CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Paladín", novela de C. J. Cherryh. Derechos de autor 1988, C. J. Cherryh)


PRÓLOGO

Eran colinas encantadas. Los aldeanos de Mon lo dijeron, tratando de advertir al muchacho. Le hablaron de fantasmas vengativos que podían hacer que un muchacho se perdiera, demonios que se aparecían como zorros o búhos y dragones que tomaban forma humana. Y una razón todavía más persuasiva según ellos: el viaje del muchacho no tenía objeto. El maestro no aceptaba discípulos. Hijos de hombres ricos habían venido a rogar a Saukendar que los tomara como discípulos, y habían bajado de la montaña de Saukendar y se habían negado a hablar con los aldeanos y a quedarse. Los mensajeros de los grandes señores habían acudido al maestro Saukendar para pedirle ayuda en sus pleitos, y habían vuelto tristes y sin respuesta. Habían venido monjes a pedirle al maestro de armas sus secretos y habían vuelto a bajar sin iluminación alguna, porque el maestro rechazaba todas las peticiones. Dos veces por año, un muchacho de la aldea subía a la choza de la montaña para llevarle la sal y el té, y las pequeñas cosas que el maestro necesitaba, y tomar su pedido de arroz y paja, que después dejaba en un lugar convenido. La aldea le daba esas cosas, más otros pequeños regalos, frutas de estación, unas pocas manzanas o peras elegidas, o verduras frescas, porque el temor al maestro alejaba a los bandidos. Ése era el único contacto con el mundo que Saukendar se permitía.
El maestro no aceptaba discípulos... y menos un discípulo tan harapiento como ése... pequeño y hambriento, obviamente hijo de algún granjero, como cualquier otro chico de la aldea.
El viajero llevaba una chaqueta a cuadros que alguna vez había sido azul; pantalones negros de paño basto cuyos bordes deshilachados aleteaban sobre dos flacas rodillas; una cicatriz roja, casi curada, le corría desde la mejilla hasta el mentón, y luego el cuello, y seguía por debajo de la ropa mugrienta. Llevaba un arco tosco como bastón, y un carcaj de flechas adornadas con plumas blancas en bandolera, el tipo de armas que podía llevar legalmente un granjero para defenderse de bandidos y asaltantes.
Había problemas en el Este. Con una voz ronca, baja, el viajero les contó las noticias del corazón del Imperio; les habló de granjas quemadas en la provincia de Hua y en Yijang; de ganado sacrificado; de familias enteras asesinadas, la suya entre otras.
Pero todo eso quedaba muy lejos, aseguraron los aldeanos al muchacho. En la aldea había seguridad. Los bandidos que vivían tras las colinas de la provincia de Hosian no entraban en aquel valle, a salvo dentro de las fronteras de Hoishi, bajo el mando del buen señor Reidi; y los dioses y el miedo al maestro mantenían los problemas lejos de la aldea de Mon.
- Tengo sitio en el suelo para un jergón -dijo la viuda Gori con tristeza. Gori sólo tenía hijas, seis-. Tengo una huerta que cuidar. Podría ofrecer acomodo a un muchacho honesto que trabajara por su comida.
Pero el viajero -no podía tener más de dieciséis años-, en cuclillas a la sombra del pozo, bebió la taza de agua que le habían ofrecido, dio las gracias a la viuda con su voz baja y devolvió la taza, y después anudó su sombrero de paja a su mentón, volvió a pasar los brazos por las cuerdas de junco que sujetaban la canasta, una canasta del tamaño de un barril, se puso en pie con el arco como bastón y se fue caminando como una hormiga bajo aquel peso, que manejaba con poca habilidad, y casi desapareció bajo el sombrero y el inmenso cesto. Sólo se veían las piernas por debajo, los pantalones harapientos, las pantorrillas raspadas, cubiertas de barro y polvo.
Los aldeanos menearon la cabeza, sobre todo Gori.
- Volverá -dijo el vecino de Gori.

El camino, que había sido ancho, agradable y lleno de sol en el valle, se consumió hasta convertirse en un sendero, y finalmente en una estrecha ranura entre los cantos rodados y las raíces de los árboles del bosque, que serpenteaba hacia las colinas, cada vez más empinado y sinuoso.
El joven harapiento se abrió camino luchando contra las ramas bajas y la pronunciada pendiente, usando el bastón para mantener el equilibrio en la ascensión.
Tal vez habría sido más sabio dormir al borde del camino esa noche, e intentar el sendero de las colinas al día siguiente, pero Taizu estaba más allá del miedo a los fantasmas y los demonios, y los únicos dragones que creía dignos de temer aparecían siempre en forma humana.
El sol se escondió tras las colinas y el sendero que corría bajo los árboles se sumió en la más profunda de las sombras. "No está lejos", habían dicho los aldeanos; pero si bien en eso estaban equivocados, pensó Taizu, al menos tenían razón en una cosa: esos bosques no tenían bandidos; el bandido que cazara en la montaña de Saukendar era un tonto.
Y eso le proporcionó una gran tranquilidad, por primera vez desde hacía semanas.
Así que subió, a la sombra del bosque, luchando contra una canasta que se le enredaba entre las ramas, hasta que un olor a humo y a caballo llegó volando en el viento; hasta que la forma de unas construcciones rústicas apareció a la luz del crepúsculo: un corral, pastos y la sombra de un hombre recortada por el sol con un cubo de agua en la mano para un caballo cuya piel brillaba, roja, en los últimos rayos del atardecer. Había tormenta en el norte, nubes como un muro de pizarra gris sobre las colinas. La luz roja del sol moribundo lo incendiaba todo: el caballo, el contorno de los edificios, el hombre.
Taizu dejó de respirar por un momento. Saukendar parecía menos real en ese momento de lo que había sido todas esas semanas, desde la provincia de Hua. Menos real y más parecido a un dios. Pero no se podía juzgar a un hombre que había dejado el mundo como se juzgaba a los demás. Saukendar había dado la espalda a la corte, a su gran fortuna y a su rango, y había escapado del Regente y del Emperador que lo habían traicionado. Había venido aquí, más allá de los límites del reino, a perfeccionar su arte y perfeccionar su alma en la soledad de las montañas. Saukendar había llegado más cerca que ningún otro hombre de la perfección cuando estaba en el mundo... la mano derecha del viejo Emperador, el único hombre honesto en una corte cada vez más corrupta y llena de perversiones. Saukendar había defendido a la ley y al Emperador, había apoyado a los pobres contra los ricos y a los señores honestos contra los aduladores, mientras el viejo Emperador se hacía más y más débil.
Pero no había podido contra la estupidez del heredero varón, Baijun, que se había aliado con el señor Ghita, de la provincia de Angen, y había acusado al Regente designado por su padre, el señor Heisu, de conspiración y adulterio con su esposa.
Así fue como el señor Ghita de Angen quedó detrás del trono y cómo el señor Heisu y la Emperatriz Meiya terminaron bajo el hacha, y cómo quinientos hombres de la Guardia Imperial persiguieron a Saukendar para asesinarlo; pero Saukendar mató a veinte de esos hombres en su huida hacia la frontera y, según decían, otros tantos después, hasta que encontró un lugar retirado en esas colinas, justo en la frontera de la provincia de Hoishi; y el señor Ghita y sus hombres habían comprendido que era mucho más sabio dejarlo hacer y no molestarlo.
Ése era Saukendar. Y si había renunciado al mundo y decidido buscar su propia perfección, tal vez en eso también había tenido éxito, y los dioses lo iluminaban de una forma especial.
Pero al mirar otra vez, vio que el hombre cojeaba; y la luz se apagó cuando pasó el granero y el caballo se alejó hacia la cerca de troncos: no era el señor Saukendar, solamente algún sirviente. Taizu comprendió su error. Por supuesto, el maestro de armas, el guardia de corps y paladín del Emperador debía de haber traído al menos un sirviente con él, o tal vez había tomado uno de la aldea... Alguien que le cocinara y se ocupara de las cosas de todos los días. Saukendar había sido un gran señor, con tierras y sirvientes. Incluso como ermitaño eso no debía de haber cambiado.
Así que Taizu salió a la luz del crepúsculo, a campo abierto; sentía desilusión, pero al mismo tiempo un mayor coraje ante su fallido milagro.


1


Shoka ya estaba casi en el umbral cuando la aparición salió del bosque, un gran bulto que caminaba sobre dos piernas delgadas, nada más que una canasta y un muchacho flaco con sombrero.
Lo había visto primero con el rabillo del ojo. Pensando en los bandidos, vertió el agua para el viejo caballo, lo palmeó en el cuello y caminó aparentando tranquilidad hacia la casa, donde guardaba el arco, llevando el cubo vacío en la mano, para utilizarlo como arma si no había otra cosa a mano.
Pero se dio cuenta de que el visitante estaba solo, probablemente otro suplicante con alguna petición. Fingió no verlo, por precaución -los bandidos podían usar chicos- y porque, para su pesar, la hora lo obligaba a ofrecer hospitalidad, una taza de té, un poco de arroz y un lugar para dormir, así que pensó que podía ir primero a la casa. Por el tamaño de las piernas que soportaban la inmensa canasta, el niño extraviado era demasiado joven para volver por el camino en la oscuridad de la noche.
Así que se dirigió hacia la vieja galería de madera, bajo el techo de paja, cerca de la puerta y de sus armas, por si acaso; después soltó el cubo, se dio la vuelta y miró fijamente al muchacho, que se detuvo con su fardo en los escalones de entrada.
El muchacho se deshizo de las cuerdas y dejó la canasta en el suelo, después de lo cual hizo una reverencia.
- He venido a ver al maestro.
- Ya lo has encontrado -dijo Shoka, y vio lo que estaba cansado de ver: la cara joven que se alzaba, la boca abierta y los ojos enormes y desilusionados-. Soy Saukendar. ¿Qué quieres?

[...]