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("Robert E. Howard (1900-1936)", artículo de Armando Boix. Derechos de autor 1996, Armando Boix)

Como Sherlock Holmes, Fu Manchú o James Bond, Conan es uno de esos extraños monstruos literarios que, escapados de las páginas impresas, devienen mitos de la cultura popular, consiguiendo eclipsar a sus propios creadores. En todo el mundo millones de personas leen sus cómics, ven sus películas e incluso es posible que tengan posters, juegos o muñecos con su imagen; pero sólo unos pocos han leído los libros en los que nació y no muchos más reconocerán el nombre de su autor: Robert E. Howard.
Este tejano, alto, moreno y musculoso, podría ser el prototipo del escritor popular en la América de los 30 y los 40. En los escasos diez años que duró su carrera publicó casi doscientos relatos en las revistas pulp, desde narraciones de amor a historias deportivas, de cuentos policiacos a aventuras exóticas; todos ellos olvidados hoy, salvo la parcela que le daría relativa fama y que se reedita continuamente: los cuentos de terror y fantasía heroica.
Nacido en Peaster, Texas, e hijo de un médico de ascendencia irlandesa, se trasladó frecuentemente a diversas localidades de Texas y Oklahoma, para ir a residir finalmente en Cross Plains, donde moriría. Según cuenta la leyenda, de chico fue enclenque y enfermizo, defectos que venció con un riguroso programa de ejercicios físicos, convirtiéndolo en un musculoso deportista, no muy lejano de los personajes que retrata en su prosa.
Como tantos otros, Howard empieza a escribir en la adolescencia, pero no publica su primer relato hasta 1925 -Spear and Fang, en el número de julio de la revista Weird Tales-. Los años iniciales de labor creativa son duros y desmoralizado por el escaso éxito abandona por un tiempo la literatura para trabajar como dependiente de un drugstore, y volver después a la escuela; sin embargo, hacia 1929, gracias a su tesón y fecundidad imaginativa, puede profesionalizarse completamente, llegando a obtener unos ingresos nada despreciables en esa época de depresión económica.
En este primer período sus relatos son endebles y bastante convencionales -En el bosque de Villefère (1925), La raza perdida (1925), The Hyena (1925), Cabeza de lobo (1926)- y es en la década de los 30 cuando alcanza plena madurez literaria, publicando, a partir de ese momento, lo mejor de su obra.
Aparte de unos pocos relatos de terror -algunos de ellos emparentados con los Mitos de Cthulhu, como La Piedra Negra (1931) y La Cosa en el tejado-, el grueso de su producción fantástica se centra en lo que hoy conocemos como fantasía heroica, híbrido que fusiona el relato sobrenatural con la historia de aventuras épicas.
Los orígenes literarios de la fantasía heroica pueden rastrearse en los poemas narrativos de la antigüedad -Gilgamesh, La Odisea, las sagas germánicas-, en el ciclo artúrico y, por último, en las novelas de caballería de la baja Edad Media y el Renacimiento. Tras un letargo que se inicia en el siglo XVI y perdurará hasta el XIX, algunos autores de añoranzas goticistas, como William Morris, traen de nuevo al lector moderno las viejas historias de espada y brujería, inspirándose directamente en sus precedentes medievales. En un ambiente cultural propicio -son los años del prerrafaelismo, simbolismo y decadentismo- el género fructifica y llega a nuestro siglo: Dunsany, E. R. Eddison, J. H. Rosny y Rider Haggard.
Si bien Howard debió conocer estos antecedentes y aprendió de ellos, su aportación se aparta de esta corriente europea para inspirarse más en sus compatriotas. Sus relatos son deudores de la narrativa popular de Edgar Rice Burroughs, Abraham Merrit, Clark Ashton Smith y H. P. Lovecraft, y es difícil comprender como surgieron sin conocer novelas como Una princesa de Marte, La nave de Ishtar o los cuentos sobre Zothique e Hyperborea, de Smith.
Prácticamente, la mayoría de sus historias de fantasía heroica son encuadrables en ciclos que giran en torno a un personaje central. Los primeros -Solomon Kane, aventurero inglés, y Bran Mak Morn, caudillo del pueblo picto- son seres sombríos emparentados con los héroes satánicos del Romanticismo. La acción se sitúa en un ambiente histórico, si bien teñido de interferencias sobrenaturales. Más tarde, quizá bajo la influencia de los relatos de Clark Ashton Smith sobre continentes perdidos, va orientándose hacia escenarios ficticios, a épocas míticas anteriores a un cataclismo que marcaría el comienzo del mundo tal como lo conocemos.
Es, pues, en 1929, con El Reino de las Sombras, protagonizado por Kull, rey de Valusia, que Howard crea la fórmula prototípica de la fantasía heroica moderna: una tierra imaginaria de ecos medievales, el guerrero bárbaro como figura central y las oscuras fuerzas de la magia como antagonista.
Escribe sobre Kull nueve relatos y un poema, en su forma completa, aunque sólo dos verá publicar en vida. Al presentar un tercero -¡Con esta hacha gobierno!- es rechazado por Weird Tales, a causa de su nulo contenido fantástico. Howard, en lugar de enviarlo a otra publicación más adecuada, refunde el relato añadiendo esos elementos mágicos de los que carecía, pero modificando su protagonista y el ambiente en que se mueve. Así Valusia se transforma en Aquilonia y el rey Kull en Conan. Probablemente nunca llegó a darse cuenta de que este cambio acababa de concederle la inmortalidad.
Con el nuevo título de El fénix en la espada, el relato ve la luz en diciembre de 1932. Entre esta fecha y 1936 publicará sobre Conan el bárbaro dieciséis cuentos y una novela, La hora del dragón, completados con otros cuatro que aparecerán póstumamente.
Conan, al contrario que personajes anteriores -a los que habría que añadir Cormac Mac Art, Turlogh O'Brien y James Allison, entre otros-, es un ser vital, extrovertido; un bárbaro norteño que hollará los caminos de la soñada Era Hybórea, no huyendo de nadie ni persiguiendo una oscura venganza, sino por natural talante vagabundo, dispuesto a comprar su sustento con el uso de la espada. Ser violento, es reflejo de una época que le obliga a abrirse camino dejando tras de sí un reguero de sangre; pero, héroe novelesco al fin y al cabo, siempre forzado por las circunstancias.
De forma desordenada, como el viajero que sin plan alguno nos narra sus andanzas, Howard retrata la vida de Conan desde su juventud -La torre del elefante, El dios del cuenco-, hasta su duro reinado -El fénix en la espada, La ciudadela escarlata, La hora del dragón-; pasando por sus períodos de mercenario -La hija del gigante helado, Más allá del río Negro-, pirata -La reina de la Costa Negra, El estanque de los negros- o simple bandido -Las joyas de Gwahlur-.
Jamás imaginó un final para su personaje, de cuyo destino se confiesa ignorante en una carta dirigida a P. Schuyler Miller. Para él Conan era el ser más real que había creado y, en cierto modo, su desarrollo escapaba a su control. En más de una ocasión reconoció sentirse como un mero amanuense de los dictados de su personaje y no podía precisar cuando le abandonaría. De todas formas, su única novela, publicada poco antes de morir, señala síntomas de un rápido agotamiento, siendo una mera síntesis -como bien señala Ángel González (1)- de argumentos e imágenes aparecidos en sus relatos anteriores. ¿Había acabado Conan con sus posibilidades? ¿Fagocitó Howard, a la manera de un Chandler, sus cuentos para gestar una obra más importante, sin que eso pueda suponer una desaparición del personaje? ¿O tal vez, decidida su próxima muerte, quería resumir de forma compacta los rasgos de su principal creación?
Dicen, los que le conocieron, que en sus últimos años acunaba la idea de llevar a cabo una obra de mayores horizontes, de inclinarse hacia una literatura nacionalista que reflejara la historia y costumbres del Oeste, donde se había criado. Nunca llegó a hacerlo. En el momento más fecundo de su carrera como escritor una tragedia familiar se interpuso. Sabedor de que el coma en el que había caído su madre se saldaría rápidamente con la muerte, Howard, que tan arrojados caracteres imaginara, no pudo soportarlo. El 11 de junio de 1936 se suicidó, disparándose con una pistola en el interior de su automóvil.
Dejaba tras de sí una extensa obra publicada y muchos relatos inéditos -acabados unos, inconclusos otros-, notas, esbozos... que años más tarde, ya famoso, completarían otros escritores como L. Sprague de Camp, Lin Carter, Richard L. Tierney o R. A. Lupoft.
Siguiendo los pasos de Lovecraft, que moriría un año después, la obra de Howard aparece, por primera vez en libro, bajo el sello de Arkham House, creado por August Derleth y Donald Wandrey para publicar al maestro de Providence. Su título era Skull-Face and Others (1946) y recogía, en un grueso volumen, una amplia selección de sus relatos en el terreno fantástico.
Su tardío éxito, sin embargo, no nació con este libro, sino con la resurrección, en 1950, a cargo de Gnome Press, de las historias de Conan recopiladas por John D. Clark; y más aún con su reedición en la década siguiente, por Lancer Books, junto a cuentos inéditos o concluidos por De Camp y Lin Carter, y las ya clásicas portadas de Frazetta, que contribuirían en gran medida a la popularidad de la colección.
En 1970, la Marvel Comics Group llevará Conan a la historieta, de las manos de Roy Thomas, como guionista, y Barry Winsor-Smith, en la parte gráfica, convirtiendo al personaje en mundialmente famoso.
El cine lo recogerá, en 1982 y 1984, dirigiendo John Milius y Richard Fleischer.


NOTAS: 1- González, Ángel Howard a través de sus personajes, en el fanzine "Berserkr", nº6. Málaga, 1987.