CONTENIDO LITERAL

("Dejanira", cuento de Mariarita Pennington Evans. Derechos de autor 1995, Mariarita Pennington Evans)

Dejanira sentía como iba derrumbándose cada vez más la hirviente pira. Grandes ampollas iban levantándose en su piel y el pecho estaba ya en carne viva. Ahora sólo tenía la cabeza por encima de las llamas. Alzó su voz:
-¡Luzbel, Luzbel lamá sabajzaní!
Su garganta estaba reseca por el acre humo que iba penetrando en ella pero, con un último esfuerzo, miró fijamente al Inquisidor del pueblo y levantó su voz:
-Diego Torrubiano, yo te maldigo en el nombre del Maestro, del Príncipe de las tinieblas y de los espíritus malignos. Siete son las vocales en el alfabeto griego, siete las notas musicales, siete los planetas, siete las cuerdas de la lira de Apolo y siete serán las generaciones que te seguirán y serán malditas. Y en la séptima generación volveré y aniquilaré a toda tu estirpe. Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Infierno.
Antes de que su cabeza se hundiera por última vez, sintió como se derretían sus ojos y empezaban a resbalarte por las mejillas en dos viscosos surcos. Un agudo alarido escapó por su garganta abrasada:
-Maestro, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Sobrecogida, la muchedumbre sintió el hielo de la noche penetrar en sus huesos. En silencio, todos los que habían asistido, con aire de festividad, al espectáculo de la cremación de la bruja sintieron como la sangre se les helaba en las venas. Crueles e insensibles en su ignorancia, habían celebrado la lenta y despiadada agonía de otro ser humano con vítores y aplausos. Ahora, ninguno de ellos se atrevía a mirar a sus vecinos a la cara mientras se encaminaban, presos del terror, cada uno hacia el amparo de su propia casa.
Temerariamente, lleno de desdén y desprecio por la cobardía y pusilanimidad de sus vecinos, don Diego se plantó delante de la figura achicharrada y desfigurada de la joven:
-Has ardido en vida, Dejanira, y ahora Dios te quemará en los fuegos del Infierno durante toda la eternidad. Tus sortilegios no te serán de ninguna ayuda en la ultratumba. Esto es adiós para siempre, querida.
Lanzando unas sonoras carcajadas, le hizo una irónica reverencia y él también se encaminó hacia la casa inquisitorial del pueblo. Dos sombras recorrieron aquella noche el estrecho sendero desde la pira mortuoria hasta el pueblo. Desapercibido por los ojos de Don Diego, una pequeña y oscura forma seguía sus pasos. Un pequeño gato de pelamen sedoso, totalmente negro salvo por una mancha blanca en forma de relámpago en la coronilla, le seguía caminando sobre sus silenciosas y aterciopeladas almohadillas.
A la mañana siguiente, Don Diego no apareció en la casa consistorial a la hora habitual para despachar los trámites cotidianos. Mariano, el alguacil, fue enviado a buscarlo. No recibiendo ninguna respuesta a sus gritos y no pudiendo franquear la puerta de entrada, alistó la ayuda de Bernardo el herrero para derribar la puerta trasera y la de la alcoba.
El cuerpo exánime de Don Diego fue hallado en ésta última en medio de un charco de sangre. Las cuencas de los ojos estaban vacías como si los ojos hubiesen sido extraídos por una diminuta gubia. La garganta estaba totalmente desgarrada con la traquea descubierta, la piel de la cara colgaba en sanguinolentos jirones y todo el resto del cuerpo estaba enteramente recubierto de hondos arañazos.
El misterio de la muerte de Don Diego jamás fue resuelto. Sin embargo, en el pueblo se mencionaba en susurros el nombre de Dejanira. La superstición de la gente humilde les hizo temer a la familia Torrubiano y, más aún, cuando, con el paso de los años, las desgracias parecían cebarse despiadadamente en sus miembros.
La humilde casita de Dejanira fue arrasada y todos sus frascos, ampollas, redomas, potes y vasijas llenos de polvos y pociones, potingues y ungüentos fueron rotos y quemados. Los que habían frecuentado a escondidas la casa en busca de algún sortilegio o afrodisíaco encontraron a faltar un pequeño arcón que la hechicera había guardado en un rincón de la sala. Pero, ya que comentar la desaparición habría equivalido a una admisión de haber tenido algún vínculo con Dejanira y, por consiguiente, correr el riesgo de sufrir el mismo fin, nadie lo comentó. Borrado todo vestigio de su existencia, Dejanira se convirtió, con el tiempo, en una desvaída leyenda.

-Come tus cereales, cariño, y déjame leer el correo. Parapetado por su tazón de café con leche, Carlos estaba repasando el correo del día. Con mirada intrigada, cogió su cuchillo para rasgar un sobre marrón con el remite de un bufete de abogados. Releyó el contenido tres veces y, luego, apartando bruscamente su plato y taza, exclamó:
-¡Escuchad esto! Muy Señor mío... bla bla... penoso deber ... fallecimiento... por los poderes conferidos... bla bla... único pariente... posesión inmediata... contenido íntegro.
Rubén escuchaba con pasmo reverencial como su padre leía y, aparentemente, entendía los términos legales, a la paciente espera de que se lo tradujera a un idioma más inteligible para él.
-O sea -dijo al fin su padre-, acabo de heredar una casa en un pueblo perdido en algún lugar de Castilla. Por lo visto, soy el único pariente vivo de un tío abuelo de mi padre y me ha dejado esta casa que, por más inri, era antiguamente una casa inquisitorial. Mirad, voy a llamarlos enseguida y, si resulta que es habitable, vamos a echarle una ojeada en estas fiestas. Podríamos ir allí en Navidades y quedarnos hasta pasado Reyes. En el trabajo me deben unos cuantos días.
Dos semanas más tarde, una fría y soleada mañana de finales de diciembre, Carlos aparcó el coche delante de la casa inquisitorial con su blasón del Santo Oficio aún intacto encima del portal. Los vecinos del pueblo contemplaron con curiosidad disimulada cómo los tres bajaron del coche y utilizaron la grande y pesada llave para entrar en el viejo caserón.
El interior de la casa olía a cerrado y a añoso. Al penetrar en la penumbra del gran salón, Rubén corrió a refugiarse entre los brazos de su madre al verse rodeado de pálidas y fantasmagóricas formas. Rápidamente, Carlos abrió las pesadas contraventanas de madera y la débil luz del sol apaciguó los temores del niño, mostrándole que los fantasmas no eran otra cosa que viejas sábanas que servían como guardapolvos. Carlos estiró de una de ellas y apareció en toda su antigua belleza un escritorio de roble del siglo XVIII. Una a una, las sábanas dejaron al descubierto sus tesoros celosamente ocultos: pesados muebles de madera noble, intrincadamente labrados, valiosos cuadros al óleo y al acuarela, grabados mezzotintos; libros encuadernados en piel y lámina de oro; cristalería de Murano y porcelana de Sévres. De los arcones brotaron cortes de tul y tarlatana, satén y tafetán moiré de París, fruncidos de fina blonda, ramilletes de rosas de seda, delicado eau-de-nil... Sin habla por la maravilla de los tesoros desplegados ante sus atónitos ojos, Gabriela quedó sentada en el frío suelo, incapaz de mover un solo músculo.
Finalmente, fue la voz de su marido, el primero en emerger de su estupor, quien la despertó de su ensueño. Carlos se secó un imaginario sudor de la frente y silbó sottovoce:
-Todo esto ha sido acumulado a través de siglos. Tienen que ser las ganancias ilícitas de la Inquisición, sobornos y cosas así. Lo del pelotazo no es una invención de nuestros días. Y ahora es todo nuestro. ¡Somos ricos!
Gabriela sonrió. Interiormente se estaba refocilando de la idea de invitar a los amigos a cenar y ya estaba confeccionando el menú que les servirla en la gran mesa de roble del comedor.
Media hora más tarde, Gabriela se había enfrentado a la ardua tarea de convertir el caserón en un confortable hogar. Pasó las siguientes horas en una alegre orgía de limpieza que consistía en iguales partes de risas, sueños y de detergentes.
Cuando, por fin, todo relucía y brillaba, y un nauseabundo cóctel de olores a pino, limón, flores silvestres y amoníaco invadía toda la casa, las piernas le temblaban de cansancio, se le habían roto tres uñas y el pelo le colgaba lacio como colas de ratas ahogadas. Y era tremendamente feliz.
Carlos, mientras tanto, trajinaba dentro y fuera, arrastrando maletas, cajas y bolsas del coche. Encontró una pila de troncos en el cortijo y encendió un fuego en el lar. Revisó la instalación eléctrica y, en general, se encargó de todas aquellas misteriosas tareas que parecen requerir siempre la atención especial del cabeza de familia armado de destornillador y martillo.
Por su parte, Rubén, viéndose libre por una vez de la supervisión paternal y maternal, aprovechó la ocasión para explorar todos los recovecos y rincones de la casa, así como los alrededores. Sólo apareció, dichosamente sucio y recubierto de telarañas, cuando su estómago le avisó de la perentoria necesidad de llenar el hueco que allí se había formado.
Aquella tarde, cuando se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, el tiempo cambió. Grandes nubarrones se formaron en el cielo. La estancia se volvió oscura. Gabriela miró por la ventana, desprovista de cortinas, el desnudo paisaje de campos desiertos.
Empezó a experimentar una vaga e indescriptible sensación de presagio de amenaza que le oprimía el pecho. Miró a su alrededor como si esperara ver unos ojos que le acechaban desde el rincón más oscuro. El silencio se le antojó asfixiante.
De repente, sin previo aviso, comenzó. La tormenta estalló con toda la saña de que es capaz la naturaleza enfurecida. Con un ahogado grito, Gabriela cerró instintivamente los ojos y sintió como su corazón daba un aterrorizado salto dentro de su pecho. El viento aullaba y bramaba alrededor de la casa e intentaba forzar la entrada por debajo de las puertas y entre las rendijas de los ventanales. La nevisca golpeaba rabiosamente contra los cristales.
-Soy tonta -pensó-, alargando una mano que temblaba ligeramente para coger su vaso- No es la primera vez que veo una tormenta.
Por encima de los aullidos del viento, oyeron el llanto agudo y desesperado de un niño. Gabriela se estremeció, su primitivo temor de madre hizo que su corazón emprendiera de nuevo su alocada carrera. Sin embargo, el sentido común le hizo recapacitar. No era posible que hubiese ningún niño fuera en una noche como aquella. Sólo era su imaginación que le gastaba una grotesca broma. Pero no, no era su imaginación, los horripilantes vagidos habían empezado de nuevo y todos los habían oído.
Carlos se levantó y abrió la puerta, Una helada ráfaga de viento y lluvia entró de golpe trayendo consigo un pequeño e informe guiñapo de pelambre y huesos.
-Mira, mamá, un gatito. Pobrecito, está todo mojado y temblando. Gabriela miró al gato. Era una criatura escuálida y famélica. Los huesos del espinazo y de las ancas eran visibles a través del pelamen sucio y enmarañado. Refugiado y medroso en un rincón, fijó sus ojos verdes y hostiles en la madre.
-Mamá, tiene sed. Dale un poco de leche.
Para complacer a su hijo, Gabriela colocó un platillo de leche tibia en el suelo delante del animal quien empezó a beberla frenéticamente mientras Carlos y Rubén, sentados en el suelo a su lado, le arrullaban palabras de ánimo y aliento. Al acabar, el animalito se puso a asearse, lamiendo y restregando todo su cuerpo con aquella plena dedicación y concentración tan característica de los felinos. Una vez libre de la mugre, apareció un hermoso felino de fina osamenta y pelamen sedoso, totalmente negro salvo por una mancha blanca en forma de relámpago en la coronilla. Carlos lo levantó y colocó en su regazo y empezó a acariciarlo. Haciendo alarde de su elasticidad, el animal se puso panza arriba y comenzó a ronronear de placer, mirando fijamente a Carlos con sus hermosos ojos color esmeralda.
-Es una gata -dijo Carlos.
Siguió acariciándola distraídamente y con aire meditativo.
-Hay algo familiar en su mirada. Ya sé que es un gato pero tiene una mirada casi humana que me recuerda algo. Bueno -dijo, encogiéndose de hombros-, será un caso de "déjà vu".
-¿Un déjà qué? -preguntó Rubén.
-Es francés -contestó su padre-. Significa "ya visto" y se utiliza cuando tienes la impresión de que ya has vivido o conocido algo antes.
-Entonces, gatita, ya tienes un nombre. Te vas a llamar Deja. ¿Te gusta?
La gata maulló y lamió la mano de Carlos.
-Dice que sí, papá. -exclamó Rubén riendo y batiendo las manos.
-Este gato no puede quedarse aquí -dijo Gabriela, con una voz que temblaba ligeramente y que le sonaba demasiado estridente incluso a sus propios oídos.
Tres pares de ojos, llenos de silencioso reproche, la miraron acusatoriamente. Tuvo la incomprensible sospecha de que los tres habían formado una alianza contra ella.
-Bueno, sólo una noche -cedió a regañadientes. -Pero dormirá aquí en la cocina. No la quiero vagando por toda la casa.
Dicho lo cual, preparó una caja de cartón y unos trapos. Aquella noche Carlos tuvo un extraño y erótico sueño. Tendida a su lado, una hermosa y sinuosa mujer de larga melena negra con una mecha blanca cayéndole sobre unos extraños ojos verdes, le estaba lamiendo sensualmente el pecho y arañándole la espalda con sus largas y afiladas uñas. Un arañazo particularmente doloroso le despertó y vio a su lado la gatita, Deja. Sonrió para sus adentros y recogiéndola en brazos la llevó de nuevo a la cocina.
-No te puedes quedar aquí. Gabriela se enfadará. Mañana jugamos ¿vale?
Al día siguiente, Gabriela se fue a comprar provisiones en el próximo pueblo, dejando a Carlos y Rubén solos en casa. Una vez desaparecido el coche, Rubén estiró el brazo de su padre en gesto de complicidad.
-Ven, papá. Vamos al desván. Hay un montón de cosas raras allí arriba.
Acompañados de Deja, subieron la empinada escalera al polvoriento ático. Pasaron la siguiente media hora entre viejos trastos, oxidados aperos y apolilladas ropas de tiempos pasados. Un fuerte maullido interrumpió su investigación. Vieron a Deja en el rincón más oscuro, sentada encima de un viejo arcón y rascando las cerraduras.
-A ver lo que has encontrado -dijo Carlos apartándola.
A pesar de la edad, las cerraduras se soltaron con facilidad. La primera cosa que vieron, encima de todo, fue un cuadro. Parecía el retrato de una mujer pero la penumbra y la edad dificultaron su apreciación. Cerrando el arcón, bajaron de nuevo a la cocina para verlo mejor.
Cuidadosamente, Carlos limpió la pintura con un trapo suave. Al ver las facciones, se sobresaltó al aparecer el rostro de la mujer de su sueño, Por momentos, la mirada parecía cobrar vida. En la parte inferior había una inscripción que Rubén leyó en voz alta:
VIda eterna gozaré
eXImida de la muerte
y mi iMagen brillará
para seDuCir al más fuerte
rendido éste Caerá
al eXtrañar mi beidad
y su aLma entregará
para toda la eternIdad

-Pues, no sabía escribir muy bien, -dijo, disgustado Rubén. -Mezcla las mayúsculas y minúsculas.
Repentinamente, una luz de entendimiento brilló en los ojos de Carlos. Cogió un lápiz y un trozo de papel y apuntó unas letras. Luego, sonriendo satisfecho, miró al niño.
-En aquellos tiempos, a la gente les encantaban los jeroglíficos y los códigos ocultos. Éste es un cronograma- Nos indica la fecha en que fue pintado el cuadro. Mira, si cogemos todas las mayúsculas, tenemos "VI XI MDCCXLI" Es decir, el seis de noviembre de 1741.
Deja le saltó al regazo y empezó a tocar suavemente el retrato. Distraídamente Carlos le acarició las orejas.
En aquel momento, oyeron un motor apagándose seguido del sonido de una portezuela cerrándose. Rápida e instintivamente, Carlos escondió el cuadro y arrugó el papel para luego salir y ayudar a Gabriela a descargar la compra.
Durante los días que siguieron, por alguna desconocida razón, Carlos, que seguía soñando con la misteriosa joven, se sintió reacio a comentar el asunto con su mujer. No tuvo más tiempo para subir al desván porque estaban atareados arreglando algunos desperfectos de la casa y con los preparativos para las fiestas. Deja le seguía a todas partes. Rubén, una vez pasada la novedad de tener un gato en casa, encontraba cada día cosas más interesantes para ocupar su atención. En cuanto a Gabriela, la gata y ella parecían evitarse mutuamente. Pero mientras Deja parecía estar cada vez más lustrosa, Gabriela tenía un aspecto demacrado y de extrema palidez.
Un par de días antes de Reyes, Carlos llevó a Rubén a cortarse el pelo. Gabriela subió al desván para esconder los regalos de Reyes del niño. De repente, sintió el compelimiento de mirar a sus espaldas. En la penumbra, dos ojos refulgían con un brillo verde diabólicamente maligno siguiendo todos sus movimientos. La maldad de la mirada le atravesó el corazón como una puñalada venenosa. El odio parecía fulminarla y quedó hipnotizada. La gata se acercó silenciosa e insidiosamente, las orejas aplastadas contra la cabeza, reptando hacia ella arrastrando el estómago contra el suelo.
Gabriela despertó de su trance, cubierta de sudor frío, la sangre reverberando en sus oídos. Esto ya era el colmo. Agarró una escoba y amenazó al animal.
-¡Fuera de aquí, fuera de mi casa! Deja arqueó el espinazo. Con un fuerte bufido, estiró los belfos hacia atrás mostrando dos hileras de afilados dientes, los malévolos ojos entrecerrados. Gabriela iba retrocediendo lentamente- Deja saltó. Gabriela dio un último paso hacia atrás y, con un aterrorizado grito, cayó de espaldas por la escalera.
Cuando Carlos y Rubén llegaron a casa, hallaron a Gabriela muerta al pie de la escalera. Deja estaba sentada a su lado maullando lastimeramente. Sólo calló cuando el cuerpo había sido retirado y Carlos la tenía en brazos.
Al día siguiente, la hermana de Gabriela vino para llevarse a Rubén, y Carlos se quedó para recogerlo todo y hacer los arreglos del funeral. Subió una última vez al desván seguido fielmente de Deja. Era penumbroso allí arriba. Las sombras parecían apoyarse cansadamente contra las paredes y reproducirse en los rincones. El silencio de la casa subía y horadaba el suelo del ático.
Entre los viejos papeles y documentos, Carlos encontró el diario de Don Alfredo Torrubiano, hijo de Don Diego. Allí, estaba escrita toda la historia de la quema de Dejanira y lo de la maldición. Cuando acabó la lectura, Deja, que había estado sentada a su lado todo este tiempo mirándole fijamente, le hizo entender por sus maullidos que quería que la siguiese.
Como uno en trance, y arrastrado por alguna fuerza misteriosa e inevitable, la siguió hasta el arcón. Abriéndolo, la primera cosa que encontró su mano fue un frágil y amarillento pergamino que desplegó y leyó en la débil luz:
aunque Muerta y Condenada
la Maldición acataré
para eXigír su Cumplimiento
del Infierno Volveré
y el día en que me Verás
Inicialmente lo sabrás

Como en un sueño, Carlos cogió las iniciales y descifró el mensaje tal y como había hecho con el primer cronograma:
-MCMXCIV V I. Cinco de enero de 1994, -musitó- es decir, hoy.
Una terrible y estremecedora sospecha le acometió. Intentó huir pero Deja se le lanzó encima. Poco a poco se fue convirtiendo en Dejanira, la mujer del retrato, la de sus sueños, la hechicera que había muerto doscientos cincuenta años antes. Alarido tras sobrecogedor alarido desgarró los aires del apacible pueblecito.
Cuando por fin los aterrorizados vecinos se atrevieron a subir, encontraron a Carlos acurrucado en un rincón en posición fetal, los ojos desorbitados, la babeante boca prefiriendo sonidos inhumanos. Y a su lado una pequeña gata negra lamiéndole cariñosamente la mano.