CONTENIDO LITERAL

("Amor, S. A.", fragmento del cuento corto de Robert Sheckley. Derechos de autor 1957, Robert Sheckley)

Alfred Simon había nacido en Kazanga IV, un pequeño planeta agrícola próximo a Arturo, y conducía allí una segadora que trabajaba en los campos de trigo, y en los largos y plácidos atardeceres escuchaba las viejas canciones de amor de la Tierra.
La vida era bastante agradable en Kazanga y la mujeres tenían grandes senos, eran alegres, complacientes, buenas amigas para una excursión por las colinas, un baño en el río, y fieles compañeras para toda la vida. Pero románticas... ¡jamás! En Kazanga se divertían de una forma abierta y alegre. Pero no había más que eso.
Simon sentía que algo le faltaba en aquella tierra plácida y sin complicaciones. Un día, descubrió lo que era.
Llegó a Kazanga un buhonero en una destartalada caravana cargada de libros. Era un individuo flaco, de canoso pelo. Se celebró una fiesta en su honor, pues en los mundos exteriores se apreciaban mucho estas noticias.
El vendedor les contó las últimas noticias y él les habló de la guerra de precios entre Detroit II y III y cómo iba la pesca en Alana, les contó lo que vestía la mujer del presidente de Moracia, y lo extraño que era el idioma de los hombres de Doran V. Al final dijo:
- Háblanos de la Tierra.
- ¡Ah! -dijo el vendedor, enarcando las cejas-. ¿Queréis oír cosas del planeta madre? Bien, amigos, os diré que no hay nada como la vieja Tierra, nada. En la Tierra amigos, todo es posible, nada se deniega.
- ¿Nada? -preguntó Simon.
- Está prohibido por la ley -dijo el vendedor, riendo entre dientes. Y que se sepa, nadie ha violado esa ley. La Tierra es diferente, amigos. Vosotros sois especialista en agricultura. Bien, pues la Tierra está especializada a cosas no prácticas, como locura, belleza, guerra, intoxicación, pureza, horror, y cosas por el estilo; y la gente acude desde años luz de distancia para apreciar estos artículos.
- ¿Y amor?-preguntó una mujer.
- ¡Ay muchacha! -dijo galantemente el vendedor-. La Tierra es el único lugar de la galaxia donde aún hay amor. Detroit II y III lo intentaron también, pero les pareció demasiado caro sabes. Y en Alana pareció inadecuado, y no hubo posibilidad de importarlo a Moracia o a Doran V. Pero, corno dije, la Tierra se especializa en lo no práctico, y hace que resulte rentable.
- ¿Rentable? -preguntó un corpulento agricultor.
- ¡Por supuesto! La Tierra es vieja, ha agotado ya sus minerales y sus campos son estériles. Ahora sus colonias son va independientes, y están habitadas por gentes sobrias como vosotros, que ponen un precio a sus artículos. Así que, ¿con qué puede comerciar la Tierra sino con las cosas no esenciales que hacen que merezca la pena vivir la vida?
- ¿ Estuviste tú enamorado en la Tierra? -preguntó Simon .
- Claro que lo estuve -contestó el vendedor, con cierta tristeza-. Estuve enamorado y ahora viajo. Amigos, estos libros...
Simon compró, por un precio exorbitante, un antiguo libro de poesía, y, leyéndolo, soñó vivir una pasión bajo la luna lunática, soñó con la luz del alba iluminando los cansados labios de los amantes, sus enlazados cuerpos, en una playa solitaria, desesperados de amor y ensordecidos por el rumor del oleaje.
¡Y sólo en la Tierra era posible esto! Porque, como explicó el vendedor, los esparcidos hijos de la Tierra estaban demasiado ocupados trabajando para ganarse el sustento en suelo extraño. En Kazanga se cultivaban el trigo y el maíz, en Detroit II y III seguían creándose fábricas. Las pesquerías de Alana eran el tema de conversación en todo el cinturón estelar del Sur, y había peligrosos animales en Moracia, y grandes terrenos salvajes y deshabitados que colonizar en Doran V. Y esto estaba bien; era exactamente como debía ser.
Pero en los nuevos mundos se vivía una vida austera, todo estaba cuidadosamente planificado, todo resultaba estéril en sus percepciones. Algo se había perdido en la lejanas extensiones del espacio, y sólo la Tierra conocía el amor.
En consecuencia, Simon trabajó y ahorró y soñó. Y cuando cumplió los veintinueve años, vendió su hacienda, metió sus camisas limpias en un maletín, se puso el mejor traje y unos sólidos zapatos y embarcó en el Vuelo Kazanga-Metrópolis.
Por fin llegó a la Tierra, donde los sueños deben hacerse realidad, pues hay una ley que prohíbe lo contrario.
Pasó rápidamente la aduana del espaciopuerto de Nueva York, y fue enviado por vía subterránea hasta Times Square. Salió allí parpadeando ante la claridad, agarrando con firmeza el maletín, pues le habían advertido que tuviese buen cuidado de carteristas y ladrones.
Atónito de asombro, miraba a su alrededor.
Lo que primero le sorprendió fue la interminable serie de teatros, con atracciones en dos, tres o cuatro dimensiones, según las preferencias. ¡Y qué atracciones!
A su derecha, un cartel proclamaba:
¡LA LUJURIA EN VENUS! ¡DOCUMENTAL SOBRE LAS PRACTICAS SEXUALES DE LOS HABITANTES DEL INFIERNO VERDE! ¡ASOMBROSO! ¡REVELADOR!
Deseó entrar. Pero al otro lado de la calle había una película de guerra. El cartel proclamaba:
¡LAS HAZAÑAS DE LOS AUDACES MARINES ESPACIALES!
Y más abajo, se proyectaba una película titulada: ¡TARZAN CONTRA LOS VAMPIROS DE SATURNO!
Tarzán, recordaba de sus lecturas, era un antiguo héroe épico de la Tierra.
¡Todo era maravilloso, pero había tanto! Vio también pequeños puestos callejeros en los que se podía comprar comida de todos los mundos, y sobre todo platos típicos terrestres, como pizza, perritos calientes, spaghetti. Y había tiendas donde vendían prendas desechadas de las flotas espaciales terrícolas, y otras donde sólo vendían bebidas.
Simon no sabía qué hacer primero. De pronto oyó tras el una descarga de fusiles y se volvió.
Era una galería de tiro, un lugar alargado, estrecho y de pintura brillante, con un mostrador a la altura de la cintura. El encargado, un tipo gordo y vivaz, con un lunar en la barbilla, estaba sentado en un taburete alto y sonrió a Simon.
- ¿No quieres probar suerte?
Simon se acercó y vio que, en vez de los blancos habituales, al fondo de la galería había cuatro mujeres con muy poca ropa, sentadas en sillones agujereados por las balas. Tenían pequeños blancos pintados en las frentes y encima de los pechos.
- ¿Pero se tira con balas de verdad?-preguntó Simon.
- ¡Por supuesto! -dijo el encargado-. Hay una ley de la Tierra, que prohíbe la publicidad falsa. ¡Balas reales y chicas reales! ¡Anímate y cárgate a una!
Una de las mujeres gritó:
- ¡Vamos, amigo! ¡Apuesto a que no me das!
- Ese no seria capaz de darle a una nave espacial a dos pasos -gritó otra.
- ¡Claro que podría! -gritó otra-. ¡Vamos, amigo!
Simon se rascó la frente e intentó no parecer sorprendido. Después de todo, aquello era la Tierra, donde todo estaba permitido, siempre que fuese comercialmente factible.
- ¿Hay también galerías donde se pueda disparar contra hombres ? -preguntó .
- Por supuesto-contestó el encargado-, pero no serás uno de esos pervertidos, ¿verdad?
- ¡Desde luego que no!
- ¿Vienes de un mundo exterior?
- Sí. ¿Por qué?
- La ropa. Siempre se sabe por la ropa.-El hombre gordo achicó los ojos y canturreó-: ¡Vamos, anímate y mata a una chica! ¡Te librarás de un montón de represiones! ¡Aprieta el gatillo y verás cómo sale de ti toda la cólera almacenada! ¡Es mucho mejor que un masaje! ¡Mucho mejor que emborracharse! ¡Vamos, anímate y mata a una chica!
- ¿Y os quedáis muertas cuando os matan? -preguntó Simon a una de las chicas.
- No seas imbécil -le contestó ella.
- Pero es terrible...
- Podría ser peor -replicó la chica, encogiéndose hombros.
Simon estaba a punto de preguntar cómo podría resultarle peor a la chica, cuando el encargado se inclinó sobre el mostrador y le dijo con aire confidencial:
- Mira, chico. Mira lo que tengo aquí.
Simon se asomó al mostrador y vio una sólida metralleta.
- Por un precio ridículamente bajo -dijo el encargado- te dejaré usarla. Puedes barrer todo el local. Deshacer las instalaciones, machacar las paredes. Lleva proyectiles del cuarenta y cinco, amigo, y cocea como una mula. Si disparas con esto, te darás cuenta de lo que es disparar realmente.
- No me interesa -dijo Simon secamente.
- Tengo también una granada o dos -dijo el encargado-. De fragmentación, por supuesto. Podrías...
- ¡No!
- Si pagas el precio adecuado-dijo el encargado-, puedes disparar también contra mí, si ése es tu gusto, aunque no me lo parece. ¿Qué me dices?
- ¡No! ¡Jamás! ¡Esto es horrible!
El encargado le miró con indiferencia.
- ¿Así que no estás de humor en este momento? Muy bien. Tengo abierto las veinticuatro horas del día. Ya nos veremos, amigo.
- Jamás! -dijo Simon alejándose.
- ¡Estaré esperándote, encanto! -gritó una de las mujeres.


Simon se acercó a un puesto de refrescos y pidió un vasito de cola-cola. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Se esforzó por controlarlas y bebió su vaso. Se recordó a sí mismo que no debía juzgar la Tierra según su propia mentalidad y sus propias normas. Si la gente de la Tierra gozaba matando, y a las víctimas no les importaba, ¿con qué derecho podía nadie criticarlo?
¿O había derecho a hacerlo?
Cavilaba sobre esto cuando oyó a su lado una voz que decía:
- Hey, amigo.
Simon se giró y vio a un hombrecito mustio de aire esquivo con un impermeable que le estaba grande.
- ¿Forastero? -preguntó el hombrecito.
- Sí-dijo Simon-. ¿Cómo lo sabes?
- Los zapatos. Yo siempre miro los zapatos. ¿Te gusta nuestro buen planeta?
- Es... desconcertante -respondió cautamente Simon-. Quiero decir, que yo no esperaba... bueno...
- Claro-dijo el hombrecito-. Tú eres un idealista. No hay más que mirarte a la cara para saberlo. Has venido a la Tierra con un objetivo concreto, ¿me equivoco?
Simon negó con un gesto.
- Sé cuál es tu objetivo, amigo mío -dijo el hombrecito-. Estás buscando una guerra que beneficie al mundo, y has venido al lugar adecuado. Tenemos seis guerras importantes en funcionamiento constantemente, y no hay nadie en este momento esperando para ocupar un puesto clave en ninguna de ellas...
- Lo siento pero...
- En este mismo instante -siguió el hombrecito- explotados obreros del Perú están librando una lucha desesperada contra una monarquía corrupta y decadente. ¡Se necesita un hombre que pueda decidir esa contienda! ¡Tú amigo mío, podrías ser ese hombre! ¡Tú podrías asegurar la victoria socialista!
Advirtiendo la expresión que se pintó en la cara de Simon, el hombrecito dijo rápidamente:
- Desde luego puede decirse mucho en favor de una aristocracia ilustrada. El sabio y anciano rey del Perú (rey-filósofo en el más profundo sentido platónico del término) necesita urgentemente tu ayuda. Su pequeño equipo de científicos, humanistas, guardias suizos, caballeros del reino y siervos reales, se ve terriblemente acosado por una conspiración socialista de inspiración extranjera. Un sólo hombre, ahora...
- No me interesa -le atajó Simon.
- Pues en China, los anarquistas...
- No.
- Quizás prefieras a los comunistas de Gales... o a los capitalistas del Japón... O si tus preferencias se inclinan por algún grupo autónomo, como los feministas, los prohibicionistas, los plateristas franceses, o algo así, posiblemente podríamos preparar...
- No quiero una guerra-dijo Simon.
- ¿Y quien podría reprochártelo? -dijo el hombrecito asintiendo rápidamente-. La guerra es el infierno. En ese caso, tú has venido a la Tierra en busca de amor.
- ¿Cómo lo sabes? -preguntó Simon.
- El hombrecito sonrió modestamente.
- Amor y guerra -explicó- son los dos productos más importantes de la Tierra. Y hemos cosechado gran abundancia de estos productos desde el principio de los tiempos.
- ¿Es muy difícil encontrar amor?-preguntó Simon.
- Sigue caminando dos manzanas -dijo con viveza el hombrecillo-. No hay pérdida. Dile a Tate que te envía Joe.
- ¡Pero eso es imposible! Uno no puede simplemente ir...
- ¿Qué sabes tú del amor?-preguntó Joe.
- No, nada
- Pues nosotros somos especialistas en eso.
- Sé lo que dice el libro -dijo Simon-. Pasión bajo la luna lunática...
- Claro, y los cuerpos encendidos de amor en una playa solitaria, ensordecidos por el rumor del oleaje.
- ¿Has leído ese libro?
- Es el clásico folleto publicitario. Tengo que irme. Es dos manzanas más allá. No tiene pérdida.
Y con un cordial cabeceo, Joe se perdió entre la multitud.
Simon terminó su cola-cola y subió caminando lentamente por Broadway, con la frente arrugada por las cavilaciones, pero decidido a no formarse ningún juicio prematuro.
Cuando llegó a la calle 44, vio un inmenso letrero de neón que parpadeaba deslumbrante. Decía: AMOR, S.A.
Letras de neón más pequeñas decían: ¡Abierto las veinticuatro horas del día! Y debajo: Suba una planta.
Simon frunció el ceño, pues acababa de cruzar por su mente una terrible sospecha. Aun así, subió las escaleras y entró en una pequeña sala de recepción amueblada con bastante gusto. Y allí le enviaron por un largo pasillo a una habitación numerada. En la habitación había un hombre de rostro agradable y de pelo gris que se levantó de detrás de un impresionante escritorio y le estrechó la mano, diciendo:
- ¡Bueno, bueno! ¿Cómo van las cosas en Kazanga?
- ¿Cómo sabe que soy de Kazanga?
- Esa camisa. Yo siempre me fijo en la camisa. Soy el señor Tate, y estoy aquí para servirle en lo que pueda. Usted es...
- Simon, Alfred Simon.
- Siéntese por favor, señor Simon. ¿Un cigarrillo? ¿Quiere beber algo? No lamentará haber acudido a nosotros, señor. Somos la empresa fabricante de amor más antigua del ramo, y tenemos un volumen de negocios mucho mayor que nuestro más directo competidor, Pasión Ilimitada. Además, nuestros honorarios son mucho más razonables y damos un producto de la mejor calidad. ¿Le importaría decirme cómo supo de nosotros? ¿Vio acaso nuestro anuncio a toda plana del Times? ¿O...?
- Me envió Joe -contestó Simon.
- Ah, es un individuo muy activo -dijo el señor Tate meneando juguetonamente la cabeza-. Bien, caballero, no hay razón alguna para que demoremos más nuestro asunto. Ha hecho usted un largo viaje buscando amor, y tiene derecho a él.
Extendió la mano para presionar un botón en su mesa pero Simon le detuvo.
- No pretendo ser grosero, ni mucho menos, pero...-dijo Simon.
- ¿Sí? Diga, diga-le animó el señor Tate, con una sonrisa de lo más cordial.
- No comprendo esto-estalló Simon, muy colorado, con la frente perlada de sudor-. Creo que me he equivocado de sitio. No he viajado hasta la Tierra sólo para... Quiero decir, ustedes no pueden vender realmente amor ¿verdad? No amor. Quiero decir, si es algo que se compra y se vende ya no puede ser amor, ¿no le parece?
- ¡Vaya, vaya! -dijo el señor Tate, medio levantándose de su silla con un gesto de asombro-. ¡Eso es todo! Cualquiera puede comprar sexo. Buen Dios, es la cosa más barata del universo, después de la vida humana. Pero el amor es algo más raro. El amor es algo especial. El amor sólo se encuentra en la Tierra. ¿Ha leído usted nuestro folleto?
- ¿Cuerpos en una playa solitaria? -preguntó Simon.
- Sí, ese mismo. Lo escribí yo. Transmite algo del sentimiento, ¿verdad? No se puede conseguir ese sentimiento así por las buenas, de cualquiera, señor Simon. Eso solo se puede conseguir de alguien que ame.
- Pero sin embargo, no se trata de verdadero amor, ¿verdad?-dijo Simon dubitativo.
- ¡Claro que si! Si vendiésemos amor simulado, lo anunciaríamos como tal. Las leyes sobre publicidad son muy estrictas en la Tierra, se lo aseguro. Se puede vender cualquier cosa, pero debe uno Llamarla por su nombre. ¡Así lo exige la moral, señor Simon!
Tate contuvo el aliento, y luego continuó con tono más sosegado:
- No, caballero, no. No se confunda. Nuestro producto no es ningún sucedáneo. Es exactamente ese sentimiento del que tanto han hablado poetas y escritores durante miles de años. Gracias a las maravillas de la ciencia moderna, nosotros podemos proporcionarle a usted ese sentimiento a su conveniencia atractivamente presentado, completamente a su disposición, y por un precio ridículamente bajo.
- Yo me imaginaba algo más... espontáneo-dijo Simon.
- La espontaneidad tiene su encanto -aceptó el señor Tate-. Nuestros laboratorios de investigación están trabajando precisamente sobre eso. Créame, no hay nada que la ciencia no pueda producir siempre que haya una demanda en el mercado.
- Esto no me gusta-dijo Simon, poniéndose de pie-. Creo que me iré a ver una película.
- ¡Espere! -gritó el señor Tate-. Está usted pensando que pretendemos engañarle. Cree que le vamos a presentar una chica que actuará como si le amase pero que en realidad no le ama. ¿No es así?
- Imagino que así es-dijo Simon.
- ¡Pues se equivoca! Sería por una parte demasiado costoso. Por otra, el desgaste y el esfuerzo de la chica sería tremendo. Sería psicológicamente perjudicial para ella intentar vivir una mentira de tal profundidad y alcance.
- ¿Cómo lo hacen entonces?
- Utilizando nuestros conocimientos de la ciencia y de la mente humana.
A Simon esto le sonaba a pura palabrería. Se dirigió hacia la puerta.
- Dígame una cosa-dijo el señor Tate-. Usted es un joven que parece inteligente. ¿No cree que podría distinguir el verdadero amor de una falsificación?
- Desde luego.
- ¡Esa será su salvaguardia! Si no queda satisfecho no nos pagará ni un céntimo.
- Me lo pensaré -dijo Simon.
- ¿Por qué demorarlo? Los psicólogos más renombrados dicen que el auténtico amor es un fortificador y un restaurador de la salud, un bálsamo para los egos torturados, un restaurador del equilibrio hormonal, y que mejora el tono general del cuerpo. El amor que le suministramos lo tiene todo: afecto profundo y constante, pasión sin límites, fidelidad completa, y un afecto casi místico por los defectos de usted también por sus virtudes, un absoluto deseo de complacer, y, como añadido que sólo Amor Inc. puede suministrar, ¡ese primer chispazo incontrolable, ese momento cegador del amor a primera vista!
El señor Tate pulsó un botón.
Simon frunció el ceño vacilante. Se abrió una puerta entró una chica, y Simon dejó de pensar.
Era alta y esbelta, de pelo castaño con tintes rojizos. Simon sólo podía decir de su rostro que su contemplación arrancaba lágrimas. Y si alguien le hubiese preguntado por su figura, podría haberle matado.
- La señorita Penny Bright -dijo Tate-. Aquí, el señor Alfred Simon.
La chica intentó hablar pero no pudo pronunciar palabra. Y Simon estaba igualmente mudo. La miró y supo. Nada más importaba. Sabía en lo profundo de su corazón que estaba auténtica y totalmente enamorado.
Salieron inmediatamente, cogidos de la mano y un reactor los condujo a una pequeña torre blanca situada en un bosquecillo de pinos sobre el mar. Y allí hablaron y rieron y amaron y luego Simon vio a su amada envuelta en la hoguera del crepúsculo como una hoguera de fuego. Y en la penumbra azul del anochecer, ella le miraba con ojos enormes y oscuros, su conocido cuerpo misterioso de nuevo. Salió la luna, luminosa y lunática, sombreando la carne, y ella lloró y le golpeó el pecho con sus puñitos y Simon lloró también, aunque no sabía porqué. Y al final llegó la aurora, suave y radiante, y acarició sus labios resecos y sus cuerpos trenzados, y el retumbar cercano del oleaje les ensordecía, les inflamaba y les enloquecía.
Al mediodía volvieron a las oficinas de Amor Inc. Penny apretó su mano un instante y luego desapareció por una puerta interior.
- ¿Fue auténtico amor? -preguntó el señor Tate.
- ¡Sí!
- ¿Y todo fue satisfactorio?
- ¡Sí! ¡Fue amor, amor de verdad! Pero, ¿por qué insistió ella en volver?
- Orden posthipnótica -explicó el señor Tate.
- ¿Qué?
- ¿Qué esperaba? Todo el mundo quiere amor, pero pocos están dispuestos a pagar por él. Aquí tiene su factura, caballero.
Simon pagó, enfurruñado.
- Esto no era necesario -dijo-. Por supuesto yo le pagaría por ponernos en contacto. ¿Dónde está ella ahora? ¿Qué han hecho con ella?
- Por favor-dijo suavemente el señor Tate-. Procure calmarse.
- ¡No quiero calmarme! -gritó Simon-. ¡Quiero a Penny!
- Eso será imposible-dijo el señor Tate, con un leve tono de frialdad en su voz-. Procure controlarse y no dar un penoso espectáculo.
- ¿Pretenden ustedes sacarme más dinero? -gritó Simon-. Está bien, pagaré. ¿Cuánto tengo que pagar para sacarla de las garras de ustedes? -y Simon sacó su cartera y la tiró encima de la mesa.
El señor Tate señaló la cartera con un tieso índice.
- Guárdese eso, por favor-dijo-. Somos una empresa antigua y respetable. Si vuelve usted a alzar la voz, me veré obligado a ordenar que le echen.
Simon se esforzó por calmarse, se guardó la cartera en el bolsillo y se sentó. Respiró con fuerza y dijo, muy pausadamente:
- Lo siento, disculpe.
- Eso está mejor-dijo el señor Tate-. No consiento que me griten. Sin embargo, si usted es razonable, yo también puedo serlo. Dígame, ¿cuál es el problema?
- ¿El problema? -Simon empezaba a alzar otra vez la voz. Se controló y dijo-: Ella me ama.
- Por supuesto.
- Entonces, ¿cómo pueden ustedes separarnos?
- ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?-preguntó el señor Tate-. El amor es un placentero intermedio. Un buen relajamiento para el intelecto, para el ego, para el equilibrio hormonal y para el tono muscular, pero nadie desearía amar continuamente, ¿no le parece?
- Yo lo desearía, lo deseo -dijo Simon-. Ese amor era especial único.
- Todos lo son-dijo el señor Tate-. Pero, como usted sabe, todos se fabrican del mismo modo.
- ¿Qué?
- ¿Es que no sabe usted nada sobre el procedimiento que se utiliza para la producción de amor?
- No-dijo Simon-. Yo creí que era algo... natural.
El señor Tate meneó la cabeza.
- Prescindimos de la selección natural hace siglos, poco después de la Revolución Mecánica. Era demasiado lenta y comercialmente inadecuada. ¿Por qué seguir con ella cuando podíamos producir cualquier sentimiento a voluntad a través del condicionamiento y la estimulación adecuada de ciertos centros cerebrales? ¿El resultado? ¡Penny completamente enamorada de usted! Sus propios gustos que nosotros calculamos, en favor del somatotipo concreto de ella, completaron el asunto. Siempre desarrollamos el proceso en la playa solitaria, con la luna lunática, la pálida aurora...
- Entonces ella podría haber sido obligada a amar a cualquiera -dijo lentamente Simon.
- Podría haber sido llevada a amar a cualquiera -corrigió el señor Tate.
- Oh, Dios mío, ¿y cómo se metió ella en este horrible trabajo? -preguntó Simon.
- Ella vino aquí y firmó un contrato según el modo acostumbrado -dijo Tate-. Es una actividad muy rentable. Y cuando termina la operación le devolvemos su personalidad original... ¡intacta! Pero, dígame ¿por qué califica usted el trabajo de horrible? No hay nada vergonzoso en el amor.
- ¡No era amor! -gritó Simon.
- ¡Claro que lo era! ¡Y auténtico! Empresas científicas imparciales han realizado pruebas cualitativas, comparándolo con el natural. En todos los casos, nuestro amor resultó ser más profundo, apasionado, fervoroso y amplio que el otro.
Simon cerró firmemente los ojos, luego los abrió y dijo:
- Escúcheme. A mí no me importan nada sus pruebas científicas. Yo la quiero a ella. Ella me quiere a mí. Eso es lo único que sé. Déjeme hablar con ella. Quiero casarme con ella.
El señor Tate arrugó la nariz con disgusto.
- ¡Vamos, vamos, hombre! Usted no puede querer casarse con una chica como ésa! Pero si lo que usted busca es matrimonio, también trabajamos en eso. Puedo proporcionarle una compañera idílica y casi espontánea con virginidad garantizada por un inspector del gobierno...
- ¡No! ¡Yo amo a Penny! ¡Al menos déjeme hablar con ella!
- Eso es completamente imposible-dijo el señor Tate.
- ¿Por qué?
El señor Tate pulso un botón de su mesa.

[...]