CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Vencer al dragón", novela de Barbara Hambly. Derechos de autor 1985, Barbara Hambly)

1

A menudo los bandidos acechaban entre las ruinas de la antigua ciudad en la encrucijada. Esa mañana Jenny Waynest calculó que había tres de ellos.
Ya no estaba segura de que fuera cosa de magia, tal vez era simplemente la habilidad, el instinto del habitante de los bosques para detectar el peligro, ese instinto que desarrollaba cualquiera que hubiera llegado a adulto en las Tierras de Invierno. Pero cuando tiró de las riendas al llegar a los primeros muros en ruinas, donde sabía que aún la ocultaba la mezcla de niebla otoñal y penumbra matutina bajo los árboles más frondosos de la selva, advirtió al instante que las bostas de caballo en la arcilla húmeda del camino estaban frescas, libres de la helada que bordeaba las hojas a su alrededor. Notó también el silencio en las ruinas frente a ella: no se oía ni el susurro de un conejo por entre la retama que cubría la colina que había ocupado la vieja iglesia, la iglesia consagrada a los Doce Dioses que amaban los antiguos reyes. Le pareció oler el humo de un fuego escondido cerca de las ruinas de la posada de la encrucijada, pero las gentes honestas se habrían acercado directamente, dejando una huella en las redes de rocío que cubrían la maleza de los alrededores. Luna, la yegua blanca de Jenny, levantó las largas orejas al oler otros animales y Jenny le musitó algo para que guardara silencio mientras le alisaba la desordenada crin contra el cuello. Había estado buscando esos signos antes de que aparecieran.
Se quedó inmóvil en el manto protector de la niebla y la sombra, como una perdiz que se funde con los tonos marrones del bosque. Era un poco como una perdiz, oscura, pequeña y casi invisible en las apagadas y fortuitas telas a cuadros del norte; una mujer robusta, fuerte como las raíces de los brezos en los páramos. Después de un momento de silencio, tejió la magia en una soga de niebla y la proyectó sobre el camino hacia las ruinas de la ciudad sin nombre.
Era algo que había hecho desde niña, antes de que el viejo mago errante Caerdinn le enseñara los caminos del poder. Tenía treinta y siete años y siempre había vivido en las Tierras de Invierno. Conocía el olor del peligro. Debería oírse el despertar de los últimos pájaros de otoño, mirlos y tordos, en la retorcida maraña marrón de hiedra que ocultaba a medias las paredes de la vieja posada, pero estaban callados. Al cabo de un momento, sintió el olor de los caballos y el hedor sucio y agudo de los hombres.
Seguramente habría un bandido en las ruinas de la vieja torre que daba a los caminos del sur y del este, parte de las defensas de la ciudad, abandonada desde los tiempos en que la prosperidad de la ley del rey le había dado algo que defender. Siempre se escondían allí. Adivinó que había otro sobre las paredes de la vieja posada. Después de unos instantes sintió al tercero, que vigilaba el cruce de caminos desde el matorral amarillo de un alerce destartalado. La magia le trajo el tufo de sus almas, antiguas ambiciones y recuerdos ya convertidos en carroña, recuerdos de una violación o un asesinato muy queridos que habían dado un fulgor momentáneo de gloria a vidas que se reducían a dar y recibir dolor físico. Jenny había pasado toda la vida en las Tierras de Invierno y sabía que esos hombres no podían evitar ser lo que eran; tendría que dejar de lado el odio y la piedad que sentía por ellos para poder trenzar los hechizos que quería poner sobre sus mentes.
Se concentró más. Hurgó con sensatez en ese conjunto de recuerdos, susurrando a unas cabezas embotadas el cansancio de una larga vigilia. A menos que urdiera cuidadosamente cada ilusión y cada Límite, la verían cuando se moviera. Luego, aflojó la alabarda en su funda sobre la montura, se apretó un poco más la chaqueta de piel de cordero sobre los hombros y con un movimiento casi invisible indicó a Luna que avanzara hacia las ruinas.
El hombre de la torre nunca llegó a verla. A través de las hojas de tonos rojos y castaños de una red de espinos, Jenny vislumbró dos caballos atados detrás de una pared caída, cerca de la posada: su aliento formaba penachos blancos en el frío del alba; un momento después, vio al bandido agachado detrás de la pared derruida, un hombre robusto con viejos pantalones grasientos. Había estado vigilando el camino, pero de repente se puso de pie y maldijo. Miró hacia abajo y empezó a rascarse la entrepierna con fuerza, muy molesto, pero no sorprendido. No vio a Jenny cuando pasó por su lado como un fantasma. El tercer bandido, sentado sobre su jamelgo entre una esquina rota de la pared y una línea de desiguales abedules, miraba fijo hacia delante, perdido en los ensueños que ella le había enviado.
Jenny estaba justo delante de él cuando la voz de un muchacho gritó desde abajo, desde el camino hacia el sur:
- ¡CUIDADO!
Sacó la alabarda de su funda mientras el bandido se despertaba con una sacudida. La vio y soltó una maldición. Jenny percibió el sonido de cascos sobre el camino que subía hacía ella: el otro viajero, pensó con rabia y amargura, cuyo aviso bien intencionado había sacado al hombre de su somnolencia. Mientras el bandido se precipitaba sobre ella, llegó a ver a un joven saliendo de la niebla al galope, con la intención evidente de rescatarla.
El bandido iba armado con una espada corta, pero la atacó con la parte roma para derribarla del caballo sin herirla y poder luego violarla. Ella fintó con la alabarda para que bajase el arma y luego hundió la larga hoja bajo la guardia del hombre. Apretó las piernas alrededor de Luna para recibir el golpe cuando el arma penetró en el vientre del bandido. El cuero era duro; pero no había metal debajo. Sacó la hoja mientras el hombre se doblaba sobre ella, gritando con las manos crispadas; los caballos brincaron inquietos con el olor de la sangre caliente derramada. Antes de que el hombre cayera al camino enlodado, Jenny ya había hecho girar su caballo e iba en ayuda del caballero errante, hundido en una batalla sucia, desesperada, con el bandido que había estado escondido detrás de la pared exterior en ruinas.
El hombre que había querido rescatarla luchaba contra la larga capa de terciopelo color rubí, enredada en el mango trabajado de su espada larga y enjoyada. Su caballo estaba evidentemente mejor entrenado y más acostumbrado a la batalla que él: las maniobras de ese gran potro bayo eran la única razón por la que el muchacho aún no había muerto. El bandido, que había montado en su caballo apenas el muchacho dio su grito de alarma, los había arrastrado de nuevo hacía los bosquecillos de avellanos que crecían a lo largo de las piedras caídas de la pared interior, y en el momento en que Jenny impulsaba a Luna hacia la pelea, la capa larga del muchacho se enganchó en las ramas bajas y sacó a su dueño ignominiosamente de la montura cuando el caballo volvió a girar.
Jenny usó su brazo como punto de apoyo de un péndulo y levantó la hoja de la alabarda hacia el brazo del bandido que sostenía la espada. El hombre hizo girar su caballo para enfrentarse a ella. Jenny vio en un segundo esos ojos, cercanos uno de otro como los de un cerdo, bajo el borde de un casco de hierro sucio. Oía detrás los gritos del primer atacante. Evidentemente, su enemigo también los oía, porque se agachó para evitar el primer golpe y dio una bofetada a la cara de Luna para hacerla retroceder; luego, pasó corriendo junto a Jenny y salió al camino. No quería luchar contra un arma más poderosa que la suya ni esperar al compañero que lo había hecho antes.
Se oyó un crujido breve en los bosquecillos de brezos cuando el hombre que había estado escondido en la torre huyó entre las nieblas que se deshacían, luego silencio y los sollozos ásperos y húmedos del bandido moribundo.
Jenny descabalgó con rapidez. El joven caballero luchaba todavía en los matorrales como un armiño en una bolsa, medio estrangulado por su capa enjoyada y rota. Jenny usó el gancho de su alabarda para sacarle la espada de la mano, luego se acercó para desenredar los pliegues de terciopelo. Él la golpeó con las manos, como un hombre que trata de golpear un ejambre de avispas. Luego, pareció verla por primera vez y se detuvo, mirándola con ojos grandes, grises, de miope.
Después de un momento de silencio, sorprendido, se aclaró la garganta y desenganchó la cadena de oro y rubíes que mantenía la capa debajo de su mentón.
- Er... gracias, señora. -Suspiró con voz un poco ahogada y se puso de pie. Aunque Jenny estaba acostumbrada a que la gente fuera más alta que ella, el joven parecía más alto de lo común-. Yo..., mm...
Tenía la piel tan rubia y fina como el cabello, que a pesar de su juventud empezaba a ralear. No podía tener más de dieciocho años y su timidez natural había aumentado por lo menos diez veces ante la difícil tarea de tener que agradecer por su vida a quien había intentado defender galantemente.
- Mi más profunda gratitud -dijo, e hizo una elegante reverencia del tipo Cisne Moribundo, que ella no había visto en las Tierras de Invierno desde que los nobles reyes partieron siguiendo a los ejércitos reales en su retirada-. Soy Gareth de Magloshaldon, un viajero errante en estas tierras y deseo extenderos mis humildes expresiones de...
Jenny meneó la cabeza y lo hizo callar con una mano levantada.
- Esperad aquí. -Y se alejó.
El muchacho la siguió, curioso.
El primer bandido que la había atacado todavía yacía en el barro arcilloso del camino. La sangre había convertido el barro en un montón de ranuras rojas, salpicado de entrañas desgarradas; el olor era terrible. El hombre todavía gruñía débilmente. Contra la palidez mate de la mañana neblinosa, el rojo escarlata de la sangre parecía horrendamente brillante.
Jenny suspiró: de pronto se sentía fría y cansada y sucia, viendo lo que había hecho y sabiendo lo que todavía tenía que hacer. Se arrodilló junto al hombre moribundo y recogió de nuevo a su alrededor la quietud de su magia. Se dio cuenta de que llegaba Gareth, las botas vadeando con ruido a través de la enredadera mojada de rocío con un ritmo rápido que se quebró cuando tropezó sobre su espada. De repente se sintió furiosa; él era quien había provocado todo eso. Sin ese grito, ella y el pobre y vicioso bruto moribundo habrían seguido cada uno su camino...
Y sin duda el hombre habría matado a Gareth después de que ella se hubiera marchado. Y también a otros viajeros.
Hacía mucho que había dejado de intentar separar el mal del bien, el debe presente del si condicional futuro. Sí había un esquema, un orden en todas las cosas, ya había dejado de pensar que era lo suficientemente simple como para que ella pudiera entenderlo. Y sin embargo, sentía su alma sucia mientras ponía las manos sobre las sienes grasientas, pegajosas del moribundo y trazaba las runas correctas mientras murmuraba los hechizos de muerte. Notó cómo la vida se iba de ese cuerpo y su boca se llenó de la bilis del desprecio y el odio hacia sí misma.
Detrás de ella, Gareth murmuró:
- Vos..., él..., está muerto.
Ella se puso de pie, mientras se sacudía el polvo de las faldas.
- No podía dejarlo para los zorros y las comadrejas -replicó, mientras empezaba a alejarse. Oía ya a los pequeños animales de carroña: se reunían sobre el borde de tierra, por encima del corte neblinoso del camino, atraídos por el olor de la sangre, y espera

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