CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Lavondyss", novela de Robert Holdstock. Derechos de autor 1988, Robert Holdstock)

[GABERLUNGI]

Máscara Blanca

La luna brillante, que pendía casi al alcance de la mano sobre la Colina Barrow, iluminaba los campos amortajados en nieve y hacía que el paisaje invernal pareciera tener una tenue luz propia. Era un lugar sin vida, sin rasgos característicos, pero aun así las formas de los campos destacaban con claridad, salpicados por las sombras de los negros bosquecillos de robles que los bordeaban. A lo lejos, saliendo de la sombra alrededor del prado llamado Las Cepas, la figura espectral se movió de nuevo, siguiendo un sendero oculto sobre la elevación del terreno, y luego hacia la izquierda, al refugio de los árboles. Se quedó allí, de pie, visible ahora sólo para el anciano que la miraba desde la Granja Stretley; y devolviéndole la mirada. La capa que llevaba era oscura, se ocultaba el rostro con la capucha. Al moverse por segunda vez, acercándose cada vez más a la granja, dejó atrás el bosque oscuro. Se encorvaba a cada paso, quizá por el frío navideño. Allá por donde pasaba, dejaba un profundo surco en la nieve recién caída.
De pie junto a la valla de la granja, aguardando el momento que sabía debía llegar, Owen Keeton oyó que su nieta empezaba a llorar. Se volvió hacia la casa oscura y escuchó con atención. Los sollozos eran apenas gemidos; un sueño, quizá. El bebé volvió a callarse.
Keeton retrocedió sobre sus pasos por el jardín, entró en el calor de la casa y se sacudió la nieve de las botas. Se dirigió hacia la sala, avivó el fuego con el atizador metálico hasta que las llamas chisporrotearon de nuevo, y luego se situó junto a la ventana y contempló la carretera que llevaba a Shadoxhurst, el pueblo más cercano a la granja. Le llegaba a duras penas el sonido de los villancicos. Consultó el reloj situado sobre la chimenea, y se dio cuenta de que el día de Navidad había empezado hacía tres minutos.
Junto a la mesa de la sala, contempló el libro de folclore y leyendas que sobre ella yacía abierto. La letra era estilizada, las páginas gruesas y el papel de buena calidad. Las ilustraciones, a todo color, eran exquisitas. Amaba aquel libro, e iba a regalárselo a su nieta. Las imágenes de héroes y caballeros le inspiraban. El tono galés de los nombres y los lugares le hacía añorar los entornos perdidos, las voces perdidas de su juventud en las montañas de su tierra natal. Las historias épicas habían llenado su mente con el sonido de la batalla, el grito de guerra, el crujir de las hojas, el revoloteo de los pájaros en los claros de un bosque encantado.
Ahora había algo más en el libro, un texto escrito en los espacios en blanco alrededor de la letra impresa: una carta. Una carta a la niña.
Pasó las páginas hasta llegar al principio de esa carta, donde empezaba el capítulo de Arturo de los britanos. Repasó rápidamente las palabras:

Mi querida Tallis: sólo soy un anciano que te escribe en una fría noche de diciembre. Me pregunto si te gustará la nieve tanto como a mí, y si lamentarás igual que yo su manera de encerrarte. La nieve tiene recuerdos antiguos. Ya lo descubrirás en su momento, porque ahora sé de dónde vienes...

Pese a la vivacidad de las llamas, pese a la gruesa chaqueta que llevaba, Keeton se estremeció. Clavó los ojos en la pared, más allá de la cual el jardín cubierto de nieve llegaba hasta los campos, hasta la figura encapuchada que se acercaba a él. Sintió la necesidad apremiante de terminar la carta. Era un pánico nervioso. Le atenazaba el corazón y el estómago, y la mano que buscó la pluma temblaba violentamente. El sonido del reloj parecía cada vez más fuerte, pero el anciano se resistió a la tentación de mirarlo, de ver el paso del tiempo, tan poco tiempo, tan escasos minutos...

Damos vida a los fantasmas, Tallis, y los fantasmas pueblan nuestra visión periférica. Tienen una sabiduría que nosotros compartimos aún, pese a que la hayamos olvidado. ¡Pero el bosque es nosotros, y nosotros somos el bosque! Tú lo descubrirás. Descubrirás los nombres. Olfatearás ese invierno de otrora, mucho más cruel que esta sencilla nieve navideña. Y, cuando lo hagas, estarás siguiendo un sendero antiguo, un sendero importante. Yo lo estaba siguiendo hasta que ellos me abandonaron...

Siguió escribiendo, pasando las páginas, llenando los márgenes, enlazando sus propias palabras a la niña inconsciente con palabras de fábula, formando así una cadena que sería importante para ella en su futuro.
Cuando terminó la carta, secó el exceso de tinta con el pañuelo y cerró el libro. Lo envolvió en grueso papel marrón y lo ató con un trozo de cordel.
Sobre el papel marrón, escribió un sencillo mensaje: A Tallis, en su quinto cumpleaños, del abuelo Owen.
Volvió a abrocharse la chaqueta y salió de nuevo a la noche fría y silenciosa del invierno. Se quedó un momento junto a la puerta, asustado, nervioso. La figura encapuchada había cruzado los campos y estaba junto a la puerta de la valla. Contemplaba la casa. Keeton titubeó un momento más, y luego se dirigió hacia ella.
Sólo la valla los separaba. Keeton temblaba en su chaqueta gruesa, pero el cuerpo le ardía. La mujer tenía el rostro cubierto por la capucha, y no pudo vislumbrar cuál de las tres era. Ella debió de ser consciente de sus dudas, puesto que alzó la cabeza ligeramente y se volvió hacia él. Cuando lo hizo, Keeton se dio cuenta de que ella no lo había estado mirando. Una máscara blanca brillaba bajo la capucha de lana.
- Así que eres tú... -susurró Keeton.
A lo lejos, descendiendo por los terraplenes de la Colina Barrow, divisó otras tres figuras encapuchadas. Como si fueran conscientes de que las había visto, se detuvieron y parecieron fundirse con la blancura del terreno.
- Estaba empezando a comprender -dijo Keeton, casi con amargura-. Había empezado a comprender. Y ahora, me abandonáis...
Dentro de la casa, la niña gimió. Máscara Blanca miró hacia la ventana, pero el sollozo había sido momentáneo también esta vez. Keeton contempló a la mujer fantasma, y no pudo evitar que las lágrimas le escocieran en los ojos. Ella le devolvió la mirada, y a Keeton le pareció atisbar algún rastro de su cara a través de los diminutos agujeros que eran los ojos.
- Escúchame -dijo con suavidad-, tengo que pedirte una cosa. Acaban de perder a su hijo. Lo derribaron sobre Bélgica. Lo han perdido, el dolor tardará años en desaparecer. Si os lleváis a la hija ahora..., si os lleváis a su hija... -Se estremeció, se frotó los ojos con una mano e inhaló una profunda bocanada de aire gélido. Máscara Blanca lo miró sin moverse, sin hablar-. Concededles unos cuantos años, por favor. Si no me queréis a mí... al menos concededles unos cuantos años con la niña...
Lentamente, Máscara Blanca alzó un dedo hasta los labios de la madera pintada de tiza que le cubría el rostro. Keeton pudo ver cuán viejo era aquel dedo, cuán arrugada estaba la piel de aquella mano, cuán pequeña era la mano.
Entonces, la mujer se dio la vuelta y huyó de él, la capa oscura flotando a su espalda, sus pies levantando un rocío de nieve. En medio del campo, se detuvo y se volvió. Keeton oyó el sonido agudo de su risa. Cuando echó a correr por segunda vez, fue hacia el oeste, hacia el bosque de sombras, el Bosque Ryhope. En la Colina Barrow, sus compañeras también corrían.
Keeton conocía bien la zona. Enseguida advirtió que las tres figuras se reunirían al borde del prado de Piedras Stretley, donde cinco piedras con inscripciones en ogham [Ogham: tipo de escritura utilizada antiguamente en Irlanda y en otros pueblos célticos, consistente en veinte caracteres derivados de las runas. (N. de la T.)] señalaban el emplazamiento de antiquísimas tumbas.
Se sentía a la vez aliviado e intrigado. Aliviado porque Máscara Blanca había accedido a su petición, de eso estaba seguro. No volverían a por Tallis hasta dentro de muchos años. Sí, estaba seguro.
Y le intrigaban las Piedras Stretley, y las mujeres fantasma que convergían hacia ellas.
La niña estaría a salvo...
Miró a su alrededor, sintiéndose culpable. La casa estaba en silencio.
La niña estaría a salvo, no le pasaría nada por unos minutos..., sólo unos minutos..., él volvería mucho antes de que los padres de Tallis regresaran del servicio religioso navideño.
Las Piedras Stretley lo atraían. Se abrigó aún más en la chaqueta, abrió la puerta de la valla y empezó a caminar por la profunda nieve del campo. Siguió las huellas de Máscara Blanca, y pronto se encontró corriendo para ver qué harían en el prado donde yacían las piedras grabadas...



[ENCRUCIJADORA]

Terraplenes


I

- Entonces, ¿aún no conoces el nombre secreto de este lugar? -volvió a preguntar el señor Williams.
- No -asintió Tallis-. Aún no. Quizá no llegue a conocerlo. Es muy difícil averiguar los nombres secretos. Están en una parte de la mente muy aislada de la zona "pensante".
- ¿De veras?
Habían llegado al final de Prado Rugoso, caminando lentamente bajo el intenso calor veraniego, y Tallis saltó la empalizada. El señor Williams, que era un anciano muy corpulento, maniobró con suma cautela para salvar la estructura de madera. A medio camino, hizo una pausa y le dirigió una sonrisa casi apologética. Lamento hacerte esperar.
Tallis Keeton era alta para tener trece años, pero muy delgada. Se sentía impotente al ver a aquel hombre. Estaba segura de que sería inútil ofrecerle una mano, así que se las metió en los bolsillos del vestido veraniego, y dio una patadita en el suelo.
Cuando hubo logrado cruzar al otro campo, el señor Williams sonrió, esta vez con satisfacción. Se pasó una mano por el espeso pelo largo, y se enrolló las mangas de la camisa. Llevaba la chaqueta colgada del brazo. Siguieron caminando hacia el pequeño arroyo que Tallis denominaba Agua del Zorro.
- ¿Y ni siquiera conocer el nombre común del lugar? -insistió él, continuando con la conversación.
- Ni siquiera ése -respondió Tallis-. A veces los nombres comunes también son difíciles. Tengo que encontrar a alguien que haya estado allí, o que lo haya oído.

[...]