CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Alas nocturnas", novela corta de Robert Silverberg. Derechos de autor 1969, Robert Silverberg)

I
Ruma es una ciudad construida sobre siete colinas. Dicen que fue una gran capital en uno de los ciclos pasados. De esto no sé nada, puesto que pertenezco a la hermandad de los Vigías y no a la de los Memorizadores; pero cuando hube divisado por primera vez a Ruma, al llegar desde el sur en el crepúsculo, pude darme cuenta de que realmente debió haber sido muy importante. Aún ahora es una gran ciudad, con muchos miles de habitantes.
Sus altas torres se erguían destacándose contra el sol poniente. Las luces comenzaban a brillar, atractivas. Hacia mi izquierda el cielo se incendiaba a medida que el sol iba renunciando a sus dominios. Franjas de colores azul, violeta y carmesí se enroscaban y retorcían en la danza precursora de la noche. A mi derecha, ya estaba oscuro. Traté, sin éxito, de identificar las siete colinas, sabiendo sin embargo que ésta era la Ruma majestuosa, hacia la cual todos los caminos conducían. En ese momento sentí reverencia y respeto por las obras de nuestros antepasados.
Nos detuvimos a descansar a la vera del largo camino recto, siempre mirando hacia Ruma. Entonces hablé:
- Es una bella ciudad. Creo que hallaremos trabajo.
Cerca de mi Avluela movió sus alas irisadas.
- ¿Y comida? -preguntó con su voz aguda- ¿Y refugio? ¿Y vino?
- También -repliqué-, hallaremos también todo esto.
- ¿Cuánto hace que caminamos, Vigía?- me preguntó.
- Dos días y tres noches.
- Si lo hubiera hecho volando, hubiera tardado mucho menos.
- Tú sí -le contesté-, pero nos hubieras dejado muy atrás, para nunca volvernos a ver. ¿Es ése tu deseo?
Entonces se me acercó y frotó cariñosamente la burda tela de mi manga. Luego se apretó contra mí tal como lo hubiera hecho un gatito mimoso. Sus alas se desplegaron, y eran un sutil encaje, a través del cual se distorsionaban mágicamente las luces del crepúsculo y las que se iban encendiendo en la ciudad. Pude sentir entonces la fragancia de su pelo, mientras la rodeaba con mis brazos envolviendo su cuerpo estilizado como el de un muchachito.
Me dijo:
- Tú sabes que mi deseo es quedarme contigo para siempre, Vigía. ¡Para siempre!
- Sí, Avluela. Y seremos felices -dije, mientras la soltaba.
- ¿Entraremos en Ruma ahora?
- Creo que deberíamos esperar a Gormon -le dije mientras hacía un gesto negativo con la cabeza-. Pronto estará de vuelta de sus exploraciones. -No quise que supiera que estaba agotado. Era una niña de diecisiete años; ¿qué podía saber del cansancio de la edad? Soy viejo. Es verdad que no tan viejo como Ruma, pero bastante viejo.
- Mientras esperamos, ¿puedo volar?
- Vuela -le dije.
Me acuclillé al lado del carrito y acerqué mis manos al calor del generador, que vibraba rítmicamente, mientras Avluela se preparaba a volar. Primero se quitó los vestidos, porque sus alas son débiles y no pueden levantar el peso agregado. Con destreza y suavidad se liberó de las burbujas vítreas que cubrían sus pies, de la chaqueta carmesí y de los suaves y peludos pantalones. La luz, al desvanecerse en el oeste, cubrió su esbelta figura. Como todos los Voladores, su cuerpo no tenía un gramo de más: sus senos se reducían a dos leves protuberancias, sus nalgas eran chatas y sus muslos tan delgados que cuando estaba de pie quedaba entre ellos una amplia separación.
¿Pesaría cincuenta kilos? No creo que tanto. Mirándola, y por comparación, me sentí gordo, ligado a la tierra, un ser de grosera continencia, y sin embargo no soy grueso ni pesado.
Cerca del camino se puso de rodillas en tierra, con la cabeza tocando el suelo, musitando el ritual de los Voladores. Me daba la espalda. Sus delicadas alas temblaban llenas de vida y la nimbaron de rosa, como una frágil capa batida por el viento. Nunca fui capaz de comprender cómo tan tenues alas podían levantar siquiera una forma tan grácil como la de Avluela. No eran alas de halcón, eran alas de mariposa, surcadas por venas, y transparentes, con zonas pigmentadas de ébano, turquesa y escarlata. Un fuerte ligamento las unía a los chatos músculos que tenia debajo de los omóplatos, pero carecía de las bandas de fuertes tendones que son necesarios para el vuelo y del macizo hueso del pecho común a las criaturas voladoras. Oh, bien sé que los Voladores usan algo más que sus músculos para remontarse y que en sus iniciaciones existen rituales mágicos. Aun siendo yo miembro de los Vigías, era escéptico en lo que se refería a las hermandades más misteriosas.
Avluela terminó de musitar su ritual. Se puso de pie y aprovechando la brisa, se elevó a cierta distancia del suelo. Allí se mantuvo, suspendida sobre el cielo y la tierra mientras sus alas se movían frenéticamente. Todavía no había oscurecido y las alas de Avluela eran solamente alas para la noche. De día no podía volar, pues la terrible presión del viento solar la precipitaría a tierra si lo hiciera. Ahora, a mitad de camino entre el crepúsculo y la oscuridad, no era, aún el mejor momento para elevarse. La vi lanzarse hacia el este, recortándose contra el resto de luz. No solamente sus alas, sino también sus brazos batían el aire; su carita revelaba la intensa concentración mientras sus delgados labios repetían las palabras de su hermandad. Se plegó sobre sí misma y luego salió disparada, la cabeza hacia un lado y las piernas a otro y, abruptamente, comenzó a flotar horizontalmente, mirando hacia abajo, batiendo el aire con sus alas. ¡Arriba, Avluela, arriba!
Y arriba iba, conquistando por el mero esfuerzo de su voluntad los vestigios de luz aún existentes.
Con placer contemplé su desnuda figura recortándose sobre la oscuridad. La podía ver claramente pues los ojos de un Vigía son agudos. La altura a la que volaba era de cinco veces la suya propia; ahora, sus alas se hallaban totalmente desplegadas, y esto hacía que las torres de Ruma se eclipsaran parcialmente para mí. Me saludó con la mano. Le tiré un beso y le dije palabras de amor. Los Vigías no se casan ni tienen descendencia, pero Avluela era como una hija para mi y me enorgullecía enormemente el verla volar. Hacia ya un año que viajábamos juntos, desde que nos habíamos encontrado en Agupto, pero a mi me parecía que la hubiera conocido toda mi larga vida. Ella fue quien me insufló renovadas fuerzas. No sé cuál fue la escondida faceta mía que ella logró revelar. ¿Seguridad? ¿Sabiduría? ¿Una continuidad con los tiempos que precedieron su nacimiento? Todo mi anhelo consistía en que ella me profesara el mismo cariño que yo le tenia.
Ahora se hallaba lejos. Estaba entregada a múltiples piruetas, zambullidas, elevaciones, giros y alados pesos de danza. Su largo pelo renegrido volaba alrededor de ella. Su cuerpo parecía solamente un apéndice de las dos enormes alas que relucían, pulsaban y brillaban en la noche. Se elevó, feliz de su aérea libertad, haciéndome sentir aún más pegado al suelo, y como un rayo se dirigió ligera en dirección a Ruma. Todo lo que vi de ella fueron las plantas de sus pies, las puntas de sus alas, y luego desapareció.
Suspiré y puse mis manos bajo mis brazos, para calentarlas. ¿Por qué sentía frío mientras una muchachita como Avluela podía volar desnuda por el aire?
Nos hallábamos en la duodécima de las veinte horas, momento en que yo debía realizar mi tarea de Vigía. Fui hasta el carretón, abrí las cajas y preparé los instrumentos. Algunas de las cubiertas de los diales estaban ya borrosas y amarillentas, las agujas habían perdido su fluorescencia; las cubiertas de los instrumentos tenían manchas de salitre, restos de la época en que los piratas me asaltaron en el océano terrestre. Los niveles y los señaladores, gastados y resquebrajados, respondieron a mi contacto, cuando comenzaron las operaciones preliminares. Primero se ruega para obtener una mente pura y perceptiva; luego se crea la afinidad para con los instrumentos y finalmente se precede a realizar la observación propiamente dicha, interrogando a los cielos en búsqueda de los enemigos del hombre. Tales son mi habilidad y mi pericia. Mientras manipulaba llaves y botones trataba de dejar mi mente libre de todo otro pensamiento, a fin de que yo mismo me transformara en una extensión de mis instrumentos.
Acababa de traspasar el umbral, y me hallaba en la primera fase de mi tarea de Vigía cuando oí una voz resonante que dijo a mis espaldas:
- Bien, Vigía, ¿cómo va eso?


II
Me desplomé sobre mi carrito. Sentía un verdadero dolor físico cuando alguien me arrancaba tan inesperadamente de mi trabajo. Por un momento me pareció que garras gigantescas atenazaban mi corazón. Mi cara se enrojeció, mis ojos se negaban a enfocar y la saliva escapaba de mi boca. Tan pronto como me fue posible tomé las medidas protectoras adecuadas para aliviar el esfuerzo metabólico y me aparté de mis instrumentos. Ocultando mi temblor cuanto me fue posible, me volví.
Gormon, el otro miembro de nuestro grupo, había aparecido y se hallaba parado, con cierto garbo, a mi lado, mientras reía divertido por mi malestar. Sin embargo, no pude enojarme. No se debe demostrar disgusto hacia una persona sin hermandad, no importa cuál fuere la provocación recibida.
Con esfuerzo, le dije:
- ¿Has pasado bien este rato?
- Ya lo creo. ¿Dónde está Avluela?
Señalé hacia arriba. Gormon asintió.
- ¿Qué has hallado? -le pregunté.
- He averiguado que esta ciudad es, indudablemente, Ruma.
- Nunca lo dudé.
- Yo sí. Pero ahora tengo pruebas.
- ¿Cómo dices?
- Mira en mi sobrebolsa.
De su túnica sacó su sobrebolsa, la abrió para poder introducir en ella su mano y refunfuñando, comenzó a sacar un objeto pesado. Era una larga columna de mármol, de piedra blanca y estriada, con innumerables marcas dejadas por los años.
- ¡De un templo de la Ruma Imperial! -dijo Gormon, exultante.
- No deberías haberla cogido.
- ¡Espera! ¡Hay algo más! -y hundió la mano nuevamente. La sacó con un puñado de placas circulares de metal, que luego desparramó, tintineando, a mis pies.- ¡Monedas! ¡Dinero! Míralas, Vigía, llevan grabadas las imágenes de los Césares.
- ¿De quiénes?
- De sus antiguos gobernantes. ¿No conoces la historia de los ciclos pasados?
Lo miré con curiosidad.
- Tú dices no pertenecer a ninguna hermandad, Gormon. ¿Puede ser que seas un Memorizador, y estés tratando de ocultármelo?
- Mírame, Vigía. ¿Podría pertenecer yo a hermandad alguna? ¿Aceptarían a un Mutante?
- Es cierto -repliqué, reparando una vez más en su color dorado, en la piel gruesa y de consistencia cérea, en su boca deformada. Gormon había sido criado en base a drogas teratogénicas. Era un monstruo, no carente de cierto atractivo, pero un monstruo, un Mutante considerado fuera de las leyes y de las costumbres de los hombres tal como se practican en el Tercer Ciclo de civilización. Y los Mutantes no pertenecen a hermandad alguna.
- Todavía hay más -dijo Gormon. La sobrebolsa era de capacidad infinita; todo un mundo podía introducirse en su encogido buche, y sin embargo su tamaño no sobrepasaría el de la mano de un hombre. Gormon sacó de ella pequeñas piezas de maquinaria, elementos para leer, un objeto angular de metal marrón que podría ser una antigua herramienta, tres láminas cuadradas de cristal, cinco hojas de papel (¡papel!) y una buena cantidad de otras reliquias-. ¿Has visto? -dijo- ¡Un paseo provechoso, Vigía! Y ten en cuenta que esto no ha sido cogido al azar. Todo está registrado, marcado, individualizado el estrato, estimada la edad, determinada la posición cuando se hallaba in situ. Esto representa diez mil años de la historia de Ruma.
- No sé si es correcto que te hayas llevado esas cosas -dijo dubitativamente.
- ¿Y por qué no? ¿Quién va a echarlas de menos? ¿A quién, en este ciclo, le importa el pasado?
- A los Memorizadores.
- No necesitan objetos sólidos para ayudarse en su labor.
- ¿Y para qué quieres tú esas cosas?
- El pasado me interesa, Vigía. Si bien no pertenezco a ninguna hermandad, tengo necesidad de ciertos conocimientos. ¿Está mal? ¿Está prohibido, a un monstruo como yo, la persecución de la sabiduría?
- No, no, nada de eso. Busca y toma lo que desees. Trata de realizar tus aspiraciones tal como tú lo entiendes. Estamos en Ruma. Entraremos al amanecer. Espero hallar trabajo allí.
- Puedes llegar a tener problemas.
- ¿Cómo dices?
- Sin duda ya ha de haber muchos Vigías en Ruma. Pienso que tal vez tus servicios no sean necesarios.
- Trataré de hallar favor en el príncipe de Ruma -le contesté.
- El príncipe de Ruma es un hombre cruel, frío y duro.
- ¿Sabes algo acerca de él?
- Poco -dijo Gormon con una sacudida de hombros Comenzó a guardar los objetos nuevamente en la sobrebolsa- Prueba suerte, Vigía. ¿Qué otra posibilidad tienes?
- Tienes razón, ninguna otra -le contesté. Gormon rió, pero yo no.
Se afanó por guardar su botín del pasado. Sus palabras me hundieron en una profunda depresión. Me parecía tan seguro de sí mismo, en un mundo inseguro, este hombre sin hermandad, este monstruo mutado, este ser de mirada no humana. ¿Cómo podía mostrarse tan frío, tan indiferente? No le daba importancia a las posibles calamidades, y se burlaba de quienes admitían tener miedo. Gormon se había unido a nosotros hacia nueve días, cuando le encontramos en la antigua ciudad tan cercana al volcán, hacia el sur, junto al mar. No fui yo quien sugerí que se uniera a nosotros. En realidad, se invitó a sí mismo, y acepté porque Avluela me lo pidió. Los caminos son oscuros y fríos en esta época del año, abundan bestias de muchas especies y un hombre viejo que viaja con una niña, bien puede pensar en llevar consigo a un sujeto musculoso como Gormon. Sin embargo, había veces en que deseaba que no hubiera venido con nosotros, y ésta era una de ellas.
Lentamente caminé hacia donde estaba mi equipo.
Gormon dijo, como si acabara de darse cuenta:
- Te interrumpí en tu tarea de Vigía
- Sí, así fue -contesté con suavidad.
- Lo siento. Comienza nuevamente, te dejaré tranquilo. -Y me dedicó su extraña sonrisa, tan llena de encanto que hacia olvidar la arrogancia de sus palabras.
Manejé nuevamente los controles y tomé contacto con los manipuladores. Pero no me hundí nuevamente en mi tarea de Vigía, porque permanecí consciente de la presencia de Gormon, y temí que en cualquier momento pudiera interrumpir dolorosamente mi atención, a pesar de sus promesas. Después de un rato me aparté de mis aparatos Gormon se mantuvo de pie del otro lado del camino, doblando el cuello para avistar un signo que indicara la presencia de Avluela. En el momento en que lo miré, se volvió hacia mí diciendo:
- ¿Pasó algo, Vigía?
- No. Simplemente que el momento no es propicio para que realice mi tarea. Esperaré.
- Dime -me preguntó-, cuando los enemigos de la tierra se aproximen, ¿tus instrumentos te lo harán saber?
- Espero que así sea.
- Y entonces ¿qué harás?
- Se lo haré saber a los defensores.
- Y luego se habrá acabado el trabajo de toda tu vida.
- Tal vez -le contesté.
- Entonces ¿para qué existe toda una hermandad? ¿Por qué no formar un centro de control donde se mantenga la vigilancia? ¿Qué razón hay para que exista un gran número de Vigías que van de un lado a otro, sin descanso?
- Cuanto mayor sea la cantidad de los vectores de detección, mayor será la probabilidad de detectar antes una posible invasión -—le contesté
- ¿Entonces podría suceder que un Vigía, individualmente, conectara sus aparatos y no supiera nada, aun hallándose invasores aquí?
- Es posible; por lo tanto preferimos que las observaciones sean múltiples.
- Sin embargo, no deja de pensar que ustedes exageran. -Gormon se rió.- ¿Crees realmente que se va a producir tal invasión?
- Realmente lo creo -dije, tenso-. De otra forma, toda mi vida hubiera sido en vano.
- Dime, ¿qué buscarían los seres de las estrellas aquí en la Tierra? ¿Qué otra cosa tenemos, aparte de lo que ha quedado de los antiguos imperios? ¿Qué harían ellos con la miserable Ruma? ¿O con Perris, o con Jorsalén? ¡Restos lamentables! ¡Príncipes idiotas! Debes admitirlo, Vigía: la invasión es un mito y tú te afanas inútilmente tres veces por día ¿No es así?
- Mi arte y mi ciencia es el vigilar. Tu ocupación es mofarte. Cada uno a su especialidad, Gormon.
- Perdóname -dijo con burlona humildad-. Ve, entonces y vigila.
- Así lo haré.
Enojado, me dirigí hacia mis instrumentos, decidido a ignorar cualquier interrupción, no importa lo brutal que ésta pudiera ser. Ahora las estrellas estaban bien claras; elevé mi mirada hacia las brillantes constelaciones y automáticamente mi mente registró los múltiples mundos. "Vigilemos", me dije, "y mantengamos nuestra vigilancia a pesar de las burlas".
Me hundí en el estado de profunda observación.
Asiéndome a los instrumentos permití que su energía pasara a través de mí. Proyecté mi mente a los cielos y comencé la búsqueda de entidades hostiles. ¡Qué éxtasis! ¡Qué increíble esplendor! Yo, que nunca había abandonado este planeta, surcaba los negros espacios del vacío, resbalando de estrella en estrella, divisando a los planetas como peonzas giratorias También veía caras que parecían mirarme mientras viajaba, algunas sin ojos, pero otras con muchas pupilas, toda la complejidad de la poblada galaxia ahora accesible a mi interrogación. Busqué posibles concentraciones de fuerzas enemigas. Inspeccioné los campamentos militares y los lugares de entrenamiento. Traté de hallar, tal como lo había hecho cuatro veces por día, todos los días de mi vida adulta, a los invasores que se nos había informado existían, a los conquistadores que en un día aciago tratarían de arrebatarnos este mundo, tan lastimado.
Nada hallé, y cuando volví de mi trance, sudoroso y agotado, vi a Avluela descendiendo.
Se posó en el suelo con levedad de pluma. Gormon la llamó y ella corrió, desnuda, sus pequeños pechos saltando a cada impulso, a refugiar su fragilidad en los poderosos brazos. Su abrazo no fue apasionado, sino lleno de alegría. Luego, ella se volvió hacia mí.
- Ruma -susurró-. ¡Ruma!
- ¿La has visto?
- ¡Todo! ¡Miles de personas! ¡Luces! ¡Bulevares! ¡Un mercado! ¡Edificios en ruinas, de muchos ciclos de antigüedad! ¡Oh, Vigía, Ruma es maravillosa!
- Entonces, tu vuelo ha sido satisfactorio.
- ¡Un milagro!
- Mañana iremos allí para quedarnos.
- No, Vigía. ¡Ahora, ahora! -Su impaciencia era infantil, su cara resplandecía-. Mira, es muy cerca. El viaje será muy corto.
- Descansemos primero -le dije-. No queremos llegar cansados a Ruma.
- Podemos descansar allí -me dijo Avluela-. ¡Ven! ¡Guarda todas tus cosas! Has cumplido ya con tu vigilancia, ¿verdad?
- Si. Así es.
- Entonces, vamos. ¡A Ruma! ¡A Ruma!
Miré a Gormon para lograr su apoyo. Ya era de noche, había que armar el campamento para dormir unas cuantas horas.
Esta vez, Gormon estuvo de mi parte. Le dijo a Avluela:
- El Vigía tiene razón, debemos descansar todos. Iremos a Ruma cuando amanezca.
Avluela se mostró decepcionada. Ahora parecía más niña que nunca. Sus alas cayeron; su frágil cuerpo mostró la decepción. Con petulancia fue doblando sus alas hasta que quedaron del tamaño de dos puños, en su espalda. Luego recogió sus vestidos que habían quedado en el suelo. Se vistió mientras nosotros armábamos el campamento. Yo fui el encargado de distribuir las tabletas de comida y luego todos nos introdujimos en nuestros receptáculos. Me dormí rápidamente y en mi sueño vi a Avluela destacándose en su vuelo contra la silueta de la luna, mientras Gormon volaba a su lado. Dos horas antes del amanecer me levanté y realicé mi primera vigilancia del nuevo día. mientras mis compañeros aún dormían. Luego los desperté y nos dirigimos hacia la fabulosa ciudad imperial, hacia Ruma.


III
La luz de la mañana era clara y áspera, como si fuera la de un nuevo mundo recién creado. El camino estaba casi desierto. Nadie viaja demasiado en estos días, salvo que, como yo, sean vagabundos por hábito y por profesión.
Ocasionalmente nos hacíamos a un lado para dejar paso a algún carruaje perteneciente a un miembro de la hermandad de los Amos, tirados por una docena de inexpresivos neutros, dispuestos en serie. Pasaron cuatro de estos vehículos en las primeras dos horas del día, todos ellos convenientemente cerrados a fin de que las orgullosas facciones quedaran bien ocultas a las gentes comunes como nosotros. También vi pasar varios vehículos transportando cargos, mientras sobre nuestras cabezas volaban otras maquinarias. Sin embargo, el camino estuvo, en general, libre, a nuestro disposición.
Los alrededores de Ruma mostraban los vestigios de la antigüedad: columnas aisladas, acueductos que ya no transportaban nada y que no desembocaban en parte alguna, los portales de un templo desaparecido. Esta fue la parte más vieja de Ruma que vimos, pero había también ruinas de la Ruma posterior, de los ciclos subsiguientes: las casuchas de los campesinos, las cúpulas de los centros de energía, los esqueletos de las torres que sirvieron de viviendas. A veces veíamos los cascos carbonizados de algún antiguo aparato aéreo. Seguimos caminando hasta que nos hallamos frente a las murallas de la ciudad.
Estas eran de piedras azules y relucientes, cuidadosamente superpuestas, que se elevaban hasta unas ocho veces la altura de un hombre. El camino que habíamos tomado atravesaba la muralla a través de una puerta, provista de un arco, que estaba abierta. Cuando nos aproximamos a ella, vimos que se acercaba a nosotros la figura encapuchada y enmascarada de un hombre de extraordinaria altura, que vestía el sombrío atavío de la hermandad de los Peregrinos. No es adecuado acercarse a estas personas, sino que se les debe hacer saber que se les presta atención si nos hacen una seña con la cabeza. En este caso, sucedió así.
Hablando a través del enrejado de su máscara nos preguntó:
- ¿De dónde vienen?
- Del sur. Viví en Agupto durante un tiempo, luego crucé el Puente de Tierra hasta Talya.
- ¿Adónde se dirigen ahora?
- A Ruma, por un tiempo.
- ¿Cómo va la tarea de Vigía?
- Sin novedades.
- El Peregrino preguntó:
- ¿Tienen un lugar donde alojarse en Ruma?
Moví la cabeza negativamente:
- Confiamos en la benevolencia de la voluntad.
- La voluntad no es siempre benevolente -dijo el peregrino con aire ausente-. Tampoco hay mucha demanda de Vigías en Ruma. ¿Por qué viajas con una Voladora?
- Porque me agrada su compañía. Además, es joven y es necesario protegerla.
- ¿Quién es el otro?
- No pertenece a ninguna hermandad, es un Mutante
- Ya lo veo, pero ¿por qué viaja con ustedes?
- Es fuerte, y yo soy viejo, así que viajamos juntos. ¿Hacia dónde vas tú, peregrino?
- A Jorsalén. ¿Es que puede haber otro destino para alguien de mi hermandad?
Le hice saber que estaba de acuerdo.
Entonces el peregrino me dijo:
- ¿Por qué no vienes conmigo a Jorsalén?
- Mi meta está hacia el norte. Jorsalén está hacia el sur, cerca de Agupto.
- ¿Has estado en Agupto y no has ido a Jorsalén? —me preguntó intrigado.
- Así es. No había llegado para mí el momento de ver Jorsalén.
- Hazlo ahora. Podremos ir juntos por el camino, Vigía, y hablaremos de los tiempos idos y de los por venir. Yo te ayudaré en tu tarea de Vigía y tú lo harás cuando yo me comunique con la Voluntad. ¿Te parece bien?
Era una verdadera tentación. Me pareció poder ver la imagen de Jorsalén, la dorada: sus templos y sus edificios sagrados, su lugar de renovación, donde se logra que los viejos vuelvan a ser jóvenes, sus torres aguzadas, sus tabernáculos. Aunque soy un hombre de resoluciones firmes, me atraía la idea de abandonar Ruma e irme con el peregrino a Jorsalén.
Le pregunté:
- ¿Y mis compañeros?
- Déjalos atrás. Me está prohibido viajar con personas que no pertenecen a alguna hermandad, y no quiero viajar con mujeres. Tú y yo, Vigía, iremos a Jorsalén juntos.
Avluela, que había seguido la conversación enfurruñada, me dirigió una mirada de terror.
- No los abandonaré -contesté.
- Entonces iré a Jorsalén solo -dijo el Peregrino. Vi surgir de su manga una mano descarnada, de blancos y largos dedos. Toqué reverentemente las puntas de sus dedos con los míos, y el Peregrino me dio-: Que la Voluntad te brinde ayuda, amigo Vigía. Y cuando llegues a Jorsalén, búscame.
Siguió su camino sin conversar más.
Gormon me dijo entonces:
- Tú te hubieras ido con él, ¿verdad?
- Lo consideré seriamente.
- ¿Qué podrías hallar en Jorsalén que no haya aquí? Aquélla es una ciudad santa, pero también ésta lo es. Aquí podrás descansar. No creo que seas capaz de caminar mucho por ahora.
- Tal vez tengas razón -le contesté. Y con el resto de mis energías me dispuse a atravesar los portales de Ruma.
Atentos ojos nos escudriñaban desde las ranuras existentes en las paredes. Cuando nos hallábamos en la mitad del camino que trasponía el arco de entrada, un centinela gordo, con la cara llena de marcas, nos dio el alto y preguntó qué veníamos a hacer en Ruma. Yo me apresuré a hacerle saber cuál era mi hermandad y propósitos, a lo que él contestó con un bufido de disgusto.
- Vete a otra parte, Vigía. Aquí necesitamos exclusivamente hombres que nos sean útiles.
- Los Vigías somos útiles -le contesté con moderación.
- Sin duda, sin duda. -Mirando a Avluela me preguntó-: ¿Y quién es ésta? los Vigías son solteros, ¿verdad?
- Es mi compañera de viaje.
El centinela echó una risotada.
- Apuesto a que es una ruta que atraviesas frecuentemente. A pesar de que no digo que valga mucho. ¿Qué edad tiene? ¿Trece? ¿Catorce? Ven aquí, muchacha. Déjame revisarte a ver si traes contrabando. -Paso las manos rápidamente sobre el cuerpo de Avluela, refunfuñando cuando tocó sus pechos y luego alzando las cejas palpó los dos bultos de sus alas en la espalda.- ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? Tienes más en la espalda que adelante. ¿Eras una Voladora? Esto no me gusta nada. Voladoras unidas a desagradables Vigías viejos. -Se rió entre dientes y puso la mano sobre el cuerpo de Avluela en una forma que hizo que Gormon se le abalanzara, con el furor pintado en el rostro. Afortunadamente pude sujetarle la muñeca a tiempo, utilizando toda mi fuerza para impedir que nos arruinara a todos al atacar a un centinela. Gormon tiró de mi, con lo que casi me derriba, pero luego se calmó y se mantuvo tranquilo, esperando a que el rudo guardia terminara de buscar el "contrabando" sobre Avluela.
Finalmente, el centinela se volvió con disgusto hacia Gormon y le preguntó:
- ¿Y tú, qué eres?
- Sin hermandad, señor -le contestó Gormon en tono cortante-. Un humilde y poco valioso producto de la teratogénesis, pero, sin embargo, un hombre libre que desea entrar en Ruma.
- ¿Piensas que necesitamos más monstruos?
- Como muy poco y trabajo fuerte.
- Trabajarías más aún si te castraran -dijo el centinela.
Gormon se agitó. Yo pregunté:
- ¿Podemos entrar?
- Un momento. -El centinela se puso su gorro caperuza pensante y entrecerró los ojos mientras transmitía un mensaje a los depósitos de memoria. Su cara se puso tensa por el esfuerzo; luego sus facciones se relajaron y pocos momentos después vino la respuesta. No podíamos oír lo que se decía, pero por su expresión de desilusión vimos de inmediato que no había razón alguna para rehusarnos la entrada a Ruma.
- ¡Pasen! -nos dijo-. Los tres. ¡Rápido!
Atravesamos la entrada.
Gormon dijo:
- Podría haberlo partido en dos de un golpe.
- Y te habrían castrado al llegar la noche. Un poco más de paciencia y habremos entrado en Ruma.
- La forma en que la manoseó...
- Adoptas una actitud demasiado posesiva hacia Avluela -le contesté-. Recuerda que es una Voladora, y que no puede tener relaciones sexuales con los que no pertenecen a una hermandad.
Gormon ignoró lo que dije, y me replicó:
- No provoca en mí más deseos que tú, Vigía, pero me duele que sea maltratada. Lo hubiera matado si tú no me sujetas.
Avluela preguntó:
- ¿Y dónde nos alojaremos, ahora que estamos en Ruma?
- Espera hasta que hallemos los edificios de mi hermandad -le contesté-. Me registraré en la Posada de los Vigías. Luego, tal vez, podamos ir al alojamiento de los Voladores para comer algo.
- Y luego -dijo Gormon secamente- iremos al Albañal de los Sin Hermandad, a mendigar unas monedas.
- Te tengo piedad, porque no tienes hermandad -le repliqué-. Pero me parece mal que te compadezcas tanto a ti mismo. Vamos.
Tomamos por una callejuela tortuosa que llevaba lejos de la entrada, hacia Ruma. Nos hallamos en los suburbios, una sección residencial de casas bajas y cuadradas, coronadas por las instalaciones defensivas. Más allá estaban las torres brillantes que habíamos visto desde el campo; lo que quedaba de la antigua Ruma, cuidadosamente preservado durante diez mil años o más; el mercado, la zona industrial, los edificios de comunicaciones, los templos de la Voluntad, los depósitos de memoria, los refugios de los que dormían, los lupanares de los extraterrestres, los edificios del gobierno, los lugares de concentración de las distintas hermandades.
En una esquina hallé una caperuza pensante, para uso público, y me la coloqué en la cabeza. Inmediatamente mis pensamientos atravesaron el conducto que la unía con la estación, y de allí a uno de los cerebros almacenados en el depósito de memoria. Miré hacia la estación y pude ver el cerebro arrugado, de color gris, destacándose en el fondo verde del lugar donde estaba alojado. Una vez, un Memorizador me contó que en ciclos pasados los hombres construían máquinas pensantes para que los ayudaran, pero que estas máquinas eran terriblemente caras y requerían muy amplios espacios para contenerlas, además de que debían ser alimentadas con enormes flujos de energía. Esta no fue la peor de las locuras cometidas por nuestros antepasados, pero ¿por qué construir cerebros artificiales, cuando cada día la muerte pone a nuestra disposición grandes cantidades de ellos, magníficamente apropiados para ser conservados en los depósitos de memoria? ¿Sería que no tenían conocimientos suficientes como para utilizarlos? Me cuesta creerlo.
Le di al cerebro la identificación de mi hermandad y le pregunté las coordenadas de los edificios correspondientes. Las recibí instantáneamente y partimos, con Avluela caminando a un lado y Gormon a otro, mientras yo empujaba el carrito en el cual llevaba mis instrumentos.
La ciudad estaba llena de gente. No había visto estas multitudes en el soñoliento y cálido Agupto, ni tampoco en ningún otro lugar por el cual hubiera pasado en mis viajes. Las calles estaban pobladas de peregrinos, llenos de secretos y enmascarados. Junto a ellos pasaban los atareados Memorizadores, los melancólicos mercaderes, y a veces se veía pasar la litera de algún Amo. Avluela divisó a varios Voladores pero las reglas de su hermandad le prohibían ponerse en contacto con ellos hasta que no hubiera cumplido los rituales de purificación. Lamento tener que admitir que vi a varios Vigías, todos los cuales me miraron con desdén, sin atisbos de una bienvenida. Noté que había muchos Defensores y también se hallaban ampliamente representados las hermandades menores, tales como los Vendedores, Servidores, Manufactureros, Escribas, Comunicadores y Transportadores. Naturalmente, una gran cantidad de neutros se afanaban silenciosa y humildemente en sus labores, y numerosos extraterrestres, de todas las descripciones, recorrían las calles; muchos de ellos probablemente turistas, y otros tal vez empeñados en realizar algún tipo de negocio con los sombríos y empobrecidos pobladores de la Tierra. Noté la presencia de muchos Mutantes que cojeaban furtivamente a través de la multitud, ninguno de ellos de un porte tan orgulloso como el de Gormon, que se hallaba al lado de mi. En realidad, era único entre los de su clase; los otros, con la piel manchada y descolorida, asimétricos, carentes de miembros o con apéndices de más, deformados en mil maneras imaginativas y artísticas, se escabullían, bizqueaban, restregaban los pies contra el suelo, se arrastraban, eran carteristas, buhoneros, traficantes de arrepentimientos, compradores de chafalonías, y ninguno de ellos se mantenía erguido como si se considerara un hombre. La información que me había dado el cerebro era exacta y en menos de una hora de camino llegamos a la Posada de los Vigías. Les pedí a Gormon y Avluela que me esperaran afuera y yo entré, arrastrando mi carrito.
En la sala inmediata a la entrada descansaban unos cuantos miembros de la hermandad. Les dediqué la señal acostumbrada, a la que ellos respondieron lánguidamente. ¿Eran ellos los guardianes de la seguridad de la Tierra? Me parecieron en extremo simples y debiluchos.
- ¿Dónde puedo registrarme? -les pregunté.
- ¿Eres nuevo? ¿De dónde vienes?
- Agupto fue el último lugar en que me registré.
- Debiste haberte quedado allí. No tenemos necesidad de Vigías en Ruma.
- ¿Dónde puedo registrarme?
Un jovencito con aire vanidoso me indicó una pantalla que se hallaba en el fondo del gran salón. Me dirigí a ella y coloqué allí las puntas de los dedos. Fui interrogado, y contesté dando mi nombre, algo que un Vigía puede hacer solamente cuando se dirige a otro miembro de la hermandad y dentro del recinto de una posada. Se abrió un panel y apareció un hombre de ojos saltones, que lucía el emblema de los Vigías en su mejilla derecha en vez de hacerlo en la izquierda, signo de su alto rango en la hermandad, me llamó por mi nombre y me dijo:
- No deberías haber venido a Ruma. Estamos por encima de la cuota de Vigías que corresponde.
- Reclamo que se me dé alojamiento y trabajo, de todas maneras.
- Un hombre con tu sentido del humor debió haber nacido dentro de la hermandad de los Payasos -me contestó.
- No veo dónde está la broma.
- De acuerdo con leyes promulgadas recientemente por nuestra propia hermandad, una posada no tiene la obligación de aceptar nuevos huéspedes, una vez que ha llegado al máximo de su capacidad. Nosotros no tenemos más sitio, así que adiós, amigo.
Quede horrorizado.
- No sabía nada de tales reglas. ¡Esto es realmente increíble! ¿Cómo puede ser que en una posada de la hermandad se rechace a uno de los miembros? ¿Cómo se puede rechazar a un hombre de mi edad, que llega cansado después de haber cruzado el Puente de Tierra, en viaje desde Agupto, y que arriba a Ruma sin tener dónde alojarse ni dónde comer?
- ¿Por qué no nos preguntaste antes de venir?
- No tenía idea de que fuera necesario
- De acuerdo con las nuevas reglas...
- ¡Que la Voluntad confunda a las nuevas reglas! -le grité-. Quiero ser alojado. Trabajo de Vigía desde antes de que tú nacieras, y no permitiré que se me deje en la calle
- Tómatelo con calma, hermano.
- No dudo que habrá algún lugar donde alojarme, y algo que haya sobrado para comer.
A medida que mi tono cambió de la ira a la súplica, su expresión se ablandó, pasando de la indiferencia al desdén.
- No tenemos alojamiento ni comida. Corren tiempos difíciles para nuestra hermandad. Hay rumores que dicen que seremos desbandados, puesto que piensan que somos un lujo inútil y que drenamos los recursos de la Voluntad. Ya estamos demasiado limitados. La gran cantidad de Vigías que hay en Ruma hace que nuestras raciones se hayan achicado, y si te admitimos serán todavía más pequeñas.
- Pero ¿adónde iré? ¿Qué puedo hacer?
- Te aconsejo -me contestó con suavidad- que te encomiendes a la piedad del príncipe de Ruma.


IV
Salí, y cuando le conté a Gormon lo que había pasado, se rió tan furiosamente que las estrías de sus magras mejillas se enrojecieron como si fueran franjas sanguinolentas.
- ¡La piedad del príncipe de Ruma! -repetía- ¡La piedad del príncipe de Ruma!
- Es habitual que el desgraciado vaya a pedir ayuda al dignatario local- le contesté con frialdad.
- El príncipe de Ruma no sabe lo que es piedad -me contestó Gormon-. ¡El príncipe te hará comer las piernas para calmar tu hambre!
- Tal vez -dijo Avluela- deberíamos tratar de encontrar la posada de los Voladores. Es posible que allí nos den de comer.
- No a Gormon -le contesté-. Tenemos obligaciones unos con otros.
- Tal vez nos sea posible compartir con él lo que nos den si nos espera afuera.
- Prefiero ir primero a la corte -insistí-. Asegurémonos de si recibiremos o no ayuda. Luego podremos improvisar algunas comodidades, en caso de que nos sea imprescindible.
La muchachita asintió, y nos dirigimos al palacio del príncipe de Ruma, un macizo edificio situado frente a una plaza rodeada de columnas, del lado opuesto al río que divide la ciudad en dos.
En la plaza fuimos acosados por una multitud de mendigos de todas clases, algunos de los cuales no eran de la Tierra. Un extraño ser con tentáculos delgados y una cara arrugada y carente de nariz, se me abalanzó pidiendo limosna, hasta que Gormon lo empujó para que se apartara de mí. Poco después, otra criatura igualmente extraña, de piel marcada con depresiones luminiscentes, y con miembros en los cuales poseía múltiples ojos se aferró a mis rodillas y me suplicó, en nombre de la Voluntad, que le diera algo.
- Soy un pobre Vigía -le dije, señalando mi carrito- y yo también vengo a pedir ayuda.
Pero el extraño ser persistió, balbuceando entre sollozos sus desventuras con una voz de suave ronquera. Finalmente, y para gran disgusto de Gormon, eché unas tabletas de comida en la depresión que presentaba en el pecho. Luego proseguimos abriéndonos camino hasta las puertas del palacio. En el pórtico vimos un feo espectáculo: un Volador mutilado, con sus frágiles miembros doblados y retorcidos; una de sus alas se hallaba semidesplegada, pero la otra parecía haber sido arrancada. El Volador se abalanzó sobre Avluela, la llamó por un nombre que no era el suyo y derramó tan copiosas lágrimas que mojó los pantalones de la muchacha manchándolos con húmedos parches.
- Haz que me admitan en la posada -le pidió-. Me han echado porque soy inválido, pero si tú me ayudas...—Avluela le explicó que nada podía hacer puesto que ella misma era extranjera. El pobre Volador no la soltaba, hasta que Gormon, con gran delicadeza, lo levantó y, con el cuidado debido a ese triste conjunto de secos huesos, lo depositó en el suelo. Subimos hasta el pórtico y allí nos enfrentamos a un trío de neutros de blandas facciones, que nos preguntaron qué buscábamos, haciéndonos luego pasar a la línea siguiente. Esta estaba custodiada por dos Señaladores que, hablando al unísono, nos interrogaron.
- Pedimos audiencia -les dije- Es para solicitar la piedad del Príncipe.
- La audiencia será dentro de cuatro días -dijo el Señalador de la derecha-. Haremos constar vuestra petición en la lista.
- ¡No tenemos dónde dormir! -exclamó Avluela-. ¡Tenemos hambre! Nosotros...
La hice callar. Gormon, mientras tanto, estaba buscando a tientas en su sobrebolsa. Retiró de ella unos objetos brillantes: trozos de oro, el metal eterno, con imágenes de caras barbadas y de narices aguileñas. Las había hallado rebuscando en las ruinas. Le tiró una de ellas al Señalador que nos había rechazado. El hombre la recibió, le pasó el pulgar por la superficie brillante y finalmente la guardó en una de los pliegues de su vestimenta. El otra hombre nos dirigió una mirada expectante. Gormon, sonriendo le dio otra moneda.
- Tal vez -les dije- podamos pedir una audiencia inmediatamente.
- Tal vez sea posible -dijo una de los Señaladores-. Pasen.
Así fue que entramos en la nave del palacio, y nos enfrentamos con el gran pasaje central que conducía a la cámara del trono, situada en el ábside. Aquí hallamos más mendigos, los que tenían licencia debido a concesiones que se transmitían en forma hereditaria, y gran cantidad de Peregrinos, Comunicadores, Memorizadores, Músicos, Escribas y Señaladores. Escuche las plegarias musitadas; hasta mí llegaba el olor del incienso y las vibraciones de subterráneos gongs. En ciclos pasados, este edificio había sido el centro de una de las viejas religiones: la de los cristianos. Esto me lo dijo Gormon, haciéndome sospechar una vez más, que tal vez fuera un Memorizador que quería hacerse pasar por un Mutante. También me dijo que actualmente seguía manteniendo algo de su carácter sagrado, a pesar de ser el centro del gobierno secular. Pero ¿cómo íbamos a hacer para ver al Príncipe?
A mi izquierda se hallaba una pequeña capilla, muy bien ornamentada, donde entraban, lentamente, una serie de Mercaderes y Terratenientes de aspecto próspero. Espiando al pasar vi que había tres cráneos montados en un artefacto en forma de signo de interrogación -un depósito de memoria- y al lado de éste se hallaba un corpulento escriba. Le pedí a Gormon y a Avluela que me esperaran, y me incorporé a la fila.
Esta se movía muy lentamente y tardé casi una hora hasta llegar al artefacto. Los cráneos parecieron mirarme con sus órbitas vacías; en su interior bullían los líquidos nutricios que mantenían vivo al cerebro sin cuerpo, pero funcionante, cuyos billones de unidades sinápticas servían ahora como incomparables conservadores de memoria. El Escriba pareció sorprendido de hallar a un Vigía en la fila, pero antes de que pudiera decirme nada, yo me dirigí a él abruptamente.
- Vengo como extranjero a solicitar el favor del Príncipe. Mis compañeros y yo no tenemos dónde alojarnos. Mi propia hermandad me ha rechazado. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo solicitar y obtener una audiencia?
- Vuelve dentro de cuatro días.
- He dormido en los caminos durante más tiempo, ahora necesito descansar.
- Ve a una hostería pública.
- ¡Pero yo pertenezco a una hermandad! -protesté-. Las hosterías públicas no me admitirán porque mi hermandad tiene aquí su propio establecimiento, y a la vez, en la Posada de la hermandad me han rechazado a causa de una nueva regla recientemente votada. ¿Comprendes ahora mi problema?
Con voz cansada, el Escriba me replicó:
- Puedes solicitar una audiencia especial. Te será negada, pero de todos modos puedes solicitarla.
- ¿Dónde?
- Aquí. Tienes que hacer figurar tu propósito.
Me identifiqué dirigiéndome a los cráneos, les di también los nombres y demás señas de mis dos compañeros. Todo esto fue absorbido y transmitido a los otros cerebros que se hallaban en algún lado de la gran ciudad, y cuando terminé, el Escriba me dijo:
- Si la solicitud es aprobada, se te notificará.
- Mientras tanto ¿dónde debo esperar?
- Te sugiero que lo hagas cerca del palacio.
Comprendí. Debería unirme a la legión de miserables que se aglomeraban en la plaza. ¿Cuántos de ellos habían pedido algún favor especial al Príncipe y se hallaban allí, meses o años después, esperando ser llevados a su presencia? Durmiendo sobre el duro suelo, mendigando unas mendrugos y viviendo en inútil espera.
Pero ya había probado todas las posibilidades. Volví donde estaban Gormon y Avluela, les informé lo que pasaba y les sugerí que tratáramos de hallar cualquier lugar. Gormon, sin hermandad, podía alojarse en cualquiera de las pobres hosterías públicas que se mantenían para las gentes como él. Avluela tal vez pudiera hallar alojamiento en la posada de su hermandad; solamente yo me vería precisado a dormir en las calles, si bien no sería la primera vez. Pero deseé que no tuviéramos que separarnos. Comencé a pensar en nosotros como en una familia, si bien este era un extraño pensamiento en un Vigía.
Cuando nos dirigíamos hacia la salida, mi marcador del tiempo me indicó que ya era hora de efectuar mi observación. Es tanto mi obligación como mi privilegio el realizar mi tarea no importa cuál sea el lugar donde me encuentro, siempre que se haya cumplido la hora. Por lo tanto me detuve, abrí mi carrito y activé mi equipo. Gormon y Avluela se quedaron al lado mío.
Vi burla y desprecio en las caras de los que pasaban junto a mi entrando y saliendo del palacio. Ya el trabajo de los Vigías no se tenía en cuenta, puesto que habíamos observado el espacio durante largo tiempo, sin que la tan temida invasión se hubiera producido jamás. Sin embargo, mis deberes eran todo para mí, no importa cuán cómicos pudieran parecerle a los demás. Lo que para algunos es un insignificante ritual, constituye la vida entera para otros. Tenazmente, me forcé a entrar en el estado de observación. El mundo que me rodeaba desapareció para mi, y penetré en los espacios infinitos. La alegría que esto me producía, tan familiar para mí, me absorbió por complete, e investigué los lugares que me eran conocidos, y otros que ya no lo eran tanto. Mi mente amplificada saltaba entre las galaxias con salvaje alegría. ¿Se estaba reuniendo una armada? ¿Había tropas ejercitándose para conquistar la tierra? Vigilaba cuatro veces por día, y lo mismo hacían otros miembros de la hermandad, todos a horas ligeramente distintas, de modo tal que permanentemente había una mente escrutando los cielos. Realmente no creo que esto tarea pudiera considerarse insignificante.
Cuando volví a tener conciencia de mi mismo, una voz metálica anunciaba: "¡...al príncipe de Ruma! ¡Abran paso al príncipe de Ruma!"
Parpadeando, traté de liberarme de los últimos ramalazos de mi concentración. Un magnífico palanquín había emergido desde el fondo del palacio, y se acercaba hacia donde yo estaba, avanzando por la nave, llevado por una falange de neutros. Cuatro hombres, con los trajes ornados de los Amos, flanqueaban la litera, precedida por un trío de Mutantes, cuyas gargantas se habían modificado para poder imitar los sonidos de las ranastoro. A medida que avanzaban emitían sonidos similares a los de las trompetas, de majestuosa resonancia.
Me pareció raro que un príncipe admitiera Mutantes a su servicio, aun siendo tan raramente dotados. Mi carrito se hallaba en el camino de esto magnífica procesión, por lo que me apresuré a acercarlo y ponerlo a un lado antes de que llegaran hasta donde estábamos. La edad y el miedo hicieron que mis dedos lucharan torpemente, y no pude sellar los instrumentos con el cuidado necesario. Mientras me afanaba, los vanidosos Mutantes se acercaron tanto que el ruido de sus gargantas se tornó ensordecedor, y Gormon trató de ayudarme, obligándome a que le recordara por lo bajo que quien no pertenecía a nuestro hermandad no podía tocar los instrumentos. Lo empujé y un instante más tarde una vanguardia de neutros se abalanzó sobre mí para echarme del lugar a latigazos.
- En nombre de la Voluntad -exclamé-, ¡soy un Vigía!
Y como respuesta me llegó una voz tranquila y profunda que decía:
- Dejadlo estar. Es un Vigía.
Inmediatamente se interrumpieron los movimientos. El príncipe de Ruma había hablado.
los neutros se retiraron. Los Mutantes cesaron sus trompeteos los que portaban el palanquín lo bajaron hasta el nivel del suelo. Todos los que se hallaban en la nave del palacio habían retrocedido, salvo Gormon, Avluela y yo. Las brillantes cortinillas del palanquín se abrieron y dos de los Amos se adelantaron e introdujeron sus manos a través de la barrera sónica ofreciéndole ayuda a su Príncipe La barrera se interrumpió con un quejido.
El príncipe de Ruma hizo su aparición.
¡Era tan joven! Poco más que un muchachito, de cabello espeso y negro, de rostro fresco. Pero se veía que había nacido para mandar, y a pesar de su juventud su porte era tan autoritario como no he visto jamás. Sus labios eran delgados y los mantenía firmemente cerrados; su nariz, era aguda y agresiva, sus ojos eran dos lagos infinitos. Llevaba el atavío enjoyado de los Dominadores, pero en su mejilla se veía la cruz de doble brazo de los Defensores, y alrededor de su cuello lucía el chal de los Memorizadores. Un Dominador puede pertenecer a cuantas hermandades desee, y es raro que no sean también Defensores, pero me extrañó ver que este príncipe era también un Memorizador. Esta no es, habitualmente, una hermandad elegida por los fuertes.
Me miró con interés y me dijo:
- Has elegido un extraño lugar para efectuar tu vigilancia, anciano.
- Mi señor, la hora determinó el lugar. Aquí me hallaba, y aquí el deber me alcanzó. No podía saber que me iba a encontrar en vuestro camino.
- ¿Tu búsqueda no halló enemigos?
- No, mi señor, ninguno.
Casi abusé de mi suerte y, aprovechándome de la tan extraña aparición del Príncipe, estuve tentado de solicitarle su favor, pero su interés en mí se apagó como una llama vacilante, mientras yo me mantenía a la expectativa y no me atrevía a llamarlo, una vez que él hubo desviado la cabeza. Luego sus ojos cayeron sobre Avluela. Su mirada se iluminó, y los músculos de su mandíbula temblaron. Sus delicadas fosas nasales aspiraron el aire.
- Ven aquí, pequeña Voladora -dijo inclinando la cabeza-. ¿Eres amigo del Vigía?
Ella asintió, aterrorizada.
El príncipe le tendió una mano y tomó la de ella, ella flotó hasta el palanquín, y el joven Dominador la atrajo, atravesando la cortinilla, con una sonrisa tan maligna que pareció una parodia de perversidad. Instantáneamente un par de Amos hicieron funcionar nuevamente la barrera sónica, pero la procesión no avanzó. Me mantuve inmovilizado. Gormon, al lado de mí, parecía congelado, su poderoso cuerpo se mantenía rígido como una estaca Llevé mi carrito hacia un lugar menos conspicuo. Los segundos parecían eternos. Los cortesanos se mantuvieron en silencio, con la vista discretamente alejada del palanquín.
Finalmente, las cortinillas se apartaron una vez más. Avluela apareció, tambaleándose, su cara estaba pálida, sus ojos parpadeaban rápidamente. Parecía desconcertada. Por sus mejillas se deslizaban surcos de transpiración. Casi cae al suelo, y un neutro debió sostenerla para que pudiera volverse a poner de pie. Se podía ver que sus alas se hallaban parcialmente desplegadas, levantando su chaqueta y dándole una apariencia de joroba, lo que significaba que se hallaba en un estado de intensa emoción. Vino hasta nosotros con pasos indecisos, temblando y sin poder articular palabra. Me dedicó una mirada y luego se arrojó en los brazos de Gormon.
Los servidores levantaron el palanquín. El príncipe de Ruma salió de su palacio.
Cuando se hubo ido, Avluela exclamó roncamente:
- El príncipe de Ruma nos ha ofrecido alojamiento en la hostería Real.


V
Por supuesto, los encargados de la hostería no quisieron creernos.
Los huéspedes de palacio eran alojados en la hostería Real, situada en los fondos del edificio, en un pequeño jardín de extrañas flores y lujuriosa vegetación. Los ocupantes habituales son los Amos, ocasionalmente algún dominador o, caso excepcional, algún Memorizador particularmente importante que se halle realizando un tipo de investigación de tanta significación como para merecer hospedaje, o bien algún Defensor de alto grado, cuya visita se deba a propósitos de alto estrategia. El hecho de alojar allí a un Volador sería verdaderamente extraño, el admitir a un guía sería muy poco probable, pero el ingreso de un Mutante o de otro ser sin hermandad era algo que escapaba a toda posible comprensión. Cuando nos presentamos, por lo tanto, encontramos que los Servidores nos dispensaron un trato que osciló entre la diversión, que les produjo lo que creyeron una broma, luego la irritación y finalmente el desdén. -¡Fuera de aquí! -nos gritaron- ¡Basuras humanas! ¡Gentuza! Avluela les dijo con seria determinación: -No puede echarnos, puesto que el Príncipe nos ha dada alojamiento aquí. -¡Fuera! ¡Fuera! Un desdentado Servidor sacó una cachiporra neutral y la blandió en la cara de Gormon, diciéndole, al mismo tiempo, algo muy ofensivo sobre su carencia de hermandad. Gormon le arrebató la cachiporra de la mano, sin hacer caso del dolor, y pateó al hombre en la barriga, con lo que éste retrocedió, resoplando. Un enjambre de neutros salió corriendo de la hostería Gormon alzó en vilo a uno de los Servidores y lo arrojó entre los que se aproximaban, transformándolos en un atontado y desorientado montón. Gritos y maldiciones atrajeron la atención de un venerable Escriba, que se abrió paso hasta la puerta, exigió que se hiciera silencio y escuchó nuestra historia.
- Esto es fácilmente comprobable -dijo, una vez que Avluela le contó lo ocurrido. A un Servidor le ordenó, con desdén: -¡Envía a preguntar inmediatamente a los Señaladores! A su tiempo la confusión se aclaró, y fuimos debidamente admitidos. Nos dieron cuartos separados, pero situados uno al lado del otro. Nunca en mi vida había disfrutado de tanto lujo, y probablemente nunca vuelva a gozarlo. Los cuartos eran largos, altos y profundos. Se entraba en ellos a través de accesos telescópicos, regulados de acuerdo a la producción térmica de cada uno, para asegurar de tal modo la inviolabilidad. Las luces se encendían cuando el residente hacía un leve gesto, puesto que del techo y de las paredes colgaban globos con agujas de luces esclavas traídas de los Mundos de la Luz y entrenadas a base de sufrimientos para obedecer tales órdenes. Las ventanas aparecían y desaparecían a voluntad. Cuando se las usaba, se ocultaban en banderolas cubiertas con gasas casi sensitivas, traídas de otros mundos, que no sólo eran bellamente decorativas, sino que también funcionaban como monitores, para producir deliciosos perfumes de acuerdo a lo solicitado. Los cuartos se hallaban equipados con caperuzas pensantes individuales, conectadas al depósito principal de memoria. Tenían también conductos que convocaban a los Servidores, Escribas, Señaladores o Músicos, según fueran los deseos. No hay duda de que un hombre de mi hermandad no haría jamás uso de otros seres humanos en esta forma, puesto que podría despertar su resentimiento. Pero, de todos modos, para nada los necesitaba. No le pregunté a Avluela sobre lo que había ocurrido en el palanquín del Príncipe, y que había desembocado en nuestro ingreso en la hostería Real. Pero bien podía imaginármelo, tal como le sucedía a Gormon, cuya mal enmascarada ira denunciaba a las claras su no admitido amor por mi pequeña y esbelta Voladora.
Nos instalamos. Coloqué mi carrito junto a la ventana, lo envolví en gasas y quedó así listo para mi próximo periodo de observación. Lavé mi cuerpo mientras las extrañas entidades adheridas a la pared cantaban para transmitirme un sentimiento de paz. Luego comí y posteriormente Avluela vino a mi cuarto, fresca y relajada por el reciente baño, para hablar tranquilamente de nuestras experiencias.
Gormon no apareció durante varias horas. Llegué a pensar que tal vez hubiera abandonado la hostería, hallando la atmósfera demasiado enrarecida para su gusto y buscando la compañía de otros seres sin hermandad. Pero, en el crepúsculo, Avluela y yo paseábamos por el recinto cerrado que configuraba el jardín de la hostería y subimos a una rampa para ver salir las estrellas en el cielo de Ruma; allí estaba Gormon. Con él, estaba un descarnado hombre que llevaba el chal de los Memorizadores. Estaban hablando en tono muy bajo.
Gormon me saludó y me dijo:
- Vigía, quiero que conozcas a mi nuevo amigo.
El delgadísimo personaje acarició su chal.

[...]