CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Valiente para ser rey", cuento de Poul Anderson)

Una noche de mediados del siglo XX, en Nueva York, Manse Everard se había puesto un raído traje de casa y estaba preparando unas bebidas. El timbre de la puerta le interrumpió. Lanzó un juramento. Lo que él quería ahora -después de varios días de fatigoso trabajo- no era compañía, sino seguir leyendo las antiguas narraciones del doctor Watson.
Bueno; quizá pudiera dominar aquel mal humor. Cruzó la estancia y abrió la puerta con expresión hosca.
-¡Hola! -saludó fríamente.
Pero en el acto se sintió como si estuviera a bordo de una primitiva nave espacial que acabara de entrar en caída libre; ingrávido y desesperanzado bajo el brillo de las estrellas.
-¡Oh! -exclamó-. No sabía... Entre.
Cynthia Denison se detuvo un momento, mirando al bar, por encima del hombro varonil. Había colgadas dos lanzas cruzadas y un yelmo con crines de caballo, pertenecientes a la Edad Aquea del Bronce. Eran oscuros y brillantes; increíblemente bellos. Trató de hablar con firmeza, pero no pudo.
-¿Me puede dar un trago? ¿En seguida?
-¡Claro que sí! -repuso él.
Apretó fuertemente los labios y le ayudó a quitarse el abrigo. Ella cerró la puerta y se sentó sobre una cama sueca, tan limpia y funcional como las armas homéricas. Sus manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minutos no cruzaron sus miradas.
-¿Bebe aún whisky irlandés con hielo? -interrogó él.
Sus palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos y botellas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patrulla del Tiempo.
-Sí -respondió ella-. Veo que recuerda.
Y su encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.
-Solo falto de aquí unos pocos meses -comentó él, a falta de otro tema-. Un tiempo entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.
Ella espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.
-Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y yo... Pero ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y lugares diferentes, desde que fuiste nuestro padrino?
La voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba en ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura -poco más de metro y medio-. Nunca solía poner mucha expresión en sus palabras. Pero se podía comprender que ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.
-¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! -le intimó. Ella obedeció con voz un tanto estrangulada.
Everard le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una silla, sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apolillada chaqueta. Las manos le temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.
Había sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que llevase; Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio control.
Se atrevió a mirarla a la cara. No había cambiado. Su cuerpo era casi perfecto, de una delicadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados como el sol, caían sobre sus hombros; los ojos eran azules e inmensos, bajo las arqueadas cejas; los labios, como siempre, estaban un poco entreabiertos. No llevaba bastante pintura para que él estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en aquel momento parecía próxima a ello.
Everard se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:
-Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...
Ella se estremeció y, luego, dijo:
-Keith... ha desaparecido.
-¿Eh?.. .-y Everard se sentó de golpe-. ¿En una misión?
-Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió hace una semana.
Dejó el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:
-La Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo. Ni siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.
-Judas... - murmuró Everard.
-Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán a menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado, pero usted nunca parecía estar en casa, y...
-¡Claro! -le animó él-. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además, ustedes acababan de casarse...

... ... ...

"Después de haberlos yo presentado mutuamente, aquella noche, junto al Mauna Loa, bajo la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita como Cynthia Cunningbam, un simple peón recién salido de la academia y destinado en su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan a menudo como ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le impida usar sus aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la Viena de Strauss, o al teatro en el Londres de Shakespeare, o a visitar pequeños bares como el de Tom Lebrer, en Nueva York, o a jugar al tejo, o a esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que llegaran allá las primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de reunirse con ambos. Y de casarse después con la muchacha."
Everard hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:
-Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o tres años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.
-¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que viniera a visitamos.
-¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.
La ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El rectificó, arrepentido:
-Lo siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos siempre extremadamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en una parrilla. ¡Diablos! Usted me conoce, Cyntbia; carezco de tacto, pero eso no significa nada. Soy responsable de la leyenda griega sobre una quimera, en la Grecia clásica. Me llamaban el "dilaiépodo", curioso monstruo con dos pies izquierdos, ambos en la boca.
Ella hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.
-Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con todas las otras profesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé exactamente lo que han hecho por Keith..., y no es bastante. Se disponen a abandonarlo. ¡Manse, si usted no quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!
Se detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad de recobrar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith Dennison.
Nació en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró en Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conseguido 4 campeonato escolar de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies. Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado la fama si se hubiera tratado de otra guerra más popular. Y había que conocerle íntimamente de larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba con humorismo de temas generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando se lo daban, lo hacía sin alardes innecesarios.
>De seguro -pensó Everard- que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí raíces, y yo no. Era más estable, supongo.>
Licenciado al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y, al fin y al cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por fortuna, sus propios fines coincidían con los de la Patrulla, y se especializó en Oriente y Protohistoria Indoeuropea, llegando a ser, en todo, un hombre más importante que Everard.
El agente libre podía corretear tiempo arriba o tiempo abajo, por los recovecos del destino, socorriendo a los desventurados, arrestando a los delincuentes y guardando el orden en la combinación de los destinos del Universo; pero ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo en realidad sin una referencia? En Edades anteriores a los primeros jeroglíficos había habido guerras y expediciones, descubrimientos y hazañas, cuyas consecuencias afectaban a la totalidad del continuo espacio-tiempo. La Patrulla tenía que conocer todo aquello. Y esta era la tarea del especialista.
>Por encima de todo, Keith era amigo mío>, pensó Everard. Y apartando la pipa de los labios, dijo:
- Bien, Cynthia; cuénteme lo sucedido.


2

La vocecilla sonaba ahora casi secamente; tanto era lo que la muchacha se dominaba.
-Había estado siguiendo la pista de las migraciones de los diversos clanes arios. Ya sabe que son muy oscuras. Hay que partir de un punto conocido de la Historia y trabajar hacia atrás. Para seguir esta última tarea, Keith tenía que ir al Irán en el año 558 antes de Jesucristo. Era cerca del fin del período medo, según me confié. Tenía que investigar entre la gente, conocer sus peculiares tradiciones, comprobarlas luego con las de otro más primitivo, etcétera. Pero usted debe de saber ya esto, Manse. Usted le ayudó una vez antes que nos conociéramos. El me lo contó.
-¡Ah, sí! Solo le acompañaba en caso de dificultad -aclaró, en tono indiferente, Everard-. Estaba estudiando la emigración prehistórica de cierto grupo, desde el Don a las montañas del HinduKusch. Dijimos a sus jefes que éramos cazadores nómadas, les pedimos hospitalidad y acompañamos a la expedición varias semanas. Fue divertido. Recordaba estepas, inmensos firmamentos, un vertiginoso galopar tras los antílopes, una fiesta ante las hogueras del campamento y a una muchacha cuyo cabello tenía el olor dulciamargo del humo de leña. Durante un tiempo deseé haber vivido y muerto como uno de los hombres de aquella tribu.
Keith volvió solo aquella vez. Hay siempre muy poca gente de su especialidad en la Patrulla. ¡Son tantos miles de años a vigilar y tan pocas las vidas humanas dedicadas a ello! Ya había ido solo antes.
Yo siempre tuve miedo a dejarlo ir, pero él decía que... vestido como un pastor errante, sin nada que mereciera la pena de exponerse a un robo, estaría aún más seguro en las colinas iranianas que cruzando por Broadway. Pero ¡esta vez no lo estuvo!
-Ya comprendo -dijo rápidamente Everard-. El partió -¿hace una semana, dice usted?- creyendo que lograría su informe, lo remitiría a su oficina de control y estaría aquí de vuelta el mismo día. Porque solo un tonto rematado dejaría consumirse su vida sin volver al lado de usted.
-Yo me apuré en seguida -comentó ella encendiendo otro pitillo en la colilla del anterior-. Me dirigí al jefe para preguntar por él. Le estoy agradecida porque se ocupé personalmente del asunto durante una semana, hasta hoy. La respuesta fue que Keith no había vuelto. La casa que centraliza los informes dice que nunca les llegó el de Keith. Comprobamos los registros de los cuarteles generales intermedios. Respondieron que... Keith no volvió jamás y que nunca se hallaron sus huellas.
Everard asintió, preocupado.
-Entonces -opinó- se ordenaría una búsqueda y el Cuartel General Principal tendría el informe.
Tiempo mudable aquel, hecho de un montón de paradojas, reflexionó por milésima vez. En el caso de un hombre perdido, no se obligaba a otro a buscarle si, en algún registro cualquiera, había un informe en que se afirmaba haberlo hecho ya. Pero ¿cómo, sino insistiendo en la búsqueda, se tenían probabilidades de hallarlo? Era posible retroceder, y así cambiar los hechos de tal modo que acabasen por encontrarle; pero, en ese caso, el informe que se archivaba recogía "siempre" solo el éxito, y únicamente los interesados conocían la primitiva verdad.
Todo podía resultar tan confuso, que no era sorprendente el que la Patrulla fuese minuciosa hasta en los pequeños detalles que no influían en la estructura general del hecho.
-Nuestra oficina notificó a sus agentes en el mundo del Antiguo Irán, y ellos enviaron una expedición investigadora -supuso Everard-. Como no conocían el sitio preciso en que desapareció Keith ni en el que ocultó su vehículo, no pudieron dar las coordenadas precisas.
Cynthia asintió.
-Pero lo que no puedo entender -prosiguió Everard- es por qué no encontraron la máquina después. Sea lo que quiera que aconteciese a Keith, al aparato debió de quedar por aquellos contornos, en alguna cueva o cosa así. La Patrulla tiene aparatos detectores que debían haber podido localizar el saltador, por lo menos, y entonces trabajar partiendo de allí hacia atrás y hallar a Keith.
Ella chupó el cigarrillo con tal violencia que se le contrajeron las mejillas, y replicó:
-Ya lo intentaron. Pero dicen que es una comarca salvaje, montañosa, difícil de explorar. Nada dio resultado. No encontraron sus huellas. Pudieron haberlo conseguido buscando de muy cerca, haciendo la labor kilómetro a kilómetro y hora por hora. Pero no se atrevieron. Aquel ambiente es peligroso. Gordon me enseñó el análisis. No pude comprender todos aquellos símbolos, pero me dijo que era un siglo muy peligroso para husmear en él.
Everard cerró su ancha mano sobre la cazoleta de la pipa. Su calor era reconfortante. A él, las eras peligrosas le inspiraban pavor.
-Ya entiendo -explicó-. No pueden buscar tan completamente como debieran porque ello debilitaría a los jefes locales y determinaría que obrasen desacordes cuando llegara la gran crisis. Pero, y si se hacen investigaciones locales, disfrazados entre la gente?
-Varios expertos patrulleros lo han hecho; lo hicieron durante semanas. Pero los indígenas no les facilitaron nunca el menor indicio. Aquellas tribus son muy salvajes y desconfiadas; quizá temieron que nuestros agentes fuesen espías del rey de Media; y comprendo que no quisieran aquel régimen. No; la Patrulla no pudo hallar ni una huella. Y, de todos modos, no hay razón para pensar que aquello afectase en nada al registro. Creen que Keith fue asesinado y que su lanzadora se perdió. ¿Y qué diferencia -y, al decirlo, Cynthia se puso en pie de un salto-, qué diferencia marca un cadáver más en un sumidero como ese?
Everard se levantó también; ella se echó en sus brazos y él permitió que se desahogara. Por su parte, nunca creyó que hubiera mal en ello. Apenas había conseguido olvidarla algo, pero ahora vino a sus brazos y tendría que empezar a olvidarla de nuevo.
-¿No pueden volver a registrar localmente? ¿No podrán retroceder una semana y advertirle que no vaya por allí? ¿Es eso mucho pedir? ¿Qué clase de monstruos produce su ley?
-Los hombres normales la hicieron. Si uno de nosotros -respondió Everard- volviera la espalda a su pasado, pronto estaríamos todos tan confundidos que ninguno de nosotros tendría una existencia real.
-Pero en un millón de años debe existir alguna excepción.
Everard no respondió. Sabía que existían, pero también que el caso de Keith Dennison no sería una de ellas. La Patrulla no estaba compuesta por santos, pero su gente no se atrevería a violar sus propias leyes para fines particulares. Soportaban sus pérdidas como cualquier agrupación, alzaban los vasos en honor a sus muertos y nadie retrocedía en el tiempo para estudiar cómo habían vivido.
Cynthia se separó de él, volvió a su bebida y la alejó de sí. Los rubios rizos revoloteaban en su cabeza cuando dijo, sacando un pañuelo que se llevó a los ojos:
-Lo siento, no quería criticar.
-Bien -repuso él.
Ella, mirando al suelo, sugirió:
-Podría usted intentar ayudarle, Everard. Los agentes regulares lo han dejado, pero usted podría probar.
Aquella era una apelación sin escape.
-Sí, podría -repuso-. Pero tal vez no triunfe. Los informes que se tienen demuestran que, de intentarlo, fracasaría. Y cualquier alteración del espacio-tiempo es censurada; aun siendo tan trivial como esta.
-Para Keith no ha sido trivial.
-Cynthia, es usted una de las pocas mujeres que se expresan así. La mayoría hubieran dicho: "No ha sido trivial para mí."
Los ojos de ella captaron la mirada de él, y por un instante Cynthia quedó inmóvil. Luego susurré:
-Lo siento, Manse; no me daba cuenta. Creía que todo habría pasado, para ti, con el tiempo; que me habrías...
-¿De qué estás hablando?.. -se defendió él.
-¿No podrían hacer algo por ti los psicólogos de la Patrulla? - preguntó -. Quiero decir que así como nos acondicionan para no revelar a persona no autorizada lo de los viajes a través del tiempo, podrían, así mismo..., transformar a un individuo para...
-¡Deja eso! -cortó rudamente Everard.
Por un rato mordisqueó la pipa. Al fin, exclamó:
-Bien. Tengo una o dos ideas propias, que no se han ensayado. Si de algún modo se puede rescatar a Keith, le tendrás aquí antes de mañana a mediodía.
-¿Podrías transportarme ahora en tu saltador a ese momento, Manse?
Ella empezaba a temblar.
-Si -repuso él-, pero no quiero. Suceda lo que suceda, necesitarás estar descansada mañana. Te llevaré ahora a tu casa y te haré tomar un soporífero. Luego, volveré aquí a reflexionar sobre la situación. Vaya, no tiembles. Ya te dije que tenía que pensar.
-¡Manse! -exclamó ella estrechándole la mano. Y él concibió una súbita esperanza, por la que se maldijo.


3

A fines del año 542 antes de Jesucristo, un hombre solitario bajaba de las montañas y entraba en el valle del Kur. Cabalgaba sobre un hermoso caballo castaño, aún más grande que la mayor parte de los de las tropas de caballería y que en cualquier lugar hubiera incitado al robo; pero el Gran Rey había impuesto el orden de tal manera en sus dominios, que podía afirmarse que una doncella cargada con un saco de oro podía viajar a salvo por toda la Persia. Tal era la razón de que Manse Everard hubiera escogido tal época para su salto en el tiempo; dieciséis años después que Dennison fuera destinado allí.
Otro motivo era el llegar mucho después de haberse calmado cualquier perturbación que el viajero en el tiempo hubiera, hipotéticamente, producido y por cuya causa hubiera muerto. Fuese cualquiera la verdad sobre el destino de Keith, era mejor aproximarse a ella indirectamente, ya que los métodos directos habían fallado.
Por último, según los informes de la Oficina del Medio Ambiente Aqueménide, parecía que el otoño del año 542 era la: primera época relativamente tranquila después de la desaparición. Los años de 558 a 553 habían sido aquellos turbulentos en que el rey persa de Anshan, Kuru-sh (aquel a quien el futuro llamaría Kaikhosru y Ciro), estuvo reñido con su señor Astiajes, rey de Media. Luego vinieron tres años en que la rebelión de Ciro y la guerra civil asolaron el Imperio, y los persas, por último, sometieron a sus vecinos del Norte. Pero Ciro, apenas victorioso, hubo de hacer frente a las contrarrevueltas y a las incursiones de los turanios tardó cuatro años en eliminar aquellos trastornos y extender sus dominios hacia el Este. Ello alarmó a los monarcas, sus colegas; y Egipto, Babilonia, Lidia y Esparta se coligaron para destruirle con el rey Creso, de Lidia, realizando una invasión en el 546. Lidia fue derrotada y anexionada, pero volvió a rebelarse y hubo de ser derrotada de nuevo; las turbulentas colonias griegas de Jonia, Caria y Licia tuvieron que ser pacificadas, y mientras sus generales hacían todo esto en el Oeste, el propio Ciro hubo de combatir en el Este para rechazar a los salvajes jinetes, que de otro modo habrían incendiado sus ciudades.
Ahora había un período de calma. Cilicia se rendiría sin lucha, viendo que las otras conquistas persas eran gobernadas con tal humanidad y tolerancia para las costumbres locales como el mundo no había visto jamás. Ciro dejó a sus nobles el cuidado de las fronteras y se dedicó a consolidar lo conquistado.
Hasta el año 539 no se reanudó la guerra con Babilonia ni se adquirió Mesopotamia, y, luego, Ciro tuvo otra época de paz, hasta que los salvajes de más allá del Aral se fortalecieron y el rey hubo de luchar contra ellos para destruirlos.
Manse Everard entró en Pasargadae con un florecimiento de esperanza. Y no porque la época en que entonces voluntariamente vivía indujese a tan floridas metáforas. Cabalgaba despacio, atravesando kilómetros y kilómetros, viendo a los campesinos armados de guadañas inclinarse cargando viejas carretas tiradas por bueyes, mientras el estiércol humeaba en los barbechos. Harapientos chiquillos se chupaban los dedos a la puerta de chozas de barro sin ventanas, y lo miraban pasar.
Un pollo escarbaba acá y allá, en la carretera, hasta que el veloz mensajero real, que le había alarmado, pasaba y lo mataba. Un escuadrón de lanceros pintorescamente ataviados con pantalones bombachos, armaduras escamosas, yelmos apuntados o empenachados y capas rayadas de alegres colores, galopaban junto a él, también polvorientos, sudorosos y cambiando entre sí sucios chistes. Los aristócratas poseían grandes casas con muros de adobe y hermosísimos jardines, pero eran pocas las que una economía como aquella podía sostener. Pasargadae era, casi en su totalidad, una ciudad oriental, con calles retorcidas y fangosas, formadas por cabañas a cuya puerta se veían grasientas tocas y manchados trajes; chillones mercaderes en los bazares, mendigos exhibiendo sus llagas, comerciantes que conducían filas de astrosos camellos y sobrecargados burros, perros husmeando en montones de basura, música tabernaria que recordaba los maullidos de un gato en una lavadora, hombres que remolineaban los brazos y vomitaban maldiciones... ¿Qué había empujado a toda aquella chusma hacia el inescrutable Oriente?
-¡Limosna, señor! ¡Limosna por el amor de la Luz! ¡Limosna, y Mithra le sonreirá!
-¡Fíjese, señor! ¡Juro por la barba de mi padre que nunca hubo labor más hermosa, producto de una mano más hábil, que esta brida que le ofrezco a usted, el más afortunado de los hombres, por la ridícula suma de...
-¡Por aquí, mi amo; por aquí, solo cuatro casas más abajo, el más hermoso mesón de toda Persia, digo poco, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos de pluma de cisne; mi padre sirve un vino que gustaría a un Devi, mi madre guisa un pilau cuya fama se extiende hasta los confines de la Tierra y mis hermanas son tres lunas de delicia, que usted puede obtener solamente por una simple...
Everard ignoró los infantiles corredores que clamoreaban a su lado. Uno de ellos le agarró de un tobillo; él, jurando, le asestó un golpe, y el chiquillo gimió sin reparo. Everard esperaba eludir la permanencia en una posada; los persas eran más limpios que la mayoría de la gente en esa época, pero aún habría allí bastantes insectos.
Trató de sobreponerse.
De ordinario, un patrullero siempre tenía un as en la manga, en forma de una pistola tronadora del siglo XXX, bajo la chaqueta, y una diminuta radioemisora para llamar a su lado al saltador antigravitatorio que tripulaba. Everard vestía un traje griego: túnica, sandalias y larga capa de lana; espada al cinto, casco y escudo, este colgado de la grupa del caballo..., y eso era todo; únicamente el acero resultaba anacrónico.
No podía recurrir a ninguna oficina local de los suyos, en caso de dificultad, pues aquella época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía la atención de los temporales; la unidad patrullera más próxima, el Cuartel General de aquel medio ambiente, estaba en Persépolis, a un siglo de distancia en el futuro.
Las calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las casas aumentando de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas. Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cuclillas, pues aún no se había discurrido la posición "en su lugar, descanso". Pero se levantaron y empuñaron cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.
-¡Saludos - señor! ¡Que te ilumine un sol brillante!
La lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin dificultad de sus labios.
-Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis pobres relatos de viajero por tierras extrañas.
-¡Ojalá vivas mil años! -repuso el guardia.
Everard recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro, eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la digna cortesía que fue común a su tipo a través de la Historia.
-Yo sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un...
-Peregrino de Atenas -aclaró Everard.
Aquella procedencia podía explicar su ancha contextura, ágil complexión y corto cabello.
Se había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los europeos eran aún lo bastante raros aquí para excitar el interés.
Se llamó a un esclavo para que avisara al mayordomo, quien, a su vez, envió a otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que robasen ninguna de sus pertenencias bajo aquel techo. La comida y bebida serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. "Estamos de suerte", se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes, vestidos frescos, dátiles y vino que trajeron a su habitación, amueblada austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de menos un cigarrillo...
Seguro que si Keith había, irremediablemente, muerto...
-¡ Diablos y ranas purpúreas! -musitó Everard-. Es peor pensar en ello.


4

Después del crepúsculo, hizo frío. Se encendieron las lámparas con mucha ceremonia (el fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que el señor estaba servido. Everard le acompañó a través de un largo corredor donde vigorosas pinturas murales reproducían el Sol y el Toro de Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuarto, brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros aguardaban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta interior.
Creso, de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mucho desde pocos años antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al modo persa.
-¡Alégrate, peregrino de Atenas! -dijo en griego, y levantó la cara.
Everard le besó en la mejilla, como estaba indicado. Era un gesto simpático del anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en categoría, aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:
-Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.
-Esta solitaria comida no es por despreciarte -aclaró el ex rey-. Solo pensé... -y al decirlo, dudaba-. Siempre me he considerado próximo pariente de los griegos y podíamos hablar de cosas serias.
-Mi señor me honra más de lo que merezco - respondió Everard.
Se cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando, Creso hacía una pregunta, sorprendentemente aguda; pero el patrullero pronto aprendió a evadirías.
-En efecto, los tiempos cambian; eres afortunado al vivir en el alba de una nueva Edad -decía Creso.
-Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso..., etcétera, etcétera -respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.
-Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey -proseguía Creso-. Si yo hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una simple fábula), no habría osado oponerme a él. Porque, sin duda alguna, es el Elegido.
Everard sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una nacionalidad menos temperante.
-¿Qué me cuentas, señor? -preguntó- Sabía solamente que el Gran Rey era hijo de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages. ¿Hay algo más?
Creso se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de Everard había olvidado hacía tiempo.
-Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatriotas -dijo-: Astiages casó a su hija Mandana con Cambises porque sabía que los persas estaban inquietos bajo su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño, le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush (Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin preparación. Pero Harpago no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como un zagal de una majada. Cambises vivió aún veinte años sin engendrar otros hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su primogénito. Por último, murió sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y Astiages temió trastornos. Por esta época apareció Ciro, y, acreditada su identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los medos. Harpago, en Ecbatana, también tenía una cosa horrible que vengar: Astiages (en castigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más claramente?
Everard siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó:
-¿Es eso verdad o murmuración infundada?
-La he confirmado a menudo desde que frecuento la corte persa. El mismo rey me lo aseguró, así como Harpago y otros directamente relacionados con ello.

El lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante; los persas de alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de patrullero, pues aquella era la narración recogida por Herodoto que, con pocas variantes, podía leerse en el Shah Nameh y que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para dudar de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones usuales. Pero la tal fábula se contaba, con juramento, ¡por testigos de vista! Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propósito. Después de proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo insinuar:
-He oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual, aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un poderoso mago, que hacía milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso anfitrión?
Y esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo buscó la patrulla. Y esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del saltador?
Por ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin, Keith hubiera sobrevivido, habría vuelto a la civilización.
-¿Hace dieciséis años? -Creso se mesó la barba-. No estaba yo aquí entonces. Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos pues fue cuando Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No, peregrino; nada sé de ello.
-He estado ansioso de hallar a esta persona, porque un oráculo...
-Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo -sugirió Creso-. Yo preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros
La conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.
Un esclavo condujo a Everard a su habitación, donde halló, esperándole sonriente, a una agraciada muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía veinticuatro años; pero... al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo tacaños.


5

No mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrumpiendo su desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón de un capitán de aquella guardia a la que llamaban los "Inmortales". Los hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba destellando sobre las pulidas mallas.
- Le requiere el ciliarca -profirió el oficial, usando el título persa equivalente a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.
Everard permaneció silencioso un instante, considerando la situación.
Sus músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía excusarse alegando un compromiso previo.
-Escucho y obedezco -repuso-. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en correspondencia al honor que se me hace.
-El ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.
Un arquero centinela le ofreció las manos enlazadas, pero Everard se alzó por sí solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.
Su tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el camino. Pero los "Inmortales" no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de ladrillo chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cortés gesto y subió por una escalera de mármol. Everard lo siguió, rodeado de guerreros que empuñaban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras chatas, enturbantados, atravesando una columnata roja y amarilla, que precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.
Allí, los "Inmortales" hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: "Lo que es bueno para ellos ha de serlo para ti", mientras besaba la alfombra persa. Un hombre que ocupaba un lecho ordenó:
-Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.
Los soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.
Everard se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.
El ciliarca, en quien Everard reconoció a Harpago, recordando lo dicho por Creso, se incorporó.
Destacando su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja, el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos cabellos color de hierro le llegaban hasta los hombros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cubierto de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriñaban al recién llegado.
-Bien -exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte-. Así que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana y mencionó las averiguaciones que estás haciendo. Como ello puede afectar a la seguridad del Estado, quisiera conocer exactamente qué es lo que buscas.
Se acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.
-Y puede suceder que si tu búsqueda es inofensiva, te preste mi ayuda en ella.
Tuvo cuidado de no emplear las fórmulas de costumbre para el saludo, de no ofrecer refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un interrogatorio.
-¿Qué deseáis saber, mi señor? -preguntó Everard, imaginando ya la respuesta.
-Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pongas a inventar mentiras; habla.
-Mi señor -repuso Everard-, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna si descubría el paradero de un pastor que entró en Persia el..., ¡hum!, el tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor; vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.
-¡Hum, hum!
El miedo se manifestaba en la mezquina estatura, y Harpago hizo la señal de la cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.
-¿Qué has descubierto, además?
-Nada, gran señor. Nadie pudo decirme...
-¡Mientes! -aulló Harpago-. ¡Todos los griegos son embusteros! Ten cuidado; hablas con ligereza de las cosas santas. ¿A quién más le has mencionado esto?
Everard observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso, que tenía el deber de proteger a su huésped, era desdeñable. Y la más sencilla defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa... después que las tenazas y el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.
"Pero ¿qué demonios coronados sabia?"
El peregrino seguía protestando:
-A nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.
Harpago respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo visiblemente los hombros:
-Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo, el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus pecados. Consultaremos sobre esto.
E hizo un signo al capitán.
-¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!
¡El rey!
La palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:
-¡Sí, el rey! El oráculo me dijo... que habría una señal y que luego debería llevar su palabra al rey de los persas.
-¡Agarradle! -vociferó Harpago.
Los guardias se precipitaron a obedecerle. Everard se echó atrás, clamando por el rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran... Sus palabras llegarían hasta el trono, y... Dos hombres le arrinconaron contra la pared, levantando sus hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía a Harpago, incorporado en su lecho.
-¡Lleváoslo y degolladle! -ordenó.
-Mi señor -protestó el capitán-, ha invocado al rey.
-¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman. ¡Matadle!
-No; esperad. ¿No comprendéis que este traidor quiere impedirme decir al rey...? ¡Fuera, puercos!
Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado dispuesto a permanecer en prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara; pero después de aquello las cosas se precipitaban excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz. El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.
Los "Inmortales" atacaron. El hacha que Everard empuñaba sonó contra metal, lo hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de malla, al que hizo caer, y luego escaló un espacio abierto bajo la cúpula. Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo miserable era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y hacha chocaron. Everard trató de estrechar distancias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso. ¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!
-¡Alto! ¡Esconded vuestros rostros! ¡El rey llega!
Por tres veces sonó una trompeta. Los guardianes se cuadraron en sus puestos, contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indignado a la puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó; más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la antesala, dejó caer también el hacha. Por un momento el ciliarca y él se echaron mutuamente el aliento a la cara.
-Así que... oyó mis palabras... y vino... en seguida -resolló Everard.
-Ten cuidado -le susurró el medo, acurrucado como un gato-. Te estoy observando. Si envenenas su mente, también tú probarás el veneno... o el puñal.
-¡El rey! ¡El rey! -vociferaba el heraldo.
Everard se echó al suelo cerca de Harpago
Un piquete de "Inmortales" entró en la estancia y formó a los lados del lecho.
Luego, el propio Ciro entró ondeando los pliegues de su túnica al movimiento de su ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus manos, temeroso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.
La voz del rey resonó en el silencio, preguntando:
-¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?
Everard aventuró una ojeada. Ciro era alto, ancho de hombros y esbelto de cuerpo, y parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era costumbre en Persia. Vestía lo más sencillamente posible, dada su posición.
-¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?
-Soy yo, Gran Rey.
-Levántate y dime tu nombre.
Everard se puso en pie y dijo en inglés:
-¡Hola, Keith!


6

Las parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a los arqueros que los rodeaban, guardándolos. Keith Dennison, tendido en un banco, contemplaba la sombra de las hojas en el suelo y decía amargamente:
-Por fin podemos hablar a solas. El idioma inglés no se ha inventado todavía.
Calló un momento y luego prosiguió con voz ronca:
-A veces he pensado que lo más difícil de soportar en mi situación era el no tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escuchando... Espero que se achicharren sus queridas y leales almas.
-El aislamiento tampoco se ha inventado aún -le recordó Everard-. Y, de todos modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la Historia.
Dennison alzó su rostro fatigado.
-Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia -manifestó-; pero de seguro que para ella esto ha sido... Quizá no se le haya hecho muy largo..., una semana o dos, tal vez... ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?
-Los dejé en el saltatiempo -repuso Everard-. Me figuré que ya tendría bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encontrarte metido en esta aventura.
-Ni yo tampoco -se encogió de hombros Keith-. Ha sido la cosa más rematadamente fantástica. Las paradojas del tiempo...
-Pero ¿qué sucedió?
Dennison se frotó los ojos y lanzó un suspiro.
-Me encontré cogido en el engranaje de los intereses locales. ¿Sabes que, a veces, todo lo sucedido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño? ¿Existieron alguna vez cosas como la cristiandad, la música de contrapunto o la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero mencionar a toda la gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he de despertar... Bien; déjame que recuerde.
-¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se nos avasalle -Dennison pestañeó-. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré "nosotros"? El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil. Entonces aparecí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie, y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región para desalentar las tentativas persas de provocar disturbios. Uno de sus exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noticia que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Naturalmente, la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre los soldados y luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en circunstancias notables. Su general era el mismo Harpago, el diablo más caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me ordenó hacer funcionar mi caballo de bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también influyó para que no lo encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de distancia, pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.
-¡Buen trabajo! - comentó Everard.
-Yo conocía las órdenes que prohíben tal grado de anacronismo -y Dennison torció la boca-. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Harpago hasta que se me presentara una ocasión de escapar.
Everard le miró un momento con aire sombrío.
>Keith ha cambiado -pensó- no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le han influido más de lo que él mismo cree.> Exclamó:
-Si hubieses alterado el futuro, habrías arriesgado la vida de Cynthia.
-Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana parece!
Dennison se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló la verde pantalla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:
-Harpago echó venablos. Por un momento, pensé que me iba a matar. Me hizo salir de su presencia y atar como un pedazo de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores que no perdían nada con la repetición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel que la Historia había ya escrito. Ya ves:
Harpago sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cambises.
Everard asintió sin sorpresa y preguntó:
-¿Qué le iba a él en ello?
-Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello, mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la verdad que tributan estos aristócratas iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro -aunque este resultase útil ahora-. Y la doble ironía era que Harpago las había cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia atrás, comprendo que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando vengarse, preparó una rebelión cuya jefatura me ofreció y yo la acepté -y Dennison sonrió equívocamente -. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derrotaban una y otra vez, pero, ¿sabes, Manse?, yo disfrutaba con todo eso. Esta no era como esas malditas guerras del siglo XX: estar en una madriguera preguntándote si el cerco enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí, especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus propias manos. Y yo siempre tuve aptitud para esa clase de cosas. Hemos luchado gallardamente.
Everard veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:
-Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a nuestros camellos, con la impedimenta, en vanguardia; la infantería, detrás, y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salieron de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!
Calló, miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:
-Lo siento. Me dejé llevar. De cuando en cuando, recuerdo que en nuestro mundo no fui un luchador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en torno mío y, lo que es aún peor, los heridos... Pero no pude evitarlo, Manse, he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto alguna vez una ciudad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de ellos o nosotros; y cuando nosotros conquistamos, no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres... ¡Por amor de Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?
Everard callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:
-No. Comprendo, y espero que no te hayas sentido demasiado solitario.
-Me acostumbré a ello -repuso cuidadosamente Dennison-. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas originales y es la única persona que se atreve a ganarme al ajedrez. Y, además, las fiestas, la caza, las mujeres... -y mirando desafiador al otro-: Sí; ¿qué otra cosa querías que hiciera?
-Nada -contestó Everard-. Dieciséis años es mucho tiempo.
-Cassandane, mi mujer favorita, merece de veras cualquier cosa. Pero ¡Cynthia!... ¡Dios del cielo, Manse! -y Dennison se levantó y puso las manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza; que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:
-¿Cómo piensas sacarme de aquí?


7

Everard se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza baja. Al fin, repuso:
-No veo cómo.
Dennison se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:
-Lo temía. Cada año temía más que si la Patrulla me encontraba alguna vez... Pero ¡tú tienes que ayudarme!
-¡Te digo que no puedo! -y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió-: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.
-¿Estás seguro? -arguyó Keith a su espalda.
-Me enteré bien de los hechos antes de saltar aquí -respondió Everard con las mandíbulas apretadas-. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió que obtuvimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los persas son, por lo menos, tan importantes como ellos.
-Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:
>Persia fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus propias leyes; que pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente; que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito cristianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo, que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y permitirás a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las otras diez tribus. Aun cuando ahora sea decadente, el Imperio persa será una matriz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del siglo XX.
Y Everard se volvió a Keith:
-Si los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo los bosques de Europa, mientras América queda sin descubrir.. a tres mil años de este momento.
Dennison cedió.
-Sí -repuso-; ya lo pensé.
Paseó un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por minutos.
-Trece años más -murmuró, casi para sí mismo-. Dentro de trece años moriré en una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por otro, las circunstancias me obligarán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado a realizar, quieras o no, cuanto hice... Pese a todo lo que yo pueda enseñarle, sé que mi hijo Cambises resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar el Imperio. ¡Dios! -y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de su túnica.
-Perdóname -siguió-. Desprecio la autocompasión, pero no pude remediarlo.
Everard se sentó, evitando mirarle. Oyó el ronquido del aire en los pulmones de Dennison.
Por último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo en tono seco:
-Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.
-Puedo exponer tu problema al Cuartel general -dijo Everard con un dejo sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:
-Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servidumbre, concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades ilimitadas..., y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que resolverlo entre tú y yo.

[...]