CONTENIDO LITERAL

("El libro del Día del Juicio Final" (fragmento), novela de Connie Willis)



1

El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante.
Preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.
-Cierra la puerta -respondió ella-. No puedo oírte con esos horribles villancicos.
Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del Adeste Fideles que se filtraba desde el patio.
-¿Llego demasiado tarde? -repitió.
Mary sacudió la cabeza.
-Sólo te has perdido el discurso de Gilchrist. -Se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera ir a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero-. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?
-Sí -contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de fino-cristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.
Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.
-¿Dónde está Kivrin? -preguntó Dunworthy.
-No la he visto -dijo Mary-. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.
Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.
-Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.
Rebuscó en la bolsa.
-Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí-dijo, sin dejar de buscar-. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.
Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.
-Le compré esto para Navidad. -Sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes-. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y sólo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.
Abrió la caja y desplegó el papel de seda.
-No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?
Él se volvió.
-¿Qué? -Había estado contemplando abstraído las pantallas.
-Decía que las bufandas son siempre un buen re-galo de Navidad para los chavales, ¿no crees?
Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.
-Sí-dijo, y se volvió hacia el fino-cristal.
-¿ Qué pasa, James ? ¿ Algo va mal ?
Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.
-¿Dónde está Gilchrist? -dijo Dunworthy.
-Se fue por allí -contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red-. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.
-Preparándola -murmuró Dunworthy.
-James, ven y siéntate, y dime qué va mal -dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa.
miró esperanzado a Mary-. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?
-No. En alguna parte de Escocia, creo.
-En alguna parte de Escocia -repitió él amargamente-. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.
Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.
-Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?
-No lo sé. -Ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante-. Sólo soy doctora, no técnico. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?
Dunworthy asintió.
-El mejor técnico que tiene Balliol -dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes-. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.
Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.
-¡Badri! -llamó Dunworthy.
Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.
-No te oye -dijo Mary.
-¡Badri! -gritó él-. Necesito hablar contigo.
Mary se levantó.
-No te oye, James. La mampara es a prueba de sonidos.
Badri dijo algo a Latimer, quien todavía sostenía el cofre con cierres de metal. Parecía asombrado. Badri le quitó el cofre y lo colocó sobre la marca de tiza.
Dunworthy buscó un micrófono. No vio ninguno.
-¿Cómo oíste el discurso de Gilchrist? -preguntó a Mary.
-Gilchrist pulsó un botón ahí dentro -dijo ella, señalando un panel junto a la red.
Badri había vuelto a sentarse ante la consola y hablaba a su oído. Los escudos de la red empezaron a descender. Badri dijo algo más, y volvieron a donde estaban antes.
-Le pedí a Badri que volviera a comprobarlo todo: la red, los cálculos del aprendiz, todo -dijo Dunworthy-. Y que abortara inmediatamente el lanzamiento si detectaba algún error, a pesar de lo que dijera Gilchrist.
-Pero supongo que Gilchrist no pondrá en peligro la seguridad de Kivrin -protestó Mary-. Me dijo que había tomado todas las precauciones...
-¡Todas las precauciones! No ha realizado pruebas de reconocimiento ni comprobaciones de parámetros. Hicimos dos años de lanzamientos no tripulados al siglo XX antes de enviar a nadie. Él no ha hecho ninguno. Badri le dijo que debería retrasar el lanzamiento hasta que pudiera hacer al menos uno, y en vez de eso lo adelantó dos días. Ese tipo es un incompetente total.
-Pero explicó por qué el lanzamiento tenía que ser hoy -alegó Mary-. Dijo que los habitantes del siglo XIV no prestaban atención a las fechas, excepto a las siembras y las cosechas y los días festivos de la Iglesia. Dijo que la concentración de días sagrados era mayor en Navidad, y por eso Medieval ha decidido enviar a Kivrin ahora, para que pueda utilizar los días de Adviento para determinar su localización temporal y asegurarse de estar en el lugar de recogida el veintiocho de diciembre.
-Enviarla ahora no tiene nada que ver con el Adviento ni las festividades -protestó él, observando a Badri. Volvía a pulsar una tecla cada vez, con el ceño fruncido-. Podría enviarla la semana que viene y usar la Epifanía para la cita de encuentro. Podría hacer lanzamientos no tripulados durante seis meses y luego enviarla haciendo un bucle. Gilchrist la envía ahora porque Basingame está de vacaciones y no se encuentra aquí para detenerlo.
-Oh, cielos -suspiró Mary-. Ya me parecía a mí demasiada prisa. Cuando le pregunté cuánto tiempo tendría que estar Kivrin en el hospital, intentó convencerme de que no sería necesario internarla. Tuve que explicarle que las vacunas necesitaban un tiempo para hacer efecto.
-Un encuentro el veintiocho de diciembre -dijo Dunworthy con amargura-. ¿Te das cuenta de qué festividad es? La celebración de la matanza de los Santos Inocentes. Cosa que, dada la manera en que se está dirigiendo este lanzamiento, puede ser completamente apropiada.
-¿Por qué no lo detienes? -dijo Mary-. Puedes prohibir a Kivrin que vaya, ¿no? Eres su tutor.
-No. No lo soy. Ella es estudiante en Brasenose. Su tutor es Latimer -señaló en dirección a Latimer, quien había vuelto a coger el cofre y lo contemplaba, ausente-. Vino a Balliol y me pidió que fuera su tutor extraoficialmente.
Se volvió y observó el fino cristal, sin verlo.
-Entonces le dije que no podía ir.
Kivrin había ido a verle cuando era estudiante de primer curso.
-Quiero viajar a la Edad Media -le había dicho. Ni siquiera llegaba al metro y medio de altura, y llevaba el cabello rubio recogido en trenzas. No parecía tener edad suficiente para cruzar la calle sola.
-No puedes -le dijo él, su primer error. Tendría que haberla enviado de vuelta a Medieval, decirle que tratara el tema con su tutor-. La Edad Media está cerrada. Tiene un baremo de diez.
-Un diez prohibitivo que según el señor Gilchrist no se merece -replicó Kivrin-. Dice que ese baremo no se aguantaría con un análisis año por año. Se basa en la tasa de mortalidad de los contemporáneos, que se debía sobre todo a la mala nutrición y a la falta de apoyo médico. Ese baremo no sería tan alto para un historiador que hubiera sido vacunado contra las enfermedades. El señor Gilchrist piensa pedir a la Facultad de Historia que vuelva a evaluar el baremo y abran parte del siglo XIV.
-No puedo concebir que la Facultad de Historia abra un siglo que no sólo tenía la peste negra y el cólera, sino la Guerra de los Cien Años también -dijo Dunworthy.
-Pero podrían hacerlo, y en ese caso, quiero ir.
-Imposible -dijo él-. Aunque se abra, Medieval no enviaría a una mujer. Una mujer sola era algo inaudito en el siglo XIV. Sólo las mujeres de las clases inferiores iban sin compañía, y eran presa fácil para cualquier hombre o bestia que se encontraran en el camino. Las mujeres de la nobleza e incluso de la emergente clase media iban constantemente en compañía de sus padres, maridos o criados, normalmente los tres a la vez. Además, aunque no fueras mujer, todavía no te has graduado. El siglo XIV es demasiado peligroso para que Medieval considere enviar a un estudiante. Enviarían a un historiador experimentado.
-No es más peligroso que el siglo XX -objetó Kivrin-. Gas mostaza, accidentes de coche y otras minucias. Al menos no me tirarán una bomba encima. ¿Y quién tiene experiencia en historia medieval? Nadie tiene experiencia de campo, y sus historiadores del siglo XX aquí en Balliol no saben nada acerca de la Edad Media. Nadie sabe nada. Apenas hay archivos, excepto de los registros de las parroquias y las listas de impuestos, y nadie sabe cómo se vivía. Por eso quiero ir. Quiero averiguar datos acerca de ellos: cómo vivían, cómo eran. ¿No querrá ayudarme, por favor?
-Me temo que tendrás que hablar con Medieval -dijo él por fin, pero ya era demasiado tarde.
-Ya he hablado con ellos. Tampoco saben nada sobre la Edad Media. Quiero decir nada práctico. El señor Latimer me está enseñando inglés medieval, pero todo se reduce a inflexiones pronominales y cambios vocálicos. No me ha enseñado a decir nada.
Se inclinó sobre la mesa de Dunworthy.
-Necesito aprender el idioma y las costumbres, y el dinero y los modales en la mesa y todas esas cosas. ¿Sabe que no usaban platos ? Usaban obleas de pan planas llamadas manchets, y cuando terminaban la comida, las rompían en pedacitos y se las comían. Necesito que alguien me enseñe cosas como ésas, para no cometer errores.
-Soy historiador del siglo XX, no medieval. Hace cuarenta años que no estudio la Edad Media.
-Pero sabe el tipo de cosas que necesito. Puedo estudiarlas y aprenderlas, si me dice cuáles son.
-¿Qué hay de Gilchrist? -apuntó él, aunque consideraba a Gilchrist un idiota presuntuoso.
-Está trabajando en la reevaluación del baremo y no tiene tiempo.
¿Y de qué le servirá la reevaluación si no tiene historiadores que enviar?, pensó Dunworthy.
-¿Y la profesora visitante americana, Montoya? Está trabajando en la excavación medieval cerca de Witney, ¿no? Debe de saber algo acerca de las costumbres de la época.
-La señora Montoya tampoco tiene tiempo, está demasiado ocupada tratando de reclutar gente para trabajar en la excavación de Skendgate. ¿No lo comprende? Todos son inútiles. Usted es el único que puede ayudarme.
Dunworthy tendría que haber dicho que todos eran miembros de la facultad de Brasenose y él no, pero en cambio se sintió maliciosamente halagado al oírle decir lo que siempre había pensado, que Latimer era un viejo chocho y Montoya una arqueóloga frustrada, que Gilchrist era incapaz de formar historiadores. Estaba ansioso por utilizarla para demostrar a Medieval cómo había que hacer las cosas.
-Te asignaremos un intérprete -decidió-. Y quiero que aprendas latín eclesiástico, francés normando y alemán antiguo, además del inglés medieval de Latimer.
Ella sacó inmediatamente un lápiz y un cuaderno de ejercicios de su bolsillo y empezó a hacer una lista.
-Necesitarás experiencia práctica en agricultura... ordeñar una vaca, recoger huevos, plantar verduras -prosiguió él, contando con los dedos-. Tendrías que llevar el pelo más largo; toma corticoides. Deberás aprender a tejer con un huso, no con un telar. El telar no se había inventado todavía. Y también tendrás que aprender a montar a caballo.
Se detuvo, recuperando por fin la cordura.
-¿Sabes lo que tienes que aprender? -dijo, observándola, inclinado ansiosamente sobre la lista que ella garabateaba, las trenzas colgando sobre sus hombros-. Cómo tratar llagas abiertas y heridas infectadas, cómo preparar el cadáver de un niño para enterrarlo, cómo cavar una tumba. La tasa de mortalidad seguirá valiendo diez, aunque Gilchrist consiga que cambien el baremo. La esperanza media de vida en 1300 era de treinta y ocho años. No tienes nada que hacer allí.
Kivrin alzó la cabeza, con el lápiz sobre el papel.
-¿Dónde puedo ir a buscar cadáveres? -preguntó ansiosamente-. ¿Al depósito? ¿O debo acudir a la doctora Ahrens en el hospital?
-Le dije que no podía ir -suspiró Dunworthy, todavía contemplando el cristal-, pero no quiso escucharme.
-Lo sé -asintió Mary-. A mí tampoco me hizo caso.
Dunworthy se sentó junto a ella, incómodo. La lluvia y la búsqueda de Basingame habían agravado su artritis. Todavía llevaba el abrigo puesto. Se lo quitó, junto con la bufanda que le colgaba del cuello.
-Quise cauterizarle la nariz -dijo Mary-. Le advertí que los olores del siglo XIV podrían ser completamente incapacitadores, que en la actualidad no estamos acostumbrados a los excrementos, a la carne podrida ni a la descomposición. Le dije que las náuseas interferirían de forma significativa con su habilidad para actuar.
-Pero no quiso escucharte -dijo Dunworthy.
-No.
-Intenté explicarle que la Edad Media era peligrosa y que Gilchrist no estaba tomando suficientes precauciones, y ella me aseguró que me estaba preocupando por nada.
-Quizá sea así -contestó Mary-. Después de todo, es Badri quien dirige el lanzamiento, no Gilchrist, y le ordenaste que lo abortara si detectaba algún error.
-Sí -dijo él, observando a Badri a través del cristal. Volvía a teclear, una tecla cada vez, los ojos fijos en las pantallas. Badri no era sólo el mejor técnico de Balliol, sino de la universidad entera. Y había dirigido docenas de lanzamientos remotos.
-Y Kivrin está bien preparada -añadió Mary-. Tú has sido su tutor, y yo he pasado el último mes en el hospital preparándola físicamente. Está protegida contra el cólera, el tifus y todas las demás enfermedades que existían en 1320; por cierto, la peste que temías no es una de ellas. No hubo ningún caso en Inglaterra hasta que llegó la Peste Negra en 1348. Le he extirpado el apéndice y aumentado su sistema inmunológico. Le he suministrado antivirales en todo el espectro y le he impartido un curso acelerado de medicina medieval. Además, ha trabajado un montón por su cuenta. Estudió hierbas medicinales mientras estuvo en el hospital.
-Lo sé -asintió Dunworthy. Ella había pasado las últimas vacaciones de Navidad memorizando misas en latín y aprendiendo a tejer y bordar, y él le había enseñado todo lo que pudo imaginar. ¿Pero bastaría eso para protegerla de ser arrollada por un caballo, o violada por un caballero borracho que volviera a casa de las Cruzadas? En 1320 todavía quemaban a gente en la hoguera. No existía ninguna vacuna para protegerla de eso, ni de que alguien la viera aparecer y decidiera que era una bruja.
Contempló de nuevo el fino-cristal. Latimer alzó el cofre por tercera vez y lo soltó. Montoya consultó de nuevo su reloj. El técnico pulsaba las teclas y fruncía el ceño.
-Tendría que haberme negado a ser su tutor -dijo él-. Sólo lo hice para demostrarle a Gilchrist lo incompetente que es.
-Tonterías. Lo hiciste porque ella es Kivrin. Eres tú de nuevo: inteligente, llena de recursos, decidida.
-Yo nunca fui tan insensato.
-Ya lo creo. Aún recuerdo la época en que no podías esperar viajar a los bombardeos de Londres para que te cayeran las bombas encima de la cabeza. Y me parece recordar cierto incidente relacionado con el viejo Bodleian...
La puerta de la habitación de preparativos se abrió, y Kivrin y Gilchrist salieron de la estancia. Kivrin se levantó la larga falda mientras pasaba por encima de las cajas dispersas. Llevaba la capa con el forro blanco de pelo de conejo y la brillante saya azul que había ido a enseñarle el día anterior. Le había dicho que la capa era tejida a mano. Parecía una vieja manta de lana que alguien le hubiera echado sobre los hombros, y las mangas de la saya le venían demasiado largas. Casi le cubrían las manos. Su cabello largo y rubio quedaba recogido por un rodete y le caía sobre los hombros. Seguía sin parecer lo bastante mayor para cruzar la calle sola.
Dunworthy se levantó, dispuesto a golpear de nuevo el cristal en cuanto ella mirara en su dirección, pero Kivrin se detuvo en mitad del desorden, todavía vuelta, miró las marcas del suelo, avanzó un poco, y se arregló la falda.
Gilchrist se acercó a Badri, le dijo algo y cogió un clasificador que había encima de la consola. Empezó a comprobar cada artículo con una breve sacudida del lápiz óptico.
Kivrin le dijo algo y señaló el cofre con cierres de metal. Montoya se enderezó impaciente y se acercó al lugar donde se encontraba Kivrin, sacudiendo la cabeza. Kivrin dijo algo más, decidida, y Montoya se arrodilló y acercó el cofre a la carreta.
Gilchrist comprobó otro artículo de su lista. Le dijo algo a Latimer y éste fue y cogió una caja plana de metal y se la tendió. Gilchrist le dijo algo a Kivrin, y ella unió las manos delante de su pecho. Inclinó la cabeza y empezó a hablar.
-¿Está practicando sus rezos? -dijo Dunworthy-. Eso será útil, ya que la ayuda de Dios tal vez sea la única que reciba en este lanzamiento.
-Están comprobando el implante -le explicó Mary.
-¿Qué implante?
-Un chip grabador especial para que pueda registrar su trabajo de campo. La mayoría de los contemporáneos no saben leer ni escribir, así que le implanté un oído y un A-a-D en una muñeca y una memoria en la otra. La activa presionando las palmas de las manos. Cuando habla, parece que está rezando. Los chips tienen una capacidad de 2,5 Gigabytes, así que podrá registrar sus observaciones durante las dos semanas y media completas.
-Tendrías que haber implantado también un localizador por si pide ayuda.
Gilchrist jugueteaba con la caja plana de metal. Sacudió la cabeza y levantó un poco más las manos cruzadas de Kivrin. La larga manga se replegó. Ella tenía un corte en la mano. Una fina línea marrón de sangre seca cubría el corte.
-Algo va mal -dijo Dunworthy, volviéndose hacia Mary-. Está herida.
Kivrin volvía a hablar a sus manos. Gilchrist asintió. Kivrin le miró, vio a Dunworthy, y le dirigió una sonrisa de alegría. También tenía la sien ensangrentada. Bajo el rodete, los cabellos aparecían manchados de sangre. Gilchrist levantó la cabeza, vio a Dunworthy, y se dirigió a toda prisa a la partición de fino-cristal, con aspecto irritado.
-¡Todavía no ha partido, y ya está herida! -Dunworthy golpeó el cristal.
Gilchrist se acercó al panel de la pared, pulsó una tecla, y luego se dio la vuelta y se plantó ante Dunworthy.
-Señor Dunworthy -dijo. Saludó a Mary con un movimiento de cabeza-. Doctora Ahrens. Me complace mucho que hayan venido a despedir a Kivrin -hizo especial hincapié en las tres últimas palabras, para que parecieran una amenaza.
-¿Qué le ha pasado a Kivrin? -dijo Dunworthy.
-¿Pasado? -preguntó Gilchrist. Parecía sorprendido-. No sé a qué se refiere.
Kivrin se había acercado a la partición, sujetándose la falda con una mano ensangrentada. En la mejilla tenía una magulladura rojiza.
-Quiero hablar con ella -exigió Dunworthy.
-Me temo que no hay tiempo -contestó Gilchrist-. Tenemos un horario que cumplir.
-Tengo que hablar con ella.
Gilchrist arrugó los labios y dos líneas blancas aparecieron a cada lado de su nariz.
-He de recordarle, señor Dunworthy, que este lanzamiento es de Brasenose, no de Balliol. Por supuesto, agradezco la ayuda que nos ha ofrecido al prestarnos a su técnico, y respeto sus muchos años de experiencia como historiador, pero le aseguro que todo está bajo control.
-Entonces, ¿por qué está herida su historiadora antes de haber sido enviada siquiera?
-Oh, señor Dunworthy, me alegro mucho de que haya venido -dijo Kivrin, acercándose al cristal-. Temía no poder despedirme de usted. ¿No es emocionante?
Emocionante.
-Estás sangrando -señaló Dunworthy-. ¿Qué ha pasado?
-Nada -contestó Kivrin, tocando torpemente la sien y luego mirándose los dedos-. Forma parte del disfraz. -Miró a Mary-. Doctora Ahrens, ha venido también. Me alegro mucho.
Mary se había levantado, todavía con la bolsa de la compra en la mano.
-Quiero examinar tu vacuna antiviral -dijo-. ¿Has tenido alguna otra reacción además de la hinchazón? ¿Picores?
-Todo va bien, doctora Ahrens -aseguró Kivrin.
Se recogió la manga y la dejó caer antes de que Mary tuviera tiempo de echar un buen vistazo a la parte interior de su brazo. Había otra magulladura rojiza en el antebrazo de Kivrin, que ya empezaba a volverse negra y azul.
-Me gustaría volver al tema de por qué está sangrando -insistió Dunworthy.
-Ya le digo que forma parte del disfraz. Soy Isabel de Beauvrier, y se supone que he sido asaltada por unos ladrones mientras estoy de viaje -dijo Kivrin. Se volvió y señaló hacia las cajas y la carreta aplastada-. Me han robado mis cosas, y me han dado por muerta. Usted me dio la idea, señor Dunworthy -añadió, en tono de reproche.
-Desde luego, nunca he sugerido que comenzaras herida y sangrante.
-La sangre falsa no era práctica -señaló Gilchrist-. Probabilidad no pudo darnos estadísticas significativas de que fueran a atender su herida.
-¿Y no se le ocurrió falsificar una herida realista? ¿Tuvo que golpearla en la cabeza? -estalló Dunworthy, furioso.
-Señor Dunworthy, debo recordarle...
-¿Que este proyecto es de Brasenose, no de Balliol? Tiene toda la razón. Si fuera del siglo XX intentaríamos proteger al historiador de las heridas, no inflingírselas nosotros mismos. Quiero hablar con Badri. Quiero saber si ha vuelto a comprobar los cálculos del estudiante.
Gilchrist frunció los labios.
-Señor Dunworthy, el señor Chaudhuri puede ser su técnico de red, pero éste es mi lanzamiento. Le aseguro que hemos tenido en cuenta todas las contingencias posibles...
-Es sólo un arañazo -intervino Kivrin-. Ni siquiera me duele. Estoy bien, de verdad. Por favor, no se preocupe, señor Dunworthy. La idea de ser herida fue mía. Recordé lo que dijo usted sobre cómo las mujeres eran tan vulnerables en la Edad Media, y pensé que sería buena idea parecer más vulnerable de lo que. soy.
Sería imposible que parecieras aún más vulnerable, pensó Dunworthy.
-Si finjo estar inconsciente, oiré todo lo que diga la gente acerca de mí, y no me harán muchas preguntas sobre quién soy, porque quedará claro que...
-Ya es hora de que te coloques en posición -la interrumpió Gilchrist, quien avanzó amenazadora-mente hacia el panel de la pared.
-Ya voy -dijo Kivrin, sin pestañear.
-Estamos preparados para enviar la red.
-Lo sé -replicó ella con firmeza-. Iré en cuanto me despida del señor Dunworthy y de la doctora Ahrens.
Gilchrist asintió cortante y regresó junto al carro. Latimer le preguntó algo y le contestó con malos modos.
-¿Qué implica colocarte en posición? -preguntó Dunworthy-. ¿Permitirle darte una paliza porque Probabilidad le ha dicho que existe una posibilidad estadística de que alguien no crea que estás de verdad inconsciente?
-Implica tenderme y cerrar los ojos -contestó Kivrin, sonriendo-. No se preocupe.
-No hay ninguna razón para que no puedas esperar a mañana y dar al menos tiempo para que Badri haga una comprobación de parámetros.
-Quiero volver a ver esa vacuna -dijo Mary.
-¿Quieren dejar de preocuparse? No me pica la vacuna, no me duele el corte, Badri ha pasado toda la mañana haciendo comprobaciones. Sé que se interesan por mí, pero por favor, no lo hagan. El lanzamiento es en la carretera principal de Oxford a Bath, a sólo dos millas de Skendgate. Si no aparece nadie, caminaré hasta el pueblo y les diré que me han atacado y robado. Antes de nada determinaré mi localización para poder encontrar el punto de recogida -colocó la mano sobre el cristal-. Quiero darles las gracias a los dos por todo lo que han hecho. Quería ir a la Edad Media más que nada en el mundo, y ahora voy a hacerlo.
-Es probable que sientas dolor de cabeza y fatiga después del lanzamiento -advirtió Mary-. Es un efecto secundario normal del desplazamiento temporal.
Gilchrist volvió a acercarse al fino-cristal.
-Es hora de que te coloques en posición.
-Tengo que irme -dijo Kivrin, recogiendo sus pesadas faldas-. Muchísimas gracias a los dos. No me encontraría aquí si no fuera por su ayuda.
-Adiós -dijo Mary.
-Ten cuidado -recomendó Dunworthy.
-Lo haré -aseguró Kivrin, pero Gilchrist ya había pulsado el panel de la pared y Dunworthy no la oyó. Ella sonrió, agitó la mano y se dirigió a la carreta volcada.
Mary volvió a sentarse y empezó a buscar su pañuelo en la bolsa de la compra. Gilchrist leía los artículos anotados en el clasificador. Kivrin asintió ante cada uno de ellos, y él los fue tachando con el lápiz óptico.
-¿Y si se le gangrena la herida de la sien? -dijo Dunworthy, todavía de pie ante el cristal.
-Imposible -dijo Mary-. Le aumenté el sistema inmunológico. -Se sonó la nariz.
Kivrin discutía con Gilchrist por algo. Las líneas blancas alrededor de la nariz del hombre estaban claramente definidas. Ella sacudió la cabeza, y después de un instante él tachó el siguiente artículo con un movimiento furioso y brusco.
Gilchrist y el resto de Medieval podrían ser unos incompetentes, pero Kivrin no lo era. Había aprendido inglés medieval y latín eclesiástico y anglosajón. Había memorizado las misas en latín y había aprendido a bordar y a ordeñar una vaca. Había ideado una identidad y un motivo para estar sola en el camino entre Oxford y Bath, y tenía el intérprete y le habían extirpado el apéndice y aumentado los anticuerpos.
-Lo hará maravillosamente -dijo Mary-, lo que sólo servirá para convencer a Gilchrist de que los métodos de Medieval no son chapuceros ni peligrosos.
Gilchrist se acercó a la consola y le tendió el clasificador a Badri. Kivrin volvió a cruzar las manos, más cerca de su cara esta vez, casi tocándolas con la boca, y empezó a hablarles.
Mary se acercó y se situó junto a Dunworthy, agarrando su pañuelo.
-Cuando yo tenía diecinueve años... cosa que fue, oh, Dios, hace cuarenta años, no parece tanto... mi hermana y yo viajamos por todo Egipto. Fue durante la Pandemia. Había cuarentena por todas partes, y los israelíes disparaban a los americanos en cuanto los veían, pero no nos importaba. No creo que ni siquiera se nos ocurriera la posibilidad de que corriéramos peligro, que pudieran secuestrarnos o confundirnos con americanas. Queríamos ver las pirámides.
Kivrin había terminado de rezar. Badri dejó su consola y se acercó al lugar donde se encontraba. Le habló durante varios minutos, siempre con el ceño fruncido. Ella se arrodilló y se tumbó de costado junto a la carreta, girando para quedar de espaldas con un brazo sobre el rostro y la falda enmarañada alrededor de las piernas. El técnico le arregló la falda, sacó el medidor y caminó a su alrededor; regresó a la consola y le habló al oído. Kivrin permaneció muy quieta, la sangre de su frente casi negra bajo la luz.
-Dios mío, qué joven parece -suspiró Mary.
Badri habló al oído, miró los resultados de la pantalla, regresó junto a Kivrin. Pasó sobre ella, esquivando sus piernas, y se inclinó para ajustarle la manga. Hizo una medición, le movió el brazo para que quedara situado sobre su rostro como si hubiese querido esquivar un golpe de sus atacantes, y volvió a medir.
-¿Viste las pirámides? -preguntó Dunworthy.
-¿Qué?
-Cuando estuviste en Egipto. Cuando recorriste Oriente Medio ajena al peligro. ¿Llegaste a ver las pirámides?
-No. El Cairo estaba en cuarentena el día que aterrizamos. -Mary miró a Kivrin, tendida en el suelo-. pero sí vimos el Valle de los Reyes.
Badri movió el brazo de Kivrin una fracción de centímetro, la contempló con el entrecejo fruncido durante un instante, y luego regresó a la consola. Gilchrist y Latimer le siguieron. Montoya se apartó para dejarles sitio .alrededor de la pantalla. Badri habló al oído de la consola, y los escudos semitransparentes empezaron a bajar, cubriendo a Kivrin como un velo.
-Nos alegramos de haber ido -dijo Mary-. Volvimos a casa sanas y salvas.
Los escudos tocaron el suelo, se liaron un poco al-rededor de las faldas de Kivrin, demasiado largas, y se detuvieron.
-Ten cuidado -susurró Dunworthy. Mary le cogió la mano.
Latimer y Gilchrist se acurrucaron delante de la pantalla, contemplando la súbita explosión de números. Montoya miró su digital. Badri se inclinó hacia delante y abrió la red. El aire del interior de los escudos titiló con la súbita condensación.
-No vayas -dijo Dunworthy.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(000008-000242)
Primera entrada. 22 de diciembre, 2054. Oxford. Esto será una grabación de mis observaciones históricas de la vida en Oxfordshire, Inglaterra, desde 13 de diciembre de 1320 hasta el 28 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo).
(Pausa)
Señor Dunworthy, llamo a esta grabación el Libro del Día del Juicio Final porque se supone que es un registro de la vida en la Edad Media, que es lo que resultó ser la investigación ordenada por Guillermo el Conquistador, aunque él lo pretendiera como método para asegurarse de obtener hasta la última libra de oro e impuestos que le debían sus vasallos. También he decidido llamarlo de esta forma porque imagino que es así como a usted le gustaría llamarlo, pues está convencido de que me pasará algo horrible. Le estoy viendo en la zona de observación ahora mismo, contándole a la pobre doctora Ahrens todos los temibles peligros del siglo XIV. No se preocupe. Ella ya me habló del desplazamiento temporal y de las enfermedades medievales con todo lujo de detalles, aunque se supone que soy inmune a todas ellas. También me advirtió sobre la vigencia de las violaciones en el siglo XIV. Y cuando le digo que estoy perfectamente bien, tampoco quiere hacerme caso. Estaré perfectamente bien, señor Dunworthy.
Por supuesto, usted ya lo sabrá, y que volví de una pieza según lo previsto, para cuando oiga esto, así que no le importará que le regañe un poco. Sé que sólo se preocupa por mí, y que sin toda su ayuda y preparación no habría vuelto sana y salva.
Por tanto, le dedico el Libro del Día del Juicio Final, señor Dunworthy. Si no fuera por usted, no estaría aquí con la saya y la capa, hablando a este grabador, esperando a que Badri y el señor Gilchrist finalicen sus interminables cálculos y deseando que se den prisa para poder partir.
(Pausa)



2

-Bueno -dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa.
-Creía que tenías que ir a recoger a tu sobrino nieto -contestó Dunworthy, todavía contemplando el lugar donde antes había estado Kivrin. El aire titilaba con partículas de hielo dentro del velo de escudos. Cerca del suelo, en el interior del fino-cristal, se había formado escarcha.
Los tres ineptos de Medieval todavía estaban contemplando las pantallas, aunque sólo mostraban la línea plana de la llegada.
-No tengo que recoger a Colin hasta las tres -dijo Mary-. Te sentaría bien algo que te animara, y el Cordero y la Cruz está calle abajo.
-Quiero esperar hasta que tenga la comprobación -dijo Dunworthy, observando al técnico.
Seguía sin haber ningún dato en las pantallas. Badri tenía el ceño fruncido. Montoya miró a su digital y dijo algo a Gilchrist, quien asintió, y ella recogió una bolsa que se encontraba debajo de la consola, se despidió de Latimer y se marchó por una puerta lateral.
-Muy al contrario que Montoya, quien está claro que se muere de ganas por regresar a su excavación, me gustaría quedarme hasta asegurarme de que Kivrin ha conseguido pasar sin más problemas -dijo Dunworthy.
-No te estoy sugiriendo que vuelvas a Balliol -contestó Mary, que tenía algún problema para ponerse el abrigo-, pero la comprobación tardará al menos una hora, si no dos, y el hecho de que te quedes aquí no acelerará las cosas. Ya sabes cómo es. El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales. -Le tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver aquí a abrir surcos en el suelo hasta que llegue la comprobación.
-Quiero esperar aquí -insistió él, todavía mirando la red vacía-. ¿Por qué no hizo Basingame que le implantaran un localizador en la muñeca? Y al rector de la Facultad de Historia no se le ocurre nada más que irse de vacaciones sin dejar siquiera un número donde poder localizarlo.
Gilchrist se apartó de la pantalla, que no mostraba ningún cambio todavía, y palmeó a Badri en los hombros. Latimer parpadeó como si no estuviera seguro de dónde se encontraba. Gilchrist le estrechó la mano con una amplia sonrisa. Se dirigió a la partición de fino-cristal con aspecto satisfecho.
-Vamos -dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta. Unos acordes de While Shepherds Watched Their Flocks By Night les alcanzaron. Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
-Mire por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino.
-El espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la farmacia. -Señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba de Jingle Bells.
Mary se encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
-¿Qué se supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿ O Little Town of Bethlehemf
-Jingle Bells -dijo Dunworthy, y bajó de la acera.
-¡James! -exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en la pierna. El conductor esquivó, gritando.
-¿No sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
-Ten cuidado, James -advirtió Mary.
Cruzaron la calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón había terminado de masacrar Jingle Bells u O Little Town of Bethlehem y se enzarzaba ahora con We Three Kings of Orient Are. Dunworthy reconoció la clave menor.
Mary seguía sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera. Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y bendito.
-¡Señor! -suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En a esquina del bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
-Al menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa en el suelo-. No, yo traeré las bebidas. Tú siéntate. Ese ciclista casi te mata.
Sacó algunos billetes que estaban arrugados de la bolsa y se dirigió a la barra.
-Dos pintas de cerveza -le dijo al camarero-. ¿Quieres algo de comer? -preguntó a Dunworthy-. Hay sandwiches y también rollitos de queso.
-¿Viste a Gilchrist contemplando la consola y sonriendo como el gato de Cheshire? Ni siquiera se volvió para ver si Kivrin había desaparecido o si todavía estaba allí tendida, medio muerta.
-Que sean dos pintas y un buen vaso de whisky -pidió Mary.
Dunworthy se sentó. Había un belén sobre la mesa, con sus ovejas de plástico y un bebé medio desnudo en una cuna.
-Gilchrist debería haberla enviado desde la excavación -añadió-. Los cálculos de un remoto son exponencialmente más complicados que para uno en el sitio. Supongo que tendría que darle las gracias por no haberla enviado en un bucle. El estudiante de primer año no podría haber hecho los cálculos. Cuando le conseguí a Badri, temí que Gilchrist quisiera un lanzamiento con bucle en vez de en tiempo-real.
Acercó una de las ovejas de plástico al pastor.
-Si es consciente de que hay una diferencia. ¿Sabes qué respondió cuando le dije que debería hacer al menos un lanzamiento sin tripulante? Contestó: «Si ocurre alguna desgracia, podemos volver atrás en el tiempo y recoger a la señorita Engle antes de que suceda, ¿no?» Ese hombre no tiene ni idea de cómo funciona la red, ni idea de las paradojas, ni idea de que Kivrin está allí, y de que cualquier cosa que le suceda es real e irrevocable.
Mary se abrió paso entre las mesas, llevando el whisky en una mano y las dos pintas torpemente en la otra. Colocó el whisky ante él.
-Es mi receta estándar para las víctimas de atropello y padres sobreprotectores. ¿Te dio en la pierna?
-No.
-Tuve un accidente de bici la semana pasada. Uno de tus Siglo Veinte. Volvía de un lanzamiento a la Primera Guerra Mundial. Dos semanas sin recibir un arañazo en Belleau Wood y luego va y se topa con una bicicleta en la Broad. -Volvió a la barra para recoger su rollo de queso.
-Odio las parábolas -refunfuñó Dunworthy. Cogió la virgen de plástico. Iba vestida de azul, con una capa blanca-. Si la hubiera enviado haciendo un bucle, al menos no habría corrido el peligro de morir congelada. Debería haber llevado algo más cálido que una capa de piel de conejo, ¿o es que a Gilchrist no se le ocurrió que 1320 fue el principio de la Pequeña Era del Hielo?
-Ya sé a quién me recuerdas -saltó Mary, soltando su plato y una servilleta-. A la madre de William Gaddson.
Era una observación verdaderamente injusta. William Gaddson era uno de los estudiantes de primer curso. Su madre los había visitado en seis ocasiones aquel trimestre, la primera vez para llevarle a William un par de orejeras.
-Se resfría si no las lleva -le dijo a Dunworthy-. Willy siempre ha sido propenso a los catarros, y ahora está demasiado lejos de casa y todo eso. Su tutor no cuida bien de él, aunque le he hablado varias veces.
Willy tenía el tamaño de un roble y parecía tan propenso a resfriarse como uno de ellos.
-Estoy seguro de que sabrá cuidar de sí mismo -le dijo Dunworthy a la señora Gaddson, lo cual fue un error. La buena mujer añadió inmediatamente a Dunworthy en la lista de personas que se negaban a cuidar de Willy, pero eso no le impidió visitarle cada dos semanas para entregarle vitaminas e insistir en que quitaran a Willy del equipo de remo porque se estaba agotando.
-Yo no situaría mi preocupación por Kivrin en la misma categoría que el grado de sobreprotección de la señora Gaddson -dijo Dunworthy-. El siglo XIV está lleno de ladrones y asesinos. Y cosas peores.
-Eso es lo que la señora Gaddson dice de Oxford -contestó Mary plácidamente, sorbiendo su pinta de cerveza-. Le dije que no podía proteger a Willy de la vida. Tampoco tú puedes proteger a Kivrin. No te convertiste en historiador quedándote tan tranquilo en casa. Tienes que dejarla ir, aunque sea peligroso. Cada siglo es un diez, James.
-Este siglo no tiene la Peste Negra.
-Tuvo la Pandemia, que mató a sesenta y cinco millones de personas. Y la Peste Negra no existía en Inglaterra en 1320. No llegó allí hasta 1348. -Dejó la jarra sobre la mesa, y la figurita de María se cayó-. Pero aunque existiera, Kivrin no podría contraerla. La inmunicé contra la peste bubónica. -Sonrió tristemente-. Tengo mis propios momentos de Gaddsonitis. Además, ella nunca contraerá la enfermedad porque los dos nos preocupamos al respecto. Ninguna de las cosas que nos preocupan suceden jamás. Siempre es algo en lo que nadie ha pensado.
-Todo un consuelo. -Colocó la figura azul y blanca de María junto a la de José. Se cayó. Volvió a enderezarla con cuidado.
-Debería serlo, James -dijo ella, animada-. Porque es evidente que has pensado en todas las desgracias que podrían sucederle a Kivrin, de forma que ella estará a salvo. Probablemente ya está sentada en un castillo almorzando pastel de pavo real, aunque supongo que allí no será el mismo día.
Él sacudió la cabeza.
-Habrá habido un deslizamiento... Sólo Dios sabe cuánto, ya que Gilchrist no hizo comprobación de parámetros. Badri pensaba que sería de varios días.
O varias semanas, pensó, y si era mediados de enero, no habría ningún día festivo para que Kivrin determinara la fecha. Incluso una discrepancia de varias horas podría ponerla en la carretera Oxford-Bath en mitad de la noche.
-Espero que el deslizamiento no signifique que se pierda Navidad -dijo Mary-. Tenía muchísimas ganas de asistir a una misa navideña medieval.
-Allí todavía faltan dos semanas para Navidad. Todavía utilizan el calendario juliano. El calendario gregoriano no se adoptó hasta 1752.
-Lo sé. Gilchrist trató el tema del calendario juliano en su discurso. Se extendió a sus anchas sobre la historia de la reforma del calendario y la discrepancia en las fechas entre el calendario antiguo y el calendario gregoriano. Por un momento pensé que iba a dibujar un diagrama. ¿A qué día están allí?
-A trece de diciembre.
-Quizá sea mejor que no sepamos la fecha exacta. Deirdre y Colin estuvieron en Estados Unidos durante un año, y yo estaba muerta de preocupación por ellos, pero desincronizada. Siempre me imaginaba que Colin era atropellado camino del colegio cuando en realidad era medianoche. Preocuparse no sirve de nada a menos que una pueda visualizar los desastres hasta el último detalle, incluyendo el clima y la hora del día. Me preocupaba no saber de qué preocuparme, y luego ya no me preocupé de nada. Quizás ocurra lo mismo con Kivrin.
Era cierto. Él había estado imaginando a Kivrin tal como la había visto por última vez, tendida entre los restos del carromato con la sien ensangrentada, pero eso era probablemente un error. Ella había partido hacía casi una hora. Aunque no hubiera aparecido ningún viajero todavía, haría frío en la carretera, y no podía imaginar a Kivrin tendida dócilmente en plena Edad Media con los ojos cerrados.
La primera vez que él viajó al pasado estuvo haciendo idas y vueltas mientras calibraban el ajuste. Lo enviaron al centro del patio en mitad de la noche, y se suponía que tenía que quedarse allí mientras hacían los cálculos del ajuste y lo recogían de nuevo. Pero estaba en Oxford en 1956, y la comprobación tardaría al menos diez minutos. Recorrió corriendo cuatro manzanas Broad abajo para ver el viejo Bodleian y a la técnico casi le dio un infarto cuando abrió la red y no lo encontró.
Kivrin no se quedaría allí tendida con los ojos cerrados, no con el mundo medieval abierto ante ella. De pronto se la imaginó, de pie con aquella ridícula capa blanca, escrutando la carretera Oxford-Bath en busca de viajeros desprevenidos, dispuesta para volver a tumbarse en un instante, grabándolo todo mientras tanto, las manos implantadas unidas en una plegaria de impaciencia y entusiasmo, y se sintió súbitamente tranquilizado.
Ella estaría perfectamente bien. Regresaría a la red al cabo de dos semanas, la capa blanca sucia más allá de todo lo imaginable, llena de historias sobre aventuras imposibles y escapadas en el último instante, cuentos para helar la sangre, sin duda, relatos que le producirían pesadillas durante semanas después de que se las narrara.
-Estará bien y tú lo sabes, James -dijo Mary, mirándole con el ceño fruncido.
-Lo sé -contestó él. Fue y trajo otra ronda de medias pintas-. ¿Cuándo dijiste que venía tu sobrino nieto?
-A las tres. Colin se quedará una semana, y no tengo ni idea de qué hacer con él. Supongo que podría llevarlo al Ashmolean. A los niños siempre les gustan los museos, ¿no? ¿La túnica de Pocahontas y todo eso?
Dunworthy recordaba la túnica de Pocahontas como un retazo tieso de materia gris muy parecido a la bufanda de Colin.
-Yo sugeriría el Museo de Historia Natural.
Hubo un tintineo y un poco de Ding Dong, Merrily on High y Dunworthy se volvió ansiosamente hacia la puerta. Su secretario se encontraba en el umbral, parpadeando.
-Tal vez debería enviar a Colin a la Torre de Carfax para que destroce el carillón -bufó Mary.
-Es Finch -dijo Dunworthy, y levantó la mano para que el otro los viera, pero Finch se dirigía ya hacia la mesa.
-Le he estado buscando por todas partes, señor -le dijo-. Algo va mal.
-¿Con el ajuste?
El secretario pareció no comprenderle.
-¿El ajuste? No, señor. Son las americanas. Han llegado temprano.
-¿ Qué americanas ?
-Las campaneras. De Colorado. La Cofradía Femenina de Campaneras de los Estados del Oeste.
-No me digas que habéis importado más campanas navideñas -dijo Mary.
-Se suponía que debían llegar el veintidós -dijo Dunworthy a Finch.
-Estamos a veintidós -respondió Finch-. En principio iban a llegar esta tarde, pero su concierto en Exeter fue cancelado, así que han llegado antes de lo previsto. Llamé a Medieval, y el señor Gilchrist me dijo que habían salido a celebrarlo. -Miró la jarra vacía de Dunworthy.
-No estoy celebrando nada -replicó Dunworthy-. Estoy esperando el ajuste de uno de mis estudiantes. -Consultó su reloj-. Tardará al menos otra hora.
-Usted prometió que les enseñaría las campanas locales, señor.
-En realidad no eres necesario aquí -dijo Mary-. Puedo llamarte a Balliol en cuanto esté el ajuste.
-Iré cuando tengamos el ajuste -decidió Dunworthy, mirando a Mary-. Enséñeles el colegio y luego déles de almorzar. Eso les llevará una hora.
Finch no pareció muy satisfecho.
-Sólo estarán aquí hasta las cuatro. Tienen un concierto de campanas esta noche en Ely, y están ansiosas por ver las campanas de Christ Church.
-Entonces llévelas a Christ Church. Muéstreles el Gran Tom. Llévelas a la Torre de St. Martin o a dar un paseo por el New College. Yo iré en cuanto pueda.
Finch pareció a punto de preguntar algo más y entonces cambió de opinión.
-Les diré que estará usted dentro de una hora, señor -dijo, y se dirigió hacia la puerta. A mitad de camino, se detuvo y retrocedió-. Casi se me olvidaba, señor. El vicario llamó para preguntar si estaría usted dispuesto a leer el Evangelio en la misa de Nochebuena. Este año será en St. Mary the Virgin.
-Dígale que sí -contestó Dunworthy, agradecido porque hubiera cambiado el tema de las campaneras-. Y dígale también que tendremos que ir a la torre esta tarde para poder mostrar las campanas a esas americanas.
-Sí, señor. ¿Qué tal Iffley? ¿Cree que debería llevarlas a Iffley? Tienen un siglo XI muy bonito.
-Por supuesto. Llévelas a Iffley. Yo volveré en cuanto pueda.
Finch abrió la boca y volvió a cerrarla.
-Sí, señor -dijo, y salió por la puerta con el acompañamiento de The Holly and the Ivy.
-¿No crees que has sido un poco duro con él? -preguntó Mary-. Después de todo, las americanas pueden ser terribles.
-Volverá dentro de cinco minutos para preguntarme si debe llevarlas primero a Christ Church. Ese chico no tiene la menor iniciativa.
-Creía que admirabas esta característica en los jóvenes -dijo Mary amargamente-. En cualquier caso, no se marchará corriendo a la Edad Media.
La puerta se abrió, y The Holly and the Ivy empezó otra vez.
-Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar.
-Carne hervida y verduras pasadas -le dijo Mary-. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío.
Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro.
-Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros.
Dunworthy recogió su abrigo.
-Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia.
-Vuelves a hablar como ya sabes quién -señaló Mary-. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste.
Al parecer, Gilchrist lo había visto cuando se levantaba. Estuvo a punto de volverse como para marcharse, pero Latimer ya estaba junto a la mesa. Gilchrist lo siguió, sin sonreír ya.
-¿Está terminado el ajuste? -preguntó Dunworthy.
-¿El ajuste? -preguntó Gilchrist, vagamente.
-El ajuste. La determinación de dónde y cuándo está Kivrin, lo que hace posible volver a recogerla.
-Su técnico dijo que tardaría al menos una hora en determinar las coordenadas -replicó Gilchrist, envarado-. ¿Siempre tarda tanto? Dijo que vendría a decírnoslo cuando hubiera terminado, pero que las lecturas preliminares indicaban que el lanzamiento había ido a la perfección y que el deslizamiento era mínimo.
-¡Qué buena noticia! -suspiró Mary, aliviada-. Siéntense. También estamos esperando el ajuste y tomando una pinta mientras tanto. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Latimer, que había terminado de plegar el paraguas y abrochaba la cinta.
-Bueno, creo que sí-asintió Latimer-. Después de todo, éste es un gran día. Un poco de coñac, creo. «Strong was the wyn, and wel to drinke us leste» -dijo citando a Chaucer, y se debatió con la cinta, liándola en las varillas del paraguas-. Al fin tendremos la oportunidad de observar de primera mano la pérdida de inflexión adjetival y el cambio del nominativo singular.
Un gran día, pensó Dunworthy, pero se sentía aliviado a su pesar. El deslizamiento era su mayor preocupación.
Era la parte más impredecible de un lanzamiento, incluso con comprobaciones de parámetros.
La teoría decía que se trataba del propio mecanismo de seguridad e interrupción de la red, la forma que tenía el Tiempo de protegerse a sí mismo de las paradojas del continuum. El salto hacia delante en el tiempo se suponía que impedía colisiones, encuentros o acciones que pudieran afectar a la historia, deslizando al historiador más allá del momento crucial en que pudiera matar a Hitler o rescatar al niño ahogado.
Pero la teoría de la red nunca había podido decidir cuáles eran esos momentos críticos o cuánto deslizamiento produciría un lanzamiento determinado. Las comprobaciones de parámetros daban probabilidades, pero Gilchrist no había hecho ninguna. El lanzamiento de Kivrin podría haberse desviado en dos semanas o un mes. Por lo que Gilchrist sabía, ella bien podría haber llegado en abril, con su capa forrada de piel y su saya de invierno.
Pero Badri había dicho que el deslizamiento era mínimo. Eso significaba que Kivrin sólo se había desviado unos pocos días, con tiempo de sobra para averiguar la fecha y establecer el encuentro.
-¿Señor Gilchrist? -decía Mary-. ¿Puedo invitarle a un coñac?
-No, gracias.
Mary rebuscó otro billete arrugado y se dirigió a la barra.
-Su técnico parece haber hecho un trabajo aceptable -dijo Gilchrist, volviéndose hacia Dunworthy-. A Medieval le gustaría contar con él para nuestro próximo lanzamiento. Enviaremos a la señorita Engle a 1355 para observar los efectos de la Peste Negra. Los relatos de los contemporáneos no son dignos de crédito, sobre todo en lo referente a la tasa de mortalidad. La cifra aceptada de cincuenta millones de muertes es claramente inexacta, y las estimaciones de que mató de 2ntre un tercio hasta la mitad de la población europea son evidentes exageraciones. Estoy ansioso por que la señorita Engle haga observaciones entrenadas.
-¿No se está precipitando un poco? -dijo Dunworthy-. Tal vez debería esperar a ver si Kivrin consigue sobrevivir a este lanzamiento a 1320.
La cara de Gilchrist asumió su expresión contraída.
-Me molesta que presuponga usted constantemente que Medieval es incapaz de llevar a cabo un lanzamiento con éxito. Le aseguro que hemos previsto cuidadosamente todos los aspectos. El método de la llegada de Kivrin ha sido estudiado con todo detalle.
»Probabilidad coloca la frecuencia de viajeros en la carretera Oxford-Bath en uno cada seis horas, e indica que hay un noventa y dos por ciento de posibilidades de que su historia del asalto sea creída, debido a la frecuencia de esos asaltos. Un viajero en Oxfordshire tenía un 42,5 por ciento de probabilidades de ser robado en invierno, y del 58,6 en verano. Es la media, por supuesto. Las posibilidades aumentaban en partes de Otmoor y Wycbwood y en los caminos más pequeños.
Dunworthy se preguntó cómo demonios había obtenido Probabilidad esas cifras. El Libro del Día del Juicio Final no mencionaba a los ladrones, con la posible excepción de los propios agentes censales del rey, quienes a veces tomaban algo más que el censo, y los asesinos de la época seguro que no llevaban un registro de a quiénes habían robado y asesinado, marcando claramente su emplazamiento en un mapa. Las pruebas de las muertes fuera de casa eran enteramente de facto: la persona no regresaba. ¿Y cuántos cadáveres yacían en los bosques, sin ser descubiertos ni reconocidos por nadie?
-Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones posibles para proteger a Kivrin -repitió Gilchrist.
-¿Como comprobaciones de parámetros? ¿Y tests de simetría y no tripulados?
Mary regresó.
-Aquí tiene, señor Latimer -dijo, colocando un vaso de coñac ante él. Colgó el paraguas mojado de Latimer en el respaldo del asiento y se sentó a su lado.
-Le estaba asegurando al señor Dunworthy que todos los aspectos de este lanzamiento se han estudiado exhaustivamente -dijo Gilchrist. Alzó la figurita de plástico de un rey mago con un cofre dorado-. El cofre de su equipaje es una reproducción exacta de un joyero que está en el Ashmolean. -Soltó al rey-. Incluso su nombre fue estudiado a conciencia. Isabel es el nombre de mujer que aparece listado con más frecuencia en los Pergaminos Jurídicos y el Regista Regum desde 1295 hasta 1320.
-En realidad es una derivación de Elizabeth -explicó Latimer, como si fuera una de sus conferencias-. Se cree que su extendido uso en Inglaterra a partir del siglo xii tiene por origen a Isabel de Angouleme, esposa del Rey Juan.
-Kivrin me dijo que le habían dado una identidad real, que Isabel de Beauvrier era una de las hijas de un noble de Yorkshire.
-Así es -confirmó Gilchrist-. Gilbert de Beauvrier tenía cuatro hijas de la edad adecuada, pero sus nombres no aparecían en los pergaminos. Era una práctica habitual. Las mujeres sólo aparecían por el apellido y el parentesco, incluso en los registros parroquiales y las tumbas.
Mary colocó una mano sobre el brazo de Dunworthy, conteniéndolo.
-¿Por qué eligieron Yorkshire? -preguntó rápidamente-. ¿No estará un poco lejos de casa?
Está a setecientos años de casa, pensó Dunworthy, en un siglo que no valora a las mujeres lo suficiente para registrar sus nombres cuando morían.
-La señorita Engle fue quien lo sugirió. Le parecía que tener su casa tan lejos aseguraría que no se haría ningún intento de contactar con la familia.
O de llevarla de vuelta, a kilómetros del lugar del lanzamiento. Kivrin lo había sugerido. Probablemente lo había sugerido todo, tras haber estudiado los pergaminos y los registros parroquiales en busca de una familia con la edad adecuada y sin relaciones cortesanas, una familia lo bastante lejana en el East Riding para que la nieve y las carreteras intransitables hicieran imposible que un mensajero llegara a caballo y les comunicara que habían encontrado a su hija desaparecida.
-Medieval ha puesto la misma cuidadosa atención en todos los detalles de este lanzamiento -prosiguió Gilchrist-, incluso un pretexto para su viaje: la enfermedad de su hermano. Tuvimos cuidado de asegurarnos de que se produjo un brote de gripe en esa parte de Gloucestershire en 1319, aunque la enfermedad era frecuente durante la Edad Media, y bien podría haber contraído el cólera o gangrena.
-James -advirtió Mary.
-El traje de la señorita Engle fue cosido a mano. La tela azul de su vestido fue teñida a mano usando una fórmula medieval. Y la señora Montoya ha estudiado a fondo la aldea de Skendgate donde Kivrin pasará las dos semanas.
-Si llega allí-objetó Dunworthy.
-James -terció Mary.

[…]