. Y por eso permanece vivo. El hombre en cuestión pasa a ser, de hombre-materia, a hombre-energía.
Bingelow había realizado su experimento cumbre en este sentido energetizando y volviendo a materializar un conejillo de Indias en su aparato. Una vez realizado el experimento, el animal seguía viviendo, tan tranquilo como antes. En su cuerpo no se apreciaba ninguna tara, ninguna deformación, ninguna variante con respecto a su estado anterior. Seguía siendo el mismo, exactamente igual, molécula por molécula.
La segunda cuestión que se le presentaba a Bingelow antes de poder dar cima a su proyecto del traslato-temporal era la de alcanzar la velocidad de la luz, mejor dicho, sobrepasarla, con un cuerpo totalmente reducido a energía. En efecto, el problema era casi insoluble. ¿Cómo mover un bloque de energía y trasladarlo de un lugar a otro? Para ello se necesitaba algún vehículo, algún impulsor. El sistema de meterlo dentro de un avión o un cohete, o algún otro vehículo apropiado que lo impulsara era una solemne tontería, ya que este vehículo, al atravesar la barrera lumínica, se convertiría en energía al igual que el combustible; y si se energetizaba previamente el vehículo dejaba de ser tal vehículo, y el problema seguía siendo el mismo que al principio.
Bingelow, sin embargo, también había conseguido hallar la solución a esto. Cierto que había sido un descubrimiento fortuito, pero no por ello dejaba de ser una solución. Había observado que el bloque de energía resultante de energetizar un objeto cualquiera, era susceptible a las corrientes electromagnéticas de alto voltaje. Estas actuaban sobre él al igual que un imán actúa sobre el hierro, atrayéndolo o repeliéndole según su signo.
Bingelow había visto en esto la solución. Si las corrientes electromagnéticas actuaban sobre el bloque de energía, seguramente lograrían llegar a moverlo, aplicadas con adecuada intensidad. Hizo cálculos, realizó ensayos, experimentos...
Y el éxito había coronado sus esfuerzos. Las corrientes electromagnéticas podían impulsar al bloque de energía al igual que el combustible impulsa a un cohete. Todo salía a pedir de boca.
Bingelow construyó sus aparatos. Mediante macrocorrientes, lograron impulsar el bloque de energía más allá de la velocidad de la luz, ya que las corrientes electromagnéticas también eran energía, Mediante microcorrientes, más precisas y fáciles de controlar, lograría mantener el rumbo del bloque, de manera que no se desviara de la ruta que premeditadamente se le trazara. Utilizando las nanocorrientes en sus signos, se lograría impulsar y frenar el bloque, y según la intensidad que se les infiriera, este impulso y este freno serían más o menos bruscos.
En este punto, podía decirse que el aparato traslato-temporal estaba prácticamente terminado. Bingelow, tras largos años de lucha, de experimentos, de continuo batallar, habíase apuntado un buen triunfo. Ahora sólo faltaba...
--Ahora sólo falta realizar la prueba definitiva --había dicho el propio Bingelow--. La prueba que demostrará la realidad de mi aparato traslato-temporal. La prueba en que el sujeto del experimento sea un hombre.
Por esto él, que hasta entonces había mantenido en secreto sus experiencias, las había dado ahora a conocer. Mediante el aparato, ya completamente terminado, había trasladado en el tiempo diversos animales, conejos, gatos, perros... Sus aparatos le habían indicado que todos habían cruzado la barrera del tiempo, pero aquello no era bastante.
--Con ellos no puedo afirmar rotundamente que mi máquina traslade al pasado o al futuro. Ellos no pueden decir lo que hay más allá de su viaje superlumínico, no tienen la suficiente inteligencia para esto. Necesito un hombre que se traslade, que observe lo que hay al otro lado. Ha de ver si lo que hay es efectivamente el pasado o el futuro, y no alguna nueva dimensión del presente. Mi máquina tiene su misión asignada en el papel, y según él, es perfecta. Pero falta la confirmación de la realidad. Y esto sólo un hombre lo puede hacer.
--¿Y usted no puede ser este hombre, profesor?
Ante esta pregunta, Bingelow había negado con la cabeza.
--Lo desearía, pero es imposible. Los aparatos de manejo del traslato-temporal y de las macro y microcorrientes son muy delicados, y se necesita hacer una gran cantidad de cálculos, observaciones y correcciones sobre la marcha. Es un trabajo infinitamente preciso y delicado, que sólo yo estoy en condiciones de llevar a cabo. Si hiciera yo mismo la experiencia, ¿quien manejaría los aparatos?
Fawcett había asentido con un gesto. Una entera lógica gobernaba las palabras del profesor. La máquina del tiempo podía ser que no fuera realidad en la práctica, pero teóricamente sí lo era. Según las propias palabras del profesor, era perfecta.
--¿Por qué no presenta su aparato al Gobierno?
Bingelow dio un salto, como si le hubiera picado una avispa.
--¿Al Gobierno? --exclamó, con más énfasis del normal-- ¡Nunca!
Después se había explicado. Cuando el proyecto no era más que esto, un proyecto, cuando todavía no había empezado a construir el aparato, lo presentó todo al Gobierno para su financiación. Pero éste lo había rechazado. "Una máquina del tiempo no nos sería de ninguna utilidad, caso de que en realidad pudiera construirse", habían dicho. Pero Bingelow no estaba conforme con esta opinión. Al contrario, en caso de una posible conflagración, una máquina de este tipo prestaría grandes servicios al país que la tuviera en su poder. Además, fuera de esta ocasión, consideraba que la exploración del tiempo para fines científicos necesitaba un férreo control para evitar cualquier uso indebido. ¿Y qué mejor control que el del propio Gobierno?
Pero éste había dicho que no, y Bingelow adivinaba en la excusa que le habían presentado otro motivo: simplemente, no creían en su proyecto. Esto había predispuesto al profesor contra él. El hombre era rico y decidió construir el aparato por su cuenta. Nadie podría impedirle que lo hiciera. Y ahora, cuando supieran que su aparato realmente era efectivo...
--No --terminó--. Nunca entregaré mi traslato-temporal al Gobierno. Aunque tenga que destruirlo para evitar que caiga en sus manos.
A Fawcett aquello no le había importado mucho: las simpatías o antipatías de un profesor hacia los organismos estatales eran cosa que no le interesaba. Lo importante era que la máquina traslato-temporal era un hecho. Bingelow había demostrado sobre el papel que su teoría sobre el tiempo y su sentido rotatorio de dimensión era la más acertada, y asimismo había logrado un par o tres de importantes descubrimientos, como eran la energetización molecular indivisible de la materia y la traslación de la misma por marro y microcorrientes electromagnéticas. Si todo ello junto daba en efecto la verdadera máquina traslato-temporal, mejor que mejor. Si no, siempre quedarían un par de interesantes inventos en el haber del profesor Bingelow...
Este había pensado Fawcett que sería el tenor de su artículo en el periódico. Nada de afirmaciones o negaciones categóricas. Simplemente, exponer los hechos tal como lo había hecho Bingelow, insertar una conclusión final idéntica a la que él había sacado, y luego ratificar la petición del profesor: era necesario un voluntario que deseara ser el primer hombre que viajara del través del tiempo. Estaba seguro de que habría más de uno que se ofrecería.
Pero esto vendría después. Antes, Ben Fawcett tenía que ir a un determinado lugar. En el aeropuerto de Londres II le esperaban unos brazos y unos labios de mujer. Hellen.
Montó en su heliobólido y se remontó por sobre los tejados de la ciudad, lanzándose hacia adelante en dirección al aeropuerto.



4

El aparato se detuvo encima del parque de estacionamiento, y fue descendiendo lentamente hasta posarse con suavidad en el suelo. Fawcett abrió la puerta, y saltó elásticamente al exterior.
Los edificios exteriores del aeropuerto de Londres II formaban un compacto bloque de doscientos metros de largo, en cuyo centro se encontraba enclavada la enorme torre central de control de vuelos que dirigía y supervisaba el funcionamiento de las demás torres parciales. La puerta principal era una enorme hendidura de más de veinte metros de alto, por la que desfilaba continuamente un torrente de gente que iba y venía del interior. Viajeros, familiares que iban a esperar los aviones que llegaban constantemente desde todas las partes del mundo, empleados...
Fawcett se metió entre aquel maremágnum de gente, abriéndose paso como pudo. La sala de control permanente de viajeros se encontraba a la izquierda, y hacia allí se dirigió.
Tras un mostrador largo, una serie de empleados daban continuamente información al público que acudía a ellos. Fawcett observó los distintos rótulos que ostentaban a su lado, sobre el mostrador, indicativos de la especialidad y zona de información que facilitaban, y se dirigió finalmente hacia el que tenía el de "Estados Unidos", una linda señorita de hermoso pelo castaño y aire simpático.
--Perdone --inquirió--. Desearía saber si en el avión que realiza el vuelo Nueva York-Londres, que llega aquí a las nueve de la noche, se encuentra como viajera la señorita Hellen Thompson.
La muchacha tomó una carpeta de rojas tapas de plástico, la abrió, y sacó de su interior una lista telefotograbada. La consultó brevemente, y asintió con la cabeza.
--Sí, señor. Según el informe, la señorita Thompson ha subido al avión en Nueva York junto con los demás pasajeros. No ha habido nada de particular en este vuelo.
--¿A qué hora, exactamente llegará el aparato al aeropuerto?
La muchacha consultó nuevamente la carpeta.
--El último informe de vuelo comunica que lleva tres minutos de retraso con respecto al horario de vuelo previsto. Llegará aquí a las nueve y cinco minutos como máximo. Se le ha asignado para aterrizar la pista treinta y siete, en la sección tercera del área del campo. ¿Desea alguna otra información, señor?
Fawcett dijo que no, dio las gracias y se encaminó hacia la puerta de salida a las pistas. En ella, diversos trenes de vagonetas, con los números de sus destinos marcados en sus costados, aguardaban pacientemente. Subió al que llevaba en sus costados la indicación de destino "sección tercera", y se sentó tranquilamente en uno de los asientos libres.
Mientras esperaba a que el tren de vagonetas se pusiera en marcha, evocó mentalmente el rostro y la figura de Hellen. Hacía exactamente seis meses que la había visto por última vez, cuando fue a despedirla en aquel mismo aeropuerto al emprender ella su viaje a Nueva York. "Tiene el pelo más negro que pueda concebirse sobre la Tierra --había dicho una vez un periodista, refiriéndose a ella--, y los ojos más diabólicamente hermosos que hayan mirado jamás a ser humano. Pero esto no priva que sea uno de los cerebros más preclaros del mundo en cuanto a antropología se refiere." Y era verdad. En esta materia, Hellen Thompson era una verdadera autoridad. Una autoridad indiscutible.
Fawcett la había conocido cuando investigaba el caso del hombre-mono del Jura. Había acudido a ella, atraído por su fama, deseoso de aclarar algunos puntos antropológicos del asunto que le bailaban por la cabeza. Esperaba encontrarse con una mujer vieja, plana, de cara ratonil y usando lentes de concha perpetuamente, el tipo clásico de la "mujer de ciencia". Y en cambio se había encontrado con una muchacha joven, insuperablemente bonita, con abundantes curvas y cada una en su sitio... Y Fawcett, que había acudido atraído por su fama, se sintió ahora atraído por sus encantos. La frecuentó en más de una ocasión, se encontraron en reuniones y asambleas científicas, y de todo ello nació una amistad que no tardó en convertirse en amor. Anunciaron públicamente su compromiso matrimonial...
Seis meses antes, Hellen había tenido que salir de viaje para acudir a un congreso de antropología que se celebraba en Nueva York, y aprovechó el viaje para realizar una serie de conferencias que tenía proyectadas en todo el ámbito de los Estados Unidos. Hacía dos días que Fawcett había recibido de ella un telegrama: "Terminado ciclo conferencias. Llegaré próximo veintiséis nueve noche. Besos. Hellen." Y allí se encontraba. Dispuesto a esperarla... y a resarcirse de los seis meses de mutuo abandono que habían transcurrido.
El tren de vagonetas se puso en marcha, avanzando por entre las áreas laterales de las pistas y las zonas de seguridad. Pronto llegaron a la pista 37, y Fawcett descendió. En el área de aparcamiento de la misma, la número 3, que abarcaba todas las pistas correspondientes al número 30-39 y que constituía, junto con ellas, la sección tercera del área total del campo, se encontraban aguardando multitud de personas. En un intervalo de media hora aterrizaron cuatro aviones, provinentes de otros tantos distintos sitios, y las personas que acudían a recibir a los viajeros formaban entre sí un galimatías de voces e idiomas ininteligibles.
Fawcett consultó su reloj. Las nueve menos veintidós. En aquel momento los altavoces dejaban oír sus voces metálicas e Personales:
--¡Atención, atención! ¡El estrato-avión procedente de Calcuta, vuelo D-93, va a aterrizar dentro de unos momentos en la pista 32! ¡Atención, atención!...
Fawcett sacó un cigarrillo y empezó a fumar. El avión, un inmenso reactor de tipo estratosférico, aterrizó con bronco rugido en la pista correspondiente, como una arrogante ave mitológica que descendiera majestuosamente de los cielos. Llegó al final de la pista, giró sobre sí mismo hasta colocarse en ángulo de cuarenta y cinco grados, rodó hasta su área correspondiente de aparcamiento, y allí se detuvo. La escala fue acercada al aparato, se abrió la puertecilla del mismo, y los viajeros empezaron a descender. Entre los que llegaban y los que les esperaban se cruzaron palabras de bienvenida...
Fue transcurriendo el tiempo. Fawcett volvió a mirar su reloj: las nueve y dos minutos. No tardaría mucho en llegar el avión, por suerte, a Hellen le fastidiaba la publicidad y nunca hacía públicas las fechas de sus viajes. Así se evitarían el tener que soportar en torno a ellos el mosconeo de los reporteros que preparaban sus reportajes tipo: "Ayer llegó en avión, procedente de Nueva York, la ilustre personalidad de nuestra compatriota Hellen Thompson... "
--¡Atención, atención! ¡El estrato-avión procedente de Nueva York, vuelo R-23, va a aterrizar dentro de unos momentos en la pista 37! ¡Atención, atención!...
Fawcett arrojó el cigarrillo que estaba fumando y miró hacia la embocadura de la pista. A ella se acercaban las luces de situación de un aparato, indicando su proximidad. Los focos que señalaban la pista de aterrizaje brillaban fuertemente, marcando todo un sendero que desde el aire se aparecía como un trazo rectilíneo y amplio. Pronto la mole del aparato fue iluminada por los potentes focos que marcaban el final de la pista, y su metal bruñido lanzó destellos cegadores. Su tren de aterrizaje se posó en el suelo, y el avión fue avanzando por la pista, camino del final de la misma.
Y entonces...
Fue todo tan rápido que nadie supo exactamente como sucedió la cosa. Un fogonazo súbito iluminó la noche, haciendo palidecer los focos de la pista. Una de las alas del aparato saltó bruscamente por los aires, como impelida por gigantesca fuerza, y el avión, falto de estabilidad, se inclinó bruscamente de costado. Su otra ala entró secamente en contacto con el suelo, quebrándose con metálico chasquido. El aparato, falto de dirección, dio un brusco viraje y se salió de la pista, rodando por las zonas de seguridad y metiéndose en otra, la 36. De pronto, al llegar al borde de la misma, se detuvo, y pareció como si quisiera encabritarse. Su cola se levantó en el aire, permaneciendo unos segundos así, en lo alto, para después abatirse bruscamente hacia adelante. El avión había dado una vuelta de campana. Sonó un ensordecedor ruido al batir la parte superior del fuselaje contra el suelo, y la tierra retembló. Una estremecedora explosión rasgó los aires, y una luz vivísima encegueció a todos los que contemplaban la escena, sorprendidos y alelados. Trozos de metal empezaron a caer por todas partes...
Fawcett, con los ojos desorbitados, contempló el súbito accidente sufrido por el aparato. La rapidez de todo lo sucedido le impidió acabar de comprender el significado de lo que acababan de contemplar sus ojos. Por todas partes empezaron a sonar sirenas, y enormes y potentes focos iluminaron la zona del siniestro, marcando sobre la tierra un círculo trágico. Innumerables ambulancias y coches extintores acudieron de todas partes, en un intento de sofocar el fuego que se extendía ya por todo el aparato. De los coches sanitarios descendieron varios enfermeros transportando camillas, en espera de poder recoger algún superviviente...
Pero todo era ya inútil. El aparato era una inmensa hoguera, y era muy improbable que quedara alguien con vida dentro de él. Los motores del avión habían estallado con el rudo choque, y además la brusca vuelta de campana había sido lo bastante fuerte como para causar serias heridas, si no matar, a todos los ocupantes.
Los megáfonos de todo el aeropuerto empezaron a bramar con sus potentes voces:
--¡Atención, atención! ¡Se ruega a los señores que permanecen en las áreas de espera de los aparcamientos se retiren de allí, pues hay peligro! ¡Diríjanse todo s hacia las zonas de seguridad que tienen a sus espaldas! ¡Atención, atención, repetimos! ¡Se ruega a los señores!...
Fawcett pareció despertar en aquel momento del sopor que le había invadido al presenciar el accidente. En su mente penetró la magnitud de la tragedia que acababa de contemplar. Lanzando un hondo grito se lanzó hacia adelante, traspasando la metálica valla que lo separaba de las pistas de aterrizaje, y echó a correr a toda velocidad hacia el lugar que ocupaba el aparato siniestrado.



5

Uno de los policías que habían acudido rápidamente al lugar del siniestro le retuvo, agarrándole bruscamente por el brazo.
--¡Alto, deténgase! ¡No se puede ir por aquí! ¡Retírese inmediatamente a las zonas de seguridad!
Fawcett intentó liberarse de la presa que le atenazaba.
El policía le retuvo con más fuerza todavía.
--¡Le digo que no se puede estar aquí! ¡Hay peligro! ¿No ha oído lo que han dicho por los micrófonos?
Fawcett miró al hombre. Comprendió que no le soltaría así como así. Tenía la obligación de detener a cualquiera que intentara acercarse demasiado al lugar del siniestro. Cumplía con su deber.
--¡Suélteme! --aulló.
Y lanzó un puñetazo contra la cara del otro.
El policía no se esperaba aquello y retrocedió, sorprendido. Fawcett se le echó encima, golpeándolo furiosamente hasta que vio que había perdido el conocimiento. Se levantó, sudoroso. Una especie de fiebre le invadía. Contempló la inmensa pira que era el aparato.
El crepitar de las llamas se unía al silbido de los extintores de incendios, que lanzaban su blanca espuma contra el aparato por todos los lados, en un intento de apagarlo antes de que adquiriera aún mayores proporciones. Atrás, como una música de fondo absurda y monocorde, surgía el murmullo de la multitud que contemplaba absorta el siniestro.
Fawcett volvió a avanzar en dirección al destrozado avión. Un hombre, un camillero, se acercó a él.
--¡Eh! ¿Qué hace usted aquí?
--Periodista --respondió Fawcett, lo primero que le vino a la cabeza, mientras seguía andando hacia adelante, como un sonámbulo.
El hombre se quedó atrás, murmurando algo sobre lo que son capaces de hacer los periodistas para conseguir una buena noticia. Los bomberos batallaban con el fuego, sudorosos. Uno de los hombres que estaban cerca de él, volviéndose hacia su compañero, comentó:
--Ha sido algo absurdo, inconcebible. Nada hacía prever que fuera a suceder algo anormal, y sin embargo...
El otro movió la cabeza.
--Ha sido el primer motor izquierdo --replicó--. Estalló bruscamente, como por arte de magia. El avión perdió estabilidad, se inclinó hacia el otro lado, y...
--Sí --volvió a decir el primero--. Todo ha sido demasiado raro. No me extrañaría que todo se debiera a un plan premeditado.
El otro lo miró con aire de extrañeza.
--¿Sabotaje?
--Sí. No es que esté seguro de nada, pero he oído rumores del campo, ya sabes... he oído decir que el avión llevaba algo muy importante a bordo. Y si era tan importante...
El otro meneó la cabeza de un lado para otro, en gesto pesimista.
--¡Y que para eso hayan tenido que morir tantas personas!...
No pudo decir más. Fawcett, que estaba algo más atrás, contemplando con ojos vidriosos la hoguera del aparato, soltó de pronto un gemido. Comprendió que todo estaba perdido, que ya no quedaba ninguna esperanza. Todos habían muerto.
--¡Hellen!
De su boca salió un hondo gemido, mezcla de sollozo y de grito, en el que se condensaban todo su dolor y toda su desesperación...



6

El hombre se levantó de detrás de su mesa de despacho.
--Lo siento, mister Fawcett. No podemos darle ninguna clase de información al respecto. Al menos por el momento.
Fawcett miró por el amplio ventanal de la habitación, que daba directamente a las pistas de aterrizaje. El fuego del aparato había sido ya extinguido, y se procedía ahora a extraer de su interior los restos de sus ocupantes. No había habido ningún superviviente...
--No me comprende usted. -Apoyó sus manos sobre la mesa, inclinándose hacia delante--. No quiero ninguna información periodística. No me mueve la curiosidad. En este aparato viajaba mi prometida. Ahora está muerta. ¡Quiero saber si es verdad que el accidente no fue tal accidente! ¡Necesito saberlo!
El hombre le miró fijamente a los ojos, con serenidad. Se notaba que le comprendía, pero que no podía hacer nada en su favor. No estaba autorizado para ello.
--Comprendo su estado de ánimo después de este choque. Me hago cargo de sus motivos. Se está abriendo una investigación para hallar las causas del accidente. Hasta que esta investigación no esté cerrada, no podemos decir nada en concreto. Con todo, no hay ninguna prueba de que el siniestro haya sido provocado deliberadamente. Por lo tanto, no podemos decir una cosa que no sabemos.
--¿Qué era lo que llevaba el aparato?
--Lo siento, pero no puedo decírselo. Ya se lo he explicado. Por ahora es un secreto. Tal vez más tarde...
Fawcett lanzó un suspiro. No lograría nada machacando sobre aquel punto.
--Está bien --musitó--. Está bien.
Dio media vuelta y salió lentamente de la habitación.



7

Los edificios exteriores del aeropuerto eran un hervidero de gente. Una vez propagada la noticia, multitud de periodistas, fotógrafos, redactores, curiosos, se agolpaban allí, con ansias de saber más, más y más. Sus gritos formaban una algarabía indescriptible, que tenía gran semejanza con una moderna torre de Babel.
Saliendo del despacho del jefe del aeropuerto, Fawcett se mezcló con toda aquella gente, cruzando por entre ella como un sonámbulo. Recibía sin sentir los golpes y los empujones, oía sin escuchar las palabras que sonaban en sus oídos... Parecía un barco a la deriva, sin rumbo fijo, sin meta determinada.
De pronto, una mano le agarró por el brazo, tirando de él.
--¡Ben, muchacho! ¡Me alegro de encontrarte!
Fawcett tardó unos segundo en reconocer a la persona que tenía ante sí. Bob Cameron, reportero de sucesos del "Meteor", con su cara reflejando siempre ansiedad, le miraba fijamente. A su lado, Orty, el fotógrafo que siempre le acompañaba, sonreía estúpidamente al ver tanta gente a su alrededor.
--Nos ha enviado el ogro para hacer el reportaje --dijo Bob, con su eterna precipitación-- Tú estabas ahí, ¿verdad, Ben? Cuéntame. ¿Cómo fue?
Fawcett, inmóvil, impasible, ausente, como si no tuviera nadie delante, le miraba sin ver, traspasando su cuerpo con la mirada y contemplando un punto indefinido más allá de él, en el infinito. Bob comprendió, y dejó escapar algo por lo bajo.
--Es verdad, Ben, lo había olvidado. No ha habido ningún superviviente, ¿verdad?
Fawcett tampoco contestó. Se desligó bruscamente del brazo que le sujetaba, dio media vuelta, y siguió su camino como si no acabara de cruzarse con nadie.
Bob Cameron lanzó un grito:
--¡Eh, Ben! ¡Espera un minuto! ¡El jefe me ha dicho que si te encontraba te dijera que quería verte!
Pero Fawcett no le oyó. O si le oyó, no lo demostró en absoluto. La gente lo tragó entre su multitud, haciéndole perder de vista a los dos hombres.
Bob Cameron se encogió resignadamente de hombros.
--¡El fin! --murmuró--. Tendremos que preocuparnos nosotros mismos de la información. Andando, Orty.
Mientras, Fawcett había logrado salir al exterior. El aire fresco de la noche le azotó el rostro. Continuamente llegaba gente al aeropuerto. Miró al cielo: estaba limpio de nubes, estrellado. Pensó en que la tragedia nunca es tal tragedia hasta que se siente en carne propia. Infinidad de veces él había asistido a accidentes similares a éste. Nunca había sentido más que curiosidad, una innata y malsana curiosidad al ver la desgracia ajena. Igual que Bob, igual que los demás reporteros que acudían constantemente como moscas, igual que la gente que iba precipitadamente a ver qué era aquello que causaba tanto escándalo, igual que los que mañana leerían con avidez la noticia en los periódicos.
Un ramalazo de aire cruzó por la calle y sintió frío, pero no hizo nada por mitigarlo. Se puso a andar, apartándose de la riada humana que confluía en la enorme puerta de acceso, taponándola continuamente. A medida que se alejaba, el murmullo de colmena del aeropuerto se iba quedando atrás, lejos.
Pensó en Hellen. Hacía seis meses que no la veía, desde que iniciara el viaje a Nueva York.
Apenas dos horas antes, había acudido al aeropuerto con la ilusión de verla de nuevo, de sentirla entre sus brazos, de darle un beso de bienvenida.
Y ahora... Ahora, Hellen estaba muerta. Ahora no sería más que un cuerpo carbonizado, retorcido entre los hierros del destrozado avión, un cuerpo al que sólo se podría identificar tras largos esfuerzos.
Ya no la vería más. Para él, Hellen sería de ahora en adelante tan sólo un recuerdo, el triste recuerdo de las personas queridas que han desaparecido a de nuestra vida, dejando tan sólo una honda huella de ausencia en nuestro corazón.
No acudió a su heliobólido. Andando lentamente, con la cabeza baja, con los hombros hundidos, con ese aire de las personas acabadas, fue alejándose del aeropuerto. Su figura se fue empequeñeciendo en la noche, hasta que desapareció por completo en la oscuridad...





TIEMPO SEGUNDO


1

Anduvo toda la noche vagando por las calles de Londres, sin rumbo fijo, sin meta ni destino prefijados. Vio las estrellas palidecer, vio la aurora asomar por el horizonte, tras los edificios, vio al sol despuntar con sus rayos rojos, anunciando el nuevo día. Pero nada de esto fue capaz de despertar ningún pensamiento en su interior.
Llegó a su apartamento casi a las diez de la mañana. En la calle, un chiquillo voceaba la edición extra del "Times", con el reportaje del trágico accidente de aviación. Sin saber por qué lo hacía, Fawcett adquirió un ejemplar, metiéndoselo maquinalmente en el bolsillo, sin siquiera dirigirle una mirada. Subió a su apartamento, se quitó la chaqueta y se tendió en la cama. Cerró los ojos.
En su mente se reflejaban todavía las escenas de la noche anterior...
Llevaría unos minutos tendido, cuando el timbre del teléfono empezó a repiquetear insistentemente. Lo dejó sonar durante unos instantes, sin ánimos ni deseos de levantarse, pero la fuerza de la costumbre, este hábito que la profesión periodística había implantado en él, le hizo finalmente levantarse y acercarse al aparato. Descolgó el auricular.
--¡Ben, por fin! --era la voz bronca de Samuel S. White, cabalgando a través del hilo telefónico--. ¡He estado toda la mañana llamándote continuamente! ¿Dónde diablos te has metido?
Fawcett dudó unos momentos entre colgar de nuevo o seguir oyendo. No tenía el menor deseo de escuchar a White. Sin embargo, las próximas palabras del director del "Meteor" le hicieron cambiar de opinión.
--¡Ben! ¿Estás aquí? Oye, sé lo que te pasa, y no creas que no lo comprendo. Ha sido un golpe muy duro para ti. Pero estoy seguro de que esto, en vez de una traba, será un aliciente para el trabajo que deseo encomendarte.
Esperó unos momentos y, al ver que Fawcett no decía nada, preguntó:
--¿Has leído los periódicos de hoy, Ben?
Fawcett tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contestar. Su voz salió ronca al pronunciar el monosílabo:
--No.
--Bien, entonces será mejor que los leas cuanto antes. Así te enterarás de lo que fue en realidad el tal accidente. Estoy seguro de que, una vez lo sepas, querrás encargarte del caso. Al menos, esto es lo que yo haría de encontrarme en tu lugar... Fawcett no oyó más. Aquellas palabras abrieron repentinamente una brecha de luz en su semiembotado cerebro. Sabotaje, un contenido especial, un accidente provocado, dejó caer bruscamente el teléfono, que chocó con seco ruido contra una pata de la mesa, y se lanzó hacia su chaqueta, tomando el periódico que acababa de adquirir.
--¡Oye, Ben! --llegaba la voz de White a través del colgante auricular--. Ben, ¿me oyes?
Pero Fawcett no oía ya nada. Su vista acababa de fijarse en unos enormes titulares que, en primera página, proclamaban:

CATÁSTROFE EN EL AEROPUERTO DE LONDRES II
EL ACCIDENTE, CONSECUENCIA DE UN SABOTAJE PREMEDITADO

Y más abajo, en letra más pequeña:
"El estrato-avión que cubría la línea regular de vuelo Nueva York-Londres sufrió ayer, al aterrizar en esta última capital, un trágico y mortal accidente, cuando estalló súbitamente uno de sus motores. El aparato, perdidos el gobierno y la estabilidad, giró sobre sí mismo, dando una aparatosa vuelta de campana ante la vista de las numerosas personas que aguardaban en el aeropuerto, las cuales vieron horrorizadas e impotentes todo el proceso de la catástrofe. A pesar de la pronta intervención del servicio de incendios del aeropuerto, no se pudo evitar que los restantes motores del estratoavión estallaran, convirtiendo el aparato en una inmensa hoguera, en la cual quedaron aprisionados e impotentes para escapar todos sus ocupantes.
>La investigación que se realizó más tarde sobre las causas del inusitado accidente, reveló a las claras que éste no fue en realidad tal accidente, sino un sabotaje premeditadamente preparado. En el primer motor del ala izquierda había sido colocada una bomba, cuyo dispositivo de explosión estaba conectado con el tren de aterrizaje, de modo que, tres minutos después de bajarse éste, entrara en acción. El dispositivo destructor tuvo que ser instalado en Nueva York, lugar de origen y única escala del aparato, por unas hasta ahora desconocidas manos asesinas. El trágico balance de este sabotaje ha sido de ciento sesenta y cuatro muertos, incluidos los pilotos, azafatas y demás personal del aparato. No ha habido ningún superviviente.
>El motivo del criminal atentado ha sido, según informe de fuentes oficiales la destrucción de unos documentos de gran importancia política internacional que viajaban en el avión. El portador de los mismos era un agente del Gobierno inglés, que viajaba en misión oficial secreta bajo el nombre de Lloyd Harold Finnegan y la personalidad de un comerciante neoyorkino en viaje de negocios a Gran Bretaña. Los documentos han quedado destruidos en el incendio consecutivo al accidente, constituyendo su desaparición una vital pérdida para nuestra nación, que cifraba en ellos grandes esperanzas de entendimiento internacional.
>La policía mundial busca afanosamente a los responsables del criminal atentado, y sus pesquisas avanzan rápidamente, confiándose en poder poner en manos de la justicia a los multiasesinos dentro de un plazo relativamente breve..."
Seguían a continuación nuevas informaciones y detalles sobre el caso, así como una reconstrucción completa del proceso del accidente, sin duda facilitada por alguno de los muchos que lo presenciaron. Más abajo, finalmente, y entre una relación completa de las víctimas:
"Entre las víctimas del desgraciado accidente se cuenta también Hellen Thompson, la antropóloga británica, que volvía de Nueva York después de asistir a una asamblea en esta ciudad y dar un ciclo de conferencias por todo el país. Su muerte representa también una gran pérdida para la ciencia y para la nación, constituyendo un agravante más..."
Fawcett crispó los dedos, arrugando entre sus manos la hoja de papel. Hellen, muerta. Sabotaje, explosivo, el motor, el tren de aterrizaje... Todo ello bailaba por su mente, al compás irónico y cruel de una grotesca danza macabra...
Por el colgante auricular, la voz de White seguía sonando:
--No sé si me escucharas, Ben, pero deseo decirte una cosa. Tú eres el más indicado para descubrir la verdad. Es algo que te concierne personalmente. Además, tú tienes la experiencia de otros casos similares, en los que siempre has sabido desentrañar la verdad de los hechos. Oye, Ben...
Fawcett se acercó, tomando el auricular y depositándolo nuevamente sobre su horquilla. No quería escuchar la voz de White. No quería escuchar a nadie.
Tomó de nuevo entre sus manos el periódico, contemplándolo sin ver. Sabía que las palabras de White no eran sinceras. Nadie era sincero. Todo en el mundo era una gran mentira. Como a todos, al director del "Meteor" no le importaba nada más que el éxito, la publicidad. Simple ambición.
Ya veía en las páginas de su periódico el reportaje: "Benjamin Fawcett, reportero de nuestro periódico, logra descubrir el misterio del sabotaje del avión siniestrado. En el aparato viajaba la prometida de nuestro redactor, la célebre antropólogo Hellen Thompson, la cual pereció también en el accidente. Fawcett, animado por su afán de justicia y sus ansias de vengar la muerte de la mujer que amaba..."
Arrugó nuevamente el periódico entre sus manos crispadas, y lo arrojó con furia contra la pared. Sí, buscaría a los causantes del accidente, a los miserables que prepararon el sabotaje. Los buscaría para matarlos con sus propias manos.

[...]