CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Armas de Avalón [la]", novela de Roger Zelazny. Derechos de autor 1972, Roger Zelazny)

I


De pie en la playa, dije:
- Adiós, Butterfly.
Y el barco giró lentamente y se hizo a la mar. Regresaría de nuevo al puerto del faro de Cabra, lo sabía, ya que aquel lugar estaba cerca de la Sombra.
Volviéndome, contemplé la negra hilera de árboles que había cerca, sabiendo que me aguardaba un largo camino. Me dirigí hacia allí tratando de orientarme mientras avanzaba. En el silencioso bosque hacía un frío que anunciaba el amanecer, y le revivía a uno.
Quizá me faltaban cerca de veinte kilos para tener el peso normal y esporádicamente todavía veía doble, pero estaba mejorando. Había escapado de las mazmorras de Ámbar y me había recuperado, con la ayuda de Dworkin el loco y del borracho Jopin, por ese orden. Tenía que encontrar un lugar, un lugar que se asemejara a otro sitio... uno que ya no existía. Localicé el sendero y avancé.
Al rato, me detuve ante un árbol hueco que tenía que estar allí. Introduje la mano, extraje mi espada de plata y me la ceñí. No importaba que hubiera estado en algún lugar de Ámbar. Ahora se hallaba allí, pues el bosque por el que caminaba estaba en la Sombra.
Continué durante varias horas, manteniendo el sol a la espalda en algún lugar detrás de mi hombro izquierdo. Luego descansé un rato, y seguí adelante. Era reconfortante ver las hojas y las rocas y los troncos muertos de los árboles, y los que rebosaban vida, la hierba, la oscura tierra. Era reconfortante sentir todos los pequeños olores de la vida, y escuchar sus sonidos: zumbidos/gorjeos/aleteos. ¡Dios! ¡Cómo apreciaba mis ojos! Tenerlos de nuevo después de casi cuatro años de negura era algo que no podía expresar con palabras. Y estar caminando libre...
Continué. La brisa de la mañana agitaba mi raída capa. Con el rostro arrugado, y mi descarnada figura, debía aparentar más de cincuenta años. ¿Quién me hubiera reconocido por lo que era?
Caminaba cruzando la Sombra, hacia un lugar. Pero no llegué a él. Quizá de algún modo mi poder se había debilitado. Esto es lo que sucedió.
Encontré a siete hombres tendidos a un lado del camino; seis de ellos estaban muertos, yacían en diversos estados de rojo desmembramiento. El séptimo se hallaba medio reclinado, apoyando la espalda en el mohoso tronco de un roble anciano. Mantenía la espalda sobre el regazo y presentaba una gran herida húmeda en el costado derecho, por la que aún manaba sangre. No llevaba armadura, aunque algunos de los otros la tenían. Sus ojos grises, aunque vidriosos, estaban abiertos. Tenían los nudillos despellejados y su respiración era lenta. Bajo unas cejas poco pobladas, contemplaba como los cuervos les sacaban los ojos a los muertos.
No parecía verme.
Me coloqué la capucha y bajé la cabeza para que no viera mi rostro. Me acerqué.
En cierta ocasión le había conocido, o a alguien muy parecido a él.
Su espada se retorció y la punta se elevó al acercarme.
- Soy amigo -dije-. ¿Queréis un trago de agua?
Por un momento dudó, luego asintió.
- Sí.
Destapé la cantimplora y se la pasé.
Bebió un poco y tosió, luego bebió más.
- Gracias -dijo al devolvérmela-. Sólo lamento que no contenga algo más fuerte. ¡Maldita sea esta herida!.
- También tengo de eso, si estáis seguro de poder resistirlo.
Extendió la mano y yo saqué el tapón de una pequeña petaca y se la dí. Debió toser durante unos veinte segundos después de beber un sorbo de la pócima que suele tomar Jopin.
Después sonrió con el lado izquierdo de la boca y parpadeó ligeramente.
- Mucho mejor -dijo-. ¿Puedo echarme un poco de esto en la herida? Me molesta derrochar buen whisky, pero...
- Usadlo todo si es necesario. Aunque pensándolo bien, parece que os tiembla la mano. Quizás sea mejor que os lo eche yo.
Asintió, y abrí su chaqueta de cuero y con la daga le hice un corte en la camisa hasta que la herida quedó al descubierto. Parecía una herida seria, profunda, que iba desde el torso a la espalda, unos centímetros por encima de la cadera. Tenía otras, aunque menos serias, en brazos, pecho y hombros.
La sangre seguía manando de la herida más grande; traté de secarla y limpiarla un poco con mi pañuelo...
- De acuerdo -dije-, apretad los dientes y mirad hacia otro lado-. Vertí el whisky.
Todo su cuerpo se arqueó en un gran espasmo, luego se tranquilizó y comenzó a temblar. Pero no gritó. No pensé que lo hiciera. Doblé el pañuelo y lo coloqué sobre la herida. Le vendé con una larga tira que había arrancado del borde de mi capa.
- ¿Queréis otro trago? -le pregunté.
- De agua -dijo-. Luego me temo que dormiré.
Bebió; su cabeza se inclinó hasta que la barbilla descansó sobre el pecho. Se durmió, yo le hice una almohada y lo cubrí con las capas de los muertos.
Luego me senté a su lado y contemplé a los hermosos pájaros negros.
No me había reconocido. ¿Quién sería capaz? Si le hubiera confesado quién era, posiblemente me hubiera conocido. Creo que nunca nos habíamos encontrado realmente el hombre herido y yo.
Pero en un sentido peculiar, estábamos relacionados.
Yo caminaba por la Sombra, en busca de un lugar, un sitio muy especial. Había sido destruido, pero yo tenía el poder de recrearlo, ya que Ámbar proyecta una infinidad de sombras. Un hijo de Ámbar puede caminar entre ellas, y tal era mi herencia. Si lo deseas puedes llamarlos mundos paralelos, universos alternos tal vez, o productos de una mente transtornada. Yo las llamo Sombras, como todos los que poseen el poder de caminar entre ellas.
Seleccionamos una posibilidad y caminamos hasta que la alcanzamos. O sea que, en cierto sentido, la creamos. Pero dejémoslo así por el momento.
Había comenzado el viaje hacia Avalón.
Siglos atrás había vivido allí. Es una larga, complicada, arrogante y dolorosa historia, y quizá continúe con ella más adelante si tengo vida para desarrollar este relato.
Me estaba aproximando hacia mi Avalón cuando di con el caballero herido y los seis hombres muertos. Si hubiera elegido continuar, podría haber alcanzado un lugar donde los seis hombres yacieran muertos y el caballero permaneciera intacto... o un sitio donde él estuviera muerto y ellos riendo. Algunos dirían que realmente no importa, ya que todas estas cosas no son sino posibilidades y por lo tanto todas existen en algún lugar de la Sombra.
Cualquiera de mis hermanos y hermanas -con la posible excepción de Gérad y Benedict- ni siquiera se hubieran detenido a contemplar la escena. Sin embargo, yo me había vuelto un poco blanco. No siempre fui así, pero quizá la Sombra, la Tierra donde pasé tantos años, me suavizó un poco, y quizá mis penurias en las mazmorras de Ámbar me habían hecho recordar lo que era el sufrimiento humano. No lo sé. Sólo sé que no pude pasar de largo ante aquel herido tan parecido a un amigo mío de otro tiempo. Si susurrara mi nombre al oido de este hombre, quizá oyera cómo me envilecía, pero ciertamente escucharía un relato repleto de infortunios.
De acuerdo. Pagaría cierto precio: estaría con él hasta que se recobrara, luego me marcharía. No me ocasionaba ningún perjuicio y quizá al otro le hiciere algún bien.
Permanecí sentado allí observándole, y, al cabo de varias horas, despertó.
- Hola -dije, destapando la cantimplora-. ¿Otro trago?
- Gracias -dijo extendiendo una mano.
Contemplé cómo bebía, y, cuando me la devolvió, dijo:
- Perdonad que no me haya presentado. No me hallaba en buenas condiciones.
- Os conozco -dije. Llamadme Corey.
Pareció como si fuera a decir, ¿Corey de qué?, pero lo pensó mejor y asintió con la cabeza.
- Muy bien, Sir Corey, -dijo otorgándome ese rango-. Deseo daros las gracias.
- Me doy por recompensado al ver que pareceis estar mejor -le dije-. ¿Deseáis comer algo?
- Sí, por favor.
- Tengo algo de carne seca y un poco de pan que podría estar más fresco -dije-. También un gran trozo de queso. Comed todo lo que querais.
Se lo alcancé y lo hizo.
- ¿Y vos, Sir Corey? -inquirió.
- He comido mientras vos dormíais.
Con la mirada le indiqué los restos. Sonrió.
- ¿Y matasteis a los seis solo? -pregunté.
Él asintió.
- Buen alarde. ¿Qué tengo que hacer con vos ahora? Trató inútilmente de ver mi rostro.
- No entiendo -dijo.
- ¿Hacia dónde os dirigís?
- Tengo unos amigos -contestó- a unas cinco leguas hacia el norte. Me dirigía allí cuando sucedió esto. Y dudo mucho que ningún hombre, ni el mismo Demonio, pueda llevarme a cuestas una legua. Si pudiese levantarme, Sir Corey, os haríais una idea más cabal de mi tamaño.
Me puse de pie, desenvainé la espada y seccioné de un tajo una rama de unos seis centímetros de diámetro. Luego le quité las hojas y la corté a medida.
Corté otra, y con los cinturones y capas de los hombres muertos construí una camilla.
Él observó hasta que finalicé la operación, luego comentó:
- Manejáis una espada mortal, Sir Corey... y parece de plata.
- ¿Estáis en condiciones de viajar un poco? -le pregunté.
Cinco leguas apenas son unos veinticinco kilómetros.
- ¿Y los muertos? inquirió.
- ¿Acaso queréis darles una decente sepultura cristiana? -dije-. ¡Que se pudran! La naturaleza se ocupará de lo suyo. Larguémonos de aquí, ya hieden.

[...]