CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Grandeza de los Deriny [la]", novela de Katherine Kurtz. Derechos de autor 1973, Katherine Kurtz)

I

Por fuera ha privado de hijos la espada; dentro es como la muerte.
Lamentaciones, 1:20

Al niño le habían puesto Royston. Royston Richardson, como su padre. La daga que aferraba despavorido en la penumbra no era suya. A su alrededor, en los campos del valle de Jennan, los cuerpos de los caídos yacían entre los surcos de grano fresco y turgente, aprendiendo el duro rigor de la muerte. En el silencio sepulcral, las aves nocturnas chillaban y los lobos ululaban sobre las colinas que se erigían al norte. Al otro lado de los campos, lejos de allí, las calles del pueblo se encendían de antorchas, como para señalar a los vivos el escaso consuelo que deparan los números: esa noche, fríos de muerte, había demasiados cadáveres a ambos lados del valle de Jennan. La batalla había sido cruenta y brutal, aun para los rudos labriegos.
Todo comenzó a mediodía. Los jinetes de Nigel Haldane, tío del joven rey Kelson, se habían aproximado a las laderas del poblado poco después de esa hora. Sus estandartes con el león real se henchían como velas de oro y escarlata bajo el sol del mediodía y el calor del verano incipiente hacía sudar a los caballos. El príncipe había dicho que era sólo una avanzada. Él y sus treinta hombres se proponían inspeccionar una ruta para que los ejércitos reales marcharan hacia Coroth, al este. Sólo eso. Pues la ciudad de Coroth, capital del ducado de Corwyn y asiento del rebelde gobierno local, estaba en manos de los arzobispos insurgentes Loris y Corrigan. Y ellos, con el apoyo y la connivencia del cabecilla fanático Warin y de sus secuaces, tramaban una nueva persecución a los deryni: una raza de poderosos hechiceros que antaño rigieran sobre los Once Reinos; los deryni, con su larga historia de pueblo temido y marginado, que parecían encarnarse en la persona del duque Alaric Morgan, a quien sólo tres meses atrás los arzobispos habían excomulgado por sus herejías deryni.
El príncipe Nigel había intentado tranquilizar al pueblo del valle de Jennan, les había recordado a sus pobladores que los hombres del rey no se entregaban al saqueo o al pillaje en sus propias tierras. El joven Kelson lo prohibía, como lo hiciera su padre y hermano de Nigel, el extinto rey Brion. Y, aunque los arzobispos hubiesen decretado lo contrario, el duque Alaric tampoco era una amenaza para la paz en los Once Reinos. La creencia de que los deryni eran una raza maléfica constituía una insensata superstición. El mismo Brion, que no había sido deryni, más de una vez confió su propia vida en manos de Morgan y estimaba al noble general hasta tal punto que llegó a nombrarlo Paladín del rey, contra las protestas del Consejo de la Regencia. Y jamás, ni entonces ni en ese momento, hubo evidencias de que Morgan hubiese defraudado su confianza.
Pero los pobladores del valle no quisieron escuchar. El otoño anterior, durante la coronación de Kelson, se había dado a conocer -aun ante el mismo rey, que lo ignoraba- la estirpe deryni del monarca. Ello suscitó toda suerte de desconfianzas hacia el linaje real de los Haldane, que, lamentablemente, el rey alimentó con su apoyo inflexible al hereje duque Alaric y a su primo y sacerdote Duncan McLain, también deryni. Se seguía corriendo la voz de que el rey mantenía su protección al duque Alaric y a McLain, de que, como resultado, el mismo rey había sido excomulgado; de que él y el odiado duque Alaric, junto con una hueste de guerreros deryni, pensaban irrumpir en Coroth para romper la columna vertebral del movimiento antideryni, destruyendo a Loris, a Corrigan y al amado Warin. ¡Si el mismo Warin lo había predicho!
Así, los partisanos locales habían conducido a las tropas de Nigel por todo el valle de Jennan, con la promesa de abundante agua y pastos para los ejércitos reales que vendrían luego. En los verdes campos de avena y de trigo a medio dorar, los rebeldes tendieron una emboscada a las tropas y descargaron su guadaña de muerte y destrucción sobre las sorprendidas filas reales. Cuando los hombres del rey pudieron retirarse, cargando a los heridos, la mayoría de la tropa yacía muerta o moribunda junto a las bestias caídas y a las bajas rebeldes. Las banderas con el león dormían, pisoteadas y tintas de sangre, sobre las mieses maduras.
Royston se detuvo un instante con la mano sobre la empuñadura de la daga, sorteó un cuerpo inmóvil y prosiguió el camino de regreso a su hogar por la estrecha senda de carros. Sólo tenía diez años y era menudo para su edad, más ello no había impedido que tomara parte en la matanza de esa tarde. De su hombro, colgaba la taleguilla de cuero cargada de comida, restos de arneses y pequeños hallazgos que había podido sustraer al enemigo abatido. Hasta la daga finamente tallada y la vaina que se había echado al cinturón de soga habían sido retirados de la montura de un caballo muerto.
Hurgar entre los cadáveres para robar no le inspiraba ningún temor, al menos durante el día. El saqueo era un medio de subsistencia para los aldeanos en épocas de guerra. Y, en ese momento, en que los labriegos se alzaban contra su duque -y, en verdad, contra su rey-, el pillaje se convertía en una imperiosa necesidad. Las armas de los campesinos eran pocas y rudimentarias; en su mayoría, picos, bastos o guadañas. A veces, una daga o una espada ocasional, obtenida por medio de las actividades en que Royston se embarcaba. Los soldados caídos de las filas enemigas podían proporcionar armas más eficaces, arneses de lucha, yelmos y, con fortuna, monedas de oro y plata. Las posibilidades eran ilimitadas. Y allí, donde el enemigo en retirada se había llevado sus heridos y los rebeldes cuidaban a los suyos, no quedaban más que muertos. Ni un crío pequeño como Royston temía a los cadáveres.
Sin embargo, Royston mantenía un ojo vigilante al andar y apresuraba la marcha si debía rodear otro cuerpo frío. No era un niño apocado, los campesinos de Corwyn nunca lo eran; pero siempre existía la posibilidad de que se topara con un enemigo muerto sólo en apariencia y... no le agradaba siquiera pensarlo.
Como en respuesta a su creciente aprensión, aulló un lobo mucho más cerca que antes, y Royston se estremeció al regresar al centro de la senda. Comenzó a imaginar movimientos en cada arbusto, en cada espectral tocón de árbol. Aunque no tenía razón para temer a los muertos, cuando la noche cayera habría otro peligro: los animales depredadores que asolarían los campos y a los que no tenía deseos de conocer.
De pronto, a la izquierda del camino, algo atrajo su atención. Afirmó la mano sobre la daga y se tendió de bruces sobre la hierba. Su otra mano recorrió el suelo a tientas hasta dar con una roca del tamaño de un puño. Contuvo el aliento y se aplastó más aún. Con voz áspera y temblorosa, estiró el cuello para atisbar entre las matas.
- ¿Quién anda ahí? ¡Diga quién es o me acercaré!
Se oyó un rumor entre la vegetación y, luego, una débil voz:
- Agua..., por favor...
Royston se acomodó la taleguilla alrededor de la espalda y se puso en pie con cautela. Siempre existía la posibilidad de que fuese un soldado rebelde, un amigo; uno podía haber estado perdido durante toda la tarde. Pero ¿y si era de las tropas reales?
Se acercó a pasos cortos, hasta que llegó a los arbustos de los que había provenido el ruido. Llevaba la daga y la piedra dispuestas para atacar y los nervios tensos. Era difícil distinguir las formas en la luz que moría, pero vio de pronto que, sobre la hierba, yacía un soldado rebelde. Sí, no había modo de confundir el halcón que llevaba cosido sobre el hombro del manto gris acero.
Bajo el sencillo casco de metal tenía los ojos cerrados y las manos no se movían; pero, cuando el niño se aproximó para mirar mejor el rostro barbado del hombre, no pudo contener un gemido. ¡Lo conocía! Era Malcolm Donalson, el mejor amigo de su hermano.
- ¡Mal! -El niño se dejó caer sobre las matas al lado del hombre-. Mal, Dios se apiade de nosotros, ¿qué te ha sucedido? ¿Estás malherido?
El soldado abrió los ojos e intentó enfocarlos en el rostro del pequeño. Entonces, dejó que su boca se abriera en una sonrisa dolorida. Cerró los ojos con fuerza durante varios segundos, como si luchara contra un dolor atroz, y tosió débilmente. Volvió a mirarlo.
- Bueno, niño. En buena hora me encontraste. Temía que una de esas bestias impías me viese primero y acabara conmigo para quitarme la espada.
Descargó un débil golpe sobre el pliego de su capa. A través de la tela ensangrentada, se recortó la empuñadura de un espadón. Al reconocer la forma, los ojos de Royston se abrieron a más no poder. Levantó el borde del manto y deslizó los dedos con admiración sobre la hoja larga y sangrienta.
- ¡Mal, qué espada tan estupenda! ¿Se la has quitado a uno de los hombres del rey?
- Sí, amigo. Tiene el emblema del rey en la empuñadura. Pero uno de los suyos me hincó el acero en la pierna, maldito sea. Fíjate en si dejó de sangrar, ¿quieres? -Se incorporó sobre los codos, mientras el pequeño se inclinaba para mirar-. Alcancé a ajustarme el cinto alrededor de la herida antes de desmayarme la primera vez, pero... ¡Ayyy! ¡Con cuidado, niño! ¡Me harás sangrar de nuevo!
El manto envuelto alrededor de las piernas de Mal había quedado endurecido de sangre seca. Cuando Royston lo despegó para examinar la herida, el hombre creyó desmayarse otra vez. Mal había recibido una profunda estocada en el muslo derecho, que comenzaba sobre la rodilla y se extendía hacia arriba unos quince centímetros. Había logrado improvisar un vendaje antes de aplicar el torniquete que, hasta entonces, le había salvado la vida; pero la venda había dejado de serle útil muchos minutos atrás y estaba empapada de sangre roja. Royston no podía estar seguro, pues la luz era muy tenue, pero creyó ver en derredor de Mal una inmensa mancha roja y húmeda sobre la hierba. Sea cual fuere su origen, era obvio que el hombre había perdido mucha sangre y que no podía seguir desangrándose más. Cuando el niño levantó la vista hacia su amigo, la visión se le nubló. Tragó saliva con dificultad.
- ¿Y bien, Roy?
- Sigue sangrando, Mal. No creo que pare por sí sola. Tendrás que recibir ayuda.
Mal se dejó caer y suspiró.
- Ay, amigo, lo veo difícil. No puedo moverme así y no creo que tú puedas traer a nadie ahora que cae la noche. Tengo una astilla de acero en la herida. Eso es lo que está molestando. Si pudieras quitarla de ahí...
- ¿Yo? -Los ojos de Royston parecieron salirse de sus órbitas. Tembló de sólo pensarlo-. ¡Oye, Mal, no puedo hacer eso!

[...]