(Comentario de Adolfina García publicado en el volumen Gigamesh 9, ediciones Alejo Cuervo, colección Gigamesh, número 9, edición de 1997. Derechos de autor 1997, Gigamesh)
Benford ha sido capaz de poner a su genial saga del Centro Galáctico un colofón más que digno con un libro que se mantiene alejado de estruendosos excesos finales y que se reviste de la misma calidad literaria que el resto de los volúmenes de que consta esta multiserie. Sólo alguien con una capacidad creativa y narrativa como la del novelista de Alabama podía conseguir que cada uno de los párrafos que conforman esta heptalogía suscite no ya el interés del lector, sino el auténtico entusiasmo.
En Navegante de la luminosa eternidad, Benford hace confluir los caminos del astronauta del siglo XX Nigel Wamsley y los de Toby, Kileen y el resto de la familia Bishop, y profundiza en la forma de vida mec, indagando en particular en la compleja personalidad del Mantis, un ser fascinante y aterrador que aúna la deshumanización del monstruo frío y tecnológico con su aspiración de trascendencia a través de la creación, del arte. El Mantis, que en los libros anteriores era siempre presentado como una figura lejana, letal e inaccesible (lo que le daba una cierta aureola de divinidad), llega a inspirar en la última novela de la serie una mezcla de atracción, repulsión, admiración y lástima. Lo que tampoco deja de tener su mérito, teniendo en cuenta que nos estamos refiriendo a una inteligencia mecánica y, en principio, absolutamente desapasionada.
Si en los libros precedentes de la saga del Centro Galáctico Benford siempre ha dado una relevancia especial a las elucubraciones de los personajes, a sus terrores y sus aspiraciones, indagando así en la complejidad del ser humano, es en Navegante de la luminosa eternidad donde este aspecto de su obra alcanza sus cotas más altas. En algunas de sus líneas llega incluso a rozar el más puro ensayo filosófico, y es que esta novela no es sólo una apasionante historia que describe la lucha por la supervivencia de los seres humanos, también es una reflexión acerca de la razón de ser, de la relatividad de la percepción individual del mundo, de los sentimientos, las pasiones y las conciencias humanas. Y Benford es capaz de conseguir todo esto sin pretensiones, sin recurrir a palabras altisonantes, sin ralentizar la lectura y sin restar un ápice de dinamismo a la historia. Las situaciones y personajes descritos por Benford forman un mosaico hipnótico en el que cada pieza encaja a la perfección: la mezcla de inseguridad infantil y madurez adulta de Toby, el burlón raciocinio de la miripodia Quath, la imprevisibilidad del esti con sus continuas alteraciones temporales; el vértigo ante la muerte, reflejado en la doble vertiente de Nigel Wamsley y Kileen Bishop: por un lado, el astronauta, que a pesar de poder conversar con su esposa muerta, cuya personalidad ha quedado atrapada en la mente magnética, no logra sobreponerse al hecho de que jamás podrá volver a dormir a su lado. Por otro, el jefe de los Bishop, el atormentado Kileen, obcecado en hacer regresar a su esposa entre los vivos, aunque para ello sea necesario recurrir al Restaurador. Y, por encima de todos ellos, majestuoso y casi invisible, el Mantis.
El envejecimiento, las obsesiones y los miedos de los seres humanos, con sus entrañables defectos, se contraponen a la perfección sin mácula de los mecs. Sin embargo, éstos envidian un aspecto de los humanos: su capacidad para sentir placer, una sensación tan intensa que supone a la vez el engrandecimiento y la perdición de hombres y mujeres, y que los mecs no han experimentado jamás.
Navegante de la luminosa eternidad es un libro sobresaliente que aúna complejidad argumental y calidad literaria, como viene siendo habitual en la producción de Benford. Los críticos no se han cansado de repetir que la saga del Centro Galáctico es su mayor obra desde Cronopaisaje. En mi opinión, incluso esa novela clásica ha sido superada por esta sensacional multiserie, que se encuentra entre lo mejor de la ciencia ficción contemporánea.