CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Viaje interminable", novela de Marion Zimmer Bradley)

Primera Parte - LOS PLANETAS SON PARA DECIR ADIÓS

1
Los planetas son para decir adiós.
Ése es un viejo dicho entre los Exploradores. Nunca antes lo creí. Nunca me hizo mella realmente.
Nunca más. Realmente nunca llegas a apercibirte de lo que significa nunca. Es una palabra que utilizas continuamente, pero significa... significa nunca. NUNCA. Ni en todos los millones de billones de trillones de...
¡Domínate, maldita sea!
Todo había cambiado en aquel planeta, mas no el dibujo de la Nave Exploradora: ahora estaba iluminada desde el interior y su perfil era plateado; un Titán encadenado, ensombrecido por la oscura mole de la montaña que se erguía detrás de la nueva ciudad. La ciudad era todavía tosca, un amasijo de vigas y cicatrices en la herida de arcilla roja de la superficie del planeta. Gildoran había visto por vez primera la gran nave recortándose en la montaña hacía dos años, una medida de tiempo planetario —antes de que la ciudad se hubiese alzado allí, antes de que nada se hubiese alzado allí—, y cada día la veía desde entonces, pero ahora era como si nunca la hubiese visto antes. Todo presentaba extraños y agudos contornos, como si el aire se hubiese esfumado y viese los perfiles recortados firmemente en el espacio.
Nunca más. Fui un iluso al creer que las cosas podían ser diferentes. ¿Cómo pudo Janni hacerme aquello?
Yo creía que ella era diferente. Todo niño ingenuo cree eso de la primera mujer a la que aprecia.
Gildoran traspuso las verjas. Estaban custodiadas todavía, pero era una pura formalidad. En cada planeta que Gildoran había conocido, y acertaba a recordar al menos cuatro en veintidós años de tiempo biológico, las lombrices de la tierra se mantenían apartadas de las naves Exploradoras.
Me di a Janni. Creía que ella llegaría a sentir lo mismo que yo. Asombro y temor. Pero ella estaba aburrida. Debería haberme dado cuenta, en cambio me sentía halagado, creía que se trataba en realidad de que ella preferiría estar conmigo exclusivamente. Tal vez fuese así. Entonces.
Ahora eso parece muy lejano en el tiempo.
El guarda no se molestó en comprobar el disco de identificación que se le presentaba. De todos modos era una formalidad. La identidad de Gildoran estaba en su rostro, como la de todos los Exploradores. Gildoran sabía lo que se murmuraba acerca de ellos, pero a lo largo de su vida había tenido que aprender a mantener la dignidad de no darse por enterado, o al menos simularlo.
Pero lo recuerdo. Mantente apartado, dicen. Mantente apartado de los Exploradores. Mantén apartados a tus hijos. Os robarán a vuestro hijos, os robarán a vuestras mujeres.
Yo no habría robado a Janni. Sin embargo podía haberme quedado con ella.Caminaba con la altivez arrogante de todos los Exploradores, sabedor y orgulloso de las diferencias que le hacían destacar —destacar cruelmente, podría haber aducido un hombre del planeta entre la hormigueante humanidad que pululaba en torno a la ciudad, las cuadrillas de trabajo que cargaban las naves. Medía dos metros treinta y cuatro, aunque incluso para ser un Explorador era alto porque había pasado la infancia y la adolescencia en gravedad mínima. La piel blanca, blanca como el papel, y el pelo, de un blanco albeado, eran incoloros debido a los años de fuerte radiación. Sabía que había otras diferencias, incluso en los huesos, en la medula, en las células. Los genes. Nunca pensaba en esas diferencias, pero desde la infancia había aprendido que nadie las olvidaba.
Janni no las había olvidado.
Ni por un momento.
Las cuadrillas que rodeaban la nave se abrieron para hacerle sitio y retrocedieron levemente a su paso. Pero esta actitud estaba integrada en su conciencia y sólo habría reparado en ello si no lo hubiesen hecho.
¿Ella le había deseado simplemente como algo exótico? ¿Era sólo su rareza lo que la había atraído? ¿No había sido amor, sino una atracción perversa por lo extravagante, lo extraño, lo grotesco?
¿Se jactaban las mujeres como Janni de un amante Explorador, como podían jactarse de la conquista de un gladiador de Vega 16?
Gildoran se sintió ligeramente abatido y avanzó buscando refugio en la nave.
Es hermosa, más hermosa que ninguna otra que puedan construir aquí. Pero éste no es su sitio, como tampoco el mío.
Ahora me doy cuenta de ello.
Tras él, la nueva ciudad bullía llena de vida humana multipleja, parahumana y no humana; la vida de una Galaxia que había logrado el Transmisor y ya no estaba limitada en parte alguna por el espacio o el tiempo. La vida exhibía todos los tamaños, formas, colores y tegumentos. El aislamiento y las diferencias habían desaparecido. A lo largo de la historia, desde los primeros albores de la conciencia del hombre y del no hombre, el transporte —de personas, de bienes y servicios e ideas— había sido el obstáculo que había impedido a la humanidad un crecimiento constante. Pero con el advenimiento del Transmisor, la conciencia en la Galaxia había superado esa limitación y ya no existían limitaciones de esa clase.
O sólo una. La velocidad de los Exploradores.
Sin nosotros aquí no habría nada de esto.
Pero seguimos siendo grotescos. Vivimos en el tiempo y en la distancia. Ellos están libres de ambos.
Aunque únicamente gracias a nosotros.
La perspectiva de un planeta nuevo por franquear, un nuevo mundo para desarrollar y explorar la creación de nuevos mercados de trabajo, nuevos proyectos y productos, nuevas actividades de toda clase, desde el manejo de máquinas para cavar zanjas hasta la venta de mujeres para su uso y disfrute, les había traído masivamente desde el instante en el que las cabinas del Transmisor habían sido conectadas a la red galáctica. Allí mismo, en la ciudad que se extendía tras él, había hombres grandes de color rojo procedentes de Antares y pequeños hombres azules de Aldebaran, hombres peludos de Corona Boreal 6 y hombres con escamas de Vega 14, y también había mujeres para emparejarlos a todos ellos y a muchos más. Así era cada nuevo mundo recién implantado. Un carnaval de vida nueva para los jóvenes, la segunda —o tercera, o vigésima tercera— oportunidad para los viejos; para los inadaptados; para los buscadores de emociones; para los triunfadores que deseaban conquistar nuevos mundos y para los fracasados que aún no habían perdido la esperanza de conseguirlo esta vez.
Pero Gildoran avanzó indiferente, sin molestarse siquiera en volver la vista en dirección a la ciudad.
Aquí ya no hay nada para mí. Jamás lo hubo. Sólo Janni. Y ahora sé que nunca estuvo aquí en realidad. Al menos no para mí.
Ya no tenía cometido alguno en ese mundo. Una vez que en un mundo se instalaba el Transmisor, los Exploradores habían terminado su misión. La nave Exploradora que había descubierto, explorado, sometido aquel nuevo mundo hasta lograr construir allí un Transmisor, lo inauguraba oficialmente y ya nada le quedaba por hacer. Nada salvo retirar sus pingües honorarios del Centro Principal y alzar el vuelo en busca de otro mundo. La Gypsy Moth llevaba allí un año y medio. Era hora de partir.
Hay otros mundos ahí afuera, aguardando. Muchos.
Sí, maldita sea, y mujeres en todos ellos.
Alguien llamó a Gildoran por su nombre y él miró en derredor, vislumbrando, por encima de las cabezas de la multitud, el pelo blanco, albeado, y las tiaras con estrellas de dos de sus compañeros de la Gypsy Moth. Entonces, Gildoran aminoró el paso para ponerse a su altura.
Raban doblaba la edad a Gildoran; un hombre de cuarenta años —en tiempo biológico, desde luego, aunque probablemente había nacido varios siglos antes según el cálculo sideral u objetivo— que lucía en la manga las pequeñas estrellas que representaban el grado de oficial de la nave. Ramie era una muchacha menuda y rubia cuyos grandes ojos oscuros evidenciaban que había pertenecido a una raza pigmentada sobre la que, más tarde, la radiación de la nave produjo sus efectos. Ahora su piel y su cabello eran pálidos y relucientes como los de Gildoran, pero sus ojos conservaban una larga y curiosa inclinación y su voz tenía un tono ligero y aflautado.
—Ya no queda mucho, ¿verdad?
—Hasta medianoche —dijo Raban—. ¿Lamentas partir?
Lamentar, ¡oh Dios! Es una crispación como de muerte. Nunca más, nunca más... ¡Oh, Janni, Janni, Janni...!
Gildoran compuso una sonrisa que resultó envarada.
—Debes estar bromeando. Era un hermoso planeta, pero mira lo que han hecho con él.
—La joven señaló en dirección al bullicio y las obras en construcción que quedaban a sus espaldas—. Es como un hongo grande y repulsivo que creciese en la noche. Ramie señaló el manto nocturno que se extendía tras ella. Más allá del resplandor difuso de las primeras luces vaporosas que hacían su aparición al caer la noche, algunas estrellas pálidas se hacían visibles detrás de la montaña.
—Hay muchísimos mundos más ahí fuera. Una cosa de la que el Universo nunca carece es de planetas. —Ella sonrió tímidamente a Gildoran—. ¿Por qué no has asistido a la Ceremonia de Despedida?
—¿Y? —Todos rieron. Luego Raban dijo en tono grave—: He estado dando gracias a todos los Dioses por haberme enterado, al igual que unos cuantos a los que aleccioné en ese sentido, de que todavía soy lo bastante importante como para poder eludir tales acontecimientos.
—Yo estuve a punto de ir —adujo Ramie—. Después de todo, este mundo ha sido un hogar para mí durante un par de años. Crecí aquí, en realidad. Tiene que significar algo para mí, aunque no estoy segura de qué. Y es bastante curioso pensar que nunca volveremos a verlo, o al menos a nadie que hayamos conocido en él... Porque aunque pasáramos seis meses o menos en el espacio y aterrizáramos en otro mundo con un Transmisor y retornásemos de nuevo, como habrían transcurrido cincuenta o sesenta años en este planeta, las chicas con las que jugué, a mi regreso, serían abuelas.
Nunca más...
Gildoran dijo, en voz baja:
—Lo sé. También a mí me afecta. Raban repuso:
—Los planetas son para partir. Para Exploradores, en cualquier caso. Al cabo de un tiempo —Gildoran sintió que de alguna manera pretendía confórtales, a pesar de que su voz sonase áspera y falta de emotividad— todos te parecen iguales.
Guardaron silencio mientras cruzaban la gran extensión de hierba sin explotar que había al pie de la montaña en dirección a las naves, y Gildoran pensaba en los planetas.
Antes de que existiese aquél, todos habían sido el mismo, así que tal vez volviesen a serlo de nuevo. Había conocido cuatro, sin contar, por supuesto, el mundo en el cual había nacido. Aunque no lo recordaba, sabía dónde estaba, desde luego, como parecía saberlo todo el mundo. Sin embargo, era de mal gusto aparentar que lo sabías. Siendo un Explorador, tu mundo de origen era tu Nave, y el planeta en el que verdaderamente habías nacido, o decantado, o criado, o incubado, era algo que se esperaba que olvidases.
Él era Gildoran y su mundo la GypsyMoth. Y eso era todo. Para siempre. Su identidad legal oficial era G-M Gildoran, como la de Raban G-M Gilraban y la de Ramie G-M Gilramie, y sus únicos compatriotas eran quienes llevaban el prefijo G-M Gil en sus nombres.
Porque no tenías ningún otro mundo. Nunca podías volver a planeta alguno una vez que lo abandonabas; la marcha inexorable del tiempo y el desplazamiento hacia afuera de los sistemas solares significaba que, una vez que te alejabas con tu nave de cualquier planeta que hubieses visitado, las generaciones se sucedían y para cuando aterrizases y pudieras visitarlo de nuevo sería irreconocible.
Mientras estabas viviendo en un planeta, desde luego, te veías libre del inexorable discurrir del tiempo. Podías estar hoy aquí y mañana en Vega 19 y tres horas más tarde entrar en una cabina del Transmisor y volver allí otra vez, a Aldebarán o a Antares y sólo habrían transcurrido tres horas. (¡Oh! Técnicamente había un lapso de tres cuartos de segundo dentro de la cabina. Tenía algo que ver con el Avance Galáctico.) Pero fuera de los campos magnéticos planetarios, el verse libre del tiempo, el tránsito simultáneo por toda la Galaxia, desaparecía. Pasaban seis semanas, seis meses, un año en el espacio, envejeciendo únicamente según tu reloj biológico interno. Tus células envejecían seis meses, un año, pero la Galaxia proseguía sin ti; toda la red de planetas conectados por el Transmisor continuaba desplazándose y cuando volvías a aterrizar en un planeta, según el tiempo sideral, sólo habían transcurrido ochenta o cien años más. Así que cuando partías, cuando decías adiós a un planeta era para siempre. Y los nuevos mundos podían ser hermosos, o terribles, pero siempre eran nuevos y extraños; y los viejos mundos, si afrontabas la conmoción que eso podía producirte y regresabas a ellos, resultaban también nuevos y extraños. Eras inmortal, por lo que a la Galaxia se refería, pero siempre eras despojado de lo que habías conocido antes...
Gildoran se volvió hacia Raban y preguntó súbitamente:
—¿Siempre es así? ¿Todo mundo nuevo se deteriora siempre? ¿Estamos descubriendo continuamente nuevos mundos para que la gente se establezca allí, los arruine y los esquilme?
Raban se echó a reír, pero los jóvenes pudieron ver cuan grave era su expresión, cuando dijo:
—Recordad que ellos no lo consideran destrucción, sino desarrollo, civilización. A la mayoría de la gente le gusta que su mundo esté un poco edificado. No les juzguéis mal. Rabah sacudió el pie con gesto de fastidio para quitarse el barro que había pisado y dijo, riendo:
—Tal vez la civilización no sea tan mala. A menudo me pregunto por qué no les hacemos pavimentar las proximidades de la nave. ¡Después de todo, hemos tenido que utilizar este camino durante dos años y yo me he destrozado el calzado!
Después, señaló a lo lejos.
—Mirad, los de servicios están retirando el andamiaje. Probablemente tendremos vía libre a medianoche. Sé que todos deben presentarse a control a la Hora Décima. Seguramente tendrán un montón de encargos de última hora para todos.
Ascendió la escalerilla; Gildoran y Ramie le siguieron a continuación, volviéndose para mirar a los trabajadores que cargaban materiales y provisiones a través de las escotillas inferiores. Pequeños compartimientos, unidades recreativas, todo estaba siendo trasladado a tierra y acarreado por enormes grúas traqueteantes. Eventualmente desaparecerían incluso las escalerillas.
Con la muchacha a su lado, Gildoran subió los peldaños y se internó en los familiares vestíbulos tenuemente iluminados por un pálido resplandor dorado procedente de los niveles inferiores. Ambos guardaban silencio. Recorrieron los corredores de la parte baja, entraron en un pozo gravitatorio y ascendieron a los niveles de alojamiento. Raban se había quedado abajo por asuntos personales; los jóvenes realmente no le echaron en falta. Él era mayor y, al menos técnicamente, tenía autoridad sobre ellos, por lo que se sintieron más libres cuando se hubo ido. Pero no hablaron. Gildoran estaba sumido en penosas nostalgias y recuerdos y la muchacha también guardó silencio.
Me pregunto si no tienen todos algo que no desean abandonar aunque sepan que deben hacerlo.
Ramie tuvo amigos aquí, hablaba de ellos; muy bien pudo haber tenido también amantes.
¿Es siempre así? ¿Para todo el mundo?
Nadie habla nunca de ello. Pero debe serlo.
En el Nivel Cuatro, se detuvieron ante un escritorio que tenía un cronómetro detrás e introdujeron en él los discos de identidad, observando las imágenes individuales que producía; eran como huellas dactilares de un pulgar destellando en los indicadores. Una voz agradable surgió del escritorio:
—Ramie, por favor, te requieren en el nivel del Puente. Gildoran, informa, por favor, al nivel de Guardería.
—¿De servicio esta noche? Debemos estar más próximos al Lanzamiento de lo que creía —comentó Gildoran, mientras Ramie emitía una risilla—. Han reprogramado este trasto. Antes, no decía siempre por favor. Rushka debe haber recibido nuevas instrucciones/psíquicas.
Ella entró en un elevador y Gildoran tomó vía deslizante en sentido opuesto. Maldita sea, ¿le habían puesto en un turno de servicio de Guardería? La idea le dejó un poco alicaído. Apreciaba bastante a los niños y el dedicarse a la crianza de los pequeños hacía que la vida resultase menos tediosa durante los largos recorridos interestelares, ¡pero le gustaban más cuando ya podían valerse por sí mismos y expresarse!
No obstante, sospechaba que tendría que hacer su turno como los demás. Gildoran albergaba un deseo atávico de que dejasen aquella tarea para las chicas, ya que, al menos biológicamente, se suponía que estaban dotadas de instinto para ello, pero sabía que aquella idea resultaba ridícula, sobre todo en la Nave.
La Guardería estaba situada en el puerto que alcanzaría el nivel de máxima gravedad cuando se hallaran en el espacio y poseía las condiciones óptimas de luz, aire, decoración y servicios. Gildoran se detuvo un momento frente al cristal traslúcido, antes de entrar, y observó a un grupo formado por tres niños —uno de nueve años y dos de cinco— que cenaban sentados en el suelo, escuchando extasiados una historia contada por uno de los enormes humanoides de pelaje castaño que respondían, por alguna razón que nadie de las Naves conocía, al nombre de Poohbears. Una de aquellas enormes criaturas vio a Gildoran a través de la pared de cristal e indicó a los niños que siguiesen con su comida, mientras él avanzó bamboleándose y resoplando hacia el umbral, pese a las raciones extra de oxígeno del nivel de Guardería. Eran sinuosos y de ágiles movimientos en condiciones de baja gravedad dentro de la nave en el espacio, pero eran torpes cuando se encontraban en un planeta y se movían con lentitud. La Poohbear dijo con su dulce voz argentina:
—Gildoran, Rae quiere que vayas a la oficina de la Guardería. ¿Te importaría ir allí directamente sin molestar a los niños?
—Lo haré. Gracias, Pooh —repuso él con una sonrisa afectuosa.
Suponía que era una especie de residuo del pasado o algo semejante, pero las Poohbears representaban para todos la perfecta imagen materna. Tal vez, pensó, se trataba de un sentimiento inculcado; después de todo, eran las primeras madres que conocía todo Explorador. Constituían la única raza no albeada por el espacio y sus largas lanas oscuras se mantenían inalteradas y eran de un color castaño intenso. En toda nave Exploradora, eran las especialistas expertas en niños.
En la oficina de la Guardería, Gilrae, la Oficial de Biología aquel año, estaba examinando unos archivos con el ceño fruncido. Se había desprendido ya del equipo planetario y llevaba la indumentaria de a bordo de una nave Exploradora, compuesta de una estrecha banda sujeta en torno a los senos y de una escueta falda plisada alrededor de las caderas; unas ligeras sandalias que se ataban en los tobillos completaban la indumentaria. Era difícil calcular su edad; no había cambiado desde que Gildoran tenía uso de razón. Había sido su primera maestra cuando él tenía ocho años, pero ahora parecía poco más mayor que Ramie. Su rostro estaba demacrado y Gildoran sospechó, sorprendido, que había estado llorando.
¿Había encontrado algo o a alguien, en el planeta, que no soportaba abandonar?
Ella alzó la cabeza y dijo:
—Doran, has vuelto temprano. Creí que habías asistido a la Celebración de Partida.
—Pensaba hacerlo, pero en el último momento desistí. Ella tecleó en el escáner Archivador que tenía delante y dijo:
—Vamos a estar faltos de personal, Doran. Acabo de recibir aviso. Gilmarin fue en Transmisor al Centro Principal, nos enviaron recado de nuevos mapas galácticos y deben haber cometido un error de ruta; no se tienen noticias suyas. Y Giltallen está... —se interrumpió y tragó saliva—. Dejó un mensaje. No va a volver.
Gildoran sintió que le faltaba el aliento.
—Tallen. ¿Cómo ha podido? Lleva con nosotros... ¿Qué edad tiene? Es viejo...
—Ocurre a veces.
Ahora comprendía Gildoran las lágrimas de Rae. En un repentino e intenso arrebato de lealtad, se acercó a la mujer y la rodeó con los brazos.
—Rae, no llores. Quizá cambie de idea, todavía quedan un par de horas...
—No lo hará. Ha estado hablando de ello durante años... y cuando un planeta se apodera de ti... —Rae sollozó, después trató de controlarse y dijo con entereza—: No podemos juzgarle.
Yo sí que puedo. Lo hago. También estuve tentado. Pero yo...
Rae dijo:
—Creí que íbamos a perderte también a ti, Gildoran.
Él sacudió la cabeza en silencio. Ahora que estaba de nuevo a bordo, ahora que estaba entre las cosas que le eran familiares, Janni parecía un fugaz desvarío.
Distinta, no forma parte de mi mundo...
—Los planetas son para decir adiós —repuso él. La sonrisa de ella fue escueta y débil.
—¿Estás seguro?, porque tengo que enviarte fuera de nuevo. Todos los demás están destinados a la última comprobación de despegue. ¿Has estado alguna vez en la Incubadora de Antares Cuatro?
—¿Estamos escasos de personal? —preguntó Gildoran. Rae asintió, volvió la vista en dirección a una niña de doce años que estaba trabajando en los ficheros y dijo:
—Gillori, estoy sedienta, corre a traerme algo de beber, preciosa. —La chiquilla salió de la Sección a la carrera, y Rae agregó—: Andamos desesperadamente escasos, Doran.
Acuérdate, sólo sobrevivieron dos de la última tanda y sólo uno de la anterior, Lori tiene doce años, lo que significa que podrá ocupar un puesto de aprendiz dentro de uno, pero hemos tenido mala suerte. Nuestra dotación de tripulantes se ha reducido a cuarenta y únicamente hay cuatro niños con menos de quince años. Y... sabes tan bien como yo que algunos de los Mayores no serán capaces de habérselas con turnos de servicio completos durante otros quince años. Hemos de contar con cuatro o cinco jóvenes listos para hacerse cargo.
Doran asintió. Había sido instruido desde la infancia para pensar en términos de viajes de cinco, ocho o diez años.
—Tendrás que dirigirte a la Incubadora.
Gildoran se quedó atónito. Normalmente sólo los miembros de mayor edad de la tripulación de la nave eran enviados en Transmisor para cometidos de larga distancia. Pero Rae hablaba como si se tratase de un paseo por el planeta para traer frutas para la cena.
—La Gypsy Moth tiene Crédito Ampliado especial gracias al Centro Principal —le explicó ella— y la Incubadora de Antares trabaja con nosotros. Hemos de contar al menos con seis niños; intenta conseguirlos de seis semanas y con un mes completo de maternidad biológica; y nacidos, no incubados.
Gildoran tragó saliva y dijo:
—¿Por las dieciséis galaxias? ¿Y cómo transporto yo a seis críos berreando por las cuatro fases del Transmisor?
Gilrae se echó a reír.
—Tienes que alquilar un Remolque de Niños, desde luego. Y llévate a Ramie contigo.
—El rostro de ella se volvió serio de repente—. Doran, sigue Ruta Despejada de Explorador desde el Centro Principal. Creemos que Gilmarin intentó trazar su propia ruta y erró hasta llegar a uno de los mundos en los que todavía... desprecian a los Exploradores.
No lo olvides jamás; un tiro de piedra, seis horas de demora y te extravías. Podrías haberte extraviado hace cien años.
Sus palabras serenaron a Gildoran como agua fría en el rostro. Toda su vida había sabido eso... falta a un despegue y te has extraviado para siempre. Pero Gilmarin había sido su compañero de juegos; recogido en el mismo mundo que Gildoran, había sobrevivido con él a las exhaustivas operaciones que permitían a los Exploradores sobrevivir en el espacio, había sido su compañero de Guardería hasta los diez años, su camarada desde entonces y ahora había desaparecido; desaparecido irrevocablemente; perdido en alguna parte de los miles de mundos habitados en el espacio...
—Rae, ¿no podríamos asignarle un rastreador, enviar a alguien en su busca? El Centro Principal podría rastrear sus coordenadas de Transmisor...
El rostro delgado y pálido de Rae se crispó. Como el de todos los Exploradores carecía de color, pero sus ojos grandes, de color violeta, ahora parecían llenar su semblante. Por fin dijo, casi en un murmullo:
—Lo intentamos, Doran, pero no hubo suerte. Seguimos las coordenadas a lo largo de tres planetas y nos encontramos en medio de una revuelta en el Mundo de Lasselli. Él debió ir a parar justamente al centro de ella. Lo único que Gilhart y yo supimos hacer fue escapar. Hart solicitó que el Mundo de Lasselli fuese cerrado a los Exploradores, pero eso es como desplegar un escudo cuando la lluvia de meteoros ha terminado. —Ella le cogió la mano. Sus dedos eran finos y fuertes y parecían temblar levemente. Por fin, dijo—: Tú mantente apartado del Mundo de Lasselli, Doran. Ve directamente a la Incubadora y vuelve rápidamente. No podemos perderte a ti también.
Gildoran se sentía mareado y enfermo cuando subió al nivel del Puente a solicitar la ayuda de Ramie para esta misión.
¿Había pensado realmente abandonar a los suyos, cuando estaban tan faltos de personal?
¿Precisamente cuando Gilmarín había desaparecido, y Giltallen había desertado?
La angustia y la ira pugnaron en su interior.
En algunos mundos nos detestan, porque solemos llevarnos a los hijos no deseados, a los hijos excedentes. Nosotros no podemos tener hijos propios. Somos estériles debido al espacio, en caso de engendrar engendraríamos monstruos. Sin nuevos miembros reclutados en los planetas que franqueamos, tendríamos que dejar de viajar entre las estrellas...
Y entonces ya no habría más mundos franqueados; jamás.
Y la humanidad necesita una frontera. Sin ella, aun cuando los mundos conocidos abarcan una Galaxia, la humanidad se estancaría psicológicamente y enloquecería. El entender eso fue lo que empujó al hombre a lanzarse al espacio desde la Vieja Tierra hace miles de años. El entender eso fue lo que le hizo elevarse de los mundos superpoblados agonizantes, hambrientos y hacinados del Primer Sistema, lo que le lanzó al espacio interestelar en los tiempos de la vieja Generación de Navíos anterior a los Impulsores Einstein, lo que le mantuvo en expansión y le hizo salir al exterior. Eso mismo fue lo que llevó a la humanidad a inventar el Transmisor: la acuciante necesidad de una frontera; el saber que aún podía seguir adelante.
Pero nadie podía dirigirse a un nuevo mundo en Transmisor mientras el Transmisor no estuviese establecido allí. No había modo de transmitir un Transmisor. Una vez que el primer Transmisor era emplazado en un planeta, cualquier cosa podía ser transportada a él; personas, suministros, materiales de construcción, cualquier cosa de cualquier mundo que poseyera ya un Transmisor.
Pero todavía había que hallar nuevos mundos. Y los Exploradores los encontraban. Únicamente los Exploradores continuaban viajando entre las estrellas. Las velocidades del Impulsor Einstein les acortaba el tiempo y ellos erigían nuevos Transmisores destinados a la interminable expansión de la raza humana hacia el exterior.
Y como solemos robar niños, nos odian.
Tenemos que robarlos, pedirlos o comprarlos.
Y cuando parten con nosotros desaparecen para siempre.
PARA SIEMPRE.
Gildoran salió del elevador al nivel del Puente. En él media docena de miembros de la tripulación se afanaban en torno a las computadoras. Gildoran transmitió su mensaje al Capitán Anual Gilharrad que era tan viejo que incluso Gildoran era incapaz de imaginar cuántos años tendría en tiempo planetario. El capitán, entonces, dio permiso a Ramie para que le acompañase. Sus ojos, casi perdidos entre pliegues, se sumieron en los insondables abismos de la memoria y dijo:
—Una vez, cuando tenía tu edad, casi me matan en una expedición para robar niños — dijo, extendiendo una mano marchita que temblaba levemente—. Mira. Perdí este dedo de una cuchillada. Fue hace tanto tiempo, en tiempo planetario, que ni siquiera tenían regenerador para reconstruirme el dedo de nuevo. En aquellos tiempos era cuando ocho de cada diez morían en el primer despegue y uno de cada treinta sólo vivía algo más de un mes. Ni siquiera les poníamos nombres, hasta no estar seguros de que lo lograrían. La gente no ha cambiado mucho, sin embargo. Siguen queriendo darnos muerte, en la mayoría de los mundos, si les pedimos sus hijos. Incluso los hijos sobrantes, los que no desean. Somos sólo una leyenda en la mayoría de los mundos, pero una leyenda que aborrecen. —El capitán guardó silencio y sus ojos cansados volvieron a perderse en la lejanía. Gildoran, sintiendo un deseo instintivo de consolar al anciano, dijo:
—En esta ocasión tenemos tratos con Incubadoras autorizadas. Podemos comprar sólo lo que necesitamos y a gente que esté autorizada a vender.
Harrad repuso con amargo pesimismo:
—También esclavitud. Espera y verás. En ese mundo pueden estar atravesando un período de esclarecimiento, o de cinismo. Vuelve allí la próxima vez que aterrizemos, dentro de sesenta, setenta años en tiempo planetario y me apuesto contigo un planeta a que aparecerá escrito en su autorización: no venderá Exploradores. —Hizo un leve ademán con la mano en dirección a la puerta—. Mejor será que os vayáis ya. Probablemente habréis de dar un largo rodeo y tenemos que despegar a medianoche.


[…]