CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "La séptima puerta", novela de Margaret Weis y Tracy Hickman)


CAPÍTULO 1
Vasu se hallaba en lo alto de la muralla, silencioso y pensativo, mientras, a sus pies, las puertas de la ciudad de Abri se cerraban con estruendo. Amanecía, lo cual, en el Laberinto, sólo significaba que la negrura de la noche adquiría un tono grisáceo. Pero aquel amanecer era distinto de los demás. Era más glorioso... y más aterrador. Estaba iluminado por la esperanza y oscurecido por el miedo.
Era un amanecer que descubría la ciudad de Abri, en el mismo centro del Laberinto, aún en pie y victoriosa tras una batalla terrible con sus más implacables enemigos.
Era un amanecer tiznado del humo de las piras funerarias, un amanecer en el cual los vivos podían exhalar un suspiro trémulo y atreverse a esperar que la vida futura fuese mejor.
Era un amanecer iluminado por un pálido fulgor rojizo en el lejano horizonte, un resplandor que resultaba estimulante, tonificante. Los patryn que guardaban las murallas de la ciudad volvían los ojos hacia aquella luminosidad extraña y sobrenatural, sacudían la cabeza y hacían comentarios en tonos graves y ominosos.
-Eso no presagia nada bueno -decían con gesto sombrío.
¿Quién podía recriminarles su actitud sombría? Vasu, no. Él, que sabía lo que se avecinaba, desde luego que no. Pronto tendría que revelárselo y, con ello, hacer añicos la alegría de aquel amanecer.
-Ese resplandor -tendría que decirle a su pueblo- es el fuego de la guerra. De la feroz batalla por el control de la Última Puerta. Las serpientes dragón que nos atacaron no fueron vencidas, como creísteis. Sí, matamos a cuatro de ellas; pero, por las cuatro que murieron, otras ocho han nacido. Y ahora atacan la Última Puerta con el propósito de cerrarla y de atraparnos a todos en esta espantosa prisión. “Nuestros hermanos, los que viven en el Nexo y los que están cerca de la Última Puerta, se enfrentan a ese mal y, por tanto, aún tenemos motivos para la esperanza. Pero los nuestros son pocos en número y el mal es vasto y poderoso.
"Nosotros estamos demasiado lejos como para acudir en su ayuda. Demasiado lejos. Cuando llegáramos, si lográramos hacerlo con vida, sería demasiado tarde. Sí, tal vez sería demasiado tarde.
"Y, una vez cerrada la Última Puerta, el mal en el Laberinto se hará más fuerte. Nuestro miedo y nuestro odio se volverán más intensos para compensarlo, y el mal se alimentará de ese miedo y de ese odio y se hará aún más poderoso.
Todo era inútil, se dijo Vasu, y así debía decírselo al pueblo. La lógica, la razón, le decía que todo estaba perdido. Entonces, ¿por qué, allí de pie en la muralla, con la vista fija en el resplandor rojizo del cielo, sentía aún una esperanza?
No tenía sentido. Exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
Una mano lo tocó en el brazo.
-Mira, dirigente. Han conseguido alcanzar el río.
Al lado de Vasu, uno de los patryn había malinterpretado el suspiro, sin duda, creyendo que expresaba inquietud por la pareja que había abandonado la ciudad en la última hora de oscuridad previa al alba para emprender la búsqueda -arriesgada e inútil, probablemente- del dragón verde y dorado que había combatido por ellos en los cielos sobre Abri. El dragón verde y dorado que era el Mago de la Serpiente y que también era el sartán de andares torpes con nombre de mensch, Alfred.
Y Vasu, era cierto, temía por ellos, pero también tenía esperanza. Aquella misma esperanza ilógica, irracional.
Vasu no era un hombre de acción. Era un hombre de reflexiones, de imaginación. No tenía más que contemplar su cuerpo sartán, blando y rechoncho, para constatarlo. Debía reflexionar cuál había de ser el paso siguiente de su pueblo. Debía hacer planes y decidir cómo debían prepararse todos para lo inevitable. Debía contarles la verdad, pronunciar su discurso de desesperanza.
Pero no hizo nada de ello. Se quedó en las murallas, siguiendo con la mirada al mensch conocido por Hugh la Mano y a Marit, la patryn.
Se dijo que no volvería a verlos. Los dos se aventuraban en el Laberinto, peligroso en cualquier momento pero doblemente letal ahora que sus derrotados enemigos acechaban llenos de rabia a la espera de vengarse. El mensch y la patryn habían emprendido una misión desesperada y temeraria. No volvería a verlos más, y tampoco a Alfred, el Mago de la Serpiente, el dragón verde y dorado en cuya busca habían partido.
Vasu continuó en la muralla y aguardó -con esperanza- su regreso.
El Río de la Rabia, que fluía bajo los muros de la ciudad de Abri, estaba helado. Sus enemigos habían congelado sus aguas mediante hechizos. Las repulsivas serpientes dragón habían convertido el río en hielo para que sus tropas pudieran cruzar con más facilidad.
Mientras descendía trabajosamente la pendiente sembrada de rocas de la ribera del río, Marit mostró una sonrisa ceñuda. La táctica de sus enemigos le sería de utilidad.
Sólo había un pequeño problema.
- ¿Dices que esto es obra de magia? -Hugh la Mano, que descendía la pendiente detrás de ella, se deslizó hasta detenerse junto a la placa de hielo negro y tanteó éste con la puntera de la bota-. ¿Cuánto tiempo durará el hechizo?
Ése era el problema.
-No lo sé -se vio obligada a reconocer Marit.
-Ya -refunfuñó Hugh-. Me lo esperaba. Podría cesar cuando estuviéramos en el medio.
-Podría -asintió Marit.
La patryn se encogió de hombros. Si sucedía tal cosa, estarían perdidos. Las impetuosas aguas, de un negro intenso, los aspirarían, les helarían la sangre, arrastrarían sus cuerpos contra las rocas cortantes y, teñidas ya con la sangre, llenarían sus pulmones.
-¿No hay más remedio? -Hugh la Mano se había vuelto hacia ella y miraba fijamente los signos mágicos azules tatuados en su cuerpo. El mensch se refería, naturalmente, a la magia de la patryn.
-Yo quizá podría transportarme a la otra orilla -respondió Marit. En realidad, no estaba segura de ello. La batalla del día anterior la había debilitado; el enfrentamiento con Xar, el Señor del Nexo, había tenido el mismo efecto en su espíritu-. Pero no sería capaz de llevarte conmigo.
La patryn posó el pie sobre el hielo y notó cómo el frío le penetraba hasta el tuétano. Encajó las mandíbulas para evitar que le castañetearan los dientes, contempló la lejana orilla opuesta y añadió: -Sólo será una carrera corta. No nos llevará mucho tiempo.
Hugh la Mano no dijo nada. Tenía la vista fija... no en la orilla, sino en el hielo.
Y, entonces, Marit cayó en la cuenta. Aquel hombre, un asesino profesional que no temía a nada en su mundo, había encontrado en aquél algo que sí le causaba espanto: el agua.
-¿De qué tienes miedo? -preguntó en tono burlón, con la esperanza de picarlo en el amor propio si lo ridiculizaba-. No puedes morir...
-Sí que puedo -la corrigió él-. Lo que no puedo es permanecer muerto. Y no me importa confesar, señora mía, que esta clase de muerte no me atrae en absoluto.
-A mí, tampoco -replicó ella en tono mordaz, pero Hugh vio que había retirado rápidamente el pie del hielo; Marit no iba a ninguna parte.
Ella hizo una profunda inspiración.
-Sígueme o no; es cosa tuya.
-En cualquier caso, no te soy de mucha utilidad -dijo él con acritud, al tiempo que abría y cerraba los puños-. No puedo protegerte ni defenderte... Ni siquiera puedo protegerme a mí mismo.
Hugh no podía morir ni podía matar. Todas las flechas que disparaba erraban el blanco, todos los golpes que lanzaba quedaban cortos, todas las estocadas de su espada salían desviadas.
-Yo puedo defenderme sola -respondió Marit-. Y puedo defenderte a ti, incluso. Pero te necesito conmigo porque conoces a Alfred mucho mejor que yo...
-No, no es verdad -disintió él-. No creo que nadie conozca a Alfred. Ni siquiera él mismo. Haplo, tal vez, pero eso no nos sirve de mucho, ahora. Marit se mordió el labio y no dijo nada.
-Pero has hecho bien en recordármelo, señora mía -continuó Hugh la Mano-. Si no encuentro a Alfred, esta maldición no acabará nunca. Vamos, acabemos con esto de una vez.
Puso el pie en el hielo y dio unos pasos. Su movimiento, rápido e impetuoso, tomó por sorpresa a Marit. Antes de que se diera perfecta cuenta de lo que estaba haciendo, la patryn echó a andar apresuradamente tras él. El frío entumecedor se adueñó de ella y le provocó unos temblores incontrolables.
El hielo era resbaladizo y traicionero, y Hugh y Marit se agarraron mutuamente en busca de apoyo; el brazo de él la salvó de más de un resbalón y el de ella lo sostuvo en varias ocasiones.
Cuando estaban a media travesía, una grieta partió el hielo casi bajo sus pies con un sonido que taladraba los tímpanos. Un brazo y una mano peluda terminada en zarpas surgieron de las borboteantes aguas como si quisieran agarrarse a Marit.
La patryn se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Hugh la detuvo.
-No es más que un cadáver.
Marit se fijó mejor y vio que el mensch tenía razón. El brazo, fláccido, fue aspirado por la corriente casi de inmediato.
-El hechizo está desvaneciéndose -anunció, irritada consigo misma-. Debemos darnos prisa.
Con un suspiro, continuó la travesía, pero una fina capa de agua se extendía rápidamente sobre el hielo y lo volvía mucho más resbaladizo. Patinó y trató de asirse a Hugh, pero éste también había perdido el equilibrio. Los dos cayeron al hielo. A gatas sobre él, Marit se encontró mirando la horrible sonrisa y los ojos saltones de un lobuno muerto.
El hielo negro se rompió justo entre sus manos. El lobuno salió a la superficie, pareció levantarse directamente hacia la patryn, y ésta retrocedió involuntariamente. Hugh la Mano la retuvo.
-El hielo se está rompiendo -dijo con un chillido.
Y estaban todavía a media docena de pasos de la orilla. Marit se arrastró hacia ella gateando, ya que no podía ponerse en pie. Tenía los brazos y las piernas doloridos de frío. Hugh se deslizó a su lado. Tenía la cara palidísima, la mandíbula apretada con tal fuerza que recordaba el hielo, los ojos desorbitados y la mirada perdida. Para él, nacido y criado en un mundo sin agua, perecer ahogado era la peor muerte imaginable y el terror casi le había hecho perder la razón.
Pero estaban cerca de la orilla, cerca de la salvación.
El Laberinto poseía una inteligencia maliciosa, una astucia malévola. Le permitía a su víctima un atisbo de esperanza, le permitía imaginar que alcanzaría a ponerse a salvo.
La mano entumecida de Marit se agarró a un gran peñasco de los varios que bordeaban la ribera, pugnó por mantenerse asida con sus insensibles dedos y trató de incorporarse.
El hielo cedió bajo sus pies y la sumergió hasta la cintura en el agua negra y espumosa. La mano resbaló de la roca. La corriente empezó a arrastrarla...
Un empujón tremendo de unos brazos poderosos impulsaron a Marit hacia arriba y hacia la orilla. La patryn aterrizó violentamente y el golpe la dejó sin resuello. Se quedó tendida, jadeante, hasta que un barboteo y un grito hicieron que se volviera.
En precario equilibrio sobre un témpano de hielo, Hugh se agarraba con una mano al tronco de un árbol achaparrado que sobresalía de la orilla. La Mano la había puesto a salvo y había conseguido asirse al árbol, pero las aguas embravecidas trataban de llevarse la placa de hielo en la que se sostenía. Intentó cogerse al árbol con las dos manos, pero la corriente era demasiado fuerte. La mano con que se asía empezaba a resbalar...
Marit se arrojó materialmente sobre Hugh en el momento en que él perdía contacto. Los entumecidos dedos de la patryn lo agarraron por la espalda del chaleco de cuero y tiraron de él para sacarlo del río. Marit estaba de rodillas y el agua subía. Si fallaba, los dos se hundirían. Con desesperación, cerró las manos sobre el chaleco y tiró hasta casi arrancárselo. Con las rodillas hundidas en el fango, arrastró el pesado cuerpo del mensch hacia la orilla. Hugh era fuerte y colaboró cuanto pudo. Pataleó, buscó puntos de apoyo con las piernas, sin dejar de sacudirlas, y por fin consiguió arrastrarse hasta tierra firme.
Allí se quedó, jadeando y tiritando de frío y de terror. Marit escuchó un retumbar sordo y miró río arriba. Un muro de agua negra teñida de espuma roja avanzaba, atronador, empujando a su paso enormes bloques de hielo.
-¡Hugh!
El mensch levantó la cabeza y vio la monumental crecida. Se puso en pie, tambaleándose, y empezó a gatear pendiente arriba. Marit no estaba en condiciones de ayudarlo; apenas podía consigo misma. Al llegar a un terreno más firme y llano, se derrumbó en el suelo; casi ni se dio cuenta de que Hugh la Mano se dejaba caer también, cerca de ella.
El río rugió de rabia al ver que se le escapaba la presa, o quizá sólo era obra de su imaginación. Marit relajó su acelerada respiración y tranquilizó el latir desbocado de su corazón. Después, alejó que la magia rúnica la calentara hasta librarla de aquel frío atroz.
Pero no podía quedarse mucho rato allí tendida. El enemigo -caodín, lobuno u hombre tigre- debía de estar oculto en el bosque, observándolos. Echó un vistazo a los signos mágicos que llevaba tatuados en la piel, cuyo resplandor la advertía de la proximidad de un peligro. Tenía la piel ligeramente azulada, pero ello se debía al frío. Los signos mágicos estaban apagados.
Esto debería haberla tranquilizado, pero no fue así. Resultaba ilógico. Sin duda, algunos de los que habían atacado la ciudad con tanta furia el día anterior debían de acechar todavía en las cercanías de la muralla, a la espera de la oportunidad de tomar por sorpresa a algún grupo de exploración.
Pero las runas no despedían su fulgor mortecino; si acaso, muy, muy débilmente. Si había algún enemigo por los alrededores, andaba muy lejos y no estaba interesado en ella. Marit no acababa de entenderlo y no le gustaba.
La misteriosa ausencia de enemigos la atemorizaba más que la visión de una jauría de lobunos. Esperanza. Cuando el Laberinto ofrecía esperanza a alguien, significaba que se disponía a arrebatársela. Se incorporó hasta ponerse en cuclillas, alerta y cauta. Hugh la Mano yacía en el suelo, hecho un ovillo y presa de temblores incontenibles.
Tenía el cuerpo contraído por los escalofríos y los labios amoratados, y los dientes le castañeteaban con tal violencia que se había mordido la lengua. De la comisura de sus labios manaba un reguero de sangre.
Marit no sabía gran cosa de los mensch. ¿Era posible que el frío lo matara? Tal vez no, pero podía dejarlo débil o enfermo, y obligarla a hacer más lenta la marcha; moverse, caminar, lo ayudaría a calentarse. Pero antes tenía que ponerlo en pie.
Recordó haber oído a Haplo decir que la magia rúnica podía curar a un mensch. Se arrastró a gatas hasta Hugh, cerró las manos en torno a las muñecas del hombre y dejó que la magia fluyera desde su cuerpo al de él.
Los temblores cesaron. Poco a poco, una sombra de color volvió a sus pálidas facciones. Por último, con un suspiro, Hugh se quedó tumbado en el suelo boca arriba, cerró los ojos y dejó que el bendito calor se difundiera por su cuerpo.
-¡No te duermas! -lo previno Marit. Hugh acercó su sensible lengua a los dientes y lanzó un gemido, seguido de un gruñido.
-En mi mundo de Ariano soñaba que, cuando fuera rico, chapotearía en agua. Tendría un gran tonel de agua delante de mi casa y me zambulliría en ella, la arrojaría por encima de mi cabeza. Ahora, en cambio -continuó con una mueca-, ¡que me lleven los antepasados si pruebo un sorbo siquiera del condenado líquido!
Marit se incorporó.
-No podemos quedarnos aquí, en terreno abierto. Tenemos que movernos, si te sientes capaz. Hugh se puso en pie al instante.
-¿Por qué? ¿Qué sucede?
Observó los signos mágicos de los brazos y las manos de la patryn; había estado cerca de Haplo lo suficiente como para conocer los signos mágicos. Al verlos apagados, miró a Marit con aire inquisitivo.
-No lo sé -respondió ella, con la mirada vuelta hacia el bosque-. No hay nada cerca, parece, pero... -Sacudió la cabeza, incapaz de explicar su inquietud.
-¿Por dónde vamos? -preguntó Hugh.
Marit se quedó pensativa. Vasu había señalado el lugar donde había sido visto por última vez el dragón verde y dorado; es decir, Alfred. Quedaba en la dirección de la siguiente puerta, en el lado de la ciudad que daba a dicha puerta. Ella y Vasu habían calculado que la distancia podía cubrirse en medio día de viaje a pie.
La patryn se mordió el labio. Tenía dos opciones. Una era entrar en la espesura, que les daría abrigo pero también los haría más vulnerables a sus enemigos, los cuales -si continuaban allí fuera- utilizarían sin duda los bosques para ocultar sus movimientos. La otra era quedarse junto a la orilla del río, a la vista de la ciudad. Durante un trecho más, cualquier enemigo que la atacara estaría al alcance de las armas mágicas que empuñaban los centinelas de las murallas de la ciudad.
Marit decidió quedarse cerca del río, al menos hasta que la ciudad ya no pudiera brindarles protección. Para entonces, tal vez habrían encontrado un camino que los condujera hasta Alfred.
Prefería no pensar cómo podía ser dicho camino.
Hugh y Marit avanzaron con cautela a lo largo de la ribera. Las aguas del río, negras como la tinta, se agitaban y refunfuñaban en el cauce, rumiando sobre las indignidades que habían sufrido. Los dos expedicionarios tuvieron buen cuidado de no acercarse a la resbaladiza pendiente de la orilla, por un lado, y de evitar las sombras del bosque, por el otro.
La espesura estaba en silencio. En un extraño silencio. Era como si todo ser viviente hubiera desaparecido...
Marit se detuvo, enferma de angustia, al comprender qué sucedía.
-Por eso no hay nadie por aquí -dijo en voz alta.
-¿Qué? ¿Por qué? ¿De qué estas hablando? -preguntó Hugh, alarmado por su brusca detención.
La patryn señaló hacia el ominoso fulgor rojizo del horizonte.
-Han acudido todos a la Última Puerta. Para participar en la lucha contra mi pueblo.
-Buen viaje, pues -dijo la Mano. Pero Marit movió la cabeza en gesto de negativa-. ¿Por qué no? -Insistió Hugh-. ¿Se han marchado? ¡Estupendo! Según Vasu, la Última Puerta queda muy lejos de aquí. Ni siquiera esos hombres tigre podrán llegar allí a tiempo.
-No lo entiendes -replicó Marit, abrumada de desesperación-. El Laberinto puede transportarlos. Puede llevarlos allí en un abrir y cerrar de ojos, si quiere. Todos nuestros enemigos, todas las malévolas criaturas del Laberinto... agrupadas para combatir a mi pueblo. ¿Cómo podremos sobrevivir?
Estaba dispuesta a rendirse. Su misión parecía inútil. Aunque encontrara a Alfred con vida, ¿de qué serviría? Al fin y al cabo, Alfred era uno solo. Sí, era un mago muy poderoso, pero estaba solo.
“Busca a Alfred”, le había dicho Haplo. Pero éste no podía saber cuan desfavorables eran las circunstancias para ellos. Y, ahora, Haplo había desaparecido, tal vez muerto. Y el Señor Xar, también.
Su señor, al que debía lealtad. Marit se llevó la mano a la frente. El signo mágico que Xar le había tatuado en la piel, el signo que había sido muestra del amor y la confianza ciega que ella le profesaba, escocía a Marit con un dolor sordo y pulsante. Xar la había traicionado. Peor aún: parecía haber traicionado a su pueblo.
Xar era lo bastante poderoso como para resistir la acometida de los seres maléficos. Su presencia habría inspirado a su pueblo; su magia y su astucia habrían proporcionado a los suyos una posibilidad de victoria.
Pero Xar les había vuelto la espalda...
-Nos ha abandonado a nuestra suerte. Xar... ¡Xar no haría una cosa así! No, no puedo creerlo -musitó Marit para sí-. Se marchó..., se llevó con él a Haplo... ¡para curarlo! ¡Sí, eso es! ¡Mi señor curará a Haplo y, luego, los dos volverán para combatir a nuestro lado!
Pensándolo bien, era lógico. Xar había retirado a Haplo a un lugar seguro. Mientras tanto, a ella le correspondía la tarea de localizar a Alfred. ¡Cuando estuvieran todos juntos allí, ante la Última Puerta, nada podría derrotarlos!
Marit se apartó los cabellos mojados de la frente con gesto enérgico. Con la misma resolución, apartó de su mente todo lo que no tuviera relación con su problema más inmediato. Había olvidado una lección importante: no mirar nunca demasiado lejos. Lo que una veía podía ser un espejismo. Era preciso mantener la vista fija en la senda que se pisaba.
Y allí estaba. El rastro.
Marit se maldijo. Había estado tan preocupada que casi había pasado por alto lo que estaba buscando. Hincó la rodilla, recogió un objeto del suelo con cuidado y lo sostuvo en alto para que Hugh lo viera.
Era una escama, una escama lustrosa. Una de las varias, verdes y doradas, esparcidas en el camino.
Junto a ellas había grandes gotas de sangre fresca.


CAPÍTULO 2

-¿Una escama de dragón? ¿Qué significa? -preguntó Hugh la Mano.
-Según Vasu, la última vez que vio a Alfred..., al dragón Alfred, caía de los cielos herido y ensangrentado. -Marit dio vueltas y más vueltas a la escama verde en la palma de la mano.
-Había muchos dragones luchando -protestó Hugh.
-Pero los dragones del Laberinto tienen las escamas rojas, no verdes. No; éste tiene que ser Alfred.
-Lo que tú digas, pero yo no le daría crédito. ¡Un hombre que se transforma en dragón! -exclamó Hugh con un bufido.
-El mismo hombre que te trajo de vuelta de entre los muertos -le recordó Marit secamente-. Vamos.
El rastro de sangre, lamentablemente fácil de seguir, se internaba en el bosque. Encontraron gotas brillantes sobre la hierba y salpicando las hojas de los árboles. En ocasiones, una espesura de arbustos espinosos o un tupido seto los obligaba a dar un rodeo, pero siempre podían encontrar de nuevo el sendero fácilmente. Demasiado fácilmente. El dragón, Alfred, había perdido mucha sangre.
-Si ese dragón es Alfred, ¿por qué se aleja de la ciudad? _preguntó Hugh mientras salvaba un tronco caído encaramándose a él-. Si está herido de tal gravedad, lo razonable sería volver a la ciudad en busca de ayuda.
-En el Laberinto, las madres suelen alejarse de su refugio para apartar de sus hijos al enemigo. Creo que eso mismo hace Alfred. Por eso no ha volado hacia la ciudad. Alguien lo perseguía y Alfred ha desviado deliberadamente a su enemigo para que no encuentre a los míos. ¡Cuidado! ¡No te acerques a eso! -Marit asió a Hugh y evitó que se adentrara en una maraña de hojas verdes de aspecto inocuo- . Es una hiedra sofocante. Si se enreda en el tobillo, corta hasta el hueso. Te quedarías sin pie izquierdo.
-En buen lugar nos hemos metido, mi señora -murmuró Hugh al tiempo que retrocedía-. Esta condenada hiedra está por todas partes. No hay manera de rodearla.
-Tendremos que subir.
Marit se encaramó a un árbol y trepó de rama en rama.
Hugh la Mano la siguió, más lento y más torpe. Sus pies casi rozaron la amenazadora planta, cuyas hojas verdes y florecillas blancas se agitaron y crujieron debajo de él.
Marit señaló con aire sombrío los restos de sangre que manchaban el tronco. Hugh emitió un gruñido y no dijo nada.
La patryn regresó al suelo al otro lado del macizo de enredaderas y se frotó la piel. Los signos mágicos habían empezado a emitir un leve resplandor, advirtiéndola de algún peligro. Al parecer, no todos sus enemigos habían corrido a la Última Puerta para librar batalla. Marit continuó su avance con más urgencia y más cautela.
Al emerger de una zona de tupida vegetación, se encontró de pronto, inesperadamente, en un calvero del bosque.
-¡Échale un vistazo a esto! -Hugh emitió un silbido grave. Marit miró, asombrada.
En el bosque se había abierto un amplio surco de destrucción. El suelo estaba cubierto de arbolillos rotos cuyas ramas, quebradas y torcidas, pendían de los troncos hechos pedazos. Las hierbas y los arbustos estaban aplastados en el fango. El terreno estaba sembrado de ramitas y de hojas. Por toda la zona había esparcidas escamas verdes y doradas que brillaban como joyas bajo el amanecer grisáceo.
Algún cuerpo escamoso de gran tamaño había caído del cielo y se había estrellado entre los árboles. Alfred, sin duda. Pero ¿dónde estaba ahora?
-Puede que se lo haya llevado alguna... -empezó a decir Marit.
-¡Chist! Hugh acompañó su advertencia con un gesto enérgico; tomó de la muñeca a la patryn y tiró de ella para que se cubriera entre los arbustos. Marit se agachó, se quedó completamente quieta y aguzó el oído para captar el sonido que había llamado la atención del mensch.
El silencio del bosque era interrumpido de vez en cuando por la caída de una rama, pero no escuchó nada más. Demasiado silencio. Marit miró a Hugh con expresión inquisitiva. Él acercó el rostro y le cuchicheó al oído:
-¡Voces! Juro que he oído algo que podría ser una voz. Ha callado cuando tú has hablado. Marit asintió. Ella no había hablado en voz muy alta; fuera lo que fuese, debía de estar cerca. Y tenía un oído muy agudo. Paciencia. Se aconsejó a sí misma tener calma y esperar a que el desconocido peligro se concretara. Casi sin respirar, ella y Hugh esperaron los acontecimientos.
Entonces oyeron la voz. Hablaba con un sonido chirriante, horrible al oído, como el rechinar de los bordes mellados de unos huesos rotos. Marit se estremeció e incluso Hugh la Mano se acobardó. Su rostro se contrajo de repulsión.
-¿Qué...?
-¡Un dragón! -susurró la patryn, helada de espanto.
Ésa era la causa de que Alfred no hubiera vuelto a la ciudad. Lo perseguía y, probablemente, lo había atacado la criatura más temible del Laberinto.
Las runas de su cuerpo resplandecían ahora con intensidad, y Marit reprimió el impulso de dar media vuelta y escapar.
Una de las leyes del Laberinto decía que no se debía plantar batalla a un dragón rojo a menos que se estuviera arrinconado y no se tuviera escapatoria. En este caso, uno sólo se volvía contra el dragón para obligar a éste a darle muerte rápidamente.
-¿Qué dice? -preguntó Hugh-. ¿Consigues entenderlo?
Marit asintió, espantada.
El dragón hablaba en el idioma de los patryn. Marit tradujo sus palabras a Hugh.
-No sé qué eres -decía el dragón-. Nunca había visto nada como tú. Pero me propongo descubrirlo. Y necesito un momento de tranquilidad para estudiarte. Para desmontarte.
-¡Maldita sea! -Masculló Hugh-. ¡Sólo de oír a esa cosa me dan ganas de mearme en los pantalones! ¿Crees que todo eso se lo dice a Alfred?
Marit asintió. Sus labios se apretaron hasta convertirse en un fino trazo. Sabía qué debía hacer; sólo deseaba tener el valor necesario para ello. Se frotó el brazo para calmar el escozor de los signos mágicos de protección, que despedían su fulgor azulado y rojo, y, haciendo caso omiso de sus advertencias, empezó a avanzar a hurtadillas hacia la voz utilizando el sonido atronador de ésta para cubrir sus propios movimientos entre la espesura. Hugh la Mano siguió sus pasos.
Estaban a favor de viento con respecto al dragón, de modo que la bestia no podría captar el olor que despedían. Marit sólo deseaba echar un vistazo a la criatura para comprobar si realmente había capturado a Alfred. Si no era así -y tal era la ferviente esperanza de la patryn-, podría por fin obedecer al sentido común y escapar de allí.
No era vergonzoso huir de un enemigo tan poderoso. El único patryn que Marit conocía que hubiera luchado contra un dragón del Laberinto y hubiese sobrevivido era su señor, Xar, y él nunca hablaba del lance; cuando surgía alguna mención al tema, su rostro se ensombrecía.
-¡Que los antepasados se apiaden...! -musitó Hugh. Marit le apretó la mano para exigirle silencio. Desde aquel punto, podían observar claramente al dragón. Las esperanzas de Marit desaparecieron.
Apoyado contra el tronco de un árbol roto, de pie, había un hombre alto y delgaducho de cabeza calva -manchada de sangre-, vestido con los restos hechos jirones de lo que un día habían sido unos calzones y una levita de terciopelo. Cuando lo habían visto durante la batalla, estaba en forma de dragón. Y, a juzgar por la destrucción que habían observado en el bosque, aún seguía en dicha forma cuando se había estrellado de cabeza contra el suelo.
Pero ahora ya no conservaba su forma de dragón. O bien estaba demasiado débil como para mantener su transformación mágica o, tal vez, su enemigo había utilizado su propia magia para poner de manifiesto la verdadera apariencia del sartán.
Alfred estaba consciente, algo insólito si se tenía en cuenta que su primera reacción ante cualquier clase de peligro era caer desmayado. Incluso conseguía plantar cara a su terrible enemigo con cierta dosis de dignidad pese a tener un brazo roto y a la expresión, contraída de dolor, de su ceniciento rostro.
El dragón se cernió sobre su presa. La testuz de la bestia era enorme, chata y redondeada, con hileras de dientes afilados como cuchillas que sobresalían de la mandíbula inferior. Sostenida sobre un cuello que, en comparación, parecía demasiado delgado, la cabeza se mecía adelante y atrás en un movimiento oscilante y constante que a veces dejaba hipnotizada a su desdichada víctima. Dos ojillos vivos, a ambos lados de la cabeza, se movían independientemente. Los ojos podían enfocar en cualquier dirección, incluso hacia adelante o hacia atrás, lo cual permitía al dragón ver todo lo que tenía alrededor.
El par de patas delanteras, fuertes y potentes, poseía unas “manos” como zarpas que podían agarrar objetos y transportarlos por el aire. De los hombros brotaban unas alas enormes y las patas traseras, también muy musculosas, servían al dragón para tomar impulso y despegar del suelo.
Sin embargo, la parte más mortífera de la bestia era la cola. El apéndice del dragón rojo se enroscaba sobre el cuerpo o se agitaba en torno a él. En el extremo tenía un aguijón bulboso que inyectaba veneno en la víctima. Un veneno que podía matarla o, en pequeñas dosis, dejarla paralizada.
La cola se agitó alrededor de Alfred.
-Quizá te escueza un poco -tronó el dragón-, pero esto te mantendrá dócil durante nuestro viaje de regreso a mi cueva.
La punta del aguijón abrió un corte superficial en la mejilla de Alfred. Con un chillido, el cuerpo de éste dio una brusca sacudida. Marit apretó los puños con fuerza, hasta clavarse las uñas en la carne. A su lado, alcanzó a oír la respiración entrecortada de Hugh.
-¿Qué hacemos? -consiguió articular éste, al tiempo que se pasaba el revés de la mano por los labios. El mensch tenía el rostro bañado en sudor.
Marit volvió la vista al dragón. Un Alfred fláccido y que no ofrecía resistencia colgaba de las zarpas delanteras de la bestia. El dragón transportaba a su presa descuidadamente, como un chiquillo llevaría una muñeca de trapo.
Por desgracia, el infeliz sartán seguía consciente, con los ojos muy abiertos y casi desorbitados de miedo. Esto era lo peor del veneno del dragón: que mantenía a la víctima paralizada pero consciente, de modo que se diera cuenta de todo lo que le hacía.
-Nada -respondió Marit en un susurro.
- Pero tenemos que actuar de alguna manera! -Hugh le dirigió una mirada enfurecida-. ¡No podemos permitir que escape...!
Marit tapó la boca a Hugh con la mano. El mensch había cuchicheado sus palabras apenas en un susurro, pero la enorme cabeza del dragón se volvió hacia ellos rápidamente y sus ojos escrutaron el bosque.
La ominosa mirada recorrió la zona en la que estaban; después, se dirigió hacia otro lado. El dragón continuó la búsqueda un rato más hasta que, quizá perdiendo interés, emprendió la marcha.
Y lo hizo por tierra. Marit recobró la esperanza.
El dragón avanzaba caminando, no volando. Había empezado a desplazar su enorme mole por el bosque transportando a Alfred entre sus zarpas. Y, una vez que la bestia se había vuelto hacia ella, Marit había advertido que la terrible criatura estaba herida. No de mucha gravedad, pero lo suficiente como para impedirle remontar el vuelo. Una de las alas tenía la membrana desgarrada, con un gran agujero en el centro.
Era un punto en favor de Alfred, se dijo Marit en silencio. Después, emitió un suspiro. Aquella herida no haría sino enfurecer aún más al dragón. Seguro que mantendría vivo a Alfred mucho, muchísimo tiempo.
Y seguro que a Alfred no le haría ninguna gracia.
Marit se quedó inmóvil y en silencio hasta que el dragón estuvo a suficiente distancia como para no alcanzar a verlos o a oírlos. Mientras tanto, cada vez que Hugh intentaba decir algo, ella fruncía el entrecejo y movía la cabeza en gesto de negativa. Cuando la patryn ya no pudo captar el estruendo del dragón al abrirse paso a través del bosque, se volvió hacia él.
-Los dragones tienen un oído excelente, recuérdalo. Por poco consigues que nos mate.
-¿Y por qué no lo hemos atacado? -Quiso saber Hugh-. ¡La condenada bestia está herida! Con tu magia... -hizo un gesto con la mano, demasiado furioso como para terminar la frase.
-Con mi magia no habría conseguido nada de nada -replicó Marit-. Esos dragones tienen su propia magia y es mucho más poderosa que la mía... aunque, probablemente, ni siquiera se habría molestado en utilizarla. Ya viste ese aguijón. La bestia mueve la cola con una rapidez vertiginosa y pica como un rayo. Un toque de ese apéndice venenoso deja a su víctima paralizada e impotente, como a Alfred.
-¿Entonces, qué? ¿Nos rendimos? -Hugh le dirigió una mirada torva.
-No, nada de eso -respondió Marit. De inmediato, se volvió de espaldas al mensch para que éste no pudiera ver su expresión, para que no observara lo maravillosa que le sonaba la palabra “rendirse”. Con gesto resuelto, empezó a abrirse paso entre los árboles de troncos astillados y los matorrales y hierbas aplastados.
-Lo seguiremos. El dragón ha dicho que se proponía llevar a Alfred a su cueva. Si conseguimos descubrir el cubil de la bestia, tal vez logremos dar con la manera de rescatar al sartán.
- ¿Y si mata a Alfred mientras va de camino?
-No lo hará -afirmó Marit. Si de algo estaba segura, era de esto-. Los dragones no matan a sus presas enseguida. Las mantienen vivas para entretenerse.
El rastro del dragón era fácil de seguir. La criatura aplastaba cuanto se interponía en su camino, sin desviarse un ápice de una ruta recta a través del bosque. Árboles gigantes eran arrancados de raíz con un golpe de su cola poderosísima. Arbustos y matorrales eran aplastados por las grandes patas traseras. La hiedra sofocante, que trataba de enredar sus zarcillos cortantes en torno al dragón, advertía demasiado tarde lo que había atrapado. Las enredaderas quedaban en el suelo, ennegrecidas y humeantes.
Hugh y Marit continuaron avanzando tras la estela de destrucción del dragón. La marcha resultaba ahora mucho más fácil, pues el dragón les despejaba el camino con toda eficacia. Con todo, Marit insistió en mantener la máxima cautela, aunque Hugh protestó. No era probable, decía, que el dragón alcanzara a oírlos, con el estruendo que producía. Y, cuando la criatura cambió de dirección y empezó
a viajar a favor de viento, Marit se detuvo a embadurnarse de fango pestilente en una ciénaga y obligó a Hugh a imitarla.
-Una vez vi a un dragón destruir un asentamiento de pobladores -explicó Marit mientras se aplicaba el fango en los muslos y dejaba que resbalase por las pantorrillas-. La bestia era muy lista. Podría haber atacado el asentamiento, haberlo quemado y haber matado a sus habitantes, pero poca diversión le habría proporcionado eso. Así, en lugar de arrasarlo todo, capturó vivos a dos patryn, jóvenes y fuertes. A continuación, procedió a torturarlos.
“Todos oímos sus gritos, unos alaridos terribles que se prolongaron durante dos días. Entonces, el dirigente decidió atacar al dragón para rescatar a los suyos... o, al menos, para poner fin a sus sufrimientos. Haplo estaba conmigo - continuó, sin abandonar el tono susurrante-. Nosotros conocíamos mejor a los dragones rojos y le dijimos al dirigente que cometía una estupidez, pero no quiso hacernos caso. Provistos de armas potenciadas con la magia, los guerreros emprendieron la marcha hacia la guarida de la fiera.
“E1 dragón salió de la cueva llevando los cuerpos aún vivos de sus víctimas, uno en cada zarpa. Los guerreros dispararon sus flechas contra el dragón. Unas flechas, dirigidas por las runas, que no podían fallar su blanco. Pero el dragón perturbó las runas con su propia magia; ésta no detuvo las flechas, sino que se limitó a aminorar su velocidad. Luego, atrapó los dardos... utilizando a los dos prisioneros como acericos.
“Una vez muertos, el dragón arrojó los cuerpos a sus compañeros. Para entonces, algunas de las flechas habían alcanzado su objetivo. El dragón herido se incomodó y lanzó un latigazo con la cola, tan veloz que los guerreros no tuvieron ocasión de escapar. Picó a uno aquí, otro allá, otro más acullá, moviéndose aquí y allá entre las filas de los patryn. Cada vez que tocaba a alguien, provocaba alaridos de terrible dolor. El desgraciado empezaba a convulsionarse hasta caer al suelo, agarrotado e incapacitado.
“E1 dragón cogió a sus nuevas víctimas y las arrojó al interior de su cueva. Más diversión para él. Todos los escogidos eran jóvenes y fuertes. El dirigente se vio obligado a retirar sus fuerzas; en su intento de salvar a los dos primeros, había perdido más de veinte de sus guerreros. Haplo le recomendó que desmontara el asentamiento y llevara lejos a su gente, pero el dirigente casi había perdido por completo el juicio y prometió rescatar a los que el dragón había capturado en su anterior intento.
Marit interrumpió bruscamente la narración para ordenar:
-Vuélvete. Te embadurnaré la espalda.
Hugh obedeció y permitió a Marit esparcirle el barro pestilente por la espalda y los hombros.
-¿Qué sucedió entonces? -inquirió la Mano con voz áspera. La patryn se encogió de hombros.
-Haplo y yo decidimos que era hora de irse. Más tarde, encontramos a uno de los residentes del asentamiento, uno de los escasos supervivientes; nos contó que el dragón había prolongado el juego durante una semana, saliendo de la cueva para luchar, capturar nuevas víctimas y pasarse las noches torturándolos hasta la muerte. Por último, cuando no quedó nadie salvo los demasiado enfermos o demasiado pequeños como para proporcionarle entretenimiento, la bestia había arrasado el lugar.
Supongo que ahora lo comprendes, ¿no? Un ejército entero de guerreros patryn no podría derrotar a uno solo de esos dragones. ¿Te das cuenta de a qué nos enfrentamos?
Hugh no respondió de inmediato. Continuó aplicándose fango a brazos y manos y, cuando hubo terminado, preguntó:
-¿Qué plan tienes, pues?
-El dragón tiene que comer, lo cual significa que tendrá que salir a cazar...
-A menos que decida zamparse a Alfred.
Marit movió la cabeza enérgicamente.
-Los dragones rojos no se comen a sus víctimas. Sería desperdiciar una buena diversión. Además, éste está tratando de averiguar qué es Alfred. El dragón no ha visto nunca a un sartán. No; me temo que mantendrá a Alfred con vida... más tiempo, probablemente, del que a éste le gustaría. Cuando la bestia abandone la cueva para alimentarse, nos colaremos en ella y rescataremos a Alfred.
-Si queda algo por rescatar -murmuró Hugh.
Marit no replicó.
Continuaron adelante, siguiendo el rastro del dragón, que los condujo a través del bosque alejándolos de la ciudad en dirección a la siguiente puerta. El terreno empezó a empinarse cuando llegaron alas estribaciones de las montañas. Llevaban viajando todo el día, sin detenerse más que a comer lo imprescindible para mantener las fuerzas y a beber un poco cuando encontraban un regato de agua clara.
La luz grisácea del día estaba menguando. Las nubes llenaron el cielo y descargaron una lluvia que Hugh consideró una bendición, pues así podría librarse del fango.
La lluvia también fue una bendición en otro sentido. Habían dejado atrás el bosque tupido y en aquel momento ascendían una ladera pelada, salpicada de rocas y peñascos, que no les permitía ocultarse; la cortina de lluvia les proporcionaba, por tanto, la protección que les faltaba.
Mientras hubiera suficiente luz para iluminar el terreno, no tendrían problemas para seguir el rastro del dragón, cuyas patas se clavaban en la pendiente arrancando de ella grandes masas de tierra y roca. Pero estaba cayendo la noche.
¿Qué haría el dragón? ¿Buscar cobijo para pasar la noche, quizás en una cueva de las montañas? ¿O continuar la marcha hasta alcanzar su cubil? Y ellos ¿debían continuar la marcha una vez oscurecido?
Discutieron el asunto.
-Si nos detenemos y el dragón no lo hace -argumentó Hugh-, por la mañana nos llevará una ventaja tremenda.
-Lo sé -asintió Marit, dubitativa, con aire meditabundo.
Hugh la Mano esperó a que añadiera algo. Cuando quedó claro que no iba a hacerlo, se encogió de hombros y continuó hablando.
-Yo renuncio a seguir la pista. Ya he estado en situaciones como ésta otras veces; normalmente, me baso en lo que conozco de la persona a la que sigo, intento ponerme en su lugar e imaginar qué haría. Pero estoy acostumbrado aseguir a personas, no bestias. Ésas te las dejo a ti, señora mía.
-Continuaremos -decidió ella-. Seguiremos el rastro con la luz de mis runas. -El resplandor mortecino de los signos mágicos de su piel iluminó levemente el suelo-. Pero tenemos que avanzar despacio. Debemos andar con cuidado, no vayamos a tropezar sin querer con su guarida, en la oscuridad. Si el dragón nos oye llegar... -sacudió la cabeza-. Recuerdo que, una vez, Haplo y yo...
No continuó. ¿Por qué mencionaba a Haplo continuamente? El dolor que le producía aquel nombre era como una zarpa de dragón en el corazón.
Hugh se sentó a descansar y a mascar unas tiras de carne seca. Marit mordisqueó las suyas sin apetito. Cuando se dio cuenta de que no podría tragar la masa pastosa e insulsa, la escupió. No debía pensar más en Haplo; no debía pronunciar su nombre. Era como las runas: al invocar el nombre, evocaba una imagen que la distraía en un momento en que necesitaba concentrar todas sus facultades en el problema más inmediato.
Cuando Xar se lo había llevado, Haplo agonizaba. Marit cerró los ojos y vio de nuevo la herida letal, la runa del corazón desgarrada, rota. Xar podía salvarlo. ¡Sí, seguro que Xar lo salvaría! Xar no lo dejaría morir...
Marit se llevó la mano a la frente, al signo mágico desbaratado que tenía en ella. La patryn sabía muy bien de qué era capaz el Señor del Nexo. Era inútil engañarse. Recordó la cara de Haplo, su perplejidad y el dolor de su expresión cuando había sabido que ella y Xar estaban aliados. En aquel momento, Haplo se había entregado. Sus heridas eran demasiado profundas como para permitirle sobrevivir. Y la había dejado a ella al cuidado de todo cuanto tenía: su pueblo.
Una mano se cerró sobre las suyas.
-Haplo se pondrá bien, señora mía. -Hugh, poco acostumbrado a ofrecer consuelo, se esforzó torpemente en hacerlo-. Es un tipo duro.
Marit contuvo las lágrimas con un pestañeo. La irritaba que el mensch la hubiera sorprendido en aquel momento de debilidad.
-Tenemos que continuar -respondió fríamente. Se puso en pie y reanudó la marcha, dando por supuesto que él la seguiría.
La lluvia había cesado momentáneamente, pero las nubes bajas que ocultaban a la vista las cimas de las montañas eran anuncio de nuevos chaparrones, y una lluvia fuerte podía borrar por completo las huellas del dragón.
Marit se encaramó a un peñasco y escrutó la ladera con la esperanza de distinguir al dragón antes de que cayera la noche. Sin embargo, el apagado resplandor rojizo que iluminaba el perfil del horizonte captó su atención de nuevo, y la patryn volvió la vista hacia allí con profunda fascinación.
¿Qué era aquel resplandor? ¿Era un gran incendio provocado por las serpientes dragón con la intención de que sirviese de faro para atraer a la batalla a todas las criaturas maléficas? ¿Estaría en llamas la propia ciudad del Nexo? ¿O tal vez se trataba de algún tipo de defensa mágica establecida por los patryn, algún círculo de fuego para protegerse de sus enemigos?
Si la Última Puerta caía, quedarían atrapados. Atrapados en el Laberinto con unas criaturas peores que los dragones rojos, unas criaturas cuyo malévolo poder se haría más y más fuerte.
Haplo agonizaba creyendo que ella no lo amaba.
-Marit.
Sobresaltada, la patryn se volvió demasiado deprisa y estuvo a punto de caer del peñasco.
Hugh la ayudó a sostenerse y señaló hacia arriba:
- ¡Mira! -Ella obedeció, pero no observó nada-. Espera. Deja que pasen las nubes. ¡Ahí está! ¿Lo ves?
Las nubes se levantaron unos instantes y Marit vio al dragón, que avanzaba por la ladera en dirección a una gran abertura oscura en un farallón rocoso de la montaña.
Y al momento cayó de nuevo la niebla y ocultó al dragón. Cuando despejó otra vez, la bestia había desaparecido. Habían encontrado la guarida del dragón rojo.


CAPÍTULO 3

Pasaron la noche escalando la ladera, sin dejar de oír los alaridos de Alfred.
Los gritos no habían sido constantes. Al parecer, el dragón concedía a su víctima ratos para descansar y recuperarse. Durante estas pausas se dejaba oír la voz del dragón desde la caverna, tronando palabras sólo inteligibles en parte. Estaba describiendo a su víctima, con todo detalle, el tormento concreto que se proponía infligirle a continuación. Peor aún, la bestia estaba destruyendo la esperanza de Alfred, lo estaba privando de su voluntad de supervivencia.
-Abri... escombros -eran algunas de las palabras del dragón-. Su gente... muerta... lobunos y nombres tigres al asalto...
-No -musitó Marit-. Lo que dice es falso, Alfred. No creas a esa bestia. Resiste..., resiste.
En cierto momento, el silencio de Alfred se prolongó más de lo habitual. El dragón parecía irritado, como quien intentara despertar a alguien profundamente dormido.
-Ha muerto... -susurró Hugh.
Marit no dijo nada y continuó la ascensión. Y, cuando el silencio de Alfred ya se había prolongado lo suficiente como para casi convencerla de que la Mano estaba en lo cierto, captó un gemido grave y suplicante -la súplica de piedad de la víctima- que subió de tono hasta convertirse en un agudo chillido de tormento, un grito acompañado de la voz cruel y triunfal del dragón. Al escuchar de nuevo los alaridos de Alfred, los dos continuaron la marcha.
Un estrecho sendero serpenteaba a lo largo de la ladera en dirección a la cueva, la cual, sin duda, había sido utilizada como refugio por buena parte de la población del Laberinto a lo largo de los años... hasta que el dragón se había instalado en ella. El sendero no era difícil, ni siquiera bajo el chaparrón, por lo que el temor de Marit de que la oscuridad le hiciese perder el rastro del dragón había sido infundado. En su impaciencia por llegar a su cubil, el dragón herido había
apartado de su camino peñas y árboles ralos. Las gigantescas patas de la bestia abrían profundos surcos en el suelo, que formaban unos toscos escalones.
A Marit no le gustaba demasiado toda aquella “ayuda”. Tenía la clara impresión de que el dragón sabía que lo seguían y estaba encantado de hacer lo posible por atraer nuevas víctimas a las que dar tormento.
Pero a la patryn no le quedaba más remedio que continuar. Y, si en algún momento desesperó, si pensó en darse por vencida y volverse por donde había venido, el resplandor rojizo del horizonte, siempre entrevisto por el rabillo del ojo, la impulsó a seguir adelante.
Hacia medianoche, hicieron un alto. Estaban todo lo cerca de la cueva que Marit estimó seguro. Buscó alguna depresión poco profunda del terreno que al menos les ofreciera cierto abrigo de la lluvia, gateó hasta el hueco e indicó por señas a Hugh que la siguiera.
El mensch no lo hizo. Permaneció agachado junto al estrecho saliente que conducía montaña arriba hasta la oscura boca de la guarida del dragón. Al fulgor mortecino de las runas de su piel, Marit observó su rostro contraído por el odio y la ferocidad. Acababa de caer uno de aquellos silencios ominosos y terribles, tras una sesión de tortura especialmente larga.
-¡Hugh! ¡No podemos seguir! -susurró-. Es demasiado peligroso. ¡Tenemos que esperar a que salga el dragón! Un buen plan, si no fuera porque los gritos de Alfred se hacían cada vez más débiles.
La Mano no la escuchaba. Alzó la vista al farallón rocoso y entrecerró los ojos y en un cuchicheo apasionado, reverente, masculló:
-¡Aceptaría llevar esta malhadada existencia para siempre si pudiera, sólo por esta vez, tener la capacidad de matar!
Odio. Marit conocía bien aquel sentimiento y sabía lo peligroso que podía resultar. Alargó el brazo, asió al mensch y lo atrajo con energía al hueco donde estaba agazapada.
-¡Escúchame, mensch! -susurró, dirigiéndose tanto a ella misma como a él-. ¡Eso es precisamente lo que el dragón quiere que sientas! ¿No recuerdas lo que te he dicho? La bestia hace esto a propósito; pretende torturarnos a nosotros tanto como a Alfred. Quiere que irrumpamos en la cueva y ataquemos de frente. Por eso no vamos a hacerlo. Vamos a esperar aquí hasta que salga o hasta que se nos ocurra otra cosa.

Hugh le dirigió una mirada furiosa y, por un momento, Marit pensó que iba a desafiarla. Podía detenerlo, por supuesto. Era un hombre fuerte, pero era un mensch, carente de facultades mágicas y, por lo tanto, débil en comparación con ella. Sin embargo, no quería llegar a la fuerza. Una demostración de magia alertaría al dragón de su presencia, si no lo estaba ya. Además, el mensch portaba aquella maldita arma sartán...
Hizo una profunda inspiración y relajó la mano con la que asía a Hugh. Éste se acurrucó en el estrecho espacio a su lado.
-¿Qué? ¿Has pensado en algo?
-Después de todo, quizá te deje irrumpir abiertamente. Esa Hoja Maldita... ¿Todavía la llevas?
-Sí, tengo ese maldito engendro. Es como esta maldita vida mía... Parece que no puedo librarme de ninguna de las dos... -Hugh calló un momento; la sugerencia había calado en su mente-. ¡El arma podría salvar a Alfred!
-Tal vez. -Marit se mordió el labio-. Es un arma poderosa, pero no estoy segura de que un objeto mágico como ése pueda resistir a un dragón rojo. Al menos, la Hoja Maldita podría proporcionarnos tiempo; podría servirnos de elemento de distracción.
-El arma tiene que creer que Alfred está en peligro. No, un momento... -se corrigió Hugh, pensando apresuradamente-. Sólo tiene que creer que yo estoy en peligro.
-Tú entras ala carga. El dragón te atacará, y la Hoja Maldita atacará al dragón. Mientras, yo busco a Alfred, utilizo mi magia para curarlo, al menos lo suficiente como para que se sostenga en pie, y nos marchamos.
-Sólo hay un problema, señora mía. El arma podría atacarte a ti, también.
Marit se encogió de hombros.
-Ya has oído los gritos de Alfred. Cada vez está más débil. Quizás el dragón ya se está cansando del juego, o quizá no sabe mantenerlo con vida, puesto que Alfred es un sartán. En cualquier caso, Alfred está a punto de morir. Si esperamos más, puede que sea demasiado tarde.
Tal vez era ya demasiado tarde. Las palabras flotaron en el aire tácitamente. No habían oído a Alfred, ni el menor gemido, en todo el rato que llevaban agachados en la pequeña cavidad. El dragón también guardaba un extraño silencio.
Hugh la Mano llevó la mano al cinto y desenvainó la daga sartán, tosca y fea, que había dado en llamar la Hoja Maldita. La contempló detenidamente y la sostuvo con disgusto.
-¡Puaj! -Masculló con una mueca de desagrado-. Esta cosa maldita se retuerce en mi puño como una serpiente. Acabemos de una vez. Prefiero enfrentarme al dragón que empuñar esta daga mucho rato más.
Fabricada por los sartán, la Hoja Maldita tenía como propósito ser utilizada por los mensch para defender a sus “superiores”, los propios sartán, en la batalla. Era un arma consciente; por sí sola, adquiría la forma necesaria para derrotar a su enemigo. Sólo necesitaba a Hugh, o a cualquier mensch, como mero medio de transporte. No precisaba de las órdenes del mensch en el combate. La Hoja Maldita lo defendía por ser el brazo que la empuñaba. Y defendía a cualquier sartán en peligro. Por desgracia, como había señalado Hugh, también había sido preparada para combatir al enemigo ancestral de los sartán: los patryn. Era tan posible (incluso más) que atacara a Marit como que lo hiciera al dragón.
-Por lo menos, ahora conozco el modo de controlar el maldito artefacto - apuntó Hugh-. Si se lanza sobre ti, puedo...
-... rescatar a Alfred -lo cortó Marit-. Llévalo a Abri, a los sanadores. No te detengas a ayudarme, Hugh -añadió, cuando él intentó protestar-. Por lo menos, la Hoja me matará deprisa.
Él la miró fijamente, sin intención de discutir, pero estudiándola en profundidad, tratando de decidir si sólo hablaba por hablar o si tenía el valor de mantener tales palabras.
Marit le sostuvo la mirada sin parpadear.
Hugh asintió una sola vez y salió a hurtadillas de la concavidad del terreno. Marit lo imitó. Por voluntad de la fortuna -o del Laberinto- la lluvia que había ocultado sus movimientos había cesado. Una suave brisa agitaba las ramas y provocaba pequeños chaparrones cuando el agua caía de las hojas. Los dos se detuvieron en el resalte rocoso, casi sin atreverse a respirar.
Ni un gemido, ni un quejido... y la entrada de la caverna quedaba apenas a un centenar de pasos. Los dos alcanzaban a verla claramente: un profundo agujero negro contra la pálida claridad de la roca. En la distancia, el resplandor rojizo del cielo parecía más intenso.
-¡Quizás el dragón se ha dormido! -le susurró Hugh al oído.
Marit aceptó la posibilidad con un gesto de asentimiento. La idea no le consolaba demasiado, pues el dragón despertaría tan pronto como olfateara la cercanía de una nueva diversión.
Hugh abrió la marcha. Avanzó sin hacer ruido, tanteando cada paso y abriéndose paso con una habilidad y facilidad que a Marit le pareció impresionante. Lo siguió en completo silencio, pero tenía la inquietante sensación de que el dragón podía oírlos llegar, que acechaba su llegada.
Alcanzaron la entrada de la cueva. Hugh se aplastó de espaldas contra la pared de roca y avanzó muy despacio con la esperanza de poder asomarse y observar el interior sin ser visto. Marit aguardó a cierta distancia, oculta tras un arbusto y con la entrada de la cueva a la vista.
Seguía sin oírse el menor ruido. Ni una respiración, ni el sonido del roce de un gran cuerpo contra la piedra, ni el sonido de un ala dañada al moverse sobre un suelo de roca. La lluvia había limpiado de fango su cuerpo, y las runas tatuadas de la patryn irradiaban su brillo. El dragón sólo tenía que mirar al exterior para advertir que tenía compañía. El resplandor la convertiría en un objetivo tentador cuando entrara en la caverna, pero también le proporcionaría la oportunidad de encontrar a Alfred en la oscuridad, de modo que no hizo ningún intento para disimularlo.
Hugh contorsionó el cuerpo, se asomó tras el muro de roca e intentó observar el interior de la caverna. Escrutó las sombras largo rato con la cabeza ladeada, tan pendiente del oído como de la vista. Con la mano, indicó a Marit que se acercara. Ella cruzó el camino sin perder de vista la boca de la cueva y se aplastó contra la pared junto a él.
Hugh se inclinó para hablarle al oído.
-Ahí dentro está más negro que el corazón de un elfo. No puedo ver nada, pero creo que he oído una respiración jadeante hacia la derecha, mirando a la cueva. Podría ser Alfred.
Lo cual significaba que seguía con vida. Una ligera oleada de alivio reconfortó a Marit; la esperanza dio aliento a su valor.
-¿Alguna señal del dragón? -susurró ella.
-¿Además de la pestilencia? -Replicó Hugh, arrugando la nariz con repugnancia-. No, no he visto el menor rastro del dragón.
El hedor a carne descompuesta, putrefacta, resultaba horrible. A Marit no le gustaba pensar en lo que iban a encontrar allí. Si Vasu había perdido a alguno de los suyos últimamente -el pastor raptado mientras guardaba su rebaño, el niño que se había alejado demasiado de su madre, el explorador que no había regresado de su salida-, lo más probable era que sus restos estuviesen en la cueva.

[...]