CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Trillium negro", novela de Andre Norton, Julian May y Marion Zimmer Bradley. Derechos de autor 1990, Andre Norton, Julian May y Marion Zimmer Bradley)

PRÓLOGO

De la Crónica Peninsular de Lampiar,
antiguo sabio de Labornok

En el ochocientos, después de que los de Ruwenda empezaran a regir la jungla cenagosa llamada el Laberinto de Pantanos (aunque no completamente, pues nunca dominaron a los intratables raros), la leyenda y la historia despertaron para registrar uno de esos grandes cambios que de vez en cuando alteran el equilibrio mismo del mundo.
Las naciones civilizadas de la Península -y en especial nosotros, los de la vecina Labornok-, considerábamos la húmeda llanura de Ruwenda como una frustrante y ultrajante contracorriente, que sólo parecía existir como una espina clavada en la carne de los pueblos más enérgicos y progresistas. En realidad, Ruwenda no era en absoluto un reino bien organizado, debido a su incapacidad de establecer una soberanía sobre los peculiares aborígenes que vivían dentro de sus supuestos límites. En cambio, los reyes ruwendianos autorizaban complacientes la continuidad de los ilegales enclaves de los llamados raros, a menudo en detrimento de sus súbditos legales, de la paz general y del buen orden del reino.
De estas tribus aborígenes, los pequeños nyssomu, trotadores del pantano, y sus parientes cercanos aunque más distantes, los uisgu (claramente no-humanos y, por lo tanto, sin duda destinados por la naturaleza a servir a sus superiores), eran tratados por la corona y las clases mercantiles de Ruwenda como iguales putativos, aunque jamás se les había exigido voto de fidelidad. En efecto, algunos grupos de nyssomu visitaban con frecuencia la afamada Ciudadela de Ruwenda, y algunos de esos extraños seres eran incluso aceptados como servidores jerárquicos de la corte real.
Otras dos tribus de raros, los vispi, que amaban las montañas, y los semicivilizados wyvilo, de los bosques lluviosos del sur, no se mostraban hospitalarios con la raza humana, pero se dignaban a comerciar regularmente con los mercaderes ruwendianos. Por otra parte, los sombríos glismak, cuyas selváticas madrigueras limitaban con las de los wyvilo, pocas veces se encontraban en esa época con humanos. Eran salvajes perversos que se complacían en masacrar a sus vecinos raros. La última y mayor tribu de raros, los abominables skritek, también llamados los ahogadores, vivían en casi toda la zona de los pantanos, pero eran peculiarmente numerosos en las vastas y ruidosas ciénagas situadas al sur de la Ciudadela de Ruwenda, así como en el Infierno Espinoso de la región central del norte. Estos monstruos del Laberinto de Pantanos eran notorios asaltantes de caravanas y depredadores de viviendas y propiedades humanas aisladas, y solían ahogar a sus víctimas o torturarlas con indecible brutalidad antes de condenarlas a morir en las arenas movedizas. Sin embargo, los reyes se sucedían en el trono de Ruwenda, sin que se esforzaran por eliminar esta amenaza de sus tierras.
A menudo se rumoreaba que la putrefacción de las tierras húmedas había debilitado tanto la mente como el cuerpo de los ruwendianos humanos. Sus gobernantes eran un grupo despreocupado, ajeno a la correcta disciplina feudal. Cuando el erudito aunque obstinado Krain III accedió al trono, su evidente falta de previsión para tratar a las naciones vecinas puso de manifiesto que se aproximaba el momento en que habría que aplicar métodos más directos y progresistas a una situación cada vez más grave, sobre la cual nuestro gran reino de Labornok se había estado cociendo a fuego lento durante años.
Pero, por desgracia, Labornok necesitaba lo que estos vecinos descuidados e ineficientes les ofrecían comercialmente. Como nuestras tierras boscosas habían sido taladas y convertidas en granjas mucho tiempo atrás, dependíamos de los lluviosos bosques ruwendianos no sólo para la madera necesaria para construir barcos que sostuvieran nuestro floreciente comercio marítimo, sino también para conseguir las maderas finas destinadas a reparar y equipar los soberbios edificios de Derorguila. Además, por un despiadado capricho de la naturaleza, las laderas labornokianas de las impenetrables montañas Ohogan estaban virtualmente despojadas de minerales útiles, mientras que la parte ruwendiana de la cordillera contenía cantidades de oro y de platino, así como muchas clases de gemas valiosas, barridas por los torrentes y depositadas en las montañas. Los metales y piedras preciosas eran desordenadamente recogidos por los raros vispi, quienes los comerciaban con los uisgu, y al final llegaban a manos de los ruwendianos humanos. Otros productos de intercambio de este perverso y pequeño reino eran las valiosas hierbas medicinales de las ciénagas y las especias de cocina, los cueros de worram y las pieles de fedok, y ciertos antiguos artefactos que los raros conseguían en las ciudades en ruinas situadas en los más inaccesibles rincones de los Pantanos.
Incluso en los mejores momentos, el comercio entre Labornok y Ruwenda era un asunto frustrante y ocasionalmente peligroso. Más de uno de nuestros gloriosos reyes, tirándose de los bigotes por la furia experimentada ante alguna insolencia ruwendiana, había ordenado que nuestros generales idearan un plan para conquistar la nación más pequeña. Pero es difícil invadir un país que sólo tiene una puerta de acceso -el empinado y alto Paso de Vispir en las montañas Ohogan, custodiado por bien situados fuertes ruwendianos- Esos reyes de Labornok de melancólica memoria que hicieron el intento nunca regresaron con vida.
Los miembros supervivientes de sus ejércitos derrotados contaban relatos de heladas nieblas infernales, vientos arremolinados desde los cuales parecían observar ojos maléficos, espantosas tormentas de nieve en las montañas, cierzo y granizo, monstruosos aludes de rocas, fulminantes morrenas que se desmoronaban súbitamente sobre los caballos de batalla, y otras calamidades que les habían acaecido. Pero aunque hubieran podido tomar los puestos de guardia del paso, las inundadas marismas que se extendían más allá presentaban un obstáculo aún más formidable para una fuerza invasora. Todo esto lo sabían muy bien todos los maestros comerciantes de Labornok.
Este audaz e independiente gremio de mercaderes, quienes pasaban de padre a hijos la franquicia y determinados hechizos de protección, incluía a los únicos ciudadanos de nuestro reino que conocían la ruta secreta para llegar al corazón de Ruwenda. Más de un general de Labornok, furioso y frustrado por los vanos intentos de conseguir directivas coherentes o al menos un mapa útil de estos poco cooperativos maestros, sospechaba que se había utilizado la magia negra para sellar los labios del mercader durante el interrogatorio. Finalmente, sin embargo, la ruta se reveló gracias al arte del poderoso hechicero Orogastus, de quien ya hablaremos. Pero antes, los maestros habían guardado muy bien sus secretos, y no sólo gozaban de un próspero monopolio sino también de una considerable cantidad de poder político.
Una típica caravana conducida por cuatro maestros comerciantes era pequeña, ya que consistía en no más de veinte carros tirados por volumniales y tal vez cincuenta hombres. Después de dar a los comandantes de los fuertes de montaña determinadas contraseñas, los maestros conducían sus carros por los pantanos, siguiendo un camino traicionero y no marcado, elevado. Sólo unos pocos lugares aislados entre las montañosas tierras fronterizas y la Ciudadela de Ruwenda, situada a doscientas leguas de distancia, tenían la bendición de poseer tierra sólida y resistente. La mayor región seca, que se encontraba al este de la Ruta Comercial, era el país de Dylex, donde diques o tierras de drenaje contenían granjas bien cultivadas, pasturas y algunas poblaciones dispersas. Virk, la mayor de estas últimas, se ocupaba de la refinación simple de los minerales que llevaban los raros uisgu o nyssomu, y era un centro secundario del comercio de gemas y metales preciosos de Ruwenda. Sin embargo, la parte más importante de este comercio se realizaba en la Ciudadela, capital de Ruwenda, que se asentaba en las alturas de una enorme cúpula de piedra en medio del Laberinto de Pantanos.
Una vez en la Ciudadela, los maestros comerciantes pagaban el peaje real. (Al partir también pagaban un impuesto por las mercancías, cuyo monto era caprichosamente variable, lo que era uno de los mayores puntos de fricción en las relaciones entre Ruwenda y Labornok.) Después, eran libres de vender sus mercaderías en el gran mercado de la Ciudadela, tras lo cual podían dedicarse a intercambiar artículos por minerales o madera. Los agentes ruwendianos obtenían la madera de los raros wyvilo, quienes vivían en los bosques. Los maestros que buscaban productos comerciales más exóticos viajaban cien leguas más, en las bateas o balsas ruwendianas de fondo plano, por el tortuoso río Bajo Mutar hasta su confluencia con el Vispar, donde se encuentran las ruinas de la ciudad de Trevista... y en sus plazas, las fabulosas ferias comerciales de los raros del pantano. Estas ferias se realizaban sólo durante las estaciones secas, ya que los monzones que llegaban rugiendo desde el mar del Sur imposibilitaban el tránsito por los canales del pantano en otras épocas. Solamente los raros se aventuraban en el Laberinto de Pantanos entonces, por medio de métodos perfeccionados muchas centurias atrás.
Trevista sigue siendo uno de los grandes misterios de nuestra Península. Es de una antigüedad inimaginable, y su belleza resulta deslumbrante incluso en su ruinoso estado actual. Los canales laberínticos, los derruidos puentes y los imponentes edificios deteriorados están cubiertos de malezas y de exquisitas flores de la jungla. Persiste todavía lo suficiente del diseño urbano original para demostrar que los constructores de Trevista poseían una sofisticación y un grado técnico mucho mayores que los de la civilización peninsular más avanzada.
Los interesados en estas cuestiones han especulado que alguna vez la mayor parte de Ruwenda pudo haber sido un enorme lago alimentado por glaciares y lleno de islas que son ahora meras elevaciones en la ciénaga. Se sabe que muchas de ellas están coronadas por ruinas similares. Incluso los raros son incapaces de dar cuenta de las ciudades antiguas, dicen tan sólo que fueron construidas por los desaparecidos y que existían cuando sus antecesores llegaron al país de las ciénagas. La Ciudadela de Ruwenda, una verdadera montaña de intrincados muros de piedra, bastiones, fortalezas, torres y edificios interconectados, también data de la antigüedad más remota, y se dice que fue asiento de los gobernantes primigenios que la Península acataba en aquella época.
Las ruinas más aisladas, que sólo son accesibles para los aborígenes, eran el origen de los productos de intercambio más codiciados: antiguos objetos artísticos y misteriosas maquinarias pequeñas que se vendían a precios exorbitantes, no sólo a los coleccionistas de Labornok, sino también a los potenciales estudiosos de las ciencias ocultas procedentes de los puntos más lejanos del mundo conocido. Este comercio, por razones que se explicarán, languideció después de que el príncipe heredero Voltrik accediera al trono de Labornok y pusiera en marcha una serie de acontecimientos que conducirían a la largamente esperada conquista de nuestro pestilente y pequeño vecino del sur. Voltrik se vio obligado a esperar largo tiempo su corona, ya que su tío, el rey Sporikar, vivió bastante más de sus cien años permitidos. Durante esta época de espera, Voltrik se entretuvo planificando la obtención de otra corona más, y también viajó mucho. De una de sus expediciones a las tierras situadas al norte de Raktum regresó con un nuevo compañero, quien le proporcionaría la llave de Ruwenda: el hechicero Orogastus.
Voltrik tenía entonces treinta y ocho años, y era un hombre de

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