CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Almas", novela corta de Joanna Russ. Derechos de autor 1982, Joanna Russ)

Esta es la historia de la abadesa Radegunda y de lo que aconteció cuando llegaron los hombres del Norte. La cuento no como me la contaron sino como la presencié, pues entonces era yo un niño y la abadesa había hecho de mí su mascota y recadero, aunque la vieja y seria guardiana, Cunigunda, que había sobrevivido a la abadesa anterior, decía que yo estaba más en la abadía que fuera de ella, y que era un escándalo. Pero la abadesa, benévola, se limitaba a decir:
- ¿Un escándalo de siete años de edad, querida Cunigunda?
Y así ponía fin a la discusión con una broma, pues sabía lo dura y desagradable que era conmigo mi madrastra, y que mi padre no se preocupaba de mí y que no tenía hermanos ni hermanas. Debéis comprender su talante, y que llamar a la gente "querida" y "querida mía" era en ella una costumbre. En todos los aspectos era una mujer fuera de lo corriente. La anterior abadesa, Herrade, descubrió que Radegunda, la cual le fue dejada para su adopción, tenía grandes dotes, por lo que la envió al sur para que la enseñaran, cosa que jamás había sucedido aquí hasta entonces. Dice la historia que la abadesa Herrade descubrió a Redagunda en actitud de leer el gran libro ilustrado que tenía en su estudio. De alguna manera, la niña lo había cogido de su atril y estaba sentada en el suelo con el volumen en su regazo, chapándose el pulgar y pasando las páginas con la otra mano, exactamente como si leyera.
- Dos Añitos -le dijo la abadesa Herrade, que era mujer amable-, ¿qué estás haciendo?
Supongo que le parecería divertido que Radegunda quisiera leer aquel gran libro, el mayor y el mejor de la abadía, que tenía muchos, muchos libros, muchos más que cualquier otro convento de monjas o monasterios que jamás hubiera yo oído hablar. Recuerdo que por entonces tenía nada menos que cuarenta libros. Y además, la pequeña Radegunda no le estaba haciendo al libro daño alguno.
- Estoy leyendo, madre- respondió la niñita.
- ¿De veras? -dijo la abadesa, sonriendo-. Entonces cuéntame lo que lees. -Y señaló la página.
- Esto -dijo Radegunda- es una gran letra D rodeada de flores y otras cosas bonitas, a fin de mostrar que Dios nuestro Señor, es lo más grande y lo más hermoso, y hace que todas las cosas crezcan y sean bonitas, y luego sigue diciendo Domine nobis pacem, que quiere decir Señor, danos la paz.
La abadesa empezó a sentirse asustada, pero se limitó a preguntar:
- ¿Quién te ha enseñado eso?
Pensaba que Radegunda había oído a alguien leer en voz alta o había acosado furtivamente a las monjas para que le explicaran lo que ponía allí.
- Nadie -respondió la niña-. ¿Puedo continuar? -Y leyó página tras página en latín, diciendo en cada caso lo que significaban las palabras.
La historia no termina aquí, pero diré solamente que, después de muchas plegarias, la abadesa Herrade envió a su adoptada al lejano sur, hasta tan lejos como Poitiers, donde Santa Radegunda había dirigido antes una abadía, y dicen algunos que fue incluso a Roma, y en aquellos lugares enseñaron a Radegunda todo el conocimiento, pues todo el conocimiento que existe en el mundo permanece en esos lugares. Radegunda regresó siendo ya una mujer adulta, cuidó de la abadesa en su última enfermedad y luego se convirtió a su vez en abadesa. Dicen que los grandes personajes de la Iglesia, allá en el sur, quisieron quedarse con ella porque era un gran prodigio de piedad femenina y de conocimiento, allá donde la vida es segura y cómoda y menos ruda que aquí, pero ella adujo que los amplios cielos y los lluviosos inviernos de su país natal apelaban a lo más hondo de su alma. Tan porfiada fue y tan insolente, y con tal afán anhelaba regresar a su tierra de origen que finalmente la dejaron marchar, habiendo decidido que una ruda vida en el barro de un pueblo norteño sería un buen remedio para un alma tan rebelde como la suya.
- Y así fue -me diría un día, dándome unas palmaditas en la mejilla o tirándome de una oreja-. ¿Ves cuán humilde soy ahora? -Pues, como podéis comprender, todo esto acerca de su infancia rebelde, veinte años atrás, era una especie de broma entre nosotros-. En cuanto a ti, no se te ocurra imitarme -añadía, y nos reíamos juntos. Tanto me regocijaba la mera idea de ser un piadoso monje lleno de conocimiento, que debía sujetarme los costados para no doblarme de risa y era incapaz de hablar.
Radegunda era amable con todo el mundo. Conocía todas las lenguas, no sólo la nuestra, sino también el irlandés y las lenguas que hablan las gentes al norte y al sur, el latín y el griego y todos los demás lenguajes del mundo, tanto hablados como por escrito. Sabía cómo curar las enfermedades, no sólo a la manera de las viejas, con hierbas y sanguijuelas, sino también por medio de libros. ¡Y nunca existió mujer más piadosa! Ahora que ya no está, algunos hablan mal de ella y dicen que era demasiado alegre para ser una buena abadesa, pero ella decía que "la alegría y el júbilo son las flores de Dios", y cuando el viento invernal ladeó su toca y mostró el cabello gris -lo cual sucedió una vez; yo estaba allí y vi las expresiones sorprendidas de las hermanas que estaban con ella- se limitó a colocarse bien la toca, sonrió y dijo: "¡Impúdico viento! Muestras que tienes un poder superior a nuestro pobre poder humano, pues proviene de Dios", y esto satisfizo por entero a las hermanas que la acompañaban.
Nadie la vio jamás encolerizada. A veces estaba impaciente, pero de una manera amable, como si su mente se hallase en otra parte. Yo solía pensar que estaba en el cielo, pues la había visto rezar durante horas o caer de rodillas... ¡en medio de la ciénaga!... para ver al pato salvaje que volaba hacia el sur, unidas las manos y con una especie de indómita alegría en su rostro, para levantarse al cabo de un momento, mirar su hábito manchado de barro y exclamar, mitad acongojada y mitad risueña: ¡Oh! ¿Qué me dirá la Hermana Lavandera? ¡No tengo remedio! No se lo digas a nadie, querido pequeño. Diré que me caí." Y entonces se llevaba la mano a la boca, ruborizada y riéndose todavía más, y añadía: "¡No tengo remedio! ¡ Soy una embustera!"
Naturalmente, en el pueblo la consideraban una santa. Entonces todos éramos felices, o así me lo parece ahora, a todos nos sonreía la. suerte y el bienestar, con la felicidad de tener a Radegunda entre nosotros, ardiendo y floreciendo como una hoguera en torno a la cual todos podíamos calentarnos, incluso aquellos que no sabían por qué la vida parecía tan buena. Había menos enfermedades, la comida era mejor, el mismo clima se mantenía suave, y la gente no se peleaba como lo habían hecho antes de estar ella y vuelven a hacerlo ahora. No creo, desde luego, considerando lo que sucedió al final, que todo esto fuera sólo la fantasía de un muchacho que había encontrado a su madre, pues eso es lo que ella fue para mí. Yo le contaba todos los chismorreos y hacía recados cuando podía, y ella me llamaba Mozo de las Noticias en latín. En aquel tiempo fui más feliz de lo que nunca he sido.
Y entonces, un día, aparecieron en nuestro río aquellas terribles proas picudas.
Estaba con ella cuando llegó la advertencia, en la sala principal de la torre de la Abadía, poco después de que se encendiera el primer fuego del año en la gran chimenea. Nos creíamos a salvo, pues nunca se habían aventurado tan al sur, y en aquella época tardía del año no era probable que ningún marino juicioso estuviera en nuestras aguas. La abadía albergaba a tres sacerdotes irlandeses, los cuales palidecieron cuando la joven hermana Sibihd llegó corriendo con la noticia, llorando y estrujándose las manos. Una de las hermanas exclamó una cosa en latín que significa: "¡Que Dios nos proteja!", pues nos habían contado historias del terrible saqueo del monasterio de San Columbano y de cómo todo el mundo había huido con los preciosos manuscritos o se habían escondido en los bosques, y por esa razón fue que el padre Cairbre y los otros dos decidieron irse a "andar por el mundo", pues esto (la abadesa me lo había dicho todo, ya que no comprendía el latín) es lo que dicen los irlandeses cuando abandonan su tierra natal para viajar a otra parte.
- Dios protege nuestras almas, pero no nuestros cuerpos -dijo vivamente la abadesa Radegunda. Había hablado con los sacerdotes en su propio lenguaje o en latín, pero esto lo dijo en el nuestro, aun cuando las mujeres del pueblo que trabajaban en la abadía podían entenderla. Entonces ordenó-: Padre Cairbre, lleve a sus amigos y a las hermanas jóvenes a los pasadizos subterráneos; hermana Diemud, abra las puertas a los aldeanos. La mitad de ellos intentarán llegar detrás de los muros de la abadía y los demás huirán a la ciénaga. Tú, Mozo de las Noticias, a las bodegas con las muchachas.
Pero no fui y ella no se dio cuenta, pues al instante se fue a mirar a través de una de las ventanas, y yo hice lo mismo. Siempre había creído que los grandes barcos de los hombres del Norte subirían a tierra -suponía que con unas patas- y me decepcionó ver que tras haber remontado nuestro río permanecían en el agua como los demás barcos y los hombres se acercaban a la orilla vadeando, igual que los demás mortales. Entonces la abadesa repitió su orden -"¡Rápido! ¡Rápido!"- y antes de que nadie supiera qué había sucedido, desapareció de la sala. Miré desde la ventana de la torre; en medio del alboroto nadie se preocupaba por mí. Abajo, los terrenos de la abadía y los jardines estaban atestados de gente, que pisoteaban los cuadros de hierba y las rosas de la abadesa, y arrastraban grandes troncos para atrancar la puerta de las murallas de piedra que rodeaban a la abadía, no unas murallas muy altas, a decir verdad, y Radegunda se movía rápidamente entre la muchedumbre, gritando: ¡haz esto!, ¡haz aquello!, ¡tú quédate!, ¡tú vete! y cosas por el estilo.
Entonces llegó a la puerta y se llevó a un lado a la hermana Oddha, la portera -la verdad es que la vieja hermana cayó de rodillas en actitud de súplica- y, como podéis comprender, todo esto me resultaba interesantísimo. No tenía más idea del peligro que un cachorro. Hubo cierto tumulto junto a la puerta -creo que los hombres con los troncos trataban de abrirse paso- y la abadesa Radegunda se quitó del cuello de su hábito el crucifijo de plata, que se había traído desde Roma, y lo agitó con impaciencia ante quienes no la dejaban salir. Naturalmente, la dejaron pasar en seguida.
Me acomodé en mi rincón de la ventana, esperando que el crucifijo de la abadesa descargara los rayos de Dios sobre aquellos hombres altos y rubios que desafiaban a Nuestro Salvador y a la ley, y de los que se suponía que llevaban cuernos de animales en la cabeza, aunque aquellos no los llevaban (y más tarde descubrí que eso es sólo un cuento; no es lo que hacen los hombres del Norte). Confiaba en que la abadesa o Nuestro Señor esperasen un poco antes de destruirlos, pues quería verles bien antes de que todos muriesen, como podéis comprender. Me llevé un cierto chasco, pues parecían vestir calzones con polainas en la parte inferior de su cuerpo y túnicas en la superior, como gente ordinaria, y también mantos, aunque algunos llevaban espadas y hachas y en un rincón de la playa había un montón de escudos redondos. Pero sus largos cabellos eran hermosos, y los brillantes colores de sus ropas, y los monstruos que remataban las proas de sus buques eran espléndidos y muy aterradores, aunque se veía en seguida que sólo estaban pintados, como las ilustraciones de los libros de la abadesa.
Llegué a la conclusión de que Dios me había proporcionado suficientes enseñanzas y que ya podía fulminar a los impíos forasteros.
Pero no lo hizo.
La abadesa se dirigió sola hacia aquellos hombres feroces, por la pedregosa orilla del río, con tanta calma como si hubiera salido de excursión con sus muchachas Cantaba una cancioncilla, una bonita melodía que yo repetí muchos años después, y un hombre que había recorrido mucho mundo dijo que era una canción de cuna de los hombres del Norte. Entonces no sabía eso, y sólo supe que los terribles hombres rubios que habían alzado la mirada, sorprendidos, al ver que una mujer sola salía de la abadía (que se cerró tras ella, como pude ver), ahora empezaban a intercambiar asombrados susurros entre ellos. Vi que la mirada de la abadesa pasaba rápidamente de uno a otro -a menudo decíamos que podía ver lo que se ocultaba en el alma con una sola mirada al rostro- y entonces se alzó ligeramente la falda del hábito con una mano y, abriéndose paso delicadamente entre las rocas, se dirigió a uno de los hombres -uno que era más viejo que los demás, como comprobé luego, aunque en aquel momento no pude verlo muy bien- y le dijo en su propia lengua:
- Bienvenido, Thorvald Einarsson. ¿Y qué haces tú, buen granjero, tan lejos de tu tierra, cuando la cosecha está madura y las grandes tormentas de otoño avanzan por el mar?
(Puede que os preguntéis cómo supe lo que decía si desconozco la lengua de los hombres del Norte. La verdad es que el padre Cairbre, que después de todo no había bajado a las bodegas, miraba a través de la parte superior de la ventana mientras yo apenas podía mirar por la parte inferior, y repetía todo lo que se decía para información de los presentes en la sala, que se mantenían muy quietos y silenciosos.)
Ahora era fácil ver que los piratas estaban asombrados de oírla hablar en su propio lenguaje, y aun más de que llamara a uno de ellos por su nombre. Algunos retrocedieron e hicieron extraños signos en el aire y otros desenvainaron hachas o espadas y corrieron hacia la abadesa. Pero aquel Thorvald Einarsson alzó la mano para detenerles y se echó a reír.
- ¡Usad el caletre! -les dijo-. Aquí no hay magia alguna, sino sólo inteligencia... ¿A qué oídos se les escaparía mi nombre cuando todos vosotros no dejáis de berrear: "Thorvald Einarsson, ayúdame con este remo"; "Thorvald Einarsson, tengo las polainas arrolladas a las rodillas"; "Thorvald Einarsson, este río es tan frío como un fiordo en invierno"?
La abadesa Radegunda asintió sonriente. Entonces se sentó pesadamente en la orilla del río. Se rascó detrás de una oreja, como solía hacer cuando se entrega a profundas cavilaciones, y entonces dijo (y estoy seguro de que llevó esta conversación en voz muy alta a fin de que los que estábamos en la abadía pudiéramos oírla):
- Buen amigo Thorvald, eres tan listo como me demostró la historia que de ti me contó el hijo de tu hermana, Ranulfo, de quien adquirí conocimientos sobre los hombres del Norte cuando estaba en Roma, y para que veas que se trataba de él, te diré que siempre juraba por su caballo gris, Pie Cojo, y tenía un defecto de pronunciación; no podía pronunciar los sonidos como nosotros, y por eso te llamaba siempre Torvald, sin el bello sonido dental de la "th". ¿No es así?
Entonces no me daba cuenta, porque no era más que un niño, pero con estas palabras la abadesa solicitaba de aquel hombre hospitalidad, y además, ya fuera casualmente o por inspiración, había elegido al más inteligente entre aquellos ladrones y atracadores, pues las siguientes palabras de éste fueron:
- No soy el jefe. Aquí no tenemos jefe.
¿Os dais cuenta? La advertía de que él no tenía poder para dominar a aquellos hombres. Así pues, la abadesa volvió a rascarse detrás de la oreja y se levantó. Entonces, como si no supiera qué hacer, empezó a ir de uno a otro entre aquellos hombres inquietos -pues algunos retrocedían y hacían signos ante el sosiego de la monja, y otros desenvainaban sus cuchillos -cantando de nuevo la cancioncilla y caminando lentamente, más encorvada, vieja y con aspecto enfermizo de lo que jamás habíamos visto en ella, una mujercita impotente vestida de negro ante todos aquellos hombres violentos. Un joven y agresivo pirata le arrebató la toca cuando pasó por su lado, dejando sus cabellos cortos y grises expuestos al viento. Los demás se rieron, y el que lo había hecho gritó:
- ¿No estás avergonzada, abuela?
- ¿Por qué, amigo mío? ¿De qué? -dijo ella suavemente.
- Estás casada con tu Cristo -dijo el joven, sujetando la toca a sus espaldas - , pero ese novio tuyo ni siquiera puede defenderte contra la vergüenza de que te descubran la cabeza. Mira, si estuvieras casada conmigo...
Los otros se echaron a reír. La abadesa Radegunda esperó a que terminaran. Entonces se rascó la cabeza descubierta e hizo como si se alejara, pero de repente se volvió hacia el joven, con la edad y los achaques colgando de ella como si fueran un manto, y parecía más alta y muy solemne, como si estuviera iluminada desde dentro por un gran fuego. Le miró fijamente a la cara. Lo que hizo, naturalmente, fue algo que todos habíamos visto, pero aquellos hombres no, ni tampoco habían oído la voz potente y solemne con que a veces nos leía las Escrituras o nos hablaba de la ira de Dios. Creo que el joven estaba asustado a pesar de todo su atrevimiento. Y ahora sé lo que no supe entonces: que los hombres del Norte admiran el valor por encima de todas las cosas y que, dicho rudamente, a todo el mundo le gusta una buena historia, sobre todo si se produce directamente ante sus propios ojos.
- ¡Nieto! -exclamó, y su voz repicó como la gran campana de Dios; creo que debieron de oírla hasta los que se habían ocultado en la alejada ciénaga-. Nietecito mío, ¿crees acaso que el Creador del mundo, el que hizo las estrellas y la luna y el sol y nuestros cuerpos, y el cambio de las estaciones y la misma tierra que pisamos -¡sí, y hasta la mierda en nuestras tripas!- crees tú que semejante Ser tiene una gran casa en el cielo donde mantiene a sus esposas y entra para yacer con ellas como lo harías tú mismo o como el rey de Turquía? ¡No deshonres la sensatez de la madre que te parió! Somos las servidoras de Dios, no sus esposas, y si decimos a nuestras bobas muchachas que están casadas con el Cristo es para hacerles comprender que no deben escaparse y unirse a Ottro el Granjero o Ekkerhard el Herrero, sino cumplir con su tarea, como prometieron. Si les dijera que están casadas con una Idea no me comprenderían, ni tampoco tú. (Aquí el padre Cairbre, que estaba por encima de mí en la ventana, murmuró acerca de algo en tono de protesta.)
Entonces la abadesa se quitó del cuello la cruz de plata y la puso en la mano del muchacho, diciendo:
- Dale esto a tu madre con mi conmiseración. Debe tirarse de los pelos por haber tenido un hijo como tú.
Pero el joven la dejó caer al suelo. Tenía el rostro encendido y le costaba respirar.
- Cógela -le dijo ella en tono más amable-, anda, muchacho, cógela. No te hará daño y no contiene ninguna magia. Es sólo plata pura y buena artesanía. Te hará rico. -Cuando vio que el joven no cogería la cruz y que tenía la mano en la empuñadura de su cuchillo, ella chascó la lengua con un gesto maternal (o así lo creo, pues agitó una mano adelante y atrás, como hacía siempre que producía aquel sonido) y se arrodilló, creo que con más dificultad de la que realmente tenía, diciendo en voz alta-: Me agacharé, entonces. Sí, me agacharé. -Y al levantarse tendió de nuevo la cruz al muchacho, diciéndole-: Tómala. Dos palitos atados con un cordel me harán el mismo servicio.
- ¡Mi madre está muerta y tú eres una bruja! -exclamó el muchacho con voz entrecortada, y en un instante rodeó el cuello de la abadesa con un brazo, mientras con la otra mano acercaba el cuchillo a su garganta.
- ¡Thorfinn! -gritó aquel hombre, Thorvald Einarsson.
Pero la abadesa se limitó a decir con voz clara:
- Déjale estar. He avergonzado a este hombre, pero no era ésa mi intención. Tiene derecho a estar enfadado.
El muchacho la soltó y se volvió de espaldas. Recuerdo que me pregunté si aquellos forasteros podrían llorar. Más tarde oí -y juro que la abadesa debía saber esto de algún modo, o debió intuirlo, pues aunque no era una bruja podía sondear a un hombre con mucha rapidez y dar con las llagas vivas de su alma- que la madre de aquel muchacho había sido conocida como adúltera y que ningún hombre le quería como hijo. Entre esas gentes un hombre puede tener lo que la abadesa llamaba una concubina, y los hijos de tales hombres no son despreciados como hacemos nosotros, pero la cosa es muy distinta cuando una mujer casada tiene más de un hombre. Tal era el caso de Thorfinn, y supongo que eso fue lo que le llevó a unirse a los vikingos. Pero todo esto lo supe después; lo que veía entonces, con mi nariz apenas por encima del alféizar de la ventana, era que la abadesa había colgado el crucifijo de la empuñadura de la espada del muchacho -como veis, realmente estaba empeñada en que se quedara con la cruz- y entonces se dirigió a un lugar cerca de las murallas de la abadía pero alejado de los hombres del Norte. Creo que deseaba que se acercaran a ella. La vi comportarse como una campesina, sentarse con las piernas cruzadas y decir en voz alta:
- ¡Venid! ¿Quién quiere hacer un trato conmigo?
Algunos se acercaron, riendo, y se sentaron con ella.
- ¡Venid todos! -ordenó ella, haciendo gestos para que se aproximaran.
- ¿Y por qué hemos de ir todos? -preguntó uno, que estaba más alejado que los demás.
- Porque si no vienes te quedarás sin trato -dijo la abadesa.
- ¿Por qué hemos de hacer un trato cuando podemos coger lo que queramos? -preguntó otro.
- Porque sólo conseguirás la mitad -dijo la abadesa-. El resto no lo encontrarás.
- Saquearemos la abadía -dijo un tercero.
- La mitad del tesoro no está en la abadía -replicó ella.
- ¿Dónde está entonces? -preguntó otro.
Ella se dio unos golpecitos en la frente. Los hombres se acercaban en grupos de dos y tres. He oído decir que a los hombres del Norte les gustan los acertijos y aquello era una especie de acertijo. Les estaba proporcionando una buena diversión.
- Está en tu cabeza -dijo Thorvald, que permanecía detrás de los otros, cruzado de brazos-. Podemos sacarlo de ahí, ¿no te parece? -Y golpeó la empuñadura de su cuchillo.
- Si me asustáis, me sentiré confusa y no recordaré nada -dijo tranquilamente la abadesa-. Además, ¿deseáis jugar a ese viejo juego? Habéis visto lo bien que salió la última vez. Me sorprendes, hermano de la madre de Ranulfo.
- Entonces haré el trato -dijo Thorvald, sonriendo.
- ¿Y los demás? -preguntó Radegunda-. Ha de ser o todos o ninguno. Decidid entre vosotros si queréis evitaros dificultades y peligros, y ser ricos.
Lentamente les volvió la espalda. Los hombres bajaron a la orilla del río y empezaron a hablar entre ellos, con voz susurrante para que ya no pudiéramos oírles.
El padre Cairbre, que era viejo y corto de vista, gritó:
- No puedo oírles. ¿Qué están haciendo?
Entonces tuve una idea brillante.
- Yo tengo buena vista, padre Cairbre.
Y él me alzó en brazos para que pudiera ver, de modo que en el mismo momento en que la abadesa Radegunda miraba hacia la torre de la abadesa, aparecí en la ventana. Ella se llevó una mano a la boca y gritó (con una voz a la que había aprendido a obedecer, pues no hacerlo me había valido a menudo un trasero dolorido):
- ¡Baja de ahí, Mozo de las Noticias! ¡Baja y ven inmediatamente a mi lado! Y trae al padre Cairbre contigo.
Me sentí rebosante de alegría. No tenía idea de lo que la abadesa podría hacer para protegerme si algo salía mal. Sólo pensaba en que iba a ver todo lo que sucedía desde muy cerca, y así, medio sofocado por la gente que llenaba la sala de la torre, me abrí paso entre ellos, tropezando con pies y sayas y diciendo a cada momento: "¡He de pasar! Me llama la abadesa." Y entretanto ella llamaba desde afuera, como una emperatriz: "¡Abrid paso a ese mozo! ¡Hacedle sitio! ¡Dejad pasar al sacerdote irlandés!" Finalmente, arrastrándome, empujando y quejándome llegué a la muralla- nadie iba a abrirnos la puerta, naturalmente- y hubo un gran alboroto y al fin alguien trajo una escala. Yo pasé en seguida al otro lado, pero el viejo sacerdote tardó más tiempo, aunque, como he dicho, el muro era bajo, pues los constructores habían tenido sus dudas acerca de hacer de la abadía una verdadera fortaleza.
Fue agradable encontrarme fuera del edificio, lejos de aquella multitud, y lleno de satisfacción corrí al lado de la abadesa, la cual se limitó a decirme: "Quédate a mi lado pase lo que pase", e inmediatamente desvió de mí su atención. El padre Cairbre había tardado tanto en pasar al otro lado del muro que los altos hombres forasteros habían terminado de hablar y regresaban en número de veinte o treinta hacia la abadía y la abadesa Radegunda y, muy especialmente, hacia mí. Pude ver que el padre CairbIe temblaba. Vistos de cerca, aquellos hombres tenían un aspecto hosco, con su pelo largo y salvaje y la brillantez de sus extrañas indumentarias. Recuerdo que olían de un modo distinto a nosotros, pero no puedo recordar el olor después de tantos años. Entonces la abadesa les habló en su lengua extranjera, que en los labios adornados por las pobladas barbas de los hombres del Norte sonaba tan extrañamente ligera y armoniosa, y luego le dijo al padre Cairbre algo en latín, y se dirigió a todos con voz temblorosa:
- Este es el sacerdote, padre Cairbre, el cual informará de nuestros tratos en voz alta y en nuestra propia lengua, a fin de que mis gentes puedan oír. No haré tratos a sus espaldas. Y éste es mi adoptado, el cual me es muy querido y que ahora, según creo, satisface en sumo grado su curiosidad.
Yo trataba de permanecer erguido como un hombre, pero furtivamente agarraba con una mano la saya de la abadesa. ¡Así que era de eso de lo que se reían los hombres forasteros! La conversación prosiguió, pero la contaré como si hubiera comprendido el lenguaje de los nórdicos, pues repetir todas las cosas dos veces sería tedioso.
- ¿Hacéis el trato? -preguntó la abadesa Radegunda.
Todas las cabezas asintieron, y la expresión que tenían sus rostros decía: "Después de todo, ¿por qué no?"
- ¿Y quién hablará por vosotros? -preguntó ella.
Un hombre se adelantó. Reconocí a Thorvald Einarsson.
- Ah, claro -dijo la abadesa secamente-. La banda no tiene dirigentes. ¿Se ha puesto de acuerdo esta banda sin dirigentes? ¿Cumplirá su palabra? ¡No quiero urdidores de traiciones ni incumplidores de palabras!
Al oír esto hubo un gran murmullo. Thorvald (¡visto de cerca era un hombretón!) dijo en tono suave:
- No navego con ninguno de esos. Empecemos. -Todos nos sentamos.
- Ahora -dijo Thorvald Einarsson, enarcando las cejas- según mi conocimiento de estas cosas, tú vas a empezar. Y, según mi conocimiento, vas a empezar diciendo que eres muy pobre.
- Pues no -dijo la abadesa-. Somos ricos. -El padre Cairbre soltó un gruñido, y un gruñido le respondió al otro lado de los muros de la abadía. Sólo la abadesa y Thorvald Einarsson no parecían inmutarse; era como si los dos bromearan de alguna manera que nadie más comprendía. La abadesa continuó-: Somos muy ricos. Ahí dentro hay mucha plata, mucho oro, muchas perlas y muchas telas bordadas, muchas ropas finamente tejidas, mucha madera tallada y pintada y muchos libros que tienen oro en sus páginas y joyas engastadas en sus cubiertas. Todo eso es vuestro. Pero tenemos más y mejores cosas: hierbas y medicinas, métodos para evitar que la comida se estropee, el conocimiento necesario para curar las enfermedades. Todo eso es vuestro. Y aún tenemos algo mejor, tenemos el conocimiento de Cristo y la perfecta comprensión del alma, que también es vuestro, siempre que lo deseéis; sólo tenéis que aceptarlo.
Thorvald Einarsson alzó una mano.
- Nos quedaremos con lo primero, y quizás un poco de lo segundo. Eso es más práctico.
- Y estúpido -dijo la abadesa cortésmente-, a la manera acostumbrada. -Y una vez más tuve la extraña sensación de que aquellos dos compartían una broma que nadie más podía percibir-. Hay una cosa que no podéis tener -añadió- y que es muy importante.
Thorvald Einarsson le dirigió una mirada inquisitiva.
- Mis gentes. Deseo más su seguridad que la mía propia. No quiero que las toquéis, ni siquiera un cabello de sus cabezas, por ninguna razón. Reflexiona: podéis penetrar en la abadía con bastante facilidad, pero la gente que hay allí os teme mucho y algunos de los hombres están armados. Incluso un buen luchador no puede moverse bien en medio de una muchedumbre. Resbalaréis y tropezaréis unos con otros sin querer. Seguid mi consejo. ¿Por qué hacer de verdugos cuando os pueden echar al regazo todos los tesoros, como reyes, sin trabajar? Y luego habrá mucho más, cuando os lleve al lugar oculto. Una auténtica montaña de tesoros. ¡Piensa en eso! No los aprisionéis para venderlos como esclavos, pues la mitad enfermarían y morirían antes de que llegaseis a casa... y tendríais que alimentarlos, si han de servir para algo. ¡No prestes oídos a los malos consejeros! Imagina lo que diréis a vuestras esposas y familiares: Aquí hay unos miserables trozos de tela con manchas de sangre que no se quitan, aquí unas joyas y perlas que en la pelea se han convertido en polvo, esto es un trozo de bordado que estaba entero hasta que alguien tropezó con él durante el combate, y tenía esclavos, pero murieron de enfermedad, y yací con una bella y joven monja, a la que quería traer conmigo, pero ella saltó al mar. Y sí, claro, había el doble de cosas y todas estaban enteras, pero decidimos no cogerlas, porque era demasiado complicado...
Este relato era animado y los nórdicos lo estaban pasando bien. Radegunda levantó una mano.
- ¡Gentes! -exclamó en alemán, y añadió-: piratas del mar, oíd lo que digo; lo repetiré para vosotros en vuestra lengua (y así lo hizo). ;Gentes de este lugar, si los nórdicos nos combaten, no os defendáis, pero destrozadlo todo! ¡Esposas, coged vuestros cuchillos de cocina y convertid en harapos vuestras valiosas telas! ¡Hombres, con vuestras hachas y martillos golpead los altares y la madera tallada hasta convertirlos en fragmentos! ¡Y todos triturad las perlas y aplastad las joyas contra los suelos de piedra! ¡Romped las botellas de vino! ¡Golpead el oro y la plata hasta dejarlos informes! ¡Rasgad los libros iluminados! ¡Arrancad las colgaduras y quemadlas!
>>Pero -añadió, con voz sutilmente suave- si estos hombres prudentes aceptan nuestros regalos, amontonemos intacto e impecable a sus pies todo cuanto poseemos y no retengamos nada, de manera que sus familias se maravillen y se queden boquiabiertos ante el brillo y el resplandor de las riquezas que les llevan, aunque no nos quede nada más que nuestras desnudas murallas de piedra.
Si alguien había dudado alguna vez de que la abadesa Radegunda estaba inspirada por Dios, sus dudas debieron desvanecerse, pues ¿quién podía resistir el vehemente vigor del primer discurso o la benéfica unción del segundo? Los nórdicos permanecieron sentados con la boca abierta. Vi lágrimas en las mejillas del padre Cairbre. Entonces Thorvald Einarsson dijo:
- Abadesa...
Se interrumpió. Volvió a intentarlo, pero se interrumpió de nuevo. Entonces sacudió todo su cuerpo, como un hombre que ha estado bajo un hechizo, y dijo:
- Abadesa, mis hombres han estado sin mujeres durante mucho tiempo.
Radegunda pareció sorprendida. Parecía como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Miró al pirata de arriba abajo, como si estuviera perpleja, y entonces caminó alrededor de él, como si lo aquilatara. Hizo esto varias veces, mirando cada parte de su corpachón, como si hiciera una recapitulación del hombre, mientras él se ponía cada vez más rojo. Luego retrocedió y le miró de nuevo, con los brazos en jarra como una campesina, y enunció en voz muy alta, tanto en nórdico como en alemán:
- ¡Cómo! ¿Acaso han perdido el uso de sus manos?
Esto, a su manera, resultó irresistible. Los nórdicos se echaron a reír. Nuestra gente rió también. Hasta Thorvald se rió. Yo coreé la risa, aunque no estaba seguro del motivo de tal jolgorio. Las risas se extinguían y entonces empezaban de nuevo tras la muralla de la abadía, volvían a extinguirse y otra vez empezaban. La abadesa esperó hasta que los hombres del Norte dejaron de reír y entonces ordenó silencio en alemán, hasta que sólo se oyeron dos o tres risitas aquí y allá. Entonces dijo:
- Esos buenos hombres -Padre Cairbre, dígaselo a la gente- , estos buenos hombres perdonarán mi estúpida broma. No pretendo en verdad escandalizar, ni causar daño alguno, pero la risa es buena. Calma los humores corporales, como dicen los médicos. Y mi gente sabe que no soy siempre tan solemne y buena como debería. La verdad es que soy una gran pecadora y que causo escándalo. ¿Vamos a lo nuestro, Thorvald Einarsson?
El hombretón que no había estado tan complacido como los otros, ¡podéis estar seguros! -miró a sus hombres y pareció ver lo que debía saber.
- Entraré con cinco hombres para ver lo que tenéis -anunció-. Entonces dejaremos que se vayan las pobres gentes que están en los terrenos circundantes, pero no los que están en el interior de la abadía. Luego registraremos de nuevo. La puerta quedará cerrada y custodiada por el resto de nosotros. Si hay alguna traición, se acabó el trato.
- Entonces iré con vosotros -dijo Radegunda-. Eso es muy justo y mi presencia tranquilizará a la gente. Vernos juntos les asegurará de que no han de temer daño alguno. Eres un buen hombre, Torvald... perdóname; te llamo como lo hacía tu sobrino tan a menudo. Vamos, Mozo de las Noticias, no te apartes de mi lado.
- ¡Abrid la puerta! exclamó entonces-. ¡Todo está en orden!
Y con los cinco hombres (uno de los cuales era aquel joven Thorfinn que tanto la había odiado) esperamos hasta que retiraron los grandes troncos. Dentro había poco espacio, pero la gente retrocedió a la vista de aquellos feroces guerreros y nos hicieron sitio.
Miré atrás y vi que los nórdicos habían entrado y permanecían junto a los muros, a cada lado de la puerta, con las espadas desnudas y los escudos alzados. La muchedumbre nos abrió paso más lentamente cuando llegábamos a la torre principal, mientras la abadesa repetía una y otra vez: "Tranquilizaos, hermanos, tranquilizaos. Todo va bien", y sagazmente llamaba a uno u otro por su nombre. Esto se hacía mucho más pesado cuando la gente trataba de hacerse oír sobre el estruendo que producían los grandes troncos, al ser arrastrados para dejar paso, y era más notorio en las escaleras. Oí decir a la abadesa algo como una disculpa en la rara lengua extraña, algo que probablemente significaba "lamento que debamos esperar". Pareció transcurrir una eternidad hasta que las escaleras quedaron despejadas en parte y si lo que la abadesa había querido decir cuando habló de las dificultades de movimiento en medio de una muchedumbre. Un hombre rodeado por la masa de gente podría blandir su arma, pero ésta no llegaría muy lejos y lo más probable sería que el hombre en cuestión cayera sobre alguien y se partiera la cabeza. Llegamos a la amplia sala que tenía un gran crucifijo de madera policromada y otro pequeño de perlas y oro, con las colgaduras escarlata bordadas con hilo de oro, tras las que con tanta frecuencia había yo jugado a los ladrones antes de que supiera cómo eran los verdaderos ladrones: aquellos hombres altos y terribles cuyos ojos brillaban de codicia a la vista de las cosas que yo imaginaba existentes en todos los pueblos. La mayoría de las hermanas se habían quedado en la gran sala, pero de alguna manera parecía despejada, pues la gente se había acurrucado contra las paredes cuando entraron los nórdicos. Las muchachas más jóvenes estaban todas en un rincón, aterradas al terror, en la gente, puede olerse, y cuando aquel joven Thorfinn se dispuso a coger la pequeña cruz de oro y perlas, la hermana Sibihd gritó con voz aguda y quebrada: "¡Es el cuerpo de nuestro Cristo!", y de un salto arrebató el crucifijo de la pared antes de que el muchacho pudiera hacerse con él.
- ¡Sibihd! - exclamó la abadesa, con una voz tan áspera como jamás le había oído-. ¡Déjalo donde estaba o te aseguro que conocerás el peso de mi mano!
Y ahora decidme, ¿no es curioso que una mujer joven lo bastante desesperada para no preocuparse por la muerte a manos de un pirata nórdico se asuste sin embargo ante la amenaza de recibir unas bofetadas de la abadesa? Pero así es la gente. La hermana Sibihd retornó la cruz a su lugar (de donde la cogió en seguida el joven Thorfinn) y regresó al lado de las monjas, sollozando:
- ¡Profana a Dios Nuestro Señor!
- ¡Estúpida muchacha! -replicó la abadesa-. Sólo Dios es poderoso. El hombre no puede ni siquiera profanar. Eso es un trozo de metal.
Thorvald, en tono áspero, le dijo algo a Thorfinn, el cual, lentamente, volvió a colocar la cruz en su gancho, con una mirada hosca que decía más claramente que las palabras: "Nadie me da lo que quiero". No ocurrió ningún otro incidente en la gran sala, ni en el estudio de la abadesa, ni en los almacenes ni en las cocinas. Los nórdicos guardaban silencio y mantenían las manos en sus espadas, pero la abadesa seguía hablando con sosiego en ambas lenguas.
- ¿Veis? -les dijo a nuestras gentes-. Todo va bien, pero todo el mundo ha de permanecer quieto. Dios nos protegerá.
Su expresión era firme y serena, y me pareció que era una santa, pues había salvado a la hermana Sibihd y al resto de nosotros.
Pero, naturalmente, este sosiego no duró mucho. Algo se había desquiciado en aquella masa de gente, algo que, incluso hoy, ignoro qué fue. Nos hallábamos en un ángulo del largo refectorio, que es el lugar donde las Hermanas o los Hermanos comen en la Abadía, cuando algo me empujó a la pared y caía, casi asfixiado por la abadesa que estaba encima de mí. Un campanilleo envolvió mi cabeza, y por todas partes se oía un terrible tumulto, con maldiciones y gritos, una aterradora barahúnda, como si las paredes se hubieran derrumbado sobre los presentes. Oí que la abadesa me susurraba algo al oído, una y otra vez. Se oían unos ruidos sordos, más aterradores que los demás, y ahora sé que era el ruido que hace el acero al penetrar en los cuerpos. Todo esto pareció durar una eternidad, y tuve la sensación de que el suelo estaba húmedo. Entonces volvió la calma. Noté que la abadesa Radegunda se separaba de mí.
- De modo que así es como fregáis vuestros suelos allá en el norte - dijo.
Cuando alcé la cabeza del suelo húmedo y vi lo que había querido decir, me quedé acurrucado en el rincón, sintiéndome muy enfermo. Entonces ella me cogió en sus brazos y sostuvo mi rostro contra su pecho, para que no pudiera ver, pero fue inútil. Ya lo había visto: toda la gente tendida en el suelo, con las tripas saliéndoles de los vientres abiertos, como montones de pescado muerto, el viejo Walafrid con el mango de un hacha que le sobresalía del pecho -estaba sentado con los ojos cerrados en una masa de cuerpos que no le daban espacio para estar tendido- y la joven apicultora, Uta, del pueblo, que había sido tan alegre, estaba boca arriba con sus largas trenzas y su vestido teñidos de rojo y una gran mancha del mismo color en el vientre. Respiraba con rapidez y tenía los ojos muy abiertos. Cuando pasamos por su lado, cesó el sonido de su respiración.
- Buenos amos de casa están hechos tus hombres, conde Rajapanzas -dijo la abadesa con un tono sosegado.
Thorvald Einarsson nos dirigió una especie de rugido y la abadesa replicó suavemente:
- Perdóname, buen amigo. Nos has protegido a mí y al muchacho y te estoy agradecida. Pero no hay nada que revele mejor el conocimiento que se tiene del alemán como una palabra mordaz, ¿no crees, Thorvald?
Entonces se me ocurrió que le había llamado "Torvald" y le había recordado al hijo de su hermana para que se sintiera obligado a protegernos si algo iba mal. Pero ahora pensé que iba a enfurecerlo, y cerré los ojos con fuerza. Pero el hombre se echó a reír y dijo en alemán con un extraño acento:
- No he cuidado de la casa, pero os he defendido a ti y a tu mascota. ¿No estás agradecida?
- Oh, mucho, gracias -dijo la abadesa con tanta amabilidad como la que mostraría a una hermana que le hubiera entregado una rosa del jardín, o a otra que copiara bien su obra, o a mí cuando le llevaba las noticias, o a Ita, la cocinera, cuando preparaba una buena sopa. Pero él no sabía que aquella amabilidad era para todo el mundo, sí que pareció satisfecho.
Por entonces estábamos en el jardín y la atmósfera era menos desagradable. La abadesa me dejó en el suelo, aunque me temblaban las piernas, y me aferré a sus sayas, que estaban arrugadas, tiesas y hedían a sangre.
- ¡Oh, Dios mío -exclamó- cuánto nos han dejado para limpiar! -Empezó a caminar hacia la puerta y Thorvald Einarsson fue a su encuentro. Pero ella, sin volverse, le dijo-: No insistas, Thorvald, no hay razón para que me encierres. Tengo cuarenta años y no es probable que huya al pantano, con mi reumatismo y el dolor de mis rodillas y la necesidad que tienen de mí los míos.
Hubo un momento de silencio. Pude ver que algo extraño aparecía en el rostro del hombretón.
- No he dicho nada, abadesa -dijo en voz baja.
Ella se volvió, sorprendida.
- Claro que has hablado. Te he oído.
- No lo he hecho - dijo él de un modo raro.
A veces los niños pueden adivinar lo que no va bien y qué hacer al respecto sin saber cómo. Recuerdo que en aquella ocasión tercié muy rápidamente:
- Oh, hace eso a menudo. Dice mi madrastra que la edad la ha vuelto chocha. -Y añadí-: Abadesa, ¿puedo volver con mi madrastra y mi padre?
- Sí, claro -dijo ella-, corre, Mozo de las Noticias. -Entonces se detuvo y miró al aire como si viera en él algo que nosotros no veíamos-. No, querido, será mejor que te quedes aquí conmigo.
Y supe, con tanta seguridad como si lo hubiera visto con mis propios ojos, que no iba a reunirme con mi madrastra y mi padre porque ambos estaban muertos.
A veces, la abadesa también hacía cosas así.
Por un momento pareció que todo el mundo había muerto. No me sentí triste ni asustado en lo más mínimo, pero creo que debí de haberlo estado, pues sólo tenía una idea en mi cabeza: que si perdía de vista a la abadesa, moriría. Así que la seguí a todas partes. Radegunda anduvo entre la gente, consolándoles, sobre todo a la loca Sibihd, que no hacía más que agitarse y gemir, pero hacia el anochecer, cuando la abadía había sido despojada de todos sus tesoros, Thorvald Einarsson nos encerró a ella y a mí en su estudio, que ya no tenía sus muebles suntuosos, sino un jergón de paja en el suelo, y cerró la puerta con cerrojo.
- Mozo de las Noticias -me dijo la abadesa-. ¿Te gustaría ir a Constantinopla, donde está el emperador, con sus cúpulas, su oro y todas las riquezas paganas? Pues ahí es donde este hombre me llevará para venderme.
- ¡Oh, sí! -exclamé, y añadí-: ¿Pero también me llevará a mí?
- Naturalmente -respondió la abadesa, y el asunto quedó zanjado.
Entonces entró Thorvald Einarsson.
- Thorfinn reclama tu presencia.
Más tarde averigüé que estaban aguardando a que muriera. Ninguno de los demás nórdicos había resultado herido, pero un granjero había aplastado el pecho de Thorfinn con un hacha y se esperaba que expirase antes del amanecer.
- ¿Es esa una buena razón para que vaya? -preguntó la abadesa-. Quiero decir que ese muchacho me odia. ¿No le hará empeorar su cólera al verme?
Thorvald habló lentamente.
- Dicen las gentes de aquí que puedes sentarte al lado de los enfermos y curarlos. ¿Puedes hacer eso?
- En absoluto, que yo sepa -dijo la abadesa Radegunda-, pero si ellos así lo creen, es posible que eso les calme y les haga sentirse mejor. Son tan tontos como cualquier otra gente, ¿sabes? Iré si lo deseas.
Y aunque vi que estaba pálida de cansancio, se levantó. Debería decir que vestía una burda indumentaria parda que le había dado una de las campesinas, porque estaban lavando su hábito, mas para mí tenía la misma majestad de siempre. Y creo que también para el nórdico.
- ¿Rezarás por él o le maldecirás? -preguntó Thorvald.
- No rezo, Thorvald, y nunca maldigo a nadie. Me limito a sentarme. -Entonces añadió- Oh, déjale. Si no lo haces te romperá los oídos con sus gritos.
Y con esto se refería a que yo estaba dispuesto a gritar por mi vida si intentaban separarme de ella.
Habían puesto a Thorfinn en la capilla, una pequeña estancia de piedra de la que había desaparecido todo excepto una sencilla cruz de madera, que no valía la pena añadir al botín. En el altar, sobre unas pieles, estaba tendido el muchacho, con los ojos cerrados y el rostro grisáceo. Cada vez que respiraba se oía un burbujeo, un sonido fino y agudo, y cuando me acerqué más a él vi el motivo, pues en el pecho del joven habían un gran agujero rojo del que sobresalían unas cosas rosadas que formaban un amasijo, y en el agujero podía verse algo que subía y bajaba, subía y bajaba, una y otra vez. Era su corazón que latía. La sangre espumeante salía continuamente de sus labios. Naturalmente, no sé lo que dijeron ninguno de los dos, pues hablaron en nórdico, pero vi lo que hicieron y más tarde oí hablar de ello a la abadesa y Thorvald Einarsson, de modo que lo contaré como si lo hubiera entendido en aquel momento.
Lo primero que hizo la abadesa fue detenerse de repente en el umbral y llevarse ambas manos a la boca, como horrorizada. Entonces gritó enfurecida a los guardias:
- ¿Queréis matar a vuestro compañero con el frío y la humedad? ¿Es éste el trato que os dais entre vosotros? Tended fuego y cubridle con alguna tela de lana! No, no más pieles, idiotas, sino lana que se amolde a su cuerpo y le libre de la humedad.
- No aceptamos órdenes tuyas, abuela -dijo uno de ellos con semblante hosco.
- ¿Ah, no? Entonces desgarraré este vestido de lana que cubre mi viejo cuerpo y lo pondré sobre ese muchacho y luego pasaré aquí toda la noche sentada. ¿Qué dirá a Dios el alma de esta criatura cuando abandone su cuerpo? ¿Que sus amigos no le dieron un poco de su botín a fin de que pudiera luchar por su vida? ¿Es ésta vuestra amistad? ¡Hacedlo, y os avergonzaré por el resto de vuestras vidas!
- Lo cogeremos de su parte del botín -dijo el hombre en voz baja, y el otro salió corriendo.
Pronto ardía el fuego en la chimenea y había una tela de lana de color bermejo -"de mi propio botín", dijo uno de ellos en voz alta, aunque el color era el más barato, no como el azul o el rojo- y la abadesa cubrió con la tela al muchacho, arropándole cuidadosamente pero sin moverle. El no parecía sufrir dolor alguno, pero su color no mejoró. Entonces abrió los ojos y habló con una vocecita como la que podría tener un espectro, un susurro tan delgado, agudo y burbujeante como su aliento.
- Tú... vieja bruja. Pero te vencí... al final.
- ¿De veras, querido? -le preguntó la abadesa-. ¿Cómo?
- El tesoro... para mi familia. Y al fin me porté como un hombre. Luché... y poseí a una mujer... esa Sibihd... Tanto si quería como si no. Eso ha sido bueno.
- Sibihd, claro -dijo quedamente la abadesa-. Sibihd se ha vuelto loca. No escucha ni habla con nadie. Sólo está sentada, se agita, gime y se ensucia encima, y no se alimenta, aunque si una le pone la comida en la boca con una cuchara, la traga.
El muchacho intentó fruncir el ceño.
- Estúpida - dijo al fin-. Estúpidas monjas. Las bestias lo hacen.
- ¿De veras? -replicó la abadesa, como si ésta fuera una idea nueva para ella-. Pues mira, es muy extraño, ya que nunca he oído hablar de que un ganso le haya puesto morado un ojo a la gansa, o le haya machacado la cabeza con una piedra, o le haya abierto las entrañas con un cuchillo cuando ha terminado. Cuando Dios pone en sus corazones el deseo del uno por la otra, ella se agacha y él acude corriendo. Y una perra en celo saltará por la ventana si le cierras la puerta. ¡Pobres idiotas! ¿Por qué no acampasteis a tres horas de distancia, río abajo, y esperasteis? Al cabo de una semana la mitad de las jóvenes casadas del pueblo se habrían acercado a hurtadillas por la noche para ver el aspecto de los extranjeros. Sí, y también algunas solteras, y hasta quizás algunas de mis muchachas. Pero no podíais esperar, ¿verdad?
- No -dijo el joven, con un espectral asomo de fanfarronada-. Es mejor así...
- Así, así. Oh, sí, querido mío, esta abuela conoce bien tu sistema. El placer dura lo que tardas en contar hasta tres o cuatro, y el resto te proporciona tanta alegría como hacer rodar una piedra cuesta arriba.
En el rostro lívido del joven se dibujó una sonrisa espectral.
- Eres una puta, abuela.
Ella empezó a acariciarle la frente.
- No, nietecito no, pero no todo el latín es el de los Padres de la Iglesia, ¿sabes?, por muy grandes que sean. Mucho es lo que puede encontrarse en esos libros extraños escritos por aquellos que murieron siglos antes de que Nuestro Señor naciera. Escucha.
Y acercándose más a él, le dijo en voz baja:
Bailarina siria, con qué sutileza te contoneas,
Semiebria en la taberna llena de humo, lasciva y procaz,
Tu largo pelo recogido atrás al modo griego, repicando
las castañuelas en tus manos...
El muchacho estaba demasiado débil para hacer algo más que mostrar una expresión de asombro. Entonces la abadesa dijo:
Te quiero tanto que aquel a quien le está permitido sentarse cerca de ti y hablarte me parece como un dios. Cuando estoy cerca de ti, mi espíritu está quebrantado, mi corazón se agita, mi voz se extingue y ni siquiera puedo hablar. Ardo bajo mi piel y no puedo ver; una tormenta estalla en mis oídos y me pongo a sudar como si sufriera fiebres. Me vuelvo más pálido que la hierba cortada y siento que he cambiado profundamente, siento que la Muerte se me ha aproximado".
-
Nadie siente eso -dijo el muchacho, como si estuviera asustado.
- Ellos sí - replicó la abadesa.
- ¡Estás tratando de matarme! -dijo él con un débil tono de alarma.
- No, querido mío. Simplemente, no quiero que mueras ignorante.
Era extraño ver al joven decir tales cosas y, sin embargo, sujetar la mano de la abadesa que había cogido a través de la tela de lana. Ella le acarició la cabeza y el herido susurró:
- Sálvame, vieja bruja.
- Haré lo que pueda -dijo ella-. En cuanto a ti, lo mejor que puedes hacer es no hablar y no atormentarte más. Y ambos intentaremos dormir.
- Reza -le pidió el muchacho.
- Muy bien, pero necesitaré una silla. -Y los guardias, al ver, supongo, que el joven le sujetaba la mano, trajeron una de las grandes sillas de madera de la abadía, que eran, según creo, demasiado vulgares y pesadas para acarrearlas. Entonces la abadesa Radegunda se sentó en la silla y cerró los ojos. Thorfinn pareció dormirse. Me acerqué a la abadesa arrastrándome por el suelo y también yo debí quedarme dormido casi en seguida, pues la siguiente cosa de la que tuve conciencia fue de la luz grisácea que llenaba la capilla. El fuego se había extinguido y alguien agitaba a Radegunda, todavía dormida en su silla, con la cabeza inclinada a un lado. Era Thorvald Einarsson, y le gritaba lleno de excitación en su extraño alemán:
- ¡Mujer! ¿Cómo lo has hecho? ¡¿Cómo lo has hecho?!
- ¿Hacer qué? -preguntó la abadesa con voz áspera-. ¿Ha muerto?
- ¿Muerto? -exclamó el nórdico-. ¡Está curado! ¡Curado! El pulmón está entero, la herida alrededor del corazón está cerrada y los fragmentos astillados de las costillas han vuelto a unirse. ¡Hasta los músculos del pecho empiezan a curar!
- Eso está bien - dijo la abadesa, aún medio dormida-. Déjame en paz.
Thorvald la agitó de nuevo.
- Oh, déjame dormir -insistió ella.
Esta vez el pirata tiró de ella hasta ponerla en pie, y la abadesa gritó:
- ¡Mi espalda, mi espalda! ¡Por todos los santos, mi reumatismo!
Y al mismo tiempo, una voz enfermiza salió de debajo de las telas, enfermiza pero voz de hombre, no de espectro, diciendo algo en nórdico.
- Sí, te obligo -dijo la abadesa-, debes convertirte en seguidor del Cristo Blanco ahora mismo, en este momento. Pero Dominus noster, por favor, ¿quieres hacer entrar en esas duras cabezas que necesito un baño caliente con poleo? Soy demasiado vieja para dormir toda la noche en una silla y estoy llena de dolores de la cabeza a los pies.
Thorfinn habló de nuevo, esta vez en voz más alta.

[...]