CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Reina élfica de Shannara [la]", novela de Terry Brooks. Derechos de autor 1992, Terry Brooks)

I

Fuego. Crepitaba en las lámparas de aceite que colgaban lejanas y solitarias en las ventanas y entradas de los hogares de su gente. Chispeaba y siseaba lamiendo las antorchas embreadas que iluminaban cruces de caminos y puertas. Resplandecía por entre las ramas frondosas de los robles y nogales, donde los faroles bordeaban los senderos. Débiles puntos y fragmentos de luz titilante, las llamas eran como criaturas diminutas a las que la noche amenazara con sorprender y aniquilar.
Como nosotros, pensó ella.
Como los elfos.
Su mirada se alzó, planeando sobre los edificios y murallas de la ciudad hasta donde el Killeshan humeaba.
Fuego.
Despedía un rojo resplandor por las dentadas fauces del volcán, el fulgor de su corazón derretido reflejado en las nubes de ceniza volcánica que formaban tenebrosos bancos a través del cielo vacío. El Killeshan se erguía sobre ellos, enorme y huraño, un fenómeno de la naturaleza al que ninguna magia élfica podría afectar. Hacía semanas que el retumbo se producía en las profundidades de la tierra, descontento, determinado, una presión acumulada que podría exigir libertad.
Por el momento, la lava se filtraba y abría paso por las grietas y fisuras de su corteza, y fluía hasta las aguas del océano en sinuosas cintas que quemaban la selva y las criaturas que vivían en ella. Un día cercano, este desahogo secundario no sería suficiente, y el Killeshan eructaría un fuego que los consumiría a todos, pensó.
Si aún quedaba alguno.
Estaba de pie ante los Jardines de la Vida, donde crecía el Ellcrys. El añoso árbol se elevaba hacia el cielo como si tratara de atravesar la bruma cenicienta y respirar el aire más puro de arriba. Sus ramas plateadas brillaban débilmente a la luz de los faroles y las antorchas; sus hojas escarlatas reflejaban el siniestro resplandor del volcán. Pinceladas de fuego danzaban formando figuras extrañas a través de las hendeduras del árbol como si trataran de mostrar algo. Contempló las imágenes que aparecían y se desvanecían, un espejo de sus propios pensamientos, y la tristeza que sintió amenazó con dominarla.
¿Qué puedo hacer?, pensó, desesperada. ¿Qué alternativas me quedan?
Ninguna, lo sabía. Ninguna, excepto esperar.
Ella era Ellenroh Elessedil, reina de los elfos, y sólo podía esperar.
Asió con fuerza el Báculo Ruhk, miró al cielo e hizo una mueca. Aquella noche no había estrellas ni luna. Pocas habían habido en las últimas semanas, únicamente bruma cenicienta, densa e insondable, un sudario en espera de descender, de cubrir sus cuerpos, de abrazarlos y envolverlos para siempre.
Permanecía rígida mientras la brisa caliente soplaba sobre ella, agitando el delicado lino de sus ropas. Era alta, de cuerpo anguloso y miembros largos. Los prominentes huesos de su cara conformaban unas facciones reconocibles al instante. Sus pómulos eran altos, su frente amplía, y sus mandíbulas afiladas y suaves bajo una boca grande y fina. Su piel se tensaba contra el rostro, dándole un aspecto hierático. La rubia cabellera le caía sobre los hombros en tupidos e indóciles rizos. Sus ojos eran de un extraño e intenso azul, y siempre daban la impresión de estar viendo cosas que los demás no percibían. Tenía más de cincuenta años, pero parecía mucho más joven. Cuando sonreía, lo que era frecuente, provocaba sonrisas espontáneas en quienes estaban con ella.
Ahora no lo hacía. Era tarde, la medianoche había quedado muy atrás, y su fatiga era como una cadena que le impidiera marcharse. No podía dormir y había salido a pasear por los jardines, a escuchar a la noche, a estar sola con sus pensamientos y tratar de conseguir un poco de paz. Pero la paz era huidiza, sus pensamientos pequeños demonios que se mofaban y la atormentaban, y la noche era una inmensa y hambrienta nube negra que esperaba pacientemente el momento en que al fin se extinguiera la frágil chispa de sus vidas.
Fuego, otra vez. Fuego para dar vida y fuego para quitarla. La imagen le susurraba insidiosamente.
Se volvió con brusquedad y empezó a andar por los jardines. Cort la siguió; una presencia invisible y silenciosa. Si se hubiese preocupado de buscarlo, no lo habría encontrado. Era un joven bajo y robusto con agilidad y fuerza increíbles, miembro de la Guardia Especial, los protectores de los gobernantes élficos, las armas que los defendían, las vidas que se entregaban para preservar las de ellos. Cort era su sombra, o Dal. Uno u otro estaban siempre cerca, velando por su seguridad. Mientras recorría el sendero, sus pensamientos se sucedieron con rapidez. Sentía la aspereza del terreno a través de las delgadas suelas de sus chinelas. Arborlon, la ciudad de los elfos, su hogar, arrancada de la Tierra de Oeste hacía más de cien años para asentarla allí... en aquel...
Dejó el pensamiento inacabado. Le faltaron palabras para completarlo.
Magia élfica, invocada de nuevo desde la época del mundo fantástico, protegía a la ciudad; pero estaba empezando a debilitarse. Las fragancias de las flores del jardín estaban dominadas por ácidos olores de los gases del Killeshan donde estos habían traspasado la barrera exterior de la Quilla. Los pájaros nocturnos cantaban en los árboles, pero, incluso allí, sus cantos eran socavados por los sonidos guturales de los seres oscuros que se ocultaban más allá de las murallas de la ciudad, en las selvas y los pantanos, que merodeaban junto a la Quilla, esperando.
Los monstruos.
El sendero que seguía terminaba en el extremo norte de los jardines, sobre un promontorio que dominaba su hogar. Las ventanas del palacio estaban oscuras; todos sus habitantes dormían, excepto ella. Detrás yacía la ciudad, grupos de viviendas y comercios replegados tras la barrera protectora de la Quilla igual que temerosos animales acurrucados en sus guaridas. Nada se movía, como si el miedo impidiera cualquier movimiento, como si el movimiento pudiera descubrirlos. Movió la cabeza tristemente. Arborlon era una isla rodeada de enemigos. Al este se hallaba el Killeshan, alzando sobre la ciudad su gigantesca y dentada montaña formada por roca de lava de erupciones de siglos. El volcán, dormido hasta hacía sólo veinte años, ahora estaba despierto y ansioso. Al norte y al sur crecía la jungla, espesa e impenetrable, extendiendo su maraña verde hasta las costas del océano. Al oeste, bajo las laderas donde se asentaba Arborlon, estaba el Rowen, y más allá el muro de la Cornisa Negra. Nada de eso pertenecía a los elfos. En otra época, antes de la llegada del Hombre, el mundo entero les había pertenecido. En otra época, ningún lugar les estaba vedado. Incluso en tiempos del druida Allanon, sólo trescientos años antes, toda la Tierra del Oeste era suya. Ahora se hallaban reducidos a aquel pequeño espacio, acosados por los cuatro puntos cardinales, apresados tras la muralla de su declinante magia. Todos los que sobrevivían estaban atrapados.
Miró hacia la oscuridad que se extendía pasada la Quilla, imaginando lo que aguardaba allí. Consideró durante un momento la ironía de la situación... Los elfos habían sido víctimas de su propia magia, de su propia inteligencia, de sus erróneos planes, y de miedos a los que nunca debieron prestar atención. ¿Cómo fueron tan estúpidos?
Lejos y más abajo de donde se encontraba, cerca del final de la Quilla, en el sitio en que sostenía la lava endurecida de algún antiguo flujo, refulgió una repentina ráfaga de luz, un corto chorro de fuego seguido de una rápida y brillante explosión y un alarido. Se oyeron algunos gritos, y luego reinó el silencio. Otro intento de escalar las murallas y otra muerte. Eso ocurría todas las noches ahora que las criaturas aumentaban su osadía y la magia continuaba debilitándose.
Se volvió para contemplar las ramas de la copa del Ellcrys que se elevaban sobre los otros árboles del jardín como un dosel de vida. El árbol había protegido a los elfos de muchos avatares durante mucho tiempo. Había renovado y restaurado. Había dado paz. Pero ahora no podía protegerlos, no contra lo que los amenazaba esta vez.
No contra sí mismos.
Apretó el Báculo Ruhk como desafío y sintió el surgir de la magia en su interior, cálida en la palma de la mano y los dedos. El Báculo era grueso, nudoso y pulido. Había sido cortado de un nogal negro e impregnado con la magia de su pueblo. Fijada a su punta estaba la Loden, brillo blanco en la oscuridad de la noche. Podía verse reflejada en sus facetas. Podía sentirse en comunicación con su interior. El Báculo Ruhk había fortalecido a los gobernantes de Arborlon durante más de un siglo.
Pero tampoco el Báculo podía proteger a los elfos.
- ¿Cort? -llamó en voz baja.
El guardia especial se materializó a su lado.
- Quédate conmigo un rato.
Contemplaron en silencio la ciudad. La reina se sentía completamente sola. Su pueblo estaba amenazado de extinción. Debía hacer algo para impedirlo. Cualquier cosa. ¿Y si los sueños fueran engañosos? ¿Y si las visiones de Eowen Cerise carecieran de fundamento? Eso no había sucedido nunca, desde luego, pero había tantos en juego... Su boca se crispó de ira. Debía creer. Era necesario que creyera. Las visiones podrían convertirse en realidad. La muchacha aparecería ante ellos como estaba anunciado, sangre de su sangre. La muchacha aparecería.
Pero, ¿sería suficiente?
Desechó la pregunta. No podía permitírsela. No podía abrir paso a la desesperación.
Dio media vuelta y regresó apresuradamente al sendero que conducía a la parte baja de los jardines. Cort continuó a su lado un momento más y luego se fundió con las sombras. Ella no lo vio marcharse. Tenía la mente en el futuro, en las predicciones de Eowen y el destino de los elfos. Estaba decidida a que su pueblo sobreviviera. Esperaría a la muchacha tanto como le fuera posible, tanto como la magia lograra contener a sus enemigos. Rogaría para que las visiones de Eowen fuesen ciertas.
Ella era Ellenroh Elessedil, reina de los elfos, y haría lo debido.

[...]