CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Conde Brass", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor 1973, Michael Moorcock)

Libro primero

Viejos amigos


1. La obsesión de Dorian Hawkmoon
Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir el país de la Kamarg, para repoblar sus pantanos con los gigantescos flamencos escarlatas, los salvajes toros blancos y los enormes caballos unicornios que en otros tiempos habían abundado en aquellas tierras, antes de ser invadidas por los brutales ejércitos del Imperio Oscuro. Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir las atalayas de las fronteras, levantar de nuevo las ciudades y erigir el imponente castillo de Brass en toda su inmensa y masculina belleza. Y, al menos, en estos cinco años de paz, se habían construido murallas más resistentes y atalayas más altas, pues, como Dorian Hawkmoon dijo en cierta ocasión a la reina Flana de Granbretán, el mundo aún era rapaz y apenas existía justicia en él.
Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, y su esposa Yisselda, condesa de Brass, hija del fallecido conde Brass, eran los únicos héroes que quedaban del grupo que había servido al Bastón Rúnico contra el Imperio Oscuro, y derrotado por fin a Granbretán en la gran batalla de Londra, elevando al trono a la reina Flana, la triste reina Flana, para que guiara a su cruel y decadente nación hacia la humanidad y la vitalidad.
El conde Brass había muerto llevándose a la tumba a tres barones (Adaz Promp, Mygel Holst y Saka Gerden), siendo asesinado a su vez por un lancero de la Orden del Macho Cabrío.
Oladahn de las Montañas Búlgaras, domador de fieras y leal amigo de Hawkmoon, había sido despedazado por las hachas de la Orden del Cerdo.
Bowgentle, el antibelicista, el filósofo, había sido mutilado y decapitado por una docena de Cerdos, Machos Cabríos y Sabuesos.
Huillam D´Averc, el gran burlador, que sólo aparentaba creer en su falta de salud, que había amado y sido amado por la reina Flana, había muerto de una forma casi irónica, cuando cabalgó hacia su amada y murió a manos de un soldado de la reina, convencido de que D´Averc la atacaba.
Murieron cuatro héroes. Otros miles, cuyo nombre no inmortalizó la historia, pero también valientes, murieron al servicio del Bastón Rúnico, empeñados en destruir la tiranía del Imperio Oscuro.
Y murió un gran malvado. El barón Meliadus de Kroiden, el más ambicioso, el más ambiguo, el más cruel de todos los aristócratas, murió segado por la hoja de la mística Espada del Amanecer.
Y el mundo destrozado se creyó en libertad.

Pero habían transcurrido cinco años desde entonces. Y habían pasado muchas cosas. Hawkmoon y la condesa de Brass habían engendrado dos hijos. Uno era Manfred, pelirrojo, que había heredado la voz y la salud de su abuelo, y prometía alcanzar también la estatura y fuerza de su abuelo, y la otra era Yarmila, depositaria del cabello rubio y la fuerza de voluntad de su madre, así como de su belleza. Poseían escasas características de los duques de Colonia, y quizá por ello Dorian Hawkmoon amaba a sus hijos con tan desmesurada pasión.
Y frente a las murallas del castillo de Brass se alzaban las estatuas de los cuatro héroes muertos, para recordar a los habitantes del castillo por qué habían luchando y a qué precio. Y Dorian Hawkmoon solía ir con sus hijos a ver las estatuas, y les hablaba del Imperio Oscuro y sus desmanes. Y a ellos les gustaba escucharle. Y Manfred aseguraba a su padre que, cuando creciera, sus hazañas serían comparables a las del conde Brass, a quien tanto se parecía.
Y Hawkmoon abundaba en su confianza de que los héroes no fueran necesarios cuando Manfred creciera.
Después, al ver reflejada la decepción en el rostro de su hijo, lanzaba una carcajada y decía que había muchas clases de héroes, y que si Manfred poseía la sabiduría, la diplomacia y el acendrado sentido de la justicia de su abuelo, llegaría a convertirse en la mejor clase de héroe: un justiciero. Y Manfred se consolaba sólo en parte, porque a los cuatro años resulta más romántico un guerrero que un juez.
Y, en ocasiones, Hawkmoon y Yisselda iban a cabalgar con sus hijos por las marismas salvajes de la Kamarg, bajo amplísimos cielos de colores pastel, de rojos y amarillos apagados, en que las cañas eran pardas y verde oscuro y naranja y, en la estación propicia, se inclinaban bajo la fuerza del mistral. Y veían manadas de toros blancos o de caballos con cuernos. Y veían bandadas de enormes flamencos escarlatas que de repente remontaban el vuelo y agitaban sus enormes alas sobre las cabezas de los humanos que invadían su territorio, ignorantes de que era responsabilidad de Dorian Hawkmoon, como antes del conde Brass, proteger la fauna silvestre de la Kamarg y no atentar jamás contra su vida, y sólo a veces adiestraban a algunas especies para facilitar el transporte por tierra y por aire. Por ese motivo se habían construido las grandes atalayas, y por eso los hombres que las ocupaban recibían el apelativo de Guardianes. Sin embargo, ahora también protegían a los humanos tanto como a los animales, les protegían de cualquier amenaza que acechara al otro lado de las fronteras de la Kamarg (pues sólo los extranjeros considerarían peligrosos a unos animales únicos en el mundo). Los únicos animales que se cazaban en los marjales, excepto para comer, eran los baragones, cosas que en otro tiempo habían sido hombres, antes de convertirse en las víctimas de horrísonos experimentos llevados a cabo por un perverso Señor Protector, que había sido ejecutado por el viejo conde Brass. De todos modos, ya sólo quedaban uno o dos baragones en la Kamarg, y a los cazadores no les costaba mucho identificarlos; superaban los dos metros y medio de estatura, medían un metro y medio de anchura, su color era similar al de la bilis y se arrastraban sobre sus estómagos por los pantanos, aunque a veces se erguían para precipitarse sobre la primera presa que localizaban en los marjales. Cuando salían a cabalgar, Dorian Hawkmoon y Yisselda evitaban los lugares todavía habitados por baragones.
Hawkmoon amaba a la Kamarg más que a su tierra natal, en la lejana Alemania, e incluso había renunciado a su título en aquellos parajes, ahora gobernados sabiamente por un consejo democrático, como ocurría en muchos territorios europeos que habían perdido a sus soberanos hereditarios y se habían decantado, tras la derrota del Imperio Oscuro, para convertirse en repúblicas.
Y aunque, por todo ello, Dorian Hawkmoon era amado y respetado por los habitantes de la Kamarg, era consciente de que no había podido sustituir al viejo conde Brass en el fondo de sus corazones. Nunca podría lograrlo. Solicitaban el consejo de la condesa Yisselda tanto como el suyo, y tenían en gran estima al joven Manfred, a quien veían casi como a la reencarnación de su viejo Señor Protector.
Este cúmulo de circunstancias habría agraviado a otro hombre, pero Dorian Hawkmoon, que había querido al conde Brass tanto como ellos, las aceptaba de buen grado. Ya tenía bastante de heroicidades y gestas. Prefería vivir como un caballero criado en el campo y, siempre que era posible, dejaba que el pueblo se ocupara de sus propios asuntos. Sus ambiciones eran sencillas: amar a su bella esposa Yisselda y procurar la felicidad de sus hijos. Sus días de forjador de la historia habían terminado. De sus batallas contra Granbretán sólo quedaba una cicatriz de extraña forma en el centro de su frente, donde en otro tiempo descansaba la ominosa Joya Negra, el Roecerebros injertado allí por el barón Kalan de Vitall cuando, años antes, Hawkmoon había sido reclutado contra su voluntad a las órdenes del Imperio Oscuro, en su lucha contra el conde Brass. Ahora, la joya ya no existía, ni tampoco el barón Kalan, que se había suicidado tras la batalla de Londra. Brillante científico, aunque tal vez el más perverso de todos los barones de Granbretán, Kalan se había negado a continuar existiendo bajo el nuevo y, desde su punto de vista, menos rígido orden impuesto por la reina Flana, que había sucedido al emperador Huon después de que el barón Meliadus le había asesinado, en un esfuerzo desesperado por hacerse con el control de la política de Granbretán.
Hawkmoon se preguntaba a veces qué habría ocurrido si el barón Kalan o Taragorm, Señor del Palacio del Tiempo, que había perecido cuando una de las monstruosas armas de Kalan estalló durante la batalla de Londra, hubieran sobrevivido. ¿Habrían ofrecido sus servicios a la reina Flana, y empleado sus talentos en reconstruir el mundo que habían contribuido a destruir? Probablemente no, decidía. Estaban locos. Estaban muy influenciados por la perversa y demencial filosofía que había impulsado a Granbretán a declarar la guerra al mundo y casi conquistarlo.
Después de una cabalgada por los marjales, la familia regresó a Aigües-Mortes, la antigua ciudad amurallada que era capital de la Kamarg, y al castillo de Brass, que se alzaba sobre una colina en el mismo centro del casco urbano. El castillo, construido con la misma piedra blanca de casi todas las casas, era una mezcla de estilos arquitectónicos que no parecían encajar muy bien. A lo largo de los siglos se habían realizado añadidos y restauraciones; según el capricho de los diferentes propietarios se habían derruido partes o construido otras. La mayoría de las ventanas consistían en vidrieras de colores, profusamente trabajadas, pero los marcos tanto eran redondos, como cuadrados, rectangulares u ovales. Torres y torretas sobresalían de la masa de piedra principal, en los lugares más sorprendentes; incluso había uno o dos minaretes, al estilo de los palacios árabes. Y Dorian Hawkmoon, siguiendo la tradición de su Alemania natal, había ordenado colocar muchas astas, en cuyo extremo flotaban hermosas banderas de colores, incluyendo las de los condes de Brass y los duque de Colonia. Los canalones del castillo adoptaban forma de gárgolas, y muchos aguilones labrados en piedra imitaban la forma de algún animal kamarguiano: el toro, el flamenco, el caballo unicornio y el oso de los marjales.
El castillo de Brass, al igual que en los días del propio conde Brass, tenía una apariencia impresionante y confortable al mismo tiempo. El castillo no había sido construido para que el gusto o el poder de sus habitantes impresionaran a nadie. Aunque se había demostrado su resistencia, tampoco había sido construido con ese fin, y no se tuvieron en cuenta consideraciones estéticas a la hora de reconstruirlo. Su objetivo era la comodidad, cosa rara en un castillo, ¡Tal vez era el único castillo en el mundo erigido con tal idea! Incluso los jardines terraplenados, situados en el exterior del castillo, poseían un aspecto hogareño, pues en ellos crecían verduras y flores de todo tipo, suministrando los productos básicos no sólo al castillo, sino a buena parte de la ciudad.
Cuando volvían de sus excursiones a caballo, la familia tomaba una cena suculenta pero sencilla, que compartían con muchos de sus sirvientes; después, Yisselda acostaba a los niños y les contaba un cuento. A veces, el cuento era muy antiguo, anterior al Milenio Trágico, en otras lo inventaba ella misma, y en algunas ocasiones, ante la insistencia de Manfred y Yarmila, llamaba a Dorian Hawkmoon para que les contara algunas de sus aventuras en lejanos países, cuando servía al Bastón Rúnico. Les narraba su encuentro con el pequeño Oladahn, cuyo cuerpo y rostro estaban cubiertos de fino vello rojizo, y que se jactaba de ser descendiente de los Gigantes de la Montaña. Les hablaba de Amarehk, enclavada más allá del gran mar, en dirección norte, y de la ciudad mágica de Dnark, donde había visto por primera vez al Bastón Rúnico. Hawkmoon debía modificar tales narraciones, por supuesto, pues la verdad era más siniestra y terrible de lo que muchas mentes adultas podían concebir. Hablaba sobre todo de sus amigos muertos y sus nobles hazañas, y mantenía vivo el recuerdo del conde Brass, Bowgentle, D´Averc y Oladahn. La fama de dichas hazañas se había extendido ya por toda Europa.
Y cuando los cuentos concluían, Yisselda y Dorian Hawkmoon se sentaban en mullidas butacas, a cada lado del gran hogar sobre el que colgaban la armadura de latón y la espada del conde Brass, y charlaban o leían.
De vez en cuando recibían cartas de Londra, en las que la reina Flana les refería los progresos de su política. Londra, aquella enfermiza ciudad de altos techos, había sido derruida casi por completo, y se habían levantado hermosos edificios abiertos en ambas orillas del río Thayme, cuyas aguas ya no eran rojas como la sangre. Se había abolido el uso de máscaras y la inmensa mayoría de la población de Granbretán se había acostumbrado, pasado un cierto tiempo, a descubrir su rostro, aunque había sido necesario administrar suaves correctivos a algunos testarudos, empeñados en aferrarse a los viejos y demenciales usos del Imperio Oscuro. Las Órdenes de las Bestias también habían sido prohibidas, y se había alentado a la gente a abandonar la oscuridad de sus ciudades y volver a la casi desierta campiña de Granbretán, abundante en bosques de robles, olmos o pinos que se extendían kilómetros y kilómetros. Durante siglos, Granbretán había vivido del

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