CONTENIDO LITERAL

("El triunfo", novela de Tracy Hickman y Margaret Weis)


El Vigilante

El Vigilante de piedra de nueve metros de altura que montaba guardia en la Frontera de Thimhallan, había visto muchas cosas extrañas con sus pétreos ojos durante los últimos diecinueve años. Este Vigilante llevaba únicamente diecinueve años en su puesto. Anteriormente su condición fue la de un ser humano, un catalista; su crimen había sido producto de la pasión. Había amado a una mujer, cometiendo el imperdonable pecado de unirse a ella físicamente, y engendrar un niño. Por ese motivo se lo había condenado a la Transformación, durante la cual se convirtió su carne en piedra viviente, y a permanecer para siempre en la Frontera, con la mirada clavada en el reino del Más Allá, el reino de la muerte cuyo dulce reposo y paz nunca conocería.
El Vigilante rememoró los primeros seis años pasados después de su Transformación. Seis años de un vacío insoportable, durante los que raras veces tuvo ocasión de ver a un humano, y mucho menos de oír una voz humana. Seis años durante los cuales su mente y su alma se retorcían furiosas en su interior. Pero aquel período pasó, y un día una mujer trajo a un niño a sus pies. Era un hermoso pequeño, de largos cabellos negros y enormes ojos de un castaño oscuro.
—Éste es tu padre —había dicho la mujer al niño, señalando a la estatua de piedra.
¿Sabía el Vigilante que aquello no era verdad? ¿Sabía que su hijo había muerto al nacer? Lo sabía. En lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que los catalistas no habían mentido al predecir que no habría descendencia de su unión con aquella mujer. ¿De quién era aquel niño? Eso era algo que el Vigilante desconocía, y lloró por la criatura y aún más por la pobre mujer que un día había amado y que ahora estaba a sus pies, vestida con andrajos y mirándolo con ojos dementes.
Durante muchos y largos años después de aquello, el Vigilante permaneció allí de pie, exteriormente sereno, pero con el espíritu atormentado en su interior. Algunas veces veía cómo a otros de su Orden —catalistas— se los convertía en piedra por alguna infracción que habían cometido. Otras veces observaba cómo a un mago del país se lo enviaba al Más Allá, castigo infligido a aquellos que poseían el don de la Vida. Veía al Verdugo arrastrar a la víctima hasta los límites de la arenosa orilla, y contemplaba cómo ésta era arrojada a las siempre cambiantes brumas que señalaban la Frontera del Mundo. Sus oídos de piedra escuchaban el horrorizado alarido que surgía de aquellos remolinos de niebla gris, y luego la nada. El Vigilante envidiaba a aquellos proscritos; los envidiaba amargamente, ya que ellos descansaban por fin, mientras que él debía seguir viviendo.
Pero el espectáculo más extraño que observara jamás había tenido lugar tan sólo un año antes. ¿Por qué lo había impresionado?, se preguntaba a menudo durante las oscuras horas de la noche, que eran las más difíciles de soportar. ¿Por qué había dejado una huella dolorida en su pétreo corazón cuando ninguno de los demás la había producido? No lo sabía, y algunas veces meditaba sobre ello durante días y más días, reviviendo la escena mentalmente una y otra vez.
Había sido otra Transformación. Había reconocido los preparativos: los veinticinco catalistas saliendo de los Corredores, la señal dibujada en la arena para indicar el lugar donde debía situarse la víctima, el Verdugo ataviado con la túnica gris de la justicia. No obstante, ésa no había sido una Transformación corriente. El Vigilante quedó muy sorprendido al ver llegar al Emperador con su esposa, luego apareció el Patriarca Vanya —el Vigilante lo maldijo en silencio— y el príncipe Lauryen, hermano de la Emperatriz.
Por último, trajeron al prisionero. El Vigilante se asombró aún más. ¡Aquel joven de largos cabellos negros y cuerpo fornido no era un catalista! Y, según la costumbre, tan sólo los catalistas eran sentenciados a la Transformación. ¿Por qué era diferente aquel joven? ¿Cuál era su crimen?
Observó con avidez, agradecido por tener algo que mitigara el horrible tedio de su existencia. Vio llegar entonces a un catalista y mientras el sacerdote ocupaba su lugar junto al Verdugo, el Vigilante advirtió que el sacerdote llevaba una espada, una espada de aspecto muy extraño. El Vigilante nunca había visto una parecida, y se estremeció al contemplar aquel metal negro y sin brillo.
Se hizo el silencio entre los espectadores, y el Patriarca Vanya leyó los cargos.
El joven estaba Muerto. Había asesinado. Y lo que era aún peor, había vivido entre los Hechiceros de las Artes Arcanas y allí había creado un arma endiablada y perversa. A causa de todo esto se lo iba a Transformar en Piedra, y lo último que verían sus ojos, mientras su visión se congelaba, sería la terrible arma que había traído al mundo.
El Vigilante no reconoció en el joven al niño que se había acurrucado a sus pies hacía tantos años. ¿Por qué debiera de haberlo hecho? No existía ningún vínculo entre ellos. Sin embargo, sintió lástima por él. ¿El motivo? Quizá porque una muchacha de dorados cabellos —no mucho mayor que la mujer que él había amado en una ocasión— era obligada a presenciar toda la escena, de la misma forma que se había forzado en otro tiempo la asistencia de su amada. Sintió gran compasión por ambos jóvenes, especialmente cuando vio que el muchacho caía de rodillas ante el catalista, llorando de miedo y de terror.
El Vigilante vio al catalista abrazar al joven y su corazón de piedra lloró por los dos. Contempló cómo el muchacho se ponía en pie —erguido en toda su estatura— para enfrentarse a su castigo, mientras el sacerdote ocupaba su lugar junto al Verdugo, con la espada en la mano. Los veinticinco catalistas extrajeron la magia, la Vida del mundo, la concentraron en su interior, y luego abrieron los conductos hacia el Verdugo. La magia describió un arco surgiendo de ellos hacia su destino, el Verdugo la hizo suya y empezó a lanzar el hechizo que transformaría la carne del joven en piedra.
Pero, de repente, el catalista portador de la espada se inmoló a sí mismo interponiéndose en el camino de la magia. Sus piernas empezaron a endurecerse, convirtiéndose en piedra; con sus últimas fuerzas, el sacerdote arrojó la espada al joven.
—¡Huye! —gritó.
Pero no huyó. El Vigilante percibió el espantoso poder de la espada incluso desde donde se hallaba, a unos seis metros de distancia. Sintió cómo ésta empezaba a absorber la Vida del mundo: contempló cómo destruía a dos Señores de la Guerra consumiéndolos en una llamarada; la vio hacer caer de rodillas al Verdugo, y, si sus pulmones hubieran podido inhalar aire, el Vigilante hubiera lanzado un aullido de triunfo.
—¡Mata! —deseaba gritar—. ¡Mátalos a todos!
Sin embargo un hecho quedaba fuera de la fuerza de aquella poderosa espada: no podía invertir el hechizo de la Transformación, y el joven presenció cómo el catalista se convertía en piedra ante sus ojos. El Vigilante percibió su dolor y esperó impaciente, con el corazón lleno de odio, la venganza del muchacho.
Pero no hubo tal venganza. En lugar de ello, el joven tomó el arma y la colocó con gran respeto en las manos del catalista, inclinó la cabeza sobre el pecho de piedra de su amigo, y luego se dio la vuelta y se adentró en las brumas del Más Allá. La muchacha de los cabellos dorados lo siguió, gritando su nombre.
El Vigilante lo miró asombrado. Esperó a que le llegara el sonido de aquel último grito de terror, pero fue en vano. De las cambiantes brumas no brotó más que silencio.
La pétrea mirada del Vigilante se dirigió entonces hacia los que habían quedado allí y comprobó con macabra satisfacción que la venganza del muchacho se producía aunque él hubiera desaparecido. El Patriarca cayó al suelo como herido por un rayo. El cuerpo de la Emperatriz empezó a descomponerse. Fue entonces cuando el Vigilante advirtió que debía de hacer tiempo que estaba muerta, y de que había seguido existiendo sólo gracias a la magia. El príncipe Lauryen corrió hacia la estatua de piedra e intentó arrebatarle la espada de las manos, pero el catalista la sujetaba con fuerza.
Pronto, los vivos abandonaron la Frontera, dejándosela de nuevo a los muertos vivientes, cuyo número había aumentado con aquella nueva estatua, con aquel nuevo Vigilante. Sólo que a éste no se le habían dado los nueve metros de altura que tenían los otros, y su rostro no estaba congelado en una expresión de terror, odio o resignación, como ocurría con los de los otros.
La estatua de piedra del catalista que sujetaba la extraña espada entre las manos miraba hacia el Reino del Más Allá, como todas, pero en su rostro se dibujaba una expresión de inmensa paz interior.
Y sucedió algo poco frecuente en relación con la nueva Transformación: tuvo un único y extraño visitante. Cuando éste se marchó, alrededor del pétreo cuello del catalista quedó revoloteando alegremente al viento una banda de seda naranja.


LIBRO I

1

... Y vivirá de nuevo

Los Vigilantes habían custodiado la Frontera de Thimhallan durante siglos. Era la tarea que se les había impuesto; durante noches en blanco y días llenos de monotonía, debían mantener la vigilancia sobre el límite que separaba aquel reino mágico de cualquier cosa que hubiera en el Más Allá.
¿Qué había en el Más Allá?
Los antiguos lo sabían. Habían llegado a aquel mundo huyendo de una tierra donde ya no se los quería, y ellos sí sabían lo que se ocultaba al otro lado de aquellas brumas en eterno movimiento. Para protegerse precisamente de aquello, habían rodeado su mundo de una barrera mágica, decretando que a los Vigilantes se los colocara en la Frontera, como centinelas eternamente despiertos. Ahora, no obstante, nadie lo recordaba. El paso de los siglos había diluido aquella historia. Si en realidad existía una amenaza que acechaba desde el otro lado de la Frontera, nadie se preocupaba por ello, ya que ¿cómo podría traspasar la barrera mágica?
Sin embargo, los Vigilantes seguían manteniendo su silenciosa guardia, no podían escoger. Y cuando la bruma se abrió por primera vez en siglos, cuando una figura surgió de la cambiante neblina gris y puso su pie sobre la arena, los Vigilantes quedaron horrorizados y lanzaron su grito de alerta.
Pero, ahora, no quedaba nadie que supiera cómo escuchar las palabras de piedra.
Por eso nadie tuvo conocimiento del regreso del hombre. Había partido en silencio y en silencio regresaba. Los Vigilantes chillaron:
—¡Cuidado, Thimhallan! ¡Tu fin ha llegado! ¡Se ha cruzado la Frontera!
Pero nadie los oyó.
Había algunas personas que podrían haber percibido sus mudos gritos, si hubieran prestado atención. El Patriarca Vanya era una de ellas. Era el catalista de más categoría del país, y, como tal, se esperaba que su dios, Almin, le hubiera advertido sobre tal calamidad. Pero era la hora de la cena; Su Divinidad tenía invitados y, aunque el Patriarca había elevado una magnífica y devota oración para agradecer aquellos alimentos, todo el mundo tuvo la clara sensación de que a Almin, en realidad, no se lo había invitado.
El príncipe Lauryen debiera de haber oído el aviso de los Vigilantes de piedra. Era un Señor de la Guerra, después de todo —un Dkarn-duuk—, un Supremo Señor de la Guerra, y uno de los magos más poderosos del país. Pero tenía cosas más importantes en qué pensar. El príncipe Lauryen —perdón, el Emperador Lauryen— se estaba preparando para ir a la guerra contra el reino de Sharakan y tan sólo había una cosa que era más importante para él que aquello, mejor dicho, todo estaba relacionado entre sí: cómo recuperar la Espada Arcana, que sujetaban con fuerza las manos de la estatua de piedra... Si poseyera aquella poderosa espada —un arma que podía absorber magia—, Sharakan caería sin remedio ante el poderío del Emperador.
Así pues, el Patriarca Vanya estaba en sus elegantes aposentos de la fortaleza montañosa de El Manantial, cenando cabeza de jabalí, colas de lechón y camarones en vinagre, mientras hablaba con sus invitados sobre el temperamento y hábitos de los marsupiales, y las advertencias de los Vigilantes se ahogaron en su copa de vino.
El príncipe Lauryen caminaba por su laboratorio precipitándose de vez en cuando hacia un rincón para leer un párrafo de algún mohoso libro de hojas quebradizas, considerarlo con detenimiento, y luego sacudir la cabeza con un amargo gruñido. Sus juramentos ahogaron las amonestaciones de los Vigilantes.
Tan sólo una persona en todo Thimhallan oyó el aviso. En la ciudad de Sharakan, un joven barbudo ataviado con unas calzas moradas, pantalones rosa, y un chaleco de seda de un vivo color rojo, fue despertado de su siesta. Ladeando la cabeza hacia el este, el joven exclamó irritado:
—¡Cielos! ¿Cómo queréis que uno pueda dormir? ¡Acabad de una vez con ese terrible alboroto!
Y con un gesto de la mano hizo que la ventana se cerrara de un fuerte golpe.
¡Cuidado, Thimhallan! ¡Tu fin ha llegado! ¡La Frontera ha sido cruzada!
El hombre que había surgido de las brumas estaba próximo a los treinta, aunque parecía mayor. Su cuerpo era el de un hombre joven: fuerte, musculoso, firme y erguido. En su rostro las huellas de sufrimientos que podrían haber durado un siglo.
La faz que encuadraba la oscura y espesa melena era bien parecida, severa y —a primera vista— de aspecto tan frío e insensible como las pétreas de aquellos que lo contemplaban. No obstante, la mano de un Maestro había cincelado en aquel rostro signos de preocupación y dolor. El fuego de la cólera que en una ocasión había ardido en los ojos castaños se había extinguido, dejando tras él gélidas cenizas.
El hombre iba vestido con una larga túnica blanca de fina lana, cubierta por una húmeda y enlodada capa de viaje. De pie sobre la arena, oteó a su alrededor con la mirada lenta y deliberada de quien examina el hogar que no ha visto en muchos, muchos años. Su expresión de tristeza y aflicción no desapareció, sino que se intensificó. Volviéndose, tendió una mano hacia el interior de las brumas, otra mano tomó la suya, y una mujer de largos cabellos dorados salió de entre la cambiante niebla gris para colocarse junto a él.
Ella miró a su alrededor con aire aturdido, parpadeando bajo los rayos del sol que empezaba a ponerse y los contemplaba desde detrás de distantes montañas; su rojo e imperturbable ojo parecía examinarlos con asombro.
—¿Dónde estoy? —preguntó la mujer con voz pausada, como si hubiera estado andando por una calle y hubiera girado por la bocacalle equivocada.
—En Thimhallan —replicó el hombre en un tono de voz imperturbable que se extendió como un bálsamo sobre una profunda herida.
—¿Conozco este lugar? —interrogó ella, y aunque su compañero le contestó y ella aceptó sus respuestas, no le dirigió la mirada ni pareció estar hablando con él, sino que continuamente buscó y mostró hablar con un interlocutor invisible.
La mujer era más joven que el hombre, tendría unos veintisiete años. La dorada cabellera, dividida en dos en el centro de la cabeza, estaba sujeta con dos espesas y flojas trenzas que le colgaban hasta la cintura y le daban un aspecto infantil, rejuveneciéndola más aún; sus hermosos ojos azules acrecentaban también aquel halo pueril, hasta que se los contemplaba con atención. Entonces quedaba patente que su misterioso brillo y su extraordinaria fijeza no denotaban el inocente asombro de la infancia; sus pupilas percibían cosas que resultaban imperceptibles para otros.
—Naciste aquí —dijo el hombre con calma—. Te criaste en este mundo, al igual que yo.
—Es curioso —observó la mujer—. Creo que debería recordarlo. —Al igual que la del hombre, su capa se hallaba salpicada de barro y totalmente húmeda. También sus cabellos estaban húmedos, como lo estaban los de él, y se le pegaban a las mejillas. Ambos parecían fatigados, y como si hubieran viajado a través de un fuerte temporal de agua.
—¿Dónde están mis amigos? —preguntó ella, volviéndose a medias y mirando las brumas que tenían a su espalda—. ¿No van a venir?
—No —repuso el hombre en el mismo tono sosegado—. No pueden cruzar la Frontera, pero encontrarás nuevos amigos aquí. Dales tiempo. Lo más probable es que aún no estén acostumbrados a ti. Nadie ha hablado con ellos en este país durante mucho, mucho tiempo.
—Oh, ¿de veras? —La mujer se animó. Luego su rostro se ensombreció—. Qué solos deben de estar. —Llevándose una mano a la frente para cubrir sus ojos de los rayos del sol, empezó a mirar con atención a un lado y otro de la orilla—. ¡Hola! —saludó, extendiendo la otra mano como lo haría con un gato receloso—. Por favor, no pasa nada. No estés asustado. Puedes acercarte a mí.
Dejando a la mujer dirigiéndose al vacío, el hombre —con un profundo suspiro— se dirigió hacia la estatua de piedra del catalista; la que sujetaba la espada con sus manos de piedra.
Mientras contemplaba la estatua en silencio, dos lágrimas aparecieron furtivamente en sus límpidos ojos castaños: una desapareció entre las profundas arrugas esculpidas en su severo y lampiño rostro; su compañera se deslizó por la otra mejilla, perdiéndose en el espeso cabello negro que se enroscaba sobre los hombros del hombre. Aspirando profundamente con un estremecimiento, el hombre extendió la mano y tomó con suavidad la enseña de seda naranja —ahora ajada y rota— que ondeaba al viento con valentía. Quitándosela a la estatua, acarició la tela entre sus manos, doblándola luego para colocarla con cuidado en el interior de un bolsillo de la larga túnica blanca que llevaba. Sus delgados dedos se estiraron para acariciar el rostro cansado de la estatua.
—Amigo mío —susurró—, ¿me reconocéis? Ya no soy el muchacho que conocisteis, el muchacho cuya desdichada alma salvasteis. —Apoyó la mano sobre la fría piedra—. Sí, Saryon —siguió en voz baja—, me reconocéis. Lo percibo.
Esbozó una media sonrisa, pero ahora no era amarga como lo habían sido las anteriores. Esta vez la sonrisa expresaba una honda tristeza y estaba impregnada de pena.
—Nuestra situación se ha invertido, Padre. Antes era yo quien estaba frío como la piedra, y eran vuestro amor y vuestra compasión los que me daban calor. Ahora sois vos quien tenéis la carne helada. ¡Si mi amor, aprendido demasiado tarde, pudiera daros calor!
Inclinó la cabeza, sobrecogido por el dolor, y sus ojos nublados por las lágrimas se posaron sobre las manos de la estatua, que sostenían la espada.
—¿Qué es esto? —murmuró.
Al examinar las manos con más detenimiento, el hombre comprobó que la superficie pétrea de las palmas sobre las que descansaba el arma estaba agrietada y repleta de señales de golpes, como si las hubieran martillado. Varios de los dedos de piedra estaban rotos y retorcidos.
—¡Han intentado tomar la espada! —comprendió—. ¡Y vos no quisisteis entregarla!
Mientras acariciaba las lastimadas manos de la estatua con las suyas, sintió cómo la cólera que había creído muerta volvía a renacer en su interior una vez más.
—¡Cuántos sufrimientos debéis de haber soportado! ¡Y ellos lo sabían! ¡Vos permanecíais ahí, impotente, mientras ellos atacaban vuestra carne con martillos y partían vuestros huesos! Sabían que sentíais cada uno de los golpes y, sin embargo, no les importó. ¿Y por qué debía importarles? —se preguntó con amargura—. ¡No podían oír vuestros gritos! —Extendió sus dedos hacia el arma, tocándola vacilante. De forma espontánea, su mano se cerró sobre la empuñadura—. Me parece que he venido en una misión inútil...
El hombre cesó de hablar de repente. ¡Sintió que la espada se movía! Pensando que podría haberlo imaginado en su furia, dio un tirón, como si fuera a sacarla de su pétrea funda. Ante su sorpresa, el arma se liberó con facilidad; a punto estuvo de dejarla caer al suelo en su asombro. Sujetándola con fuerza, notó cómo la fría piedra parecía calentarse al contacto con su palma y, mientras la contemplaba con estupor, la piedra se transformó en metal.
El hombre alzó la Espada Arcana hacia la luz. Los rayos moribundos del sol cayeron sobre ella, pero ninguna llama resplandeció en su superficie. Su metal era negro, y absorbía la luz del sol en lugar de reflejarla. Clavó sus ojos en el arma durante un buen rato, mientras una parte de él estaba pendiente de la voz de la mujer; la podía oír alejándose por la playa, llamando a una o más personas invisibles. Sin embargo, no la siguió con la mirada ya que sabía por larga experiencia que, aunque ella jamás daba muestras de reconocer su existencia, no se apartaría demasiado de su lado. Sus pupilas y sus pensamientos se concentraron en la espada.
—Pensaba que me había librado de ti —dijo, hablándole al arma como si estuviese viva—. De la misma forma en que pensé que me había librado de la vida. Te entregué al catalista, que aceptó mi sacrificio, luego me dirigí, me dirigí de buen grado, hacia la muerte. —Sus ojos se movieron hacia la niebla gris que bañaba la blanca arena de la orilla—. Pero allí fuera no está la muerte...
Se quedó en silencio, su mano sujetando la empuñadura con más firmeza, comprobando cómo se adaptaba mejor a él ahora que era un adulto, que tenía la fuerza de un hombre.
—O quizá sí que está —observó, ocurriéndosele de repente, mientras sus gruesas y negras cejas se unían al fruncir el entrecejo pensativo. Su mirada regresó a la espada, luego se movió hasta encontrarse con los ojos ciegos de la estatua—. Teníais razón, Padre. Es un arma diabólica. Trae el dolor y el sufrimiento a todo aquel que entra en contacto con ella. Incluso yo, su creador, no comprendo ni conozco todo su poder, y tan sólo por este motivo ya es peligrosa. Debería ser destruida. —Su atención regresó a las grises brumas, con expresión preocupada—. Sin embargo, ahora me ha sido entregada de nuevo...
Como en respuesta a una orden no formulada, la funda de piel cayó de las manos de la estatua yendo a aterrizar a los pies del hombre. Éste se inclinó para recogerla, dando un respingo al sentir que algo caliente le caía sobre la piel.
Sangre.
Espantado, el hombre alzó su rostro. De las grietas de las manos de la estatua rezumaba sangre, goteaba de los profundos surcos de la pétrea carne y bajaba por los destrozados dedos.
—¡Malditos sean! —exclamó el hombre, furioso.
Poniéndose en pie, se colocó frente a la estatua del catalista, advirtiendo ahora que no había tan sólo sangre brotando de sus manos sino que también manaban lágrimas de sus ojos.
—¡Vos me disteis mi vida! —gritó—. ¡No puedo devolveros eso, Padre, pero al menos puedo daros el eterno descanso de la muerte! ¡Por Almin, que no van a atormentaros nunca más!
El hombre levantó la Espada Arcana y el arma empezó a brillar con un extraño resplandor blanco-azulado.
—¡Que tu alma descanse en paz por fin, Saryon! —oró el hombre, y, con todas sus fuerzas, hundió la espada en el pecho de piedra de la estatua.
La Espada Arcana se sintió empuñada. La luz azulada la envolvió enroscándose alrededor de su hoja, subiendo por los brazos del hombre a medida que el arma absorbía ávidamente la Magia del mundo que le daba Vida. Y empezó a hundirse más y más en la roca, hasta atravesar el corazón de piedra de la estatua.
Un grito se escapó de los fríos e inmóviles labios, un grito que pudo oírse más con el alma que con los oídos. La piedra que había alrededor de la espada empezó a resquebrajarse y agrietarse. Profundas hendiduras empezaron a abrirse con secos y desgarradores chasquidos que ahogaban la voz llena de dolor del catalista. Un brazo se partió a la altura del hombro. El torso se hizo pedazos y se separó del tronco, cayendo al suelo. La cabeza se quebró por el cuello y cayó también sobre la arena.
El hombre arrancó la espada. Las lágrimas que le inundaban los ojos le impedían ver nada, pero sí oyó cómo la piedra se derrumbaba y supo que el hombre al que demasiado tarde había aprendido a amar estaba muerto.
Arrojó la Espada Arcana sobre la arena y se cubrió los ojos con las manos, luchando por reprimir aquel llanto mezcla de pena y de rabia. Lanzó un profundo y estremecido suspiro.
—Lo pagarán —juró con voz ronca—. Por Almin, que van a...
Una mano le tocó el brazo. Una voz profunda y ronca le habló vacilante.
—¿Hijo mío? ¿Joram?
El hombre levantó la cabeza y sus ojos se abrieron de par en par.
Saryon estaba de pie entre los restos de aquel cuerpo de piedra.
Extendiendo una mano temblorosa, Joram la cerró con fuerza alrededor del brazo del catalista y sintió el cálido contacto de un cuerpo vivo bajo sus dedos.
—¡Padre! —sollozó con voz entrecortada, y Saryon lo envolvió en un fuerte abrazo.


2

Y en su mano...

Los dos hombres se abrazaron con fuerza; luego se separaron. Cada uno contempló al otro con atención. Los ojos de Joram se dirigieron hacia las manos del catalista, pero Saryon cruzó una sobre la otra con rapidez, manteniéndolas ocultas en el interior de las mangas de su túnica.
—¿Qué ha sido de ti, hijo mío? —El catalista estudió el severo rostro que le era tan familiar y que, sin embargo, le resultaba enormemente diferente—. ¿Dónde has estado? —Su desconcertada mirada se clavó en las líneas que se marcaban profundamente cerca de la firme boca, en los finos surcos que rodeaban los ojos—. Al parecer, he perdido la noción del tiempo. Hubiera jurado que tan sólo había transcurrido un año, que sólo una vez había helado el invierno mi sangre y sólo una vez me había golpeado el sol en la cabeza. ¡No obstante, en ti observo las huellas del paso de muchos años!
Los labios de Joram se entreabrieron para decir algo, pero un quejido lo interrumpió. Se dio la vuelta y vio cómo la mujer se dejaba caer sobre la arena, defraudada y desconsolada.
—¿Quién es? —preguntó Saryon, siguiendo a Joram, que andaba en dirección a la mujer.
Joram lanzó una rápida mirada a su amigo.
—¿Recordáis lo que me dijisteis, Padre? —inquirió con aspereza—. Sobre lo que aportaba el novio. «Todo lo que yo podría darle —dijisteis—, sería sufrimiento.»
—Almin bendito —suspiró Saryon con tristeza, al reconocer ahora la dorada cabellera de la mujer que estaba sentada, llorando, sobre la arena.
Joram se acercó a ella y se inclinó, posando sus manos sobre los hombros de ella. A pesar de su feroz expresión, su tacto era suave y cariñoso y la mujer dejó que él la alzara, luego levantó la cabeza y miró al catalista directamente a la cara, pero sus ojos desmesuradamente abiertos y excesivamente brillantes no demostraron reconocerlo.
—¡Gwendolyn! —murmuró Saryon.
—Ahora es mi esposa —dijo Joram.
—Están aquí —divagó Gwen con voz triste, pareciendo no prestar atención a Joram—. Me rodean por todas partes, pero no quieren hablar conmigo.
—¿De quiénes está hablando? —preguntó Saryon. La playa estaba vacía, con la excepción de ellos y, a lo lejos, la figura de otro Vigilante de piedra—. ¿Quiénes nos rodean por todas partes?
—Los muertos —respondió Joram, apretando a la mujer contra su pecho y acariciándola mientras ella apoyaba su dorada cabeza sobre su robusto pecho.
—¿Los muertos?
—Mi esposa ya no se comunica con los vivos —explicó Joram, su voz totalmente inexpresiva, como si ya hiciera tiempo que se hubiera acostumbrado a aquel dolor—. Habla únicamente con los muertos. Si yo no estuviera aquí para cuidarla y vigilarla —añadió en voz baja, acariciando la dorada cabellera con su mano—, creo que se iría con ellos. Soy su único vínculo con la vida. Me sigue, parece reconocerme y, sin embargo, se niega a comunicarse conmigo o a llamarme por mi nombre. No me ha dirigido la palabra, con una sola excepción, durante estos últimos diez años.
—¡Diez años! —Los ojos de Saryon se abrieron desorbitadamente, luego se entrecerraron mientras estudiaba con atención a Joram—. Sí, claro, debiera de haberlo adivinado. De modo que, dondequiera que hayas estado, un año de los nuestros ha significado diez años para ti.
—No sabía que fuera a suceder eso —repuso Joram; sus espesas cejas negras se juntaron en una gruesa línea—. Sin embargo podría haberlo sabido, si me hubiera detenido a considerarlo. —Luego añadió, tras meditarlo un instante—: El tiempo va más despacio aquí, en el centro, y se acelera progresivamente a medida que se extiende hacia afuera.
—No comprendo —dijo Saryon.
—No —Joram sacudió la cabeza—; y tampoco lo harán muchos otros... —Su voz se apagó mientras oteaba a lo lejos, en dirección a Thimhallan.
El sol había desaparecido, dejando tras él tan sólo una pálida luz que se desvanecía rápidamente en el cielo. Las sombras empezaron a cubrir la playa, ocultando a los que allí se hallaban de los ojos de los Vigilantes, cuyos gritos desesperados, de todas formas, nadie oía.
Ninguno dijo nada. Mirando fijamente a lo lejos, como si intentara ver más allá de la playa, más allá de las llanuras, de los bosques y de las laderas de las montañas, parecía como si Joram estuviera rumiando alguna decisión.
Saryon se mantuvo callado, por temor a molestarlo. Aunque en su mente se agolpaban miles de preguntas, una sola relucía con el brillante resplandor de una ardiente forja y sabía que esta pregunta arrojaría luz sobre las demás. No obstante, era precisamente la que Saryon no se atrevía a formular, pues temía la respuesta.
Aguardó en silencio, sus ojos fijos en Gwendolyn, que contemplaba la oscuridad que iba envolviéndolos desde la seguridad que le prestaba el fuerte brazo de su esposo, con rostro triste y melancólico.
Por fin, Joram sacudió la cabeza, los negros cabellos cayendo por su rostro, y sus pensamientos regresaron de cualquiera que fuese el mundo por el que habían estado vagando hasta la playa donde ellos se encontraban.
Dándose cuenta de que Gwendolyn tiritaba a causa del frío aire de la noche, Joram la envolvió mejor con la húmeda capa que la cubría.
—Otra cosa que debiera haber sabido, si hubiera pensado en ello —dijo, dirigiéndose a Saryon—, era que la Espada Arcana rompería el hechizo que os mantenía prisionero. No obstante, no lo adiviné. Mi única intención era daros la paz...
—Lo sé, hijo mío. Y me alegré de tus intenciones. No puedes imaginar el horror... —Saryon cerró los ojos.
—¡No, no puedo! —exclamó Joram, con la voz ardiendo de cólera. Al ver la torva expresión de su rostro sombrío en la creciente oscuridad, Gwen se apartó temerosa, y él, percibiendo su miedo, hizo un evidente esfuerzo por controlarse—. Doy gracias de que estéis aquí conmigo, Saryon —añadió, en tono frío y mesurado—. Os quedaréis a mi lado, ¿verdad?
—Desde luego —repuso éste con voz firme. Su destino se encontraba ligado al de Joram; no importaba lo que él quisiera hacer.
Joram sonrió de repente, sus ojos castaños se animaron, sus hombros se relajaron como si hubiera apartado un peso que los oprimiera.
—Gracias, Padre —dijo. Bajando la mirada hacia Gwen, la rodeó con su brazo y ella, vacilante, se acurrucó junto a él—. Os pido este favor, entonces, viejo amigo. Atended a mi esposa. Tomadla bajo vuestro cuidado. Hay muchas cosas que debo realizar y es posible que no pueda estar siempre cerca de ella. ¿Haréis esto por mí, Saryon?
—Sí, hijo mío —respondió Saryon, aunque interiormente se preguntaba temeroso: ¿Qué debes hacer?
—¿Te quedarás con este sacerdote, querida mía? —le preguntó Joram a su esposa con suavidad—. Lo conociste hace mucho tiempo.
Los azules ojos de Gwendolyn se dirigieron hacia Saryon, velados por una expresión de perplejidad.
—¿Por qué no quieren hablar conmigo? —preguntó.
—Mi señora —replicó el catalista, indeciso, sin saber exactamente cómo contestar—, los muertos de Thimhallan no están acostumbrados a hablar con los vivos. Nadie ha sido capaz de oírlos durante muchos cientos de años. A lo mejor han perdido la voz. Tened paciencia.
Dirigió a la mujer una sonrisa tranquilizadora, pero ésta resultó una mueca triste; no podía evitar pensar en la alegre y risueña muchacha de dieciséis años que había tenido ante él a las puertas de Merilon, con un ramo de flores entre las manos. Al contemplar aquellos ojos azules, recordó cómo el amanecer del primer amor los había vuelto radiantes. Ahora, no obstante, la única luz que brillaba en aquellas pupilas era el espantoso fulgor de la locura. Saryon se estremeció, preguntándose qué circunstancias horribles la habían obligado a retirarse del mundo de los vivos y refugiarse en el sombrío reino de los muertos.
—Creo que están asustados de algo —dijo la mujer, y el catalista se dio cuenta de que no le estaba hablando a él ni a su esposo, sino que lo hacía al vacío—, y desean desesperadamente decírselo a alguien, avisarle. Quieren hablar, pero no recuerdan cómo.
Saryon miró a Joram, algo sorprendido por la seriedad de sus palabras.
—¿Realmente...?
—¿Los ve? ¿Habla con ellos? ¿O es que está loca? —Joram se encogió de hombros—. Alguien con experiencia en estas cuestiones me dijo —se detuvo, las oscuras cejas volvieron a fruncirse— que podría ser una Nigromante, una de las antiguas magas que tenían el poder de comunicarse con los muertos. Si esto es verdad, resulta apropiado —los labios de Joram se torcieron en una amarga media sonrisa—, ya que se casó con un hombre Muerto.
—Joram —dijo Saryon, capaz por fin de expresar con palabras la terrible pregunta que ardía en su mente—, ¿por qué has vuelto? Has regresado para... para... —La voz se le quebró, advirtiendo por la expresión de los ojos castaños de Joram que ya esperaba aquella pregunta.
Pero el aludido no respondió. Inclinándose, levantó la Espada Arcana de la arena y la deslizó con cuidado en el interior de la funda de piel. Sus manos se detuvieron un momento sobre la suave piel, acariciándola, pensando sin duda en el hombre que se la había regalado.
—Alteza —le pareció a Saryon oír murmurar a Joram, mientras sacudía la cabeza.
—¿Joram? —insistió el catalista.
Aquél siguió sin responder la pregunta no acabada de formular que resonaba en torno a ellos como los silenciosos gritos de los Vigilantes. Quitándose la túnica y la capa húmeda, sujetó la vaina de piel alrededor de su pecho desnudo, colocando la espada a su espalda, donde quedaría escondida debajo de sus ropas. Cuando ésta quedó bien puesta, sin que lo molestara —la magia de la funda redujo el tamaño de la espada—, Joram volvió a ponerse sus blancas vestiduras, las sujetó fuertemente mediante un cinturón, y se echó la capa sobre los hombros.
—¿Cómo os encontráis, Padre? —preguntó bruscamente—. ¿Estáis lo suficientemente fuerte como para viajar? Tenemos que encontrar dónde cobijarnos y encender un fuego; Gwendolyn está totalmente helada.
—Yo estoy bien —respondió Saryon—, pero...
—Estupendo. Pongámonos en marcha. —Joram dio un paso hacia adelante, luego se detuvo al sentir la mano de Saryon sobre su brazo, aunque no se dio la vuelta, y el catalista se vio obligado a acercarse para verle el rostro que mantenía vuelto hacia el otro lado.
—¿Por qué has regresado, Joram? ¿Para cumplir la Profecía? ¿Para destruir el mundo?
Joram no miraba al catalista. Sus ojos estaban fijos en las montañas que tenía ante él.
Se había hecho de noche. Las primeras estrellas nocturnas centelleaban en el cielo y los aserrados picos se destacaban contra ellas como oscuras moles. Joram permaneció en silencio durante tanto tiempo que la luna se alzó por detrás del extremo del mundo, su único, indiferente y pálido ojo contemplando a las tres figuras que permanecían de pie en las orillas del Más Allá.
A la vista de la luna, Saryon vio cómo una retorcida semisonrisa oscurecía los labios de Joram.
—Han pasado diez años para mí, amigo, Padre, ¿puedo llamaros así?
El catalista asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Tendiendo las manos, Joram tomó las de Saryon entre las suyas, aunque hubo un amago de que éste se lo habría impedido de haber podido, pero Joram las sujetó con fuerza. Bajando los ojos hacia las manos que apretaba entre las suyas, continuó:
—Durante diez años he vivido en otro mundo. He vivido otra vida. Nunca olvidé este mundo, pero cuando lo recordaba, me parecía verlo como a través de una neblina. Recordaba su belleza, sus maravillas y regresé para... para... —Se detuvo bruscamente.
—¿Para qué? —lo apremió Saryon, mientras intentaba discretamente retirar sus manos.
—No importa —respondió Joram—. Algún día os lo diré, pero no ahora.
Sus ojos estaban fijos en las manos de Saryon.
—¿Qué dice la Profecía, Padre? —preguntó con suavidad—. ¿Dice algo así como: «Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo»?
Bruscamente, de improviso, Joram echó hacia atrás las mangas de Saryon. Enrojeciendo, éste intentó cubrir sus manos, pero era demasiado tarde; la luz de la luna iluminó las largas y blancas cicatrices de sus muñecas y de sus palmas, los dedos quebrados que habían curado retorcidos y deformados. Joram apretó los labios con expresión torva.
—Nada ha cambiado. Nada cambiará. —Soltando las manos del sacerdote, Joram se alejó caminando por la arena, dirigiéndose hacia el interior, hacia las montañas.
Saryon permaneció junto a Gwendolyn, quien le pedía a la noche que hablara con ella.
—La destrucción no está en mi mano —dijo Joram con amargura. La oscuridad se cerró a su alrededor, el viento que empezaba a soplar borraba el rastro de sus pisadas sobre la arena—. ¡No está en mi mano, sino en la de ellos!
Volviéndose a medias, miró hacia atrás.
—¿Venís? —preguntó impaciente.


3

El aniversario

—¿Cardinal Radisovik?
El Cardinal levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y se volvió para averiguar quién lo llamaba. Parpadeando bajo la brillante luz de primeras horas de la mañana, que se filtraba a través del complejo diseño de la ventana de cristal, vio tan sólo una oscura figura destacándose en el umbral de su estudio.
—Soy Mosiah, Divinidad —repuso el joven, al darse cuenta de que el catalista no lo reconocía—. Espero no molestaros. Si es así, puedo volver en otro...
—No, en absoluto, hijo mío. —El Cardinal cerró su libro, haciéndole una seña con la mano para que se acercara—. Por favor, entra. No te he visto por el palacio últimamente.
—Gracias, Divinidad. Ahora vivo con los Hechiceros —replicó Mosiah, entrando en la habitación—. Lo más cómodo era que me instalara con ellos, ya que mi trabajo me mantiene en la forja la mayor parte del tiempo.
—Sí —asintió el Cardinal Radisovik, y si su rostro se ensombreció ligeramente ante la mención de la forja, el fugaz velo se disipó con rapidez—. Justo ayer estuve en la nueva parte de la ciudad que han construido los Hechiceros. Me siento impresionado por el trabajo que han llevado a cabo en tan corto espacio de tiempo. Sus casas resultan cálidas y confortables. Se las puede modelar con rapidez y con un reducido gasto de Energía Vital. ¿Cómo se llama la piedra con la que están fabricadas?
—Ladrillo, Divinidad —repuso Mosiah, sonriendo para sí—. Y no es piedra. Está hecho de barro y paja, se le da forma en un molde, y luego se lo deja secar al sol.
—Sí, lo sé —replicó el Cardinal—. Los vi moldeando estos... ladrillos... cuando estuve en su pueblo el año pasado con el príncipe Garald. Por alguna razón la palabra ladrillo se evade siempre de mi mente. —Su mirada abandonó a Mosiah para posarse sobre el jardín del palacio, que podía verse a través de la ventana—. Te interesará saber —continuó el Cardinal Radisovik— que he aconsejado a la nobleza que utilice ese método para construir los hogares de sus Magos Campesinos. Algunos de los Albanara estuvieron conmigo ayer, inspeccionando los alojamientos, y al menos dos de ellos han estado de acuerdo conmigo en que son muy superiores a las estructuras existentes.
—¿Qué hay de los otros, Divinidad? —interrogó Mosiah. Como antiguo Mago Campesino, que había habitado con su padre, su madre y numerosos hermanos y hermanas en el tronco de un árbol muerto agrandado por medios mágicos, adivinaba la bendición que significaría el tener alojamientos cálidos y secos para aquellos que se veían obligados a soportar los caprichos de un tiempo que seguía sus propias normas meteorológicas.
—Lo aceptarán, creo —repuso Radisovik lentamente. Frotándose los ojos irritados de tanto leer, sacudió la cabeza y sonrió irónico—. Te seré franco, Mosiah. Se sintieron... escandalizados... al enfrentarse a las llamadas Artes Arcanas de la Tecnología y encontraron difícil acostumbrarse a pensar en ellas de forma racional. Pero con los Hechiceros viviendo ahora en el interior de las murallas de la ciudad de Sharakan, con sus habilidades a la vista de todos, creo que con el tiempo la gente se familiarizará con la tecnología y la acogerá como parte de la naturaleza humana.
Mosiah se percató de que el Cardinal fruncía el ceño de nuevo al pronunciar estas palabras, a las que siguió un suspiro.
—Una parte de la naturaleza humana que los conduce a la guerra. ¿Es eso lo que estáis pensando, Divinidad? —apuntó Mosiah con suavidad. Distraídamente, su mano abrió las cubiertas de otro libro que tenía cerca de él, sobre una mesa modelada mágicamente y con cariño de un pedazo de madera de nogal.
—Sí, eso es —respondió Radisovik, lanzando una penetrante mirada a Mosiah—. Eres un joven muy perspicaz.
Mosiah se ruborizó, satisfecho pero embarazado. Cerró el libro, acariciando la encuadernación de piel con la mano.
—Gracias, Divinidad, aunque no merezco el cumplido. He tenido ese pensamiento yo mismo... —titubeó, poco acostumbrado a expresar sus sentimientos—. Especialmente cuando estoy trabajando, cuando forjo la punta de una lanza, pienso, mientras la fabrico, que ésta... que ésta matará a alguien.
»¡Oh!, ya sé que el príncipe Garald dice que no —añadió apresuradamente, temiendo que sus frases fueran interpretadas como una crítica a su gobernante—. Las lanzas son para intimidar o, como mucho, para ser utilizadas contra los centauros. Sin embargo, no puedo evitar hacerme preguntas.
—Tú no eres el único que se las hace, Mosiah —dijo el Cardinal, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la ventana para mirar, sin ver, a través de ella—. El príncipe Garald es un excelente joven. El mejor de los que he tratado, y hablo con conocimiento de causa ya que lo he visto pasar de la infancia a la edad adulta. En él hay todo lo mejor y más noble de los Albanara. Demuestra una gran sensatez a pesar de su corta edad. Algunas veces olvido que sólo tiene veintinueve años. A menudo pienso... —el Cardinal bajó la voz— en la luz que brindó a la sombría alma de aquel amigo tuyo. ¿Cómo se llamaba?
—Joram —respondió Mosiah.
Percibiendo el dolor que inundaba la voz del joven, Radisovik se apartó de la ventana.
—Lo siento —se disculpó—. No tenía intención de abrir viejas heridas.
—No, no es nada, Divinidad —repuso Mosiah—. Sé lo que queréis decir. Joram nunca hubiera hecho... lo que hizo si no hubiera sido porque aprendió de Garald el auténtico significado del honor y la nobleza.
—Garald se lo enseñó, sí. Pero fue el catalista quien abrió su corazón al amor y al sacrificio. Un hombre extraño, el Padre Saryon —señaló el Cardinal, hablando más para sí que para Mosiah—. Y también fue extraño y trágico el giro que tomaron los acontecimientos. Aún no estoy convencido de conocer toda la verdad acerca de Joram. ¿Lo estás tú, Mosiah?
La pregunta fue pronunciada en voz baja; era totalmente inesperada y cogió al joven desprevenido. Contestó que sí, que desde luego que estaba convencido, pero su tono era apenas audible y mantuvo los ojos apartados de la penetrante mirada del Cardinal. Sacudiendo la cabeza, Radisovik volvió la vista hacia el hermoso jardín.
—Pero nos hemos desviado del sendero original —siguió, retomando la conversación y sonriendo para sí al oír cómo el otro se agitaba nervioso e inquieto a su espalda—. Estábamos hablando de Garald y de esta guerra. Si mi príncipe tiene un defecto, éste es que se enorgullece de esta próxima batalla, hasta el punto de olvidarse incluso de los objetivos por los que luchamos. Formar a sus tropas, colocar a sus Señores de la Guerra en las posiciones correctas, adiestrarlos a ellos y a sus catalistas, estudiar atentamente el Tablero de Competición: eso es todo lo que ocupa su mente estos días.
»Sin embargo las guerras, cuando se terminan, o bien se ganan o se pierden, y deben hacerse planes para la eventualidad tanto de una victoria como de una derrota. No obstante


[...]