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("Xenogénesis", artículo de Harlan Ellison. Derechos de autor 1992, Harlan Ellison. Derechos de autor 1997, Gigamesh)

(Nota de Términus Trántor: Debido a su extensión, el artículo se encuentra dividido en dos partes. Al final de esta se encuentra el enlace para continuar con la siguiente)

La puerta principal de mi casa es indescriptiblemente hermosa. Elaborada para mí hace muchos años por dos grandes escultores, Mabel y Milon Hutchinson, cuyo trabajo iguala en el estilo y brillantez el más fino labrado en madera de Louise Nevelson, es una composición de maderas "encontradas" y otras piezas variadas. Mabel es muy, muy vieja en la actualidad, pero todavía vive, atendida por algunos de sus más queridos estudiantes, en Playa Capistrano, California. Milon murió en 1977, dejando sola a Mabel después de cincuenta años de amor. Él tenía setenta y dos años al morir. Yo los admiraba y los quería a los dos, y la belleza que ellos trajeron a mi vida y a mi hogar nunca se marchita.
Un viernes por la noche en 1979, aparecí en un programa de radio muy famoso en Los Ángeles: Hora 25, presentado por Mike Hodel. Es un programa de ciencia ficción dedicado al cine y a la televisión, así como a los medios escritos, y aquella noche de 1979 di mi opinión sobre la primera película de Star Trek, que había visto la noche anterior. No merecía mucha amabilidad, y no fui muy amable en mis comentarios.
Después del programa, y después de que Mike y yo nos hubiéramos ido a tomar nuestro pastel de costumbre, con café y conversación incluida en DuPar's, llegué a casa alrededor de la una. Estaba oscuro en la entrada de mi casa, y abrí la hermosa puerta que Mabel y Milon me habían hecho, entré y cerré la puerta. Me fui a la cama.
El día siguiente era sábado, y no era normal que mi secretaria viniera, pero tenía algo que terminar, y cuando se dejó caer a las diez, dijo:
-¿Qué le ha sucedido a la puerta principal?
Con el estómago completamente revuelto, fui hacia la puerta delantera y la abrí.
Durante la noche, probablemente mientras yo estaba todavía en la emisora de radio, alguien debió tirar varias docenas de huevos sobre esa obra de arte. Me llevó muchos días limpiar aquella porquería de los centenares de superficies y fisuras entrecruzadas. No me pude concentrar en escribir mientras la puerta siguió herida. Recogía suciedad, restregaba, trabajaba en ella con cepillos de dientes y lustre hasta que el día se convertía en oscuridad. Finalmente, la dejé tan limpia como pude, pero el huevo se había secado por la noche y la puerta sigue descolorida en algunos lugares, marcada en otros donde mi limpieza estropeó la superficie.
Cada vez que abro mi puerta delantera, espero que si Mabel viene de visita, sea de noche. Para ella, en los últimos años de su vida, el arte que creó junto a Milon es un bálsamo solitario contra su pérdida. Yo no podría soportar ver su expresión si ella viera el destrozo hecho a esa parte importante de su pasado. Pienso en el aficionado pitecantropoide que arrojó esos huevos, y también espero no averiguar nunca quién fue.
Mi amigo James Blish murió en 1975.
Este es un extracto de una carta que escribí a M. John Harrison -Mike Harrison, el brillante autor inglés de las novelas de Viriconium- el 31 de julio de ese año:
"Estimado Mike:
"A estas alturas, por supuesto, ya sabrás que Jim falleció. Yo planeaba volar a Inglaterra para verle. Había querido hacerlo durante casi un año pero el estúpido montón de trabajo, las fechas de entrega y las tonterías personales de siempre impidieron el viaje. Había decidido ir a principios de agosto, pero para cuando escribí a Jim y a Judy y después les telefoneé a primeros de mes, Judy me dijo que agosto podría ser demasiado tarde.
"Yo le había dedicado un libro nuevo. Le envié una copia de la página de la dedicatoria. Él me escribió para responderme hace dos semanas... quizá fuera lo último que escribió... no lo sé... y se mostró tan fuerte, tan el viejo Jim como había sido siempre, diciendo que se sentía mejor y que estaba encantado de que yo, al fin, viniera a visitarle, que debería quedarme una larga temporada mientras nos poníamos al día sobre los últimos años en que no nos habíamos visto ni hablado demasiado. Se emocionó con la dedicatoria de Shatterday, y no solamente firmó mi ejemplar personal de Again, Dangerous Visions que yo había empaquetado y enviado, sino que también tuvo el gran detalle de conseguir la firma de Josephine Saxton -que estaba allí en una visita de fin de semana-, gracias a lo cual me ahorró otro viaje a través del Atlántico. Incluso al final, aquejado por el dolor, y con dificultades para escribir, fue capaz de un acto más de amistad y preocupación por mí, algo que había sido siempre su marca de calidad.
"Pero ahora él se ha ido. Y yo me perdí la cita final. La larga e interminablemente fascinante conversación que Jim Blish mantuvo con el mundo ha terminado, y yo le extraño terriblemente".
Mike contestó, y como tantos otros en aquel otoño oscuro, quería compartir su duelo por la muerte de Jim. Le escribí en respuesta el 12 de agosto:
"Gracias por tu mensaje. Agradezco tus palabras. (Qué curioso: Judy Blish ya ha superado la pérdida, y aquí estamos nosotros, encajando el golpe del fallecimiento de Jim. Qué criaturas tan miserables somos, revolcándonos en la pena de otros simplemente para permitirnos tolerar nuestro dolor.)
"Creí que ya lo había asumido, y hoy me ha llegado una carta de Judy. Decía: "Jim te quería. Siempre lo decía", y me he derrumbado otra vez. No soy un tipo sentimental, Dios lo sabe, pero hay alguna parte de mí que siente una pérdida inconsolable por la marcha de ese hombre que me enseñó tantas cosas. Dios, es horrible."
A las tres semanas de enviarle la carta a Mike Harrison, recibí desde Nueva York la más reciente (entonces) de una serie de odiosas cartas de un anónimo corresponsal que había estado envenenando mi buzón con sus notas perversas durante casi dos años. Su mensaje decía, en parte:
"Me enteré de la muerte de James Blish. Usted sabe que él fue un filón de publicidad para la industria del tabaco durante muchos años y resulta que murió de cáncer de garganta. Eso sí que es justicia poética, ¿no lo cree? Otro más de ustedes, farsantes, que cae; muy pronto será su turno."
Durante años no supe quién estaba detrás de esas cartas sin firma ni dirección, excepto que estaban enviadas desde la ciudad de Nueva York y eran obviamente de alguien a quien le era muy familiar la ciencia ficción y el fándom, que seguía mi labor de una forma constante, y que probablemente estaba suscrito a Locus.
Durante años guardé las cartas, en un archivo titulado "Sr. X". Un día a fines de 1983, sucedió que un paquete de correo dirigido a la Colección de registros Harlan Ellison me fue mostrado por la entonces directora de la colección, Shelley Levinson. No recuerdo ahora por qué me enseñó aquella nota, pues yo raramente leo correspondencia enviada a aquella rama de la Corporación Kilimanjaro. Pero cuando comencé a leer la carta, no podía ver las palabras, sólo veía el rostro de alguien tecleando en una máquina de escribir, que de repente reconocí debido a mi intenso escrutinio de los comunicados soeces del Sr. X. Las peculiaridades de algunas de las letras tal como habían sido mecanografiadas me sonaron familiares. Subí corriendo a mi oficina del piso de arriba y saqué el archivo. Sí, la "t" tenía rota la línea cruzada; la "q" tenía un rizo relleno de tinta que se reproducía como negro sólido; la "r" había cedido en la máquina, y aparecía ligeramente más abajo que las demás letras.
Comprobé la lista de socios de la colección y descubrí que el X -cuya identidad había estado cobardemente escondida durante años- era Norman Exxxxx, que vivía en la calle Xxxxxx en Nueva York. Su número de teléfono era xxxxxxx. Había sido uno de los suscriptores más antiguos de la colección, y había recibido cada boletín editado por la colección. Los registros de compra mostraron que había comprado primeras ediciones de mis libros a precios desorbitados.
Le llamé. De noche, tarde. De noche, muy tarde.
-¿Sr. Exxxxx?
-¿Sí? - soñoliento, quejumbroso.
-Soy Harlan Ellison, Sr. Exxxxx.
-¿Uh...? - preocupado, sorprendido.
-Lleva usted mucho tiempo divirtiéndose conmigo, ¿no, Sr. Exxxxx?
-Eso creo -respondió lento, poco receptivo.
-Bien, eso era porque usted era el que sabía dónde estaba yo y quién era; pero ahora soy yo el que sabe quién es usted, y dónde está. Ahora estoy empezando a divertirme yo con usted, Sr. Exxxxx. Y si su sentido del humor es repugnante, el mío es lisa y llanamente horroroso. Soy un ganador, Norman, y mi naturaleza consiste en hacer que el otro pierda. Y, ¿sabe?, usted es el otro, Norman. Recibirá noticias mías. No inmediatamente, pero pronto. Pronto, Norman. Lo estoy deseando.
Él comenzó a farfullar, tratando de decirme que era todo una broma, que él no tuvo intención de hacer ningún daño. Pero yo guardaba las docenas y docenas de sus lamentables cartas en la memoria, aquellas en las que insultaba a Phil Farmer y a Damon Knight y a otros de mis amigos. Me fue muy fácil sumergirme en el pozo de la memoria y recuperar la ansiedad y la frustración que había sentido cada día que uno de aquellos sobres anónimos aparecía en el correo. ¡La furia de no ser capaz de responder! ¡Su cobarde anonimato! Le colgué el teléfono. Nunca supe sus motivos para gastar tanto tiempo y acritud molestándome.
Norman Exxxxx ha cambiado su número de teléfono.
Lo ha hecho varias veces.
¿Tienen idea de lo fácil que es averiguar un número nuevo, que no está en el listín, particularmente si te identificas a Nynex, la Compañía de Teléfono de Nueva York, como el teniente detective Hemphill del Departamento de Policía de Los Ángeles?
Cuando me senté a escribir este artículo por primera vez, hacia el 6 de junio de 1984, no había vuelto a recibir noticias de Norman Exxxxx durante los muchos meses transcurridos desde que hablé con él esa noche, tan tarde.
Cuando acababa de escribir el párrafo anterior, me llegó el correo. Bajé al piso de abajo y lo cogí. En lo alto de la pila, hace apenas cinco minutos (junto antes de empezar a escribir este mismo párrafo), había una postal sin remite, matasellada en Nueva York, que decía como sigue:
"Harlan, me gustó mucho "Stalking the Nightmare". Siga escribiendo.
"Con mis mejores deseos,
"Norman Exxxxx."
Con una familiaridad encantadora, había firmado "Norman".
¿Alguna vez se han dado cuenta de cuán pocas personas en esta vida saben lo que les conviene?
Pronto, Norman. Lo estoy deseando.

En biología existe un fenómeno conocido como xenogénesis. Es un estado patológico en el que el niño no se parece al padre. Tal vez recuerden una espantosa película de 1975 de mi amigo Larry Cohen, titulada ¡Estoy vivo!, en la que un bebé dotado de colmillos y garras se abre paso fuera del útero de su madre a mordiscos y masacra a las enfermeras y al ginecólogo que lo atienden en la sala de partos, y luego salta hacia arriba por un tragaluz, lo destroza todo, y se pasa todo el metraje de la película entrando y saliendo del encuadre desgarrando las gargantas de la gente. Su padre natural es un contable titulado o algo similar. La mayoría de los contables titulados no tienen, salvo simbólicamente, colmillos y garras. Xenogénesis.
En la subcultura de la literatura de ciencia ficción y sus aficionados acoplados por cordón umbilical, se produce la manifestación de una relación simbiótica en la cual el comportamiento de los hijos, que son los aficionados, no se parece a los nobles ideales expuestos en los escritos y pronunciamientos de los padres, los escritores. Al lado de todas sus predicciones apocalípticas, sus frecuentes avisos de alarma, sus gritos de "¡agua va!", la literatura de imaginación ha promocionado ahora y siempre una ética de amabilidad y buenas maneras por medio del punto de vista de sus personajes. Aquellos en quienes se nos pide que nos fijemos, en cf y fantasía, aquellos a quienes se nos insta a ver como los buenos, son normalmente los que dicen "disculpe" y "gracias, señora." La escenografía narrativa más eficiente para explicar por qué un personaje particular es alcanzado por el rayo cósmico o comido por algún anónimo horror lovecraftiano consiste en pintar a ese personaje como maleducado, insensible, falso o rastrero.
Siguiendo esta norma de autor, el canon ha promulgado como saludable una imagen de educación, rectitud y humanidad. Los bandidos, babosas, gusanos y francotiradores de moda del universo, reciben invariablemente su terrible merecido en estas fábulas.
Esa es la actitud de los padres, en su mayoría.
No obstante, los niños de esta educación en proceso, los aficionados que incorporan el canon como una parte importante de su visión del mundo, frecuentemente demuestran una crueldad que, en la ficción, trae como recompensas la serie de desgracias de Job.
Se puede formular una ley, expuesta a continuación, pero que está condenada a ser ignorada o malinterpretada: no todos los aficionados son malos. Repito: hay muchos aficionados maravillosos. La bondad, la cortesía, el sacrificio son tan frecuentes, tan comunes entre aficionados como las flores en primavera. En más de treinta años de relación con la cf y su fándom, he hecho amigos cuya honradez y apoyo han hecho mi vida infinitamente más llevadera. Siempre he sido objeto de actos de generosidad desinteresados y de ayudas para salvarme la vida, no solamente por parte de quienes conozco bien, sino también por los buenos oficios de lectores que no eran de mi círculo de amistades, conocidos al azar en convenciones, transeúntes que vieron una oportunidad de ser amables y saltaron ante la ocasión de servir de ayuda. Lo que voy a decir aquí, dense cuenta, por favor, excluye a todos los Buenos. Ellos saben quiénes son. Lo diré una tercera vez, y espero que el mensaje llegue claro: ¡No hablo aquí de todos los aficionados!
Aquellos a quienes este artículo producirá pitidos en los oídos son aquellos a los que les remuerde la conciencia, los que matarán al intermediario en aras de su propio plan secreto. Se sienten culpables, y por ello tratarán de decapitar al mensajero. Pero todos sabemos a qué aficionados me estoy refiriendo... los maleducados, los desconsiderados, los atontados y los insensibles. Y ellos no saben que lo son, porque la misma maldad de corazón y crueldad de matón de barrio que los marca también los envenena con una arrogancia que les impide percibir cuán soeces nos resultan al resto de nosotros, cuán vergonzosos son ante el predominio de los hombres y las mujeres decentes y buenos que constituyen el grupo de apoyo literario que nosotros llamamos fándom.
Lo que van a conocer en estas páginas es la existencia de una colonia de bestias que ya han apartado a muchos escritores y artistas de la compañía del resto de nosotros; los gusanos cuyos errores irracionales y caprichosos han obligado a los que vamos a convenciones dispuestos a conocer gente, a decir: "Ya está bien. ¡No puedo soportar otro fin de semana con estos criminales!" (¿No se han preguntado por qué ya no se ve nunca a Stephen King en las convenciones?).
Son el resultado de la xenogénesis. Son los que gritan "¡Salta!" al mismo borde del acantilado. Son la consecuencia de una adolescencia reprimida. Son la espina de su rosa, el gusano de su manzana. Y el resto de ustedes, los aficionados y los lectores, tienen que aguantar su comportamiento repugnante. Y aquí está la letanía.

Un aficionado que fue invitado a mi casa me robó cómics antiguos por valor de más de dos mil dólares a lo largo de un periodo de seis meses de visitas amistosas. Otro huyó con los libros de Shasta Press que tenían portadas de Hannes Bok prácticamente irreemplazables, todos ellos como nuevos, todos ellos con mi ex libris. Y a otra aficionada la atrapé saliendo de mi casa con los tres primeros números de Unknown en su mochila. Y hubo uno que se embolsó, como recuerdo de su visita, un pin de colección de la vieja serie de personajes de dibujos animados que había en los cereales Kellog's, Sandy el perro de Annie. Otro me liberó de la preocupación de llevar un reloj de pulsera que me envió un ejecutivo de la compañía Bulova; un objeto producido en la cantidad de dos: uno el que yo poseía, el otro el que perteneció a Winston Churchill. Otro husmeó tranquilamente en mis archivos en el silencio de la noche, mientras el resto del servicio dormía, y se marchó con un conjunto de cartas originales del autor de El tesoro de Sierra Madre, B. Traven, así como las copias a papel carbón de las que yo le envié desde Méjico. Y otro más se las arregló para ocultar -una a una, bajo su camiseta- varias docenas de primeras ediciones que yo había comprado a mediados de los cincuenta, cuando yo mismo era un aficionado, y había empezado a coleccionar, pagando los libros con lo que escamoteaba de la comida. En la Convención de Kansas City, hace varios años, un aficionado que todavía asiste a las convenciones se dejó caer por una fiesta en mi habitación y robó el único original de Virgil Finlay que he sido nunca capaz de encontrar a un precio razonable.
Estos no son ejemplos aislados, robos cometidos tan improvisadamente que la cuestión de la moralidad no llega a plantearse. Si desean oír otras historias semejantes, hablen con Forrest J. Ackerman, cuya casa ha sido robada una y otra vez por jóvenes aficionados a los que él fue tan amable de enseñar su vasta colección. O hablen con Lydia Marano, de la librería Dangerous Visions en Sherman Oaks, California, o con Sherry Gottlieb de A Change of Hobbit en Santa Mónica, o con cualquier comerciante o propietario de librería en cualquier convención a la que hayan asistido.
Yo no sabía que los ladrones actuaran así.

Un aficionado de la zona de Seattle arrancó los vales de suscripción de más de cincuenta revistas que iban desde Good Housekeeping a Hustler, escribió en ellos mi nombre y dirección y me apuntó para recibirlas. ¿Han intentado alguna vez que la revista Time deje de enviarles ejemplares? ¿Alguna vez han recibido doce cartas contra reembolso de agencias cobradoras a causa de productos que nunca pidieron, todas el mismo día? ¿Se han parado a pensar la cantidad de tiempo y dinero que se gasta llamando a servicios computerizados de suscripción de Colorado, intentando que averigüen de dónde vinieron los vales de suscripción falsos?
Y la desagradable naturaleza de aquel aficionado se revela en un añadido más. Cada suscripción se hizo a nombre de otro profesional de la cf... Isaac Asimov o Stephen King o...
Por eso cada piedra nos hiere al menos a dos de nosotros. Maldad irreflexiva, simple; y el gamberro piensa que tiene clase. La suscripción fue enviada a una aproximación de mis señas, a "Herlen Arlison". Sí, ya... Clase.
Pero la travesura fue más allá: el aficionado también encargó una cara serie de artículos de arte de The Franklin Mint, me apuntó a The Columbia Tape Club, a juegos completos de figuras y vasijas de porcelana de The Collectors' Society, a discos de viejas canciones country , a correo basura dirigido a tiendas de mascotas, a catálogos de ropa, lencería femenina, suministros de ordenador, aparejos para yates, equipos de granja. En una semana recibí seis álbumes de Slim Whitman. En el periodo de un año tuve que contratar a un ayudante a precio considerable, sólo para manejar el flujo incesante de revistas, catálogos, productos no pedidos, ofertas de venta al por menor y problemas con los que perder el tiempo que me había endosado este único aficionado.
Pero no estoy solo en el sufrimiento, ni mucho menos. Esto le ha pasado a casi cada escritor al que he preguntado. Me han pedido que no cite sus nombres. Temen la idea de los monos de repetición: que a algunos de ustedes tal vez no se les hubiera ocurrido esta clase de comportamiento perverso, y que una vez que lo conozcan, se lo harán a ellos.
Y cada empresa que recibió mi nombre se lo vendió a otra docena de empresas de venta por correo, cuya basura no requerida por mí atesta mi buzón todos los días. He llegado a asustarme ante la llegada de la furgoneta de correos.
Está el loco que me apuntó a cada club de libros de los Estados Unidos, desde el Literary Guild hasta la Biblioteca Time-Warner de la Segunda Guerra Mundial. Durante los seis últimos meses, hemos tenido que devolver cada día pilas de libros que no he encargado. Piensen en el embalaje, en los viajes a la oficina de correos. ¡Piensen en lo que le ocurre al horario de un escritor!
Está el tipejo que me apuntó al club de los corazones solitarios, a organizaciones que proporcionan los datos de mujeres orientales que quieren casarse con norteamericanos, a empresas de citas por ordenador, asociaciones de amigos por correspondencia y series de fotos porno que muestran anuncios que dicen: "Hola, soy Rhonda, y si quieres ver deliciosas fotos de cuerpo entero mías y de mi amiga Roxanne, haciendo lo que mejor sabemos hacer, mándanos quince dólares y tus gustos especiales; nosotras haremos el resto."
Está el monstruo que llamó a la policía de forma anónima cuando yo vivía en Nueva York en 1960, y les dijo que yo tenía un apartamento lleno de drogas y armas, y un tranquilo día que se recoge en mi libro Memos from purgatory, fui arrestado y llevado a los depósitos de Manhattan que llaman "Las tumbas", y aunque no había más que una tableta de NoDoz en mi apartamento, recibí una citación y tuve que presentarme ante el gran jurado.
Divertido. Todo terriblemente divertido. Cada pequeña travesura de colegial, una risa. ¿Y cuántas horas gastadas en arreglar esos innecesarios contratiempos podrían haberse empleado en producir más historias? ¿Cuántas horas derrochadas, cuántos libros perdidos, no escritos? Ahora multipliquen lo que me ha sucedido a mí, las horas perdidas, por el número de escritores a los que les han tirado también este tipo de mierda. Un escritor tiene sólo talento, una cantidad finita de material visceral, y un poco de tiempo... nunca bastante tiempo. Divertido.
Estos casos de lesiones cerebrales que manchan a los seguidores honestos llamándose a sí mismos aficionados a la literatura de imaginación sólo son unos cobardes de mierda. Esparcen habladurías detrás de ti, hacen comentarios deshonrosos cuando pasan silbando a tu lado en los palacios de convenciones, no ponen remite a los mensajes dañinos, inventan nombres falsos cuando escriben cartas llenas de odio a las revistas que publican tus relatos, usan el teléfono. Para ellos, valor y comportamiento racional son conceptos ajenos que sólo leen en los rimbombantes space opera. Tales conceptos no se imprimen en sus vidas miserables en el mundo verdadero.
Este ensayo tomó forma una tarde en una recepción dada por John Brunner durante una de sus visitas a Los Ángeles. En aquella reunión, me encontré sentado en una mesa de cocina con Robert Bloch, Philip José Farmer y el fallecido Kris Neville. Discutíamos lo que me había sucedido la noche anterior.
Por aquel entonces, hacía muy poco que había empezado a vivir con una mujer que había conocido en Boston. Ella había venido a L.A. para estar conmigo, y habíamos ido a ver la película de Woody Allen Stardust Memories. En una escena de la película, Woody, interpretando el papel de un director de comedias mundialmente conocido, asiste a uno de esos fines de semana de película que casi siempre se celebran en hoteles de descanso en Poconos. Es agobiado por pesados, impertinentes y patosos seguidores de su obra. No le dejan en paz y le acosan; y en un momento dado, una mujer exige a gritos que le firme un autógrafo en la mano. Cuando él rehusa ella se pone a insultarle.
Me incliné para cuchichear a mi nueva amiga de Boston: "Eso que ves es mi vida." Ella se rió, y luego, cuando habíamos dejado el teatro, me acusó de darme una importancia injustificada, y me avisó de que aunque era de Boston, no se había caído de un guindo el día anterior. Yo sonreí y no dije nada más.
Dos noches después, el viernes antes de la reunión de John Brunner, tuve que hablar en un acto para recaudar fondos para escritores encarcelados en países latinoamericanos, patrocinado por P.E.N., la sociedad internacional de periodismo, y cuando estábamos sentados en la primera fila a la espera de que el acto comenzara, una mujerona sentada detrás de nosotros dio un grito, clavó una zarpa en mi hombro, y preguntó:
-¿Es usted Harlan Ellison?
Me volví con temor, observé aquella aparición mastodóntica, y admití a regañadientes que yo era, desde luego, aquella alma condenada. Mi nueva amiga de Boston también se dio la vuelta, abriendo bien los ojos, cuando la mujer proclamó, con el encanto rústico de la llamada de un granjero a sus cerdos:
-¡He leído todo lo que usted ha escrito! ¡Me encanta todo! ¡Fírmeme aquí en el pecho!
Y se quitó un sostén con chorreras para dejar a la vista una glándula mamaria del tamaño y la generosidad de Letonia. Mi amiga la observó horrorizada, me miró y soltó:
-Diooos mío, no estabas bromeando, ¿verdad?
Me encontraba comentando este hecho nada insólito con Kris, Phil y Bob, en la recepción de John, y de broma comenzamos a contarnos unos a otros las escenas de horror que habíamos vivido con aficionados.
Kris Neville nos divirtió con una historia de sucesivas imposiciones a cargo de un joven aficionado que había alojado en su casa a cambio de dinero, que culminó en su acampada en la pradera de césped de Kris y Lil hasta que se vieron obligados a llamar a las autoridades juveniles.
El relato de aficionados más extraño de Bob trataba de la recepción, un día en el correo, de una tarjeta de cumpleaños de un entusiasta desconocido que había adjuntado a la felicitación una gema verde. Bob tiró la tarjeta y la piedra a un cajón de trastos. Años después, cuando se envió el contenido del cajón a uno de los archivos universitarios que conservan los papeles de escritores famosos, Bob recibió una llamada del encargado que le avisó de que habían hecho tasar la piedra, y su valor era de 7.000 dólares.
El día que me senté a escribir por primera vez este artículo, el 6 de junio de 1984, aparte de la postal de Exxxxx mencionada antes, y cientos de otros ejemplos de maravillas de correo, recibí una carta de un tal Leroy Jones de Philadelphia. Su petición no era diferente de los cientos de otras misivas similares que recibo en un año. Era como sigue, y lo cito directamente de la nota garabateada en frente mío:
"Estimado señor Ellison:
"Colecciono citas de obras de autores (sic). ¿Podría usted anotar unas cuantas citas de su obra en las tarjetas que le mando? Sólo tengo dieciséis años, así que no he leído mucho de usted. No estoy seguro de que me vaya a gustar todo lo que usted escribe, pero sé que usted ha hecho la película The Oscar y la he visto. Necesito algunas citas.
"Gracias.
Leroy"
Cuando vi esta nota, con sus impertinencias irreflexivas, su falta de educación gratuita y su simplona incomprensión del valor del tiempo para un escritor, pensé: "No puedo ser el único pobre diablo al que le toca presenciar esta locura todos los días. ¡No puedo serlo!"
Recordé la conversación con Kris, Phil y Bob, y elaboré una carta que fotocopié y envié a ochenta y cinco escritores y artistas que conocía. La carta era una imposición precisamente del tipo que más desprecio, de forma que dejé muy claro que era una broma, un entretenimiento, una diversión y que si interfería en el trabajo del destinatario en lo más mínimo, debía ser ignorada.
Pensé que tal vez obtendría una o dos respuestas de mis amigos más íntimos, tal vez de Silverberg y de David Gerrold, tal vez de Ed Bryant y de Vonda McIntyre. Lo que no esperaba fue la instantánea oleada, el aluvión, el tsunami de respuestas de gente de la que no había tenido noticias en años, cada uno rememorando un horror más increíble que el precedente.
Recordaré alguno de ellos aquí. La mayoría tienen el nombre de sus víctimas incluido. Unos pocos, de los más horribles, no: la auténtica y verdadera angustia que se originó en estos incidentes aún permanece, y se me ha pedido que no especifique en qué vidas cayó esta lluvia de mierda.
Una cosa más.
Casi sin excepción, todas las cartas empiezan como la respuesta de Isaac Asimov:
"Querido Harlan:
"En general, mis lectores son un puñado de gente muy amable que no exigen prácticamente nada."
Y entonces, todos y cada uno de ellos continúan, en el segundo párrafo, diciendo:
"Sin embargo, hubo una vez un aficionado que..."
Y a continuación viene el relato de una monstruosa invasión de la intimidad o una muestra gratuita de repugnancia que hace rechinar los dientes.
Es como si los escritores de este género, apostando por el improbable hecho de que los aficionados se levanten como los seguidores de Madame DeFarge en las calles de París, hayan ocultado sus auténticos sentimientos con un documento rectificativo que les salvará de la guillotina. No tengáis miedo, amigos, las cartas irán conmigo a la tumba. Poco después de la publicación de este artículo, lo más probable.
Y aquí están los relatos, para que aquellos que denuncian -como hizo Donald Kingsbury en su misiva, con las palabras "Cada uno de nuestros karmas es muy diferente. Como decía L. Ron Hubbard, nosotros creamos lo que nos espera. Que te sea leve la endodoncia."- que la agresividad de parte de Harlan Ellison le coloca solo y abandonado en el sendero de una conducta tan vil, tengan la prueba de que esto es una plaga que nos alcanza a todos nosotros, ya seamos encantadores o monstruosos.
Aquí están los rostros de los demonios con los que tratamos:
Comenzaremos lentamente. La primera respuesta fue de la fallecida James Tiptree, Jr. -Alice Sheldon- quien, a causa de su acreditación de seguridad estatal, mantenía el anonimato con seudónimos como precaución. Alli me escribió:
"Harlan, cariño... Muy buena idea, los ejemplos de los conspicuos aficionados. He rastreado mis recuerdos y no sale nada. El problema es que he estado aislada durante años y no pasó mucho más que el bloqueo de mi apartado de correos durante tres días, cuando la Convención Mundial se celebró en Baltimore..."
Aquí hay otro de James Gunn, profesor de la Universidad de Kansas en Lawrence. Un hombre muy tranquilo y agradable, un hombre gentil y cortés donde los haya:
"Querido Harlan:
"Debe ser que no despierto la misma pasión en los aficionados que algunos de mis colegas. Claro que he recibido libros y adhesivos encolados para firmar, y uno... me escribió cartas desde una cárcel de Florida, e incluso me acabó por pedir mil dólares para su defensa... pero el único incidente con el que me he quedado alucinado fue aquella joven que me encaró en la recepción de encuentro con los autores en la Convención Mundial de Baltimore, miró mi etiqueta y dijo indignantemente: "Nunca he oído hablar de usted". Todo lo que pude hacer fue quedarme mirando."
Barry Malzberg podría contar semanas enteras de cuentos de miedo, de angustia encarnada. Pero he aquí lo que escribió:
"Harlan, creo que es una mala idea en toda regla ese asunto de "Las grandes locuras de los aficionados que mis colegas y yo hemos conocido", porque esto sólo anima a las tropas, las envalentona, igual que todo desastre político encadena otro. El 95% que no puede concebir ser parecidamente odioso se reirá, aplaudirá, se divertirá y verá el auténtico dolor en forma trivial, pero el restante 5% estará tomando notas."
En el proceso de actualizar este manuscrito, después de cinco años, un editor sugirió que eliminara la anécdota de "la gema de los siete mil dólares" tal como la contó Robert Bloch, porque redundaba en beneficio de Bloch. Bueno, sí que podría haberla eliminado; pero la intención de este artículo es mostrar la realidad, no un alegato cuidadosamente manipulado de quejas especiales sobre esa realidad. Añado, sin embargo, que cualquiera que esté lo bastante loco para enviar una piedra preciosa como esa, por sorpresa, sin avisar a nadie de su valor, es un lunático desde cualquier punto de vista, y tal vez la próxima vez haga algo inconveniente o peligroso con la misma facilidad... ¡libre Dios al objeto de admiración de semejante persona de rechazar sus atenciones! Pero no fue ésa el que Robert Bloch escogió como su relato de miedo más sobresaliente. Esto es lo que escribió:
"Querido Harlan:
"¿Conoces el viejo dicho "Gato escaldado, de agua fría huye"? Pues tengo uno nuevo para ti: "Gato escaldado tres veces es tonto con creces."
"Un aficionado al que conocía desde hacía treinta años me importunaba para que hiciera una antología de mis viejos relatos de Lefty Feep. De hecho, se ofreció para publicar y confeccionar el libro él mismo -todo lo que yo tenía que hacer era elegir los relatos y hacer una introducción. Mi antiguo agente estuvo de acuerdo, así que me puse manos a la obra. Después de un año de cartas sin respuesta di con este bromista en una convención y lo clavé contra la pared. Dijo: "Eh, se me olvidó decirle que decidí hacer la antología con otra persona en su lugar."
"Un segundo aficionado propuso sacar una nueva antología de mis relatos de fanzines como continuación de The Eighth Stage of Fandom. Ya que él ya estaba muy metido en la publicación especializada no vi nada malo en la idea y, como se me pidió, recogí el material, seleccioné lo mejor y preparé una introducción. A diferencia del primero, éste sí respondió a mis cartas, pero nunca hizo nada. Dieciocho meses más tarde me las arreglé para que me devolviera el material.
"El tercer aficionado estaba en el comité de una convención en la que yo había sido elegido Invitado de Honor después de que se enteraran de que Julio Verne había muerto. Este pollo quería hacer un volumen de mis relatos no reeditados hasta la fecha, tanto de forma especial para la convención como de venta posterior a través de una casa editora. En este caso yo no tenía que esperar un año ni un año y medio -no había tiempo y él necesitaba que yo eligiera los relatos y escribiera sus introducciones. Le pasé rápidamente todo el material y a los dos meses -¡justo cuando iba a empezar la convención!- llamó para decirme que había cambiado de opinión y que no había ningún libro.
"No voy a revelar el nombre del primero, porque ya ha muerto.
"Y no voy a revelar los nombres de los otros dos, porque puede que todavía los mate yo mismo."
He escogido a mi querida Alli Sheldon, al caballeroso Jim Gunn y al siempre colaborador con los aficionados Bob Bloch como los tres primeros invocadores de la letanía, por una razón. Mencioné antes que la carta de Donald Kingsbury sugería que hemos atraído semejante maldad sobre nosotros mismos por haber embrutecido nuestro karma. Su carta rebosaba de las profundas experiencias que él ha tenido en las convenciones. En apariencia, lo único que le había desanimado era esto:
"En una ocasión, yo estaba sentado tranquilamente en una mesa de autógrafos, completamente solo, porque todos hacían cola para ver a Asimov y a Ellison, y una encantadora joven que se compadeció de mí se acercó y compró un libro mío, incluso aunque no me conocía ni en pintura, sólo para que yo tuviera al menos un cliente."
Y aquí es cuando Don finaliza su nota, como ya mencioné, con estas palabras: "Cada uno de nuestros karmas es muy diferente. Como decía L. Ron Hubbard, creamos lo que nos espera. Que te sea leve la endodoncia."
Me esperaba algo así. A causa de que he decidido no sufrir en absoluto toda esa clase de comportamiento, se ha creado el mito de que soy maleducado, malvado, agresivo y a menudo violento con los candorosos e inocentes aficionados que tan sólo quieren transmitir buenos deseos.
Eso es probablemente tan válido como sugerir con franqueza que Donald Kingsbury es un celoso alcornoque que no se daría cuenta de que le están insultando o molestando en el caso de quienes le atacaran estuvieran empleando martillos neumáticos y tuberías del gas.
Sin embargo, para quitar de la ecuación cualquier indicio de alegato especial, de autodefensa, de racionalización en favor de un Ellison monstruosamente descortés... he obtenido las cartas, me he encargado de que un editor dé testimonio de que son verdaderas, y he abierto el desfile de los malditos con tres escritores que son conocidos por su amabilidad, civismo, apoyo a los intereses del aficionado, su buena educación y cortesía sin límites.
Incluso aunque sea verdad una millonésima parte de los cuentos acusadores que cuentan sobre su "recopilador de los hechos", no hay manera de sostenerlo. Simplemente miremos lo que dicen otros escritores.
Disfrutarán, particularmente, de las cartas enviadas por escritoras. ¿Piensan que los hombres lo tienen crudo? Escuchen a Marta Randall:
"Dios mío, Harlan:
"Estoy absolutamente pasmada ante esta idea que has generado sobre tu discurso de la Westercon. No es que piense que no debería hacerse, y que no sea el momento y todo eso, sino que admiro las narices que hacen falta de forma diáfana, sin tapujos, con descaro para levantarse ante una habitación llena de aficionados y contarles todas las cosas terribles que ellos han hecho a través de los años. Ya estoy viendo las lapidaciones, crucifixiones, vituperios y mucho ruido, aullidos en las mesas redondas y el analfabetismo en las páginas de fanzines; es totalmente delicioso. Hazlo. No estaré allí para verlo, pero estaré contigo en espíritu.
"La mayoría de los ataques hechos sobre mí por aficionados han sido verbales. La joven rechoncha en trapos renacentistas que me interrumpió en una fiesta, empujó a un lado a mi compañero, me miró, y dijo: "De modo que así es usted. Leí un libro suyo una vez y no pude comprender una palabra." El tipo apasionado que se me acercó en un mercadillo para saber si podía hacerme una pregunta, y cuando le respondí que sí, dijo: "He leído todo lo que usted ha escrito, desde su primer relato corto. Me gustó de verdad aquella primera historia, pero el resto de su trabajo apesta. ¿Le importaría comentar por qué sus escritos han ido cuesta abajo?" Hace dos años, fui suficientemente injusta para escribir una carta a un zine respondiendo a las declaraciones típicamente contaminadas de alguien sobre otro escritor, y recibí una respuesta diciendo que yo era obviamente una neófita porque este mozo no había oído nunca hablar de mí, y que si enviaba a este tipo un ejemplar de mis libros, él estaría encantado de decirme lo que estaba mal en ellos. El aficionado que se emborrachó en una fiesta, cayó dormido en el departamento de la convención a mis pies, y pasó todo el día siguiente contando a todos que había pasado la noche conmigo. El trekkie de la única convención de Star Trek a la que fui engañada para asistir, que me dijo de mis libros: "Pues si no son de Star Trek, están llenos de mierda."
"No es mucho, gracias a Dios, pero puedes usarlo, y también mi nombre.
"Se me acaba de ocurrir algo terrible: ¿y si tu discurso les da más ideas?"
¿Comienzan a ver un hilo conductor? Es la segunda vez que me sugieren lo mismo. Tan nerviosamente como muchos escritores cantan las alabanzas de sus aficionados, pueden comenzar a percibirlo: les tienen miedo; temen lo que usted sea capaz de hacer, como una broma, como un chiste, como diversión personal obsesiva.
Ahora, Asimov:
"En general, mis lectores son un puñado de gente muy amable que no exige prácticamente nada... Están los profesores que obligan a todos sus estudiantes a escribirme laboriosos garabatos y hacen que yo deba contestar gentilmente porque no puedo soportar la desilusión de los niños. (No obstante, quisiera estrangular a los profesores.)
"Sin embargo, una vez llegué al límite. Un propietario de librería me pidió que le firmara "unos pocos" libros. Yo suspiré y dije que de acuerdo.
"Lo siguiente fue que me mandó enormes cajas de embalaje que contenían cada libro mío que él tenía en almacén, veintenas y veintenas y veintenas de ellos. Mi primer impulso fue tirarlos y afirmar que nunca habían llegado. El segundo fue guardar los libros para usarlos como regalos (o darlos a casas de caridad). Pero no podía hacer eso. Tuve que firmarlos todos, volver a montar las cajas, atarlos con cordeles, y finalmente mi esposa y yo tuvimos que ponerlos en carritos de equipaje y empujarlos hasta la oficina de correos, que estaba a varias manzanas (y ya no estoy exactamente en mi primera mocedad). La única satisfacción que obtuve fue escribir al tipo de la librería una elocuente carta que probablemente hizo que se le cayera todo el pelo de la cabeza y del cuerpo."
Que es tan probable como que aquel idiota entendiera que, para empezar, había hecho una tontería impertinente. Le he dicho a Isaac cientos de veces que simplemente porque los dos seamos judíos, no significa que debamos sufrir dos mil años de persecución retroactiva de la mano de basura humana como este personaje de la librería. ¿Y siquiera comprendió lo que había hecho, después de que Isaac le advirtiera de la monstruosa imposición? No, me arriesgaría a decir que no. Porque, verán, ése es otro aspecto del tema:
Ser suficientemente estúpido para cometer el pecado, en primer lugar, da a entender una personalidad de miras estrechas, una autocomplacencia, una carencia de empatía, que los ciega ante la asquerosidad de lo que han hecho... aun cuando se lo expliquen lenta y sencillamente.
Por ejemplo, estoy reescribiendo este artículo en mi cama, pues sufrí una operación de gravedad hace poco más de una semana. Varios aficionados se enteraron de esto, así que fui agasajado, tres días antes de Navidad, por un propietario de librería del área de Los Ángeles, conocido mío desde hace años, que llamó y me preguntó si podía venir con un libro mío que alguien acababa de comprar, para una firma personal. Él había hablado conmigo el día anterior, y sabía que no podía moverme fuera del lecho por temor a que los puntos se abrieran, pero llamó para preguntar si me importaba, durante mi recuperación, firmar algún maldito libro para un cliente.
Me sorprendí y le dije que estaba en la cama. Él lo pidió una segunda vez. Yo dije: "¡Me estoy recuperando! ¡He estado tres horas debajo de un bisturí! ¿Qué demonios me importa firmar un libro para un extraño en este momento?" Entonces él sugirió que vendría al día siguiente. Le colgué.
¿Comprenden, Isaac? ¡No se lo creen, caramba!
Se sienten como si nosotros fuéramos los maleducados con ellos.
Barry Longyear escribió una de las cartas más impresionantes que recibí en respuesta a mi petición. Por razones personales, únicamente reproduciré fragmentos... la totalidad es demasiado íntima.
"A comienzos de mi carrera, poco después de la publicación de mi relato "Duelling Clowns", me encontraba en una de mis primeras convenciones (una Boskone, creo). Este aficionado, equipado con la disposición y la complexión general de un gorila, me paró en el pasillo de entrada y me preguntó: "¿Es usted Barry Longyear?"
""Sí", contesté, preparándome a bañarme en la gloria de autor.
"Él armó el puño y me golpeó. "Esto es por "Duelling Clowns", dijo, y salió corriendo del hotel...
"Aproximadamente un año después de completar mi tratamiento para el alcoholismo y drogadicción en el Centro St. Mary de Rehabilitación en Minneapolis, asistí a mi primera convención desde que lo había dejado. Fue entonces cuando cobró forma mi verdadera pesadilla sobre aficionados.
"Por aquel entonces todavía me sentía muy incómodo en el entorno de la bebida. Incluso con un año de abstinencia a cuestas, la sobriedad es una cosa frágil. Dado que la MiniCon tenía lugar en St. Paul, a un paseo de diez minutos en coche del Centro St. Mary, me figuré que si me iba a sentir alguna vez seguro en una convención, la MiniCon sería la mejor apuesta...
"A la mañana siguiente me había levantado temprano y trataba de deducir qué se hace en una convención a las siete de la mañana, sin haber tenido antes esta experiencia. Me sentía un poco inseguro en el apartado de imagen personal, así que decidí darle a un aficionado una alegría y dejarle desayunar con un auténtico grande de la cf en vivo. Este aficionado en particular estaba en el equipo de la convención, y acababa de terminar su trabajo. Nos sentamos en el restaurante del hotel y pedimos. Cada poro de mi cuerpo estaba abierto, esperando absorber ansiosamente los cumplidos necesarios. Él terminó su desayuno, se acomodó contra el respaldo y me sonrió mientras miraba la etiqueta con mi nombre. "Bueno, Barry", dijo, "¿qué haces para conseguir la cinta de invitado?"
"Mientras contemplaba el agujereado casco de mi carrera hundirse en el olvido, me concentré en mi pomelo y murmuré algo sobre garabatear de vez en cuando."
Y luego dicen que la sensibilidad del aficionado está muerta.
Terry Carr ya no está entre nosotros, pero aquí hay algo que él me contó, que puede que ustedes no hayan oído. Cuando su primera novela salió a la luz, la mitad de un Ace Double titulado Warlord of Kor, fue cuando se celebró la DisCon de 1963. La primera esposa de un aficionado popular (que estaba sentada entre el público mientras yo leía este artículo) vino deambulando hacia Terry; éste esperaba alguna pequeña alabanza por parte de ella sobre la reciente publicación de su primer libro, y ella le dijo: "He leído hace poco su novela. Quisiera presentarme." Y Terry sonrió, porque todos nosotros esperamos amabilidad la primera vez que nos publican, pero ella le dijo: "¿Por qué escribió usted ese asqueroso pedazo de mierda?" Y se quedó allí con los brazos en jarras, esperando a que el dolor se tradujera en disculpas por el fallo cometido. Terry dijo: "Lo escribí por setecientos cincuenta dólares", y se marchó.

 

(segunda parte)