CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Xeethra", cuento de Clark Asthon Smith. Derechos de autor 1936, Clark Asthon Smith)

“Múltiples y sutiles son las redes del Demonio que sigue a sus elegidos desde el nacimiento hasta la muerte y desde la muerte al nacimiento, a través de muchas vidas”.
Los testamentos de Carnamagos.


Durante largo tiempo el devastador verano había apacentado sus soles, semejantes a fieros sementales rojos, sobre las sombrías colinas que se agazapaban entre las montañas Mykrasias, en el salvaje extremo occidental de Cincor. Los torrentes, alimentados por las cumbres, se habían convertido en tenues hilillos o en hundidas charcas, muy separadas unas de otras; los bloques de granito estaban apizarrados a causa del calor; el suelo desnudo se había agrietado y resquebrajado, y las hierbas, bajas y mezquinas, se habían chamuscado casi hasta las raíces.
Así fue como sucedió que Xeethra, el muchacho que cuidaba las negras y abigarradas cabras de su tío Pornos, se viese obligado a seguirlas cada día más lejos por crestas y colinas. Una tarde, al final del verano, llegó a un profundo y escabroso valle que no había visitado nunca. Allí un frío y sombreado lago estaba alimentado por manantiales ocultos a la vista, y las pendientes, en saledizo sobre el lago, se hallaban recubiertas por un manto de hierba y arbustos que no había perdido por completo el verdor de la primavera.
Sorprendido y encantado, el joven cabrero siguió a su saltarín rebaño al interior de aquel resguardado paraíso. No había muchas probabilidades de que las cabras de Pornos se alejasen demasiado de unos pastos tan buenos; de forma que Xeethra no se molestó en vigilarlas. Extasiado por lo que le rodeaba, comenzó a explorar el valle, después de aplacar su sed con las claras aguas que centelleaban como un vino dorado.
El lugar le parecía un verdadero jardín del placer. Olvidando la distancia que ya había recorrido y la ira de Pornos si el rebaño no regresase a tiempo para ordeñarlo, se adentró profundamente por los tortuosos desfiladeros que protegían el valle. A cada lado las rocas se hacían más sombrías y salvajes, el valle se estrechaba y, pronto, encontró el final: una escarpada pared que impedía continuar adelante.
Sintiendo una vaga desilusión, estaba a punto de dar media vuelta y desandar sus vagabundeos. Entonces, en la base de la enhiesta pared, percibió el misterioso bostezo de una caverna. Daba la impresión de que la roca tenía que haberse abierto poco tiempo antes de su llegada, pues los bordes de la hendidura se marcaban nítidamente y las grietas formadas en la superficie a su alrededor estaban libres del musgo, que crecía en abundancia por todas partes. Sobre el borde de la caverna crecía un árbol enano con las raíces, que habían sido rotas recientemente, colgando en el aire, y la resistente raíz principal en una roca a los pies de Xeethra, el lugar donde, era claro, se había erguido anteriormente el árbol.
Maravilloso y curioso, el muchacho escudriñó la incitante penumbra de la caverna e, inexplicablemente, un suave y embalsamado aire comenzó a soplar desde su interior. En el aire había olores extraños que sugerían la acrimonia del incienso de los templos, la languidez y molicie de los capullos de opio. Estos olores turbaban los sentidos de Xeethra y, al mismo tiempo, le seducían con la promesa de cosas maravillosas e intangibles. Vacilante, intentó recordar algunas leyendas que le había contado Pornos; leyendas que se referían a cavernas escondidas, como aquella con la que él se había encontrado. Pero parecía que aquellas historias hubiesen desaparecido ahora de su mente, dejando únicamente una sensación incierta de cosas peligrosas, prohibidas y mágicas. Pensó que la caverna era la entrada de algún mundo desconocido..., y la entrada se había abierto expresamente para permitirle el paso. Como era por naturaleza atrevido y soñador, no fue detenido por los temores que, en su lugar, otros hubieran sentido. Dominado por una gran curiosidad, entró prontamente en la cueva, utilizando como antorcha una rama seca y resinosa que se había desprendido del árbol sobre el acantilado.
Detrás de la boca fue engullido por un pasadizo toscamente abovedado que se deslizaba hacia abajo como la garganta de algún monstruo dragón. La llama de la antorcha voló hacia atrás, despidiendo humo y llamaradas en el tibio aire aromático que venía de profundidades desconocidas y se hacía cada vez más fuerte. La caverna se inclinaba peligrosamente; pero Xeethra continuó con su exploración, descendiendo por los ángulos y salientes de piedra que hacían las veces de escalones.
Como un durmiente en un sueño, estaba por completo absorto en el misterio con el que se había encontrado, y en ningún momento recordó su abandonado deber. Perdió toda noción del tiempo, que consumía en el descenso. Entonces, repentinamente, la antorcha fue extinguida por una bocanada caliente que sopló sobre él como el aliento expelido por un demonio travieso.
Se tambaleó en la oscuridad, asaltado por un negro temor, y trató de asegurar su posición sobre la peligrosa pendiente. Pero antes de que pudiera volver a encender la antorcha extinguida, vio que la noche que le rodeaba no era completa, sino que estaba mitigada por un resplandor dorado y pálido proveniente de las profundidades. Olvidándose de su alarma y de nuevo maravillado, descendió hacia la misteriosa luz.
Al final de la larga pendiente, Xeethra pasó por un orificio bajo y emergió al resplandor de la luz del sol. Aturdido y confuso, pensó durante un momento que sus vagabundeos subterráneos le habían llevado otra vez al exterior en algún país insospechado que se extendía entre las colinas Mykrasias. Sin embargo, era seguro que la región ante sus ojos no formaba parte de Cincor, agostado por el verano, porque no se veían ni colinas, ni montañas, ni el cielo color zafiro oscuro desde donde el envejecido, pero despótico sol, brillaba con implacable sequía sobre los reinos de Zothique.
Estaba en el umbral de una fértil llanura que se extendía ilimitadamente en la dorada distancia bajo el inconmensurable arco de una bóveda amarillenta. Muy a lo lejos, entre el neblinoso resplandor, se percibía una vaga prominencia de masas identificables que hubiesen podido ser torres, cúpulas y murallas. A sus pies se extendía una pradera llana cubierta por un césped espeso y enroscado que tenía el verdor del cardenillo; este césped estaba salpicado, a intervalos, por extraños capullos que parecían girar y moverse como ojos vivientes. Muy cerca, detrás de la pradera, había un bosquecillo ordenadamente dispuesto de árboles altos y de amplia copa, entre cuyo abundante follaje pudo discernir el fulgor de innumerables frutos de color rojo oscuro. Aparentemente, por lo menos, no había señales de vida humana en la llanura, como tampoco ningún pájaro volaba el ardiente aire ni se posaba sobre las cargadas ramas. No se oía más sonido que el suspiro de las hojas: un sonido parecido al silbido de multitud de pequeñas serpientes ocultas.
Para el muchacho, que venía de la requemada región de las colinas, este paraje era un Edén de delicias desconocidas. Pero, durante un rato, la rareza de todo aquello le detuvo, así como la sensación de vitalidad extraña y sobrenatural que emanaba de todo el paisaje. Copos de fuego parecían descender y derretirse en el ondulante aire, las hierbas se enroscaban como si fuesen gusanos, los ojos de las flores le sostenían fijamente la mirada, los árboles palpitaban como si por su interior fluyese un licor sanguíneo en lugar de savia, y las bajas notas de unos silbidos entre el follaje, que hacían pensar en las víboras, se hicieron más altas y más agudas.
Sin embargo, lo único que detenía a Xeethra era el presentimiento de que una región tan hermosa y fértil debía pertenecer a algún propietario celoso que podría oponerse a su intrusión. Escudriñó con gran circunspección la solitaria llanura. Después, seguro de no ser observado, cedió al anhelo que había despertado en él el apetitoso fruto rojo.
Cuando corrió hacia los árboles más cercanos, el césped bajo sus pies era elástico, como una sustancia viviente. Cargadas con aquellos brillantes globos, las ramas se inclinaban a su alrededor. Arrancó varios frutos de gran tamaño y los almacenó frugalmente en la pechera de su raída túnica. Después, incapaz de resistir más su apetito, comenzó a devorar uno de los frutos. La piel se rompió con facilidad bajo sus dientes y le pareció como si un vino real, dulce y poderoso, fuese derramado en su boca por una copa rebosante. Sintió un repentino calor en su garganta y en el pecho que casi le ahogó, y una extraña fiebre hizo cantar sus oídos y desorientó sus sentidos. Aquello pasó rápidamente, y el sonido de unas voces que parecían despeñarse desde una gran altura le sacó de su aturdimiento.

[...]