CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Espejismo", novela de Louise Cooper. Derechos de autor 1987, Louise Cooper)

ESPEJISMO

CAPÍTULO I

¿Estás despierto? ¿En la oscuridad y el silencio?
¿Tienes ojos para ver y orejas para oír? ¿Tienes manos que se extienden y se agarran al vacío?
¿Eres capaz de sentir? ¿Y de saber lo que son el odio, la soledad, el amor, la desesperación?
¿ESTÁS VIVO?
Sí; estás vivo. Sientes cómo circula la sangre por tus venas y puedes contar los sordos latidos de tu corazón. Y sabes que, después de lo que pudieron ser siglos de espera, de un letargo sin sueños, sin memoria ni identidad, existes. Y aunque nada hay aún que tus sentidos puedan asir, algo se aproxima. Cada vez está más cerca, como una pesadilla recordada a medias, que tira de ti y te llama, exigiendo ser escuchada.
Tú no quieres contestar. No puedes dar nombre a ese instinto que te impulsa a dar media vuelta y echar a correr, temeroso. Pero está ahí y es fuerte. Sin embargo, no tienes manera de resistirte al apremio o escapar de él y eso que te llama, te toca ya, te ata, te arrastra inexorablemente hacia delante...
... para darte entrada, en cegadora agonía, en un mundo donde existes con súbita violencia..., y donde tu primera aceptación de la vida es un prolongado grito de auténtico terror.


-¡Despierta!
La voz era clara, vigorosa, y exigía obediencia. Habló tan cerca de su oído que él se estremeció y sus músculos se contrajeron bruscamente a causa del desacostumbrado movimiento.
Necesitó unos segundos para darse cuenta de que aquella voz era femenina.
-¡Despierta!
La voz se hacía más impaciente.
-Respiras... Vives... Sé que puedes oírme, y no conseguirás nada fingiendo no entenderme. ¡Abre los ojos!
Él parpadeó, pero tuvo que volver a cerrar los ojos de inmediato, porque un resplandor insoportable le paralizaba la mente. Emitió un sonido mitad grito y mitad quejido de protesta, y su invisible acompañante suspiró.
-Bien, muy bien… ¡Espera!
Un débil siseo.
-¡Vaya! El brasero se ha apagado, y si la luz de la luna te ciega, de poco has de servirle al hombre o a la bestia, y puede que la Hechicera nos condene a todos a la locura. ¡Mírame!
Él no hizo caso. Distraído por el sonido de su propia voz y sorprendido ante su desconocido timbre, tenía la mente muy alejada.
-¡Abre los ojos, siervo!
Asombrado a causa del frío enojo con que le hablaban, obedeció instintivamente. Ella se hallaba a menos de dos pasos de donde él yacía, iluminada por un glacial y denso rayo de luz. Una espesa melena rubia enmarcaba un rostro angular que, aunque todavía joven, presentaba severos surcos. Los ojos, que le miraban sagaces y con firmeza, tenían el color grisáceo de un mar hostil, y la negra e informe túnica que llevaba la mujer era tan fina, que a través de la tela destacaban las formas de sus senos.
La mujer le miró con dureza, y sus ojos se entrecerraron.
-No eres todavía lo que debieras ser... Pero no importa. Es igual. Y ahora... ¡escucha! Soy Simorh, y la primera lección te enseñará a obedecerme. ¡Siéntate!
Notó que había fuerza en sus brazos... Poco a poco se incorporó y, desconcertado, movió la cabeza para ver lo que le rodeaba. Parecía encontrarse en una cámara construida a base de toscos y pesados bloques de piedra húmeda, de los que goteaba el agua. La gélida luz, que penetraba por arriba, apenas le permitía hacerse una idea de las dimensiones de la cueva, pero tuvo la impresión de que era vasta: un triste lugar de sombras y ecos. Cierto olor que identificó como agua de mar y algas putrefactas llenaba el ambiente, y en el umbral de su capacidad auditiva percibió un sordo y rítmico jadeo, como si un monstruo durmiera y respirara inquieto al otro lado de la oscura pared.
Se estremeció y miró su cuerpo. Se hallaba echado en un saliente de roca recubierta de lapas, y estaba desnudo. Le extrañó su propio aspecto. Poseía un cuerpo robusto y bien proporcionado, pero extraño. Volvió a mirar a la mujer, inquieto, e intentó que su garganta formara unas palabras.
-¿Qué sitio es éste?
Parecía absurdo, pero no fue capaz de formular la pregunta que en realidad deseaba hacer.
-El antiguo templo.
Eso no significaba nada, y él frunció el entrecejo, tratando de asimilar lo poco que sabía. La mujer era Simorh. Era lo que le había dicho. Conocía su nombre, pero...
De pronto cristalizó en él la pregunta buscada, y con ella le invadió un miedo angustioso.
-Mi nombre -murmuró, y el temor tiñó su voz al producir ésta un súbito y más profundo eco en la cueva-. ¿Cuál es mi nombre?
La mujer esbozó ahora una débil sonrisa, no exenta de desprecio.
-Tú no tienes nombre. No lo necesitas, porque no eres nada, aparte de lo que yo he querido crear.
De momento, él no entendió el sentido de la frase. Luego...
-¿Tú...?
Simorh rió con aspereza.
-Eres lento de comprensión, amigo. Te lo diré claramente: ¡yo te he creado! Tú me debes toda tu existencia, y sólo por eso ya me debes gratitud.
-Pero necesito un nombre.
Fijó la vista en el frío rostro de la mujer, y a sus ojos asomó la súplica.
-¿Lo necesitas? -repitió Simorh, impasible-. ¿Para qué?
-Porque existo. ¡Sé que existo! Por favor: ¡dime quién soy!
-No tienes identidad. Si te he llamado a la vida, es porque me hace falta una criatura como tú. Debes llevar a cabo una función, y ésa es tu única utilidad. Aparte de eso, no vales absolutamente nada.
El temor se acrecentó en él, mezclado con dolor, pero, aunque deseaba protestar, no encontraba argumentos con que hacerlo. En su mente no había recuerdos; para él no existían pasado ni identidad. Era como si fuese un recién nacido y, sin embargo, no se sentía del todo extraño en el mundo. Conceptos como el sol, la luna, la tierra, el mar y el cielo le resultaban familiares. Conversaba con aquella mujer de mirada gélida en su misma lengua, y reconocía incontables puntos de referencia en lo que le rodeaba. Vivía, y nada le faltaba. Sin embargo, le era negado hasta el mínimo indicio acerca de quién o qué era.
Se llevó una mano a la cara y notó la forma de los huesos debajo de la piel y la carne.
-¿De qué color son mis ojos?
Los labios de Simorh se curvaron ligeramente.
-¡No seas ridículo! Eso no tiene Importancia.
-¡Para mí, sí! Quiero saber cuál es mi aspecto... ¡Necesito conocerme!
-No tienes nada que conocer -dijo ella con dureza-. No eres más que una sombra, una creación de la magia. De mi magia. Y podría destruirte tan fácilmente como te creé -añadió con una desagradable sonrisa-. En consecuencia, si valoras la vida que ahora posees, harás lo que yo te mande y no formularás más preguntas tontas. Tenlo siempre en cuenta, y nos llevaremos bien.
De manera curiosamente disociada se le ocurrió que podría haberse levantado del saliente de roca y, con un solo paso, acercarse a Simorh para desnucarla con sus manos. Pero tal pensamiento fue fugaz, y quedó reprimido por el mismo impulso que le aconsejó no discutir más con aquella mujer. Si lo que Simorh había dicho era cierto -y él no tenía modo de averiguarlo-, sería un disparate ponerla a prueba. Por poco que valiera su vida, sin duda era preferible al olvido... Se mordió distraídamente el labio y, sorprendido ante el pequeño dolor, repitió el experimento. Simorh le observaba con una expresión que podía interpretarse como inquietud o como desprecio. De repente dio media vuelta y se internó en las sombras.
-¡Toma! -le dijo entonces con una voz que, desde la distancia, sonaba hueca-. ¡Ponte esto! Llevamos aquí demasiado rato, y también un fruto de la magia se puede ahogar. Hemos de emprender el camino.
Y, mientras hablaba, le arrojó un objeto oscuro e informe. Era una capa lo suficientemente larga para cubrirle desde los hombros hasta los pies, y él la manoseó indeciso.
-¿Adónde vamos?
-A Haven. ¡Pero no empieces de nuevo con tus preguntas, maldito! ¡Simplemente, date prisa!
Él se echó la capa alrededor de los hombros, con gesto torpe, y ante la prisa que la mujer demostraba, bajó del saliente de roca y se dispuso a seguirla.
El agua, tremendamente fría, le lamió los tobillos. Dirigió la vista hacia abajo y vio cómo se movía, oscura y nauseabunda, en perezosos remolinos orlados de una desagradable espuma.
-Ha subido la marea.
Simorh avanzaba ya hacia una abertura en la pared de roca, y el joven se dio cuenta de que era una puerta. Unos peldaños relucían detrás, a la enfermiza luz.
-En la pleamar, esta cámara se inunda hasta el techo -explicó Simorh-, de manera que nos queda poco tiempo. No me he arriesgado a destruirme a mí misma para presenciar cómo te engulle el mar antes de que puedas llevar a cabo tu tarea. ¡Espabílate -agregó con una de sus severas miradas-, o te haré seguirme a la fuerza!
El olor salobre del mar se hacía más intenso..., y al no saber de qué fuerza se valdría la hechicera, y no teniendo él ni el menor deseo de averiguarlo, la siguió hacia la abertura. Las embravecidas aguas chapaleteaban alrededor de sus pies con un leve y furtivo sonido... Por fin hubieron atravesado el vano y dejaron atrás la caverna que lentamente se inundaba.
La escalera era estrecha, y los peldaños estaban gastados y resbaladizos, pero la seguridad con que se movía Simorh le inspiró confianza a medida que subían en dirección a la fuente de luz. El tramo de escalera era corto. Llegaron arriba y, arrimando el cuerpo a la pared de roca, la hechicera hizo una señal para que él la siguiera, antes de desaparecer en una angosta grieta por la que se filtraba la escasa claridad. Durante unos momentos, mientras la fría negrura de la piedra parecía oprimirle, tuvo una alarmante sensación de claustrofobia, como si estuviera siendo engullido y digerido por una bestia de piedra viviente. Aspiró profundamente, obligándose a mantener las manos pegadas a sus costados y a no empujar de manera frenética e inútil las asfixiantes paredes, y cuando salió de la fisura dando traspiés en pos de Simorh, emergió a un paisaje nocturno que por poco le hizo morderse la lengua a causa de la impresión.
Se encontraba en medio de un lecho de cascotes y escombros, rodeado de las elevadas y esqueléticas ruinas de lo que en otro tiempo debió de ser una maciza construcción. Astillados pilares de piedra penetraban cual cuchillos en el cielo verdinegro, podridos ventanales se abrían ciegos a la oscuridad, y las lapas y las algas cubrían los viejos arbotantes, dándoles extrañas y retorcidas formas. Y en el centro de las ruinas destacaba una gibosa e informe plancha de roca, surcada de venas de increíble color, que incontables siglos atrás debió de ser posiblemente un altar votivo.
Un viento frío y sinuoso murmuraba entre las quebradas piedras, y bajo su sonido se percibía un quejumbroso susurro que crecía y menguaba a un ritmo mesmérico. El mar... Había sal en

[...]