CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Brumose", novela de Carlos F. Castrosín. Derechos de autor 1997, Carlos F. Castrosín)

Los copos de nieve danzaban sobre las ráfagas de aire, se arremolinaban en retorcidos movimientos alrededor del campamento, mientras el suave gañir del vendaval azotaba los paneles térmicos con un temblequeo tan machacón que ahora, después de siete meses, apenas la molestaba.
Era ya algo adherido. De igual manera que el color blanco se pegó a sus retinas desde el primer instante, el lamento de aquella brisa -la característica brisa de Zyatanggyê-, se había metido hasta lo más profundo de sus oídos y, estaba convencida, jamás podría olvidarlo.
Un ramalazo de viento sacudió la casamata. Apartó la nívea cortina dejando que los fantásticos contornos del monasterio se remarcaran por unos segundos en la ventana. Ingrid se echó hacia delante, aplastando con fuerza su nariz a la mampara de vidrio refractario.
A pesar del tiempo que llevaba allí, todavía le asombraba el dominio que aquellas formas ejercían sobre el panorama del valle. Desde la montaña donde estaba erigido, aquel edificio colosal extendía su superioridad por toda la zona. Había que haberlo visto unas semanas antes con las escalinatas atestadas por cabalgatas de peregrinos, que venían de cualquier punto de la región, a través del angosto paso entre las montañas, en espera de poder entregar sus ofrendas al representante de Dios Yamzhoguiático, el venerable Samuni Lama.
Ingrid se arrebujó en la cazadora y observó los remolinos levantados por el ventarrón. Qué frío hacía. Y aún faltaba casi una hora para que anocheciera. Se acercó al acondicionador y cogió la petaca templada, sorbiendo con avidez la nauseabunda mantequilla de biyak, que, como si fuese lava hirviente, le abrasó el cielo del paladar. Limpiándose con el revés del guante la comisura de los labios, agradeció la congestión que tenía en la nariz. No podía soportar el hedor de aquella cremosidad. Guardó de nuevo el recipiente y volvió sobre los pergaminos.
Avanzó el brazo de la lupa, recorriendo la escritura vertical hasta el punto donde la habla dejado. Era un breve "chüe-shr", uno de los modos poéticos de la comarca. Consistía en dos composiciones de ocho versos -heptasílabos en esta copia-, que habían logrado extraer de la grieta abierta en el lago. Atrajo la pequeña lámpara móvil por encima de su cabeza e iluminó la sección de rollo que le interesaba.
Los largos trazos de las letras, la tintura ocre, la superficie adobada y estirada, declaraban con limpieza la edad de aquellas estrofas. Entre setecientos y ochocientos años. Aproximadamente. Amplió el alcance de la lente binocular hasta los quince aumentos. La imagen de la piel raída surgió deformada ante sus ojos.
Tal como habían descubierto las pruebas radiológicas, no se advertían daños por acción de insectos xilófagos. Tampoco había alteraciones importantes por la edad. Algunas craqueladuras, pero no se observaban cazoletas ni escamas. Con atención, repasó uno por uno los símbolos pintados, deteniéndose en una especie de T contrapuesta.
-Ingrid. -Ah. Hola Mats -respondió sin levantar la vista-. ¿Ya has acabado? Espera un momento.
Recorrió sin desconcentrarse el resto del documento. No, no se apreciaba ninguna anormalidad más. La restauración tendría que ser bastante sencilla.
-¿No estás trabajando demasiado?
Se apartó del pergamino y se frotó los lagrimales.
-¿Y tú? Si un pobre anciano puede, ¿acaso no debo hacerlo yo?
-Oiga, señorita, no se meta con alguien que tiene más de sesenta años a sus espaldas -la reconvino con un mohín, como si estuviera de verdad reprendiéndola-. ¿Quieres un poquito de malvasía?
Ingrid soltó una carcajada con ganas, descargando la tensión acumulada durante toda la tarde. El hombre sacó el bol con la mantequilla caliente, se sirvió una taza y empezó a degustarla con verdadera complacencia:
-Humm. ¿De verdad, no quieres?
Como un padre, así se comportaba Mats con ella. Protegiéndola, divirtiéndole, siempre jugando con sus explicaciones. El viejo profesor Mats Alfven. Aún le parecía imposible estar con él allí. A su lado. En su mismo equipo. En aquel planeta todo hielo. Si alguien se lo hubiera pronosticado hace poco más de un año le hubiese dicho, simplemente, que estaba soltando una soberana tontería.
Al verla tan callada, se acercó a la mesa y le agarró una de las manos: -Lo quieres mucho, ¿verdad?
Ingrid levantó la cabeza en silencio. Bajó de la banqueta hidráulica y se abrazó contra su corpachón, dejando que le pasara un mullido brazo por los hombros, mientras la confortaba con otra sonrisa.
-Vamos a cenar ;Vale?


-Zzzzzhuíuzzzzzzzqxxxxxx- no- qxxxxxxx...
-Xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx- ven- gjjjjjj...
-Jjjjjjjjjjjjjjjjjj- de- xxxxxxxxxxxxíxíujjjjjjzzzzzzzzz...
Con los ojos fijos en el arco de la escala, Franck se esforzaba sobre la franja del dial, ajustándola de un lado para otro sobre el muro de estática que rugía por los altavoces, intentando cazar algo más de la señal que durante unos segundos había captado.
-Zzzzzzzzziiiiiiiiiiij=zzzzzzzzzz...
-Mierda -dijo sin quitar la vista de la banda de frecuencias-. Se ha vuelto a marchar. Los demás permanecían en silencio a su derredor. No se atrevían a comentar nada, oyendo los desacoples continuos del aparato.
-Bueno. Más no podemos hacer. Muchas gracias, Wilhelm -el profesor Alfvén le dio una palmada en la espalda y se volvió hacia su discípula-. Vamos.
La joven no se movió. Tenia la mirada puesta en el receptor.
-Ven, Ingrid. Hasta que no amaine la tormenta no podemos hacer más.
-N-no. Habéis escuchado. Están en peligro. Están en peligro. Hugo está en peligro -repitió sin desplazarse de donde estaba.
-Te encuentras muy cansada. Sólo eran ruidos intercalados. Es imposible adivinar lo que nos querían decir. Pero seguro que trataban de comunicar que no existe problema alguno -se puso a su lado y le dio un meneo con dulzura-. Vamos a dormir un poco, anda. Tenemos que descansar para que, con tal que amanezca, podamos salir en su búsqueda.


Emergió de las tinieblas de la inconsciencia como si le acabaran de golpear en la boca del estómago. A continuación, abrió los ojos y parpadeó varias veces, intentando exorcizar la pesadilla que la había estado persiguiendo.
Un dígito cambió en el calendario encima de la portezuela. Instintivamente, Ingrid se envolvió en el edredón al ver la diferencia entre las dos cifras, a la izquierda de la fecha. Cuarenta y tres grados centígrados. Diez en la base, treinta y tres bajo cero en el exterior. Hacía tres horas que se había echado y la temperatura estaba a punto de alcanzar la mínima. Un repeluzno le recorrió el cuerpo, sintiendo una ventada inexistente a través de la piel. Se arrebujó en el saco esponjoso, tratando de olvidar todo... de tener a Hugo a su lado... de estar abrazada ahora junto a él...
Después de unos minutos, se destapó decidida. Descolgó los pantalones y la cazadora de la percha y sacó las botas. De un impulso, saltó fuera del compartimento, apoyándose en uno de los peldaños de la escalerilla.
Al dar la vuelta, se quedó contemplando el grupo de cápsulas horizontales, amontonadas unas encima de otras, que les servían de alojamiento. "Nuestro pequeño rinconcito de intimidad", recordó las palabras de Mats, retrocediendo un paso, sorprendida porque los cubículos, de pronto,.pareciesen nichos, sarcófagos transparentes, las celdas de una colmena que fuera de un momento a otro a ser pisoteada.
Acabó de abrocharse la trabilla adhesiva al talle y salió hacia el puesto de radio.
-Hola, Wilhelm. ¿Algo nuevo?
-Nada, preciosa. Sólo este condenado eco -le respondió, sujetando una colilla a medio fumar entre los dientes.
-Bueno. ¿Hay café hecho?
El operador apagó con una mano el cigarro y con la otra hizo un ademán:
-Ya no queda. ¿Quieres un poco de mantequilla?
-No. Muchas gracias.
Franck se encogió de hombros mientras daba un sorbo:
-¿No tienes sueño?
-No --contestó sin mirarlo, hipnotizada por el tono amarillento de la pantalla del dial.
-No te preocupes. El invierno pasado estuvimos casi cuatro días incomunicados...
Ingrid le interrumpió, forzando una sonrisa:
-Eso mismo me dijo Niels ayer.
El hombre encendió un nuevo pitillo sin decir nada.
-¿Me dejas probar un rato? -le pidió de improviso, volviéndose sobre los controles.
-Señorita Norman, ¿me meto yo con sus pergaminos?, ¿me pongo a rebuscar entre sus papeles? -le indicó apartándola del radiotransmisor-. Por favor, Ingrid. No se te ocurra siquiera rozar este panel sin permiso. Sabes de sobra que está prohibido terminantemente. Si por un casual dieses a algún botón y bloquearas la línea, quedaríamos incomunicados. Lo entiendes, ¿verdad?
-¡Claro que lo entiendo! ¡Quién te crees que soy! -chilló irritada, harta de que todos la trataran como si fuese una chiquilla.
-Eres la ayudante del profesor Alfvén -le respondió sin inmutarse-. Pero no grites. Los demás están durmiendo.
-Casi todos -Ingrid se volvió sorprendida. Mats apareció arrastrando los pies-. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué estabais regañando -preguntó mientras trataba de cerrar la cremallera de su cazadora-. Demonios. Ingrid, por favor, ¿puedes arreglar esto?
La investigadora se aproximó y, con suavidad, con un mínimo sube y baja, logró desatrancar el cierre.
-¿Eh? ¿Por qué discutíais? -volvió a dirigirse a los dos.
-La dama. Que está nerviosa.
-¿No has podido dormir, Ingrid? ¿Quieres un relajante?
-No. Muchas gracias -y se dio la vuelta, no queriendo que pagase él su enfado.
Una serpiente de bandas compactas daba vueltas en la oscuridad. Sacudida por mil embates, la lluvia se desperdigaba, se arracimaba, volvía a recuperar su energía. Sin despegar los ojos del rectángulo negro de la ventana, Ingrid se arrellanó en uno de los butacones plegables, metió las manos en los bolsillos del anorak y dejó que el tiempo pasara, en tan to el diluvio de agua helada golpeaba incesante contra los muros de cristal.


-Hans, Love, esas cajas. Tú, Niels, enrolla las cuerdas y ponlas en la parte de atrás. Deprisa, Peter, cubre bien las provisiones con esta lona -Mats Alfvén ordenaba con precisión, se movía de un lado para otro, urgiendo a todos apresuradamente. Los señaladores habían detectado un breve claro en el torbellino. Y había que aprovecharlo-. Ingrid, coge el botiquín de mano y llévalo al tractor. Neeme, ayuda a Wilhelm con eso. Vamos, vamos, señores. Que no tenemos toda la noche.
La joven se caló los anteojos protectores y saltó afuera de la base, sosteniéndose con dificultades sobre las raquetas.
Tuvo que sujetar con fuerza la maleta de primeros auxilios ante el empuje feroz del tornado. Los mínimos destellos de las luces de posición del vehículo la orientaron entre las ráfagas del viento. Centenares de motas de nieve se pegaban y se deshacían contra sus gafas. Con un suspiro, abrió el cierre trasero del transporte. Arrinconó con cuidado el maletín en el hueco de una rueda y se empujó con los brazos, metiéndose dentro. Al poco, Hans Widlund y Loye Syendsen llegaron con los últimos trebejos, acompañados por el jefe de la estación.
-Allí, Hans, ponlo allí. Muy bien. ¿Está ajustado? -preguntó limpiándose los copos adheridos a la barba.
-Ahora sí. -Love, arranca cuando quieras. Ingrid, muchas gracias por tu ayuda. No te preocupes. Regresaremos antes de que te hayas dado cuenta, con tu Hugo sano y salvo.
-No, Mats... profesor Alfvén -rectificó en seguida-. Voy a ir con ustedes. No me voy a quedar en este sitio muriéndome de impaciencia. ¿Lo entiende, verdad? Acabaría por volverme loca.
El hombre, sin apartar los ojos de los suyos, contempló el ansia en estado puro que desde que perdieron comunicación con el otro campamento la había dominado:
-Está bien. Hans, regresa con los demás. Espero que esto no sea una equivocación, Ingrid -le confesó al cerrar la puerta tras Widlund.


Formando un manto, las conchas resplandecientes de los faros se dispersaban entre la llovizna de copos. Producían alargadas sombras contra las crestas de la planicie y se solapaban sin ningún rubor, unas sobre otras, dando a todo el paisaje un aspecto realmente fantasmagórico.
A su vez, la nieve se desprendía como si fuese arena. Empujada por la borrasca, revoloteaba alrededor del vehículo que, con exagerada lentitud, se iba abriendo paso hacia la negrura prieta del amanecer, clavando su afilado morro -remedo de lombriz moribunda-, ayudado por una cadeneta de palas.
El bramido del aire no había menguado. Golpeaba la carcasa del tractor-trineo, haciendo vibrar los cristales, a medida que el surco que se dibujaba tras ellos, a los pocos segundos, era borrado por el espíritu furioso de la galerna. Parecía un viaje sin retorno. Caminando hacia los mismos infiernos para no volver nunca más. Ingrid, aplastada junto al asiento de Syendsen, no dejaba de pensar en ello. Hacía un par de días que el contacto se rompió. El huracán habla sorprendido a Hugo y a los otros dos científicos antes de que pudieran volver. Conociendo a su novio, seguro que trató de apurar el tiempo al máximo. Con absoluta certeza. Estando tan cerca como estaban -recién descubierta aquella veta inagotable de información que tanto les había costado encontrar-, habría intentado extraer todo lo posible antes de que el temporal, impunemente, cubriera el emplazamiento. Hugo. Amor. Que no te haya pasado nada.
- ¿Estás bien? -escuchó de pronto detrás suyo. Se dio la vuelta, respondiendo al anciano profesor con una sonrisa. Era sorprendente la facilidad con que se entendían. Una buena química, según le diría su futuro marido al confiárselo. Desde el primer momento se habían comunicado de una forma tan... como si estuviesen sintonizados de la misma manera. Sin palabras. Sólo con sensaciones. Sabiendo perfectamente lo que en un momento determinado el otro quería expresar. Cuánto se había alegrado de que Hugo y ella se hubieran enamorado. En aquel sitio tan romántico, entre aquellas montañas de viento y frío, la señorita Ingrid Norman se había prometido amor eterno con el señor Hugo Järvi, físico, arqueólogo, asesor de Mats Alfvén, su mano derecha. Asustándola, el vehículo se deslizó hacia un lado, resbaló sin ningún control por el declive, para, con un impetuoso arranque, recuperar la verticalidad y comenzar a subir por el costado de la siguiente ladera. Impasible a los desórdenes de la borrasca, el ronroneo del motor se mezclaba con los alaridos de la tempestad. Persistía en martirizarles una y otra vez, una y otra vez, hasta que, durante un instante tan solo, se redujo de improviso. Aunque a continuación volvió a recuperar toda su pujanza. Pero nadie dijo nada ante este ínfimo receso. Conforme se acercaban, el rumor de la tormenta estaba produciendo tal desazón en su ánimo, que incluso habían llegado a olvidar el motivo que en realidad les impulsaba. A través de aquella meseta -como un mar enrabietado-, olas de espuma congelada se deshacían por todas partes. Diluidas por el azote del ciclón ártico, el polvo de nieve flotaba en torno suyo, se separaba, volvía a remontarse, creando nuevos montículos según avanzaban.

[...]