CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Resurgir [el]", comentario de Katherine Kurtz. Derechos de autor 1970, Katherine Kurtz)

1

“No sea que el cazador termine siendo la presa.”

Brion Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara, y lord de la Frontera Púrpura, tiró con brusquedad de las riendas de su corcel hacia la cima de la colina y oteó el horizonte.
No era un hombre corpulento, pero su porte real y su gracia felina habían convencido a muchos posibles adversarios de que lo era; aunque sus enemigos rara vez tenían tiempo de advertir ese matiz.
De cabello oscuro y fino, unas hebras de plata comenzaban a asomarle en las sienes y en la barba negra y precisa. Su sola presencia en un recinto imponía un respeto instantáneo. Cuando él hablaba, con un trueno de autoridad o con los tonos graves de la sutil persuasión, los hombres escuchaban y obedecían.
Y, si las bellas palabras no lograban convencer, solía a menudo hacerlo la fría persuasión del metal. Lo atestiguaban la vaina gastada de la espada, que llevaba en la cadera, y el delgado estilete que esperaba en la funda de ante negro, detrás de la muñeca.
Las manos que detuvieron el inquieto corcel de guerra eran suaves, pero firmes sobre la rienda de cuero rojo: eran las manos de un hombre de lucha, acostumbrado a mandar.
Pero, si uno lo estudiaba más de cerca, debía corregir la impresión inicial de estar ante un rey guerrero. Sus ojos grises e inmensos escondían mucho más que mera experiencia y poderío militar; destellaban con una inteligencia y un ingenio penetrantes que le habían valido fama y admiración en los Once Reinos.
Y, alrededor de él, flotaba un aura sutil de misterio, de magia prohibida, que se comentaba a media voz, cuando alguien osaba expresarlo. Pues, a los treinta y nueve años, Brion Haldane llevaba casi quince años gobernando Gwynedd en paz. El rey que había detenido su caballo en la cima de la colina merecía momentos de placer tan infrecuentes como el que buscaba.
Brion deslizó los pies de los estribos y estiró las piernas. A media mañana, la bruma comenzaba a despegarse del suelo y el frío intempestivo de la noche anterior seguía impregnándolo todo. La protección del atuendo de caza, de cuero, no bastaba para impedir que la fina cota de malla lo quemara como el hielo, por debajo de la túnica. Y la seda que vestía bajo la cota era escaso consuelo.
Se envolvió con el manto escarlata de lana, flexionó los dedos adormecidos en los guantes de cuero y se caló el gorro de caza carmesí hasta la frente. La pluma blanca aleteó sutilmente en el aire inmóvil.
A través de la bruma llegaron voces, ladridos de galgos, ruidos de frenos de bridas pulidas, de espuelas y de cascos. Se volvió para mirar, cuesta abajo, y vislumbró corceles fugaces de pura raza que se movían entre la niebla; los jinetes, de raza no menos pura, resplandecían de brocados finos y de cueros brillantes.
Brion sonrió. Pese al despliegue de esplendor y de seguridad, sospechaba que los jinetes no disfrutaban de la cacería más que él. Las inclemencias del tiempo habían hecho de ella un quehacer, antes que un deleite anticipado.
¿Por qué? Sí, ¿por qué le habría prometido a Jehana que esa noche tendría un venado para servir a su mesa? Incluso mientras lo decía, sabía que aún no era la temporada. Pero uno no deja de cumplir sus promesas ante una dama; especialmente, cuando se trata de la amada reina y de la madre del príncipe heredero.
El son quejumbroso y grave de los cuernos de caza confirmó sus sospechas de que la huella se había perdido. Suspiró, resignado. A menos que el tiempo despejara drásticamente, había pocas esperanzas de volver a organizar el grupo disperso en menos de media hora. ¡Y, con sabuesos tan inexpertos, podían pasar días, incluso semanas!
Meneó la cabeza y se rió al pensar en Ewan, tan orgulloso de sus nuevos galgos a comienzos de la semana. Sabía que el viejo lord de la Frontera tendría mucho que decir sobre la actuación de esa mañana. Pero, por muchas excusas que esgrimiera, Brion temía que Ewan mereciese los escarnios que recibiría en los días venideros. Un duque de Claibourne no tendría que haber traído esos perritos falderos a campo abierto antes de que comenzara la temporada.
Los pobres animales quizá nunca hubieran visto un ciervo en toda su vida.
Los oídos de Brion reconocieron un ruido de cascos que se aproximaba y el rey se giró en su montura para ver quién venía. De lejos, un joven jinete, vestido de cuero y de seda escarlata, emergió de la bruma y apresuró a su corcel cuesta arriba. Brion observó con orgullo al joven, que avanzó por una senda y detuvo el corcel al lado de su padre.
- Lord Ewan dice que habrá que esperar un rato, Majestad -informó el muchacho, con ojos centelleantes por la novedad de la cacería-. Los sabuesos estaban persiguiendo a un grupo de conejos.
- ¡Conejos! -Brion lanzó una carcajada-. ¿Quieres decir que, después de toda la alharaca que tuvimos que soportar durante las semanas pasadas, Ewan piensa hacernos morir de frío mientras reúne sus perritos falderos?
- Así parece, Majestad -sonrió Kelson-. Pero, si os sirve de consuelo, todos sienten lo mismo.
Tiene la sonrisa de su madre, pensó Brion con amor. Pero los ojos, el cabello, son míos. Parece tan joven... ¿Será posible que vaya a cumplir los catorce años? Ay, Kelson, si pudiera evitarte lo que tienes por delante...
Desechó el pensamiento con una sonrisa y un gesto de cabeza.
- Bueno, si todos los demás se sienten mal, supongo que yo debo sentirme un poco mejor.
Bostezó, se estiró y, luego, se relajó en la montura. El cuero lustrado crujió bajo su peso y el rey suspiró.
- Ay, si Morgan estuviera aquí. Con bruma o sin ella, creo que podría embrujar a los ciervos hasta las puertas de la ciudad si se lo propusiera.
- ¿De veras? -preguntó Kelson.
- Bueno, tal vez no tanto... -concedió Brion-. Pero tiene un cierto don para con los animales; y para con otras cosas también.
El rey se sumió en pensamientos distantes y jugueteó ausente con el látigo de montar que llevaba en la mano enguantada.
Kelson advirtió el cambio de humor y, después de una pausa calculada, acercó su caballo al del monarca. Su padre no se había mostrado muy dispuesto a hablar de Morgan durante las semanas pasadas y la ausencia de menciones al joven general se había hecho notar inequívocamente; tal vez fuese ocasión de abordar el tema. Decidió ser franco.
- Majestad, perdonadme si hablo inoportunamente, pero ¿por qué no habéis hecho llamar a Morgan desde las regiones de la frontera?
Brion sintió que algo se tensaba en su interior, pero se obligó a ocultar su sorpresa. ¿Cómo lo sabría el niño? El paradero de Morgan era un secreto celosamente guardado desde hacía dos meses. Ni siquiera el Consejo sabía dónde estaba ni por qué. Debía avanzar con sigilo hasta averiguar cuánto sabía el niño.
- ¿Por qué lo preguntas, hijo?
- No he querido entrometerme, Majestad -replicó el niño-. Estoy seguro de que tenéis razones que incluso el Consejo ignora. Pero yo lo echo de menos y creo que vos también.
¡Khadasa! El niño era perspicaz. ¡Parecía haber leído sus pensamientos mudos! Si quería eludir la cuestión de Morgan, tendría que apartar a Kelson del tema rápidamente.
Brion se permitió una sonrisa lánguida.
- Gracias por tu voto de confianza. Sin embargo, temo que tú y yo nos contemos entre los pocos que lo echan de menos. Doy por descontado que conoces los rumores que han circulado las semanas pasadas.
- ¿Que Morgan ha partido para deponeros? -replicó Kelson, cauteloso-. No creeréis eso, ¿verdad? Y supongo que no es ésa la razón por la que continúa en Cardosa...
Brion estudió al pequeño por el rabillo del ojo, golpeteando el látigo suavemente contra su bota derecha, donde el niño no podía verlo. Conque también sabía lo de Cardosa...
Sin duda, debía de tener una buena fuente de información, fuera cual fuere. Y, además, era persistente. Había vuelto a la conversación de la ausencia de Morgan, deliberadamente, pese al afán de su padre por eludir el tema. Quizás estuviera subestimando al niño. Tendía a olvidar que Kelson se acercaba a los catorce años, la mayoría de edad; el mismo Brion había ascendido al trono con pocos años más.
Decidió dar a conocer una información concreta y ver cómo reaccionaba el pequeño.
- No, en efecto. En este momento, no puedo extenderme mucho en detalles, hijo. Pero en Cardosa se está produciendo una crisis de gravedad y Morgan está vigilando. Wencit de Torenth pretende la ciudad y ha violado ya dos tratados en su esfuerzo por anexionársela. Es probable que en la primavera próxima estemos en guerra -se detuvo-. ¿Eso te atemoriza?
Kelson estudió con atención los cabos de las riendas antes de responder.
- Nunca he conocido una guerra de verdad -dijo lentamente, mientras paseaba la mirada por la planicie-. Desde que nací, los Once Reinos vivieron en paz. Es probable que, después de quince años de paz, los hombres hayan olvidado cómo se lucha.
Brion sonrió y se distendió apenas. Parecía haber desviado con éxito el tema de la charla y eso era bueno.
- Nunca lo olvidan, Kelson. Es parte de la naturaleza humana, lamento decirlo.
- Supongo que sí -repuso Kelson. Palmeó la nuca del corcel, apartó una avispa de las crines y volvió los ojos grises e inmensos al rostro de su padre-. Es nuevamente la Ensombrecida, ¿verdad, padre?
La perspicacia que suponía ese solo comentario sacudió momentáneamente el mundo de Brion. Había estado preparado para cualquier pregunta, para cualquier observación; todo menos la mención a la Ensombrecida en labios de su hijo. No era justo que alguien tan joven tuviera que enfrentar una realidad tan ominosa. El rey, estupefacto, permaneció mudo y boquiabierto por un instante.
¿Cómo había hecho Kelson para conocer la amenaza de la Ensombrecida? ¡Por San Camber, el niño debía de tener el don!
- ¡Se supone que no deberías conocer esas cosas! -estalló acusador, tratando desesperadamente de reordenar sus pensamientos y de dar una respuesta más coherente.
Kelson se sorprendió ante la reacción de su padre y no lo ocultó, pero tampoco permitió que su mirada vacilara. En su voz, asomó una nota de osadía, casi de desafío.
- Hay muchas cosas que se supone que no debo saber,
[...]