CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Caballero de las espadas [el]", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor, Michael Moorcock)

LIBRO PRIMERO
En el que el Príncipe Córum aprende una lección y pierde un miembro

1

EN EL CASTILLO ERORN



En el castillo Erorn vivía la familia de un Príncipe Vadhagh, Khlonskey. Aquella familia había ocupado el castillo durante muchos siglos. Amaba con tanto fervor el furioso mar que lavaba los muros del norte de Erorn como el plácido bosque con el que luchaba por el sur.
El castillo Erorn era tan antiguo que parecía haberse fundido por completo con la gran prominencia rocosa que dominaba el mar. Visto por fuera, era todo esplendor esas torretas desgastadas por el tiempo y pulidas por el salitre. Por dentro, tenía paredes móviles cuya forma variaba de acuerdo con los elementos y cuyo color cambiaba según la dirección del viento. Y en él había salas llenas de ornamentos de cristal y fuentes que interpretaban fugas exquisitamente complicadas compuestas por miembros de la familia, tanto vivos, como muertos. Y galerías atestadas de pinturas realizadas en terciopelo, mármol y vidrio por los antepasados artistas del Príncipe Khlonskey. Y bibliotecas llenas de manuscritos caligrafiados por miembros de las razas Vadhagh y Nhadragh. Y en otros lugares del castillo Erorn había salas plagadas de estatuas, y pajareras, zoológicos, observatorios, laboratorios, jardines de infancia, parques, cuartos de meditación, quirófanos, gimnasios, colecciones de equipo militar, cocinas, planetarios, museos, cámaras de conjuros, así como salas dispuestas para propósitos menos específicos o habitaciones acondicionadas para ser habitadas por los que moraban en el castillo.

En aquel tiempo vivían doce personas en él, aunque antaño lo ocuparan quinientas. Los doce ocupantes eran el Príncipe Khlonskey, un ser muy anciano; su mujer Colatalarne, cuyo aspecto era mucho más joven que el de su marido; Ilastru y Pholhinra, sus hijas gemelas; el Príncipe Rhanan, su hermano; Sertreda, su sobrina, y Córum, su hijo. Los otros cinco eran criados, primos lejanos del Príncipe. Todos tenían los característicos rasgos Vadhagh: los cráneos largos y estrechos, las orejas casi sin lóbulos y pegadas a la cabeza, el cabello tan fino que la menor brisa agitaba como ligeras nubes alrededor de sus rostros, grandes ojos almendrados de pupilas amarillas y globos púrpura, bocas amplias y de labios llenos y piel rosada con extraños matices dorados. Sus cuerpos eran delgados y altos, bien proporcionados, y se movían con una gracia fácil que hacía que el andar humano pareciese el desplazamiento de un mono lisiado.
Al dedicarse principalmente a pasatiempos intelectuales muy abstractos, la familia del Príncipe Khlonskey no había tenido contactos con otras gentes Vadhagh durante doscientos años y no había visto un Nhadragh durante trescientos. Ninguna noticia del mundo exterior les había llegado durante cerca de un siglo. Sólo en una ocasión habían visto a un Mabdén, cuando un ejemplar había sido llevado al castillo Erorn por el Príncipe Opash, naturalista y primo directo del Príncipe Khlonskey. El Mabdén -una hembra- fue llevado a los zoológicos, y se le cuidó bien. Aunque sólo vivió poco más de cincuenta años y al morir nunca fue reemplazado. Desde entonces, de modo natural, los Mabdén se habían multiplicado y ya habitaban, aparentemente, en grandes zonas de Bro-an-Vadhagh. Incluso corrían rumores acerca de que algunos castillos Vadhagh habían sido infestados de Mabdén que arrollaron a sus habitantes y finalmente destrozaron sus hogares. El Príncipe Khlonskey lo encontraba difícil de creer. Por otra parte, el tema era de poco interés para él o para su familia. Había tantas otras cosas que discutir, tantos motivos de conversación más complejos, tantos argumentos de cien clases distintas…

La piel del Príncipe Khlonskey era casi tan blanca como la leche, y tan delgada que las venas y músculos se veían claramente a través de ella. Había vivido más de mil años, y sólo últimamente la edad había comenzado a debilitarle. Cuando la debilidad se hiciera insoportable, cuando sus ojos comenzaran a oscurecerse, terminaría su vida a la manera de los Vadhagh, yendo a la Cámara de los Vapores y acostándose en los cojines y edredones de seda para respirar gases de dulce olor hasta morir. Con la edad, su cabello se había vuelto de un castaño dorado y el tono de sus ojos había madurado hasta una especie de púrpura rojizo, con pupilas de color naranja oscuro. Sus ropas le resultaban ya demasiado grandes para su cuerpo, pero, y aunque llevaba un bastón de platino trenzado con hilos de rubí metalizado, su aspecto era todavía orgulloso y su espalda no se encorvaba.
Un día encontró a su hijo, el Príncipe Córum, en una cámara en la que con una estructura de tubos huecos, hilos vibrantes y piedras deslizantes, componía música. La melodía, muy sencilla y tranquila, casi quedó apagada por el sonido de los pies de Khlonskey sobre las alfombras, el golpeteo de su bastón y los arañazos de la respiración en su delgada garganta.
El Príncipe Córum retiró su atención de la música y dirigió a su padre una mirada de educada solicitud.
- ¿Padre?
- Córum. Perdona la molestia.
- Desde luego. Además, no estaba satisfecho de la composición -Córum se levantó de los cojines y se envolvió en la túnica escarlata.
- He decidido, Córum, que pronto visitaré la Cámara de los Vapores -dijo el Príncipe Khlonskey- y, al tomar tal decisión he pensado en satisfacer un capricho mío. Sin embargo, necesitaré tu ayuda.
El Príncipe Córum amaba a su padre y respetaba su voluntad, así que dijo con gravedad:
- Cuenta con ella, padre. ¿Qué puedo hacer?
- Me gustaría saber algo del destino de mi raza. Del Príncipe Opash, que vive en el castillo Sarn, al este. De la princesa Lorim, que está en el castillo Crachah, al sur. Y del Príncipe Faguin, del castillo Gal, al norte.
El Príncipe Córum se estremeció.
- Muy bien, padre, si…
- Sé, hijo, lo que piensas: que yo podría descubrir lo que deseo por medios ocultos. Pero no es así. Por algún motivo, resulta difícil establecer comunicación con los otros planos. Incluso mi percepción de ellos es más débil de lo que debiera, por más que intento penetrarlos con mis sentidos. Y entrar en ellos físicamente es casi imposible. Quizá se trata de mi edad…
- No, padre -dijo el Príncipe Córum-, pues yo también lo he encontrado difícil. Hace tiempo, era fácil moverse por los cinco planos a voluntad. Con un poco más de esfuerzo podía entrarse en contacto con los diez planos, aunque, como sabes, pocos podían visitarlos físicamente. Ahora soy incapaz de todo, excepto de ver y ocasionalmente oír esos otros cuatro planos que, con el nuestro, forman el espectro por el cual viaja nuestro planeta en su ciclo astral. No comprendo por qué ha sobrevenido esta pérdida de sensibilidad.
- Ni yo tampoco -convino su padre-. Pero siento que debe ser algo portentoso. Indica un cambio de gran magnitud en la naturaleza de nuestra Tierra. Éste es el motivo principal por el que quisiera saber algo de mis parientes y, quizá, averiguar si han descubierto por qué nuestros sentidos se ven limitados a un solo plano. Es antinatural. Es más: es castrante para nosotros. ¿Llegaremos a vernos reducidos a ser como los animales de este plano, que sólo son conscientes de una dimensión y no comprenden en absoluto que existen otras? ¿Está en marcha algún proceso de involución? ¿No sabrán nuestros hijos nada de nuestras experiencias, y volverán poco a poco al remoto estado de los mamíferos acuáticos de los que evolucionó nuestra raza? Admito, hijo, que en mi mente hay rastros de miedo.
El Príncipe Córum no intentó confortar a su padre.
- Una vez leí sobre los Blandhagna -dijo pensativamente-. Era una raza que vivía en el tercer plano. Gente muy sofisticada. Pero algo se adueñó de sus genes y sus cerebros y, en cinco generaciones, revirtieron a una especie de reptiles voladores con vestigios de su anterior inteligencia: la suficiente para enloquecerlos y, por fin, destruirlos por completo. ¿Qué es, me pregunto, lo que produce estas regresiones?
- Sólo los Señores de las Espadas lo saben -dijo su padre.
Córum sonrió.
- Y los Señores de las Espadas no existen. Comprendo tu preocupación, padre. Quieres que visite a tus familiares y les lleve nuestros saludos. Debo descubrir si les va bien y si han percibido lo mismo que nosotros en nuestro castillo Erorn.
Su padre asintió.
- Si nuestra percepción decae hasta el nivel de un Mabdén, poco objeto tiene la supervivencia de nuestra raza. Averigua, si puedes, cómo les va a los Nhadragh, si este embotamiento de los sentidos también les afecta.
- Nuestras razas tienen más o menos la misma edad -murmuró Córum-. Quizá sufren de la misma afección. Pero ¿no dijo nada al respecto tu pariente Shefanhowulag cuando te visitó hace algunos siglos?
- Sí. Shefanhowulag contó que los Mabdén habían llegado en barcos desde el oeste y habían subyugado a los Nhadragh, matando a la mayoría y esclavizando a los restantes. Pero encuentro difícil de creer que los Mabdén, que no son más que medio animales, por muchos que sean, hayan tenido el talento de vencer a los Nhadragh en su propio terreno.
El Príncipe Córum frunció los labios reflexivamente.
- Posiblemente se debilitaron -dijo.
Su padre se volvió para abandonar la habitación, con el bastón de rubí y platino golpeando suavemente el tejido ricamente bordado que cubría las losas, y la mano delicada asiéndolo más fuerte que de costumbre.
- Una cosa es la debilidad -replicó-, y otra el miedo a una derrota imposible. Ambos, desde luego, son finalmente destructivos. Pero no hagamos más especulaciones, ya que a tu vuelta nos puedes traer respuestas a esas preguntas. Respuestas que podamos entender. ¿Cuándo partes?
- Pienso terminar la sinfonía -dijo el Príncipe Córum-. Me llevará un día más. Saldré a la mañana siguiente.

[...]