CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Conan el triunfador", novela de Robert Jordan. Derechos de autor 1983, Robert Jordan)

El gran montículo de granito, llamado Tor Al´Kiir, se agazapaba en la noche como un maligno sapo, coronado de muros caldos y de columnas ruinosas, testimonios de los fallidos intentos de una veintena de dinastías ofireas por construir allí. Los hombres habían olvidado desde hacía mucho tiempo el origen del nombre de la montaña, pero sabían que era un lugar de infortunio y maldad, y se reían de los antiguos reyes que no les habían igualado en buen juicio. Sin embargo, su risa se teñía de inquietud, pues existía algo en la montaña que hacía oportuno el evitarla, aun en el pensamiento.
Las turbias nubes negras de tormenta que azotaban Ianthe, la gran urbe del sur, con sus cúpulas doradas y chapiteles de alabastro, parecían tener su centro sobre la montaña; pero ningún amortiguado murmullo del trueno que golpeaba las tejas de la capital, ningún resplandor de los relámpagos que hendían las tinieblas como lenguas de dragón, penetraba en las entrañas del Tor Al´Kiir.
La dama Sinelle sabía de la tormenta, aunque no podía oírla. Era apropiada para aquella noche. “Que los cielos se rasguen -pensó-, y que las montañas se partan en honor de su regreso al mundo de los hombres”.
Apenas si había cubierto su alta figura con un justillo de seda negra, estrechamente ceñido con lazos de oro que dejaban al descubierto el contorno superior de senos y caderas. Ninguno de los que la conocían como princesa de Ofir la habría reconocido en aquel momento; sus ojos negros brillaban, su bello rostro parecía esculpido en mármol, su cabello rizado, del color del platino, se arrollaba en torno a su cabeza en prietas espirales, y llevaba puesta una diadema de cadenilla de oro. En la frente de la diadema había cuatro cuernos, símbolo de su rango de Gran Sacerdotisa del dios al que había elegido servir. Pero los brazaletes de hierro negro y liso que llevaba en las muñecas también eran un símbolo, y ella lo odiaba, pues el dios Al´Kiir sólo aceptaba a su servicio a aquellos que reconocieran ser sus esclavos. La seda negra que le colgaba hasta los tobillos y el dobladillo adornado con cuentas de oro se agitaban en torno a sus piernas largas y esbeltas; descalza, guiaba a un grupo de personas hacia lo más hondo de la montaña, por corredores toscamente excavados, iluminados por negros tederos de hierro que sugerían las formas de una cabeza cuatricorne y horrorosa.
Unos veinte guerreros, ataviados con cotas de malla negra y con el rostro cubierto por yelmos que sólo tenían una hendedura por delante y cuatro cuernos -uno de ellos apuntaba a la derecha, otro a la izquierda y los dos restantes se curvaban hacia arriba en la frente-, ofrecían un extraño espectáculo. Parecían más demonios que hombres. Las guardas de sus sables también tenían la forma de cuatro cuernos, y cada uno de ellos llevaba en el pecho, dibujada en color escarlata, la estampa de una monstruosa cabeza astada, visible tan sólo gracias a los fuegos que ardían en los cuencos de hierro que, al extremo de sus respectivas cadenas, colgaban del techo.
Todavía era más extraña la mujer a la que escoltaban, vestida con traje de novia ofirea: diáfanos velos de seda pálida y cerúlea, opacos a causa de su número, estaban sujetos a su cintura con un cordón de oro. Sus largos cabellos, que eran negros como alas de cuervo y caían en rizos sobre sus hombros, estaban entretejidos con pequeñas flores negras de tarla, símbolo de la pureza, e iba descalza en señal de humildad. Se tambaleaba, y rudas manos la sostenían por los brazos para que se mantuviera erguida.
- ¡Sinelle! -gritó, vacilante, la mujer de negros cabellos. Un atisbo de su altanería natural logró sortear la confusión que le producían las drogas-. ¿Dónde estamos, Sinelle? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
El cortejo no se detuvo. Sinelle no parecía haberla oído. Para sus adentros, sólo sentía alivio, porque los efectos de la droga se estaban acabando. Había sido necesaria para llevarse a la mujer de sus aposentos de Ianthe, y había hecho más fácil el prepararla y conducirla hasta allí, pero era necesario que tuviera la mente despejada durante la ceremonia que la aguardaba.
“Poder”, pensó Sinelle. Ninguna mujer podía tenerlo de verdad en Ofir, pero, con todo, era el poder lo que ansiaba. Era el poder lo que ambicionaba. Los hombres creían que Sinelle se daría por contenta con gobernar las fincas que había heredado, y que al final se casaría y cedería el control sobre sus tierras -la propiedad, en todo salvo en el nombre- a su marido. En su ceguera, aquellos locos no habían pensado que por las venas de Sinelle corría sangre regia. Si las antiguas leyes no hubieran prohibido que una mujer tomara la corona, le habría correspondido suceder al rey que en aquellos momentos ocupaba el trono de Ianthe. Éste, que se llamaba Valdric, consumía su tiempo importunando a su séquito de brujos y médicos para que encontraran un remedio a la terrible dolencia que le estaba matando poco a poco, y estaba demasiado ocupado para nombrar un heredero y para ver que, al no nombrarlo él, los aristócratas de Ofir estaban peleando por ocupar la silla que había de quedar libre con su muerte.
Una sonrisa satisfecha y oscura apareció en los labios rojos y carnosos de Sinelle. ¡Que aquellos hombres orgullosos se pavonearan con su armadura y se destriparan mutuamente como lobos hambrientos abandonados en un foso! Despertarían de sus sueños de gloria cuando supieran que la condesa de Asmark había de llamarse reina Sinelle de Ofir, y ella les enseñaría a arrodillarse como canallas en el tormento.
Bruscamente, el pasadizo se ensanchaba en una gran caverna abovedada, cuyo mismo recuerdo se había desvanecido de la memoria de los hombres. Las velas que ardían en las parceles desnudas, talladas en roca viva, alumbraban el liso suelo de roca, sobre el que había tan sólo dos postes de madera altos y también lisos, rematados por la omnipresente cabeza cuatricorne. Poco habían pensado en ornamentos aquellos que habían excavado en una montaña sin nombre en una era ya olvidada. Habían querido construir una prisión para la figura diamantina, del color de la sangre coagulada, que dominaba la antigua gruta, igual que habría dominado el lugar más grande que pudiera concebirse. Parecía una estatua, pero no lo era.
El enorme cuerpo era el de un hombre -si bien su estatura duplicaba a la de un hombre ordinario-, salvo por las grandes garras de seis dedos que tenía por manos. En su cabeza maligna y astada había tres ojos sin párpados, que brillaban oscuramente con un fulgor que devoraba la luz, y su boca era una abertura amplia, sin labios, repleta de hileras de dientes aguzados como alfileres. Los gruesos brazos de la figura estaban ceñidos por brazaletes y muñequeras, cada una con sus correspondientes cuernos. Cubrían su cintura un holgado cinturón y un taparrabos de oro de intrincado trabajo; un flagelo negro enrollado relucía con metálico brillo en un costado; una monstruosa daga, con cuernos a modo de guardas, pendía del otro.
Sinelle sintió que el aliento no le salía de la garganta, como si aquella hubiera sido la primera vez que veía al dios; solía sucederle lo mismo cada vez que lo contemplaba.
- Preparad a la novia para Al´Kiir -ordenó.
Un grito ahogado escapó de la garganta de la mujer vestida de novia; los guardias que la escoltaban la hicieron pasar adelante. Rápidamente, con cuerdas que se clavaron cruelmente en sus suaves carnes, la ataron entre los postes gemelos, arrodillada y con las piernas muy separadas y los brazos en alto sobre la cabeza. Abría como platos sus ojos azules, incapaces de apartarse de la enorme figura que se erguía ante ella; cuando se arrodilló, la mandíbula le colgaba en silencio, como si el terror le hubiera arrebatado incluso la idea de chillar.
Sinelle habló.
- Taramenón.
La mujer atada se sobresaltó al oír el nombre.
- ¿Él también? -gritó-. ¿Qué está ocurriendo, Sinelle? ¡Dímelo!
Sinelle no le respondió.
Uno de los hombres armados se acercó con un pequeño cofre de bronce al oír la llamada y se arrodilló, envarado, frente a la mujer que era a la vez princesa de Ofir y sacerdotisa de Al´Kiir.
Al tiempo que murmuraba hechizos de protección, Sinelle abrió el cofre y fue sacando sus instrumentos y pociones, uno tras otro.
Sinelle había oído hablar por primera vez cuando era niña de Al´Kiir, un dios olvidado por todos, salvo por unos pocos; le habló de él una anciana niñera, que había sido despedida al descubrirse qué especie de siniestros secretos contaba. La vieja apenas había podido explicarle nada antes de que la echaran, pero, ya entonces, la niña había quedado maravillada ante el poder que, según la anciana le había dicho, recibían las sacerdotisas de Al´Kiir, las mujeres que consagraban su cuerpo y su alma al dios de la lascivia y del dolor y llevaban a cabo los abominables ritos que éste exigía. Ya entonces, había soñado con el poder.
Sinelle sacó del cofre un frasco pequeño con tapón de cristal y se acercó a la mujer atada. Retiró con destreza el tapón transparente y, con su extremo húmedo, trazó el signo de los cuernos sobre la frente de la cautiva.
- Esto te ayudará a estar de un humor más propio de una novia, Telima. -Hablaba con voz suave y burlona.
- No lo entiendo, Sinelle -dijo Telima. Su voz se había convertido en un murmullo; dio un respingo que le hizo sacudir la cabeza y el cabello le cubrió el rostro como una nube de medianoche-. ¿Qué está ocurriendo? -gimió.
Sinelle volvió a dejar el frasco en el cofre. Empleando huesos y coágulos de sangre, todo ello pulverizado, trazó una vez más el signo de los cuernos, esta vez sobre el suelo, con gruesos trazos; estos cuernos convergían en el lugar donde la mujer estaba atada a los postes. Un jarrito de jade contenía sangre de virgen; con un pincel de cabello de virgen, Sinelle untó la ancha boca y las robustas cadenas de Al´Kiir. Ya no le quedaba nada por hacer antes de comenzar.
Sin embargo, vaciló. Odiaba aquella parte del ritual, de la misma manera que odiaba los brazaletes de hierro. Nadie iba a presenciarlo, salvo los guardias, que habrían muerto por ella, y Telima, que, de cualquier modo, pronto dejaría de tener importancia para el mundo; pero ella misma sería consciente de lo que ocurría. Sin embargo, tenía que hacerlo. Debía hacerlo.
Se arrodilló con reluctancia delante de la gran estatua, tomó aliento con fuerza, y luego se prosternó con el rostro en tierra y los brazos abiertos.
- Oh, poderoso Al´Kiir -recitó-, señor de la sangre y de la muerte, tu esclava se humilla delante de ti. Su cuerpo es tuyo. Su alma es tuya. Acepta su sumisión y dale el uso que te plazca.
Sus manos temblorosas se aferraron a los grandes tobillos; lentamente, tiró de sí misma hasta que pudo besar los garrudos pies.
- Oh, poderoso Al´Kiir -murmuró-, señor del dolor y la lujuria, tu esclava te trae una doncella en calidad de ofrenda. Su cuerpo es tuyo. Su alma es tuya. Acepta su sumisión y dale el uso que te plazca.
En edades pretéritas, antes de que se construyera la primera cabaña en el reino de Aquerón, que ya llevaba siglos hundido en el polvo, Al´Kiir había sido adorado en la tierra que más adelante habría de llamarse Ofir. El dios exigía como ofrendas a las mujeres más altivas y bellas, y las recibía con constante frecuencia. Se llevaban a cabo ciertos ritos que mancillaban el alma de quienes los realizaban, y hechizaban la mente de quienes los presenciaban.
Finalmente, una cofradía de magos había jurado liberar al mundo del monstruoso dios, y había llevado en la frente la bendición de Mitra y de Asura y de otros dioses olvidados desde hacía ya mucho tiempo. De toda la compañía, sólo había sobrevivido el hechicero Avanrakash, pero éste, con un bastón de poder, había encerrado a Al´Kiir fuera del mundo de los hombres.

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